Antequera Blues Express

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La piruleta de Kojak

Estación del AVE

2 de julio de 200_

12:30 h

Cuando el juez dio por terminado el proceso del levantamiento del cadáver, Azpilcueta se acercó a hablar con Luis, el Gitanillo, quien a su vez, tenía a toda la pléyade de calés interesándose por su estado de ánimo ante la repentina muerte de su primo, su mentor y mecenas. Mientras los del servicio judicial se encargaban del atestado, Luis casi no podía evitar las lágrimas, puesto que, al fin y al cabo, aquel hombre le había abierto puertas, le había ayudado en su educación, y estaba a punto de embarcarse con él en la aventura de una gira con disco incluido y Vicente Amigo o el Tomate al toque. Sólo faltaba firmar con uno de los dos.

—Lo siento, Luis. Sé que debes estar triste.

—Gracias, teniente. Lo estoy de verdad.

Luis y él se conocían desde hacía tiempo. Azpilcueta era habitual de las tertulias musicales que Juan Manuel Clavijo montaba en la radio de la ciudad. Allí, en la radio, pasaban mañanas de verano encantadoras, en las que escuchaban a los maestros de cada género volcar anécdotas y charlas profundas, que trasladaban después a la barra de Guanchi, donde entre tintos y cañas, saboreaban lo poco de bueno que la vida les iba a deparar.Como Clavijo padecía una fuga irremediable de su cabellera, ya recibía el nombre de “Calvijo”. Y Azpilcueta se llamaba “Piruleta”. Y más de uno celebraba la siguiente ronda saludando al calvo Kojak y a su Piruleta.

Allí, en la barra de Guanchi, el Gitanillo había recibido parabienes de todas las áreas musicales, los bluseros, los flamencos y los de la zona clásica del Conservatorio.

—¿Tienes alguna idea de qué ha sido esto, Luis?—preguntó Azpilcueta.

—No pierde usted el tiempo, teniente.

—Venga, Luis. Ya sabes que el tiempo es oro cuando se trata de algo así.

—Pues no sé qué decirle, Azpilcueta.

— ¿No me puedes decir en qué andaba Canales últimamente?

—Eso ya lo sabe usted. Andaba mucho por la costa, tenía negocios por ahí, pero yo no le preguntaba sobre eso, ni él me contaba a mí nada.

—¿Recuerdas qué negocios?

—Construcción, teniente. ¿Qué, si no?

—¿Sabes qué hacía concretamente?

—No sé. Lo que más le oía, creo, era que andaba restaurando una fábrica antigua, para convertirla en hotel, y además una urbanización de chalés alrededor.

—¿Nos puedes decir si tenía armas? ¿Si tenía costumbre de llevarlas encima?

Luis se sorprendió por la pregunta del teniente, pero no supo contestar. Desde luego que no era por la emoción del momento, sino porque Luis no sabría negarle al guardia que las llevara con la vida que se daba últimamente. De un sarao al negocio de arte, del cante al ladrillo, de la antigüedad al sarao y otra vez al principio. Las copas y las bellezas, a deshora y en Marbella.

No quiso Azpilcueta agobiar al Gitanillo, parco en palabras habitualmente. Ya le había dicho bastante comparado con lo habitual. Y estaba realmente compungido. Así que le dejó que se marchara con sus hermanas. Jabo Azpilcueta pensó entonces, viendo a Luis, la promesa local del flamenco, heredero del fallecido Camarón, retirado casi en volandas por sus protectores, que el subteniente Amaya iba a tener que aprovechar muy bien sus conductos étnicos para poder llevar una decente investigación. Luis se subió al Mercedes azul de Matt y salieron de allí, bajo la mirada del teniente. Había decidido dejar pasar por el momento al blusero, con su cojera achulada, pero el teniente no se privó de dejarle saber, con tan solo una mirada, que él también figuraba en la lista de posibles actores de aquel elenco de grand guignol.

Azpilcueta observó la Estación de Santa Ana-Antequera, a menos de doscientos metros de donde había aparecido el coche de Canales, en plena raqueta de acceso al aparcamiento. Allí sola, se mostraba con su techo agaviotado en medio de la nada, como un arbolito en la llanura, de esos que pintaba Chavela Vargas en su cueca. Solo por eso, uno era capaz de perdonarle la pretensión.

Había un guardia compañero de la Agrupación de Tráfico dirigiendo la entrada de vehículos a la estación, dado que ahora el coche de la víctima y el dispositivo montado por la policía judicial, ellos mismos y el vehículo funerario, lo impedían completamente. En fin, tampoco era gran cosa el tránsito. Azpilcueta observaba a sus colegas de criminalística recién llegados de Málaga, haciendo su trabajo. Se admiraba de la pulcritud y el orden de su labor, que le recordaban a las mismas que veía en otros lugares. En el mundial de rallyes o en la fórmula uno, por ejemplo, cuando un participante llega a su taller, se puede ver a doce profesionales echarse encima del coche sin estorbarse unos a otros...

—Hola, Jabo. ¿Cuándo oficializas tu retiro antequerano?

—¿Qué tal, Zárate?—contestaba Azpilcueta con pocas ganas de palique.

—Te echamos de menos. El gran jefe, sobre todo. Me dice que te convenza de pasar por Málaga cuando tengas a bien.

Azpilcueta torcía el gesto, a sabiendas de que no podía continuar con su comisión de servicios en Antequera por mucho más tiempo. Y debía retornar, a regañadientes, a su oficina en su destino natural de la capital. No sabía qué podría inventar para no irse de la ciudad que le había regalado lo mejor de su vida. Música y felicidad estética.

—Si esperas a que alguno de los jefes te dé la patada en el culo para tomar la decisión, lo llevas claro. Ninguno quiere perderte. ¿Cuánto hace ya de lo de tu cuñado, Jabo? Dos años, o por ahí, ¿no?

Asentía bajando la mirada. Y sabía que pronto debía tomar una decisión.

—No te apures, tío. No sé qué les das, pero ninguno dice nada de tu situación. Mientras les cumplas, les da igual dónde fiches por las mañanas...

Volvió Zárate a lo suyo. Y Jabo, que sabía de la conveniencia de no pensar en ello, también retomó su oficio.

Se preguntaba si las cámaras de seguridad de Adif les podrían aportar algún dato. Él mismo llamó al responsable de la estación para solicitar una copia de aquellas grabaciones, incluidas las noches anteriores, y querían también las posteriores.

Amaya había recopilado ya información sobre los socios de Canales en la construcción. Además había pedido los datos de una tienda de antigüedades que una prima del fallecido llevaba en Osuna a medias con él.

Lo primero que hicieron fue acercarse a la estación y ver el alcance de las cámaras de seguridad. Las del aparcamiento eran muy bajas y solamente registraban lo sucedido dentro del recinto. Pero se fijó en que las de tráfico de las vías, colocadas en postes más altos, abarcaban más distancias y panorámicas mayores. Quizás algo podrían sacar en limpio, aunque no tenía muchas esperanzas.

Emilio Amaya se movía con una soltura gatuna en terrenos burocráticos. Se tendría que encargar de recopilar toda la información más próxima a los acontecimientos: había que saber en qué negocios andaba Canales últimamente y con quién. Los asuntos de las antigüedades no eran menos sugerentes ni lo eran los asuntos de la música. Habría que buscar en los tres terrenos, ya que todos eran foco más que probable de incidentes, dada la nueva prosperidad económica del país. Ladrillos nuevos y ladrillos viejos. Siempre un negocio. Siempre un arte.

Robert de Niro en Ronin

Sábado 3 de julio de 200_

9:50 h

Junto al cartel de Promociones Ronin, S.L., había otro de Antigüedades Osuna. En la entrada de Fuengirola, en el mismo lugar donde se había establecido una antigua empresa italiana de conservas allá por los cincuenta, la nave que había comprado la promotora de Canales estaba rodeada por más de tres hectáreas de terreno. Aquella nave era una más de las que, al empezar los sesenta y el boom turístico, habían quedado un poco lejos del centro urbano y se mantuvieron así durante años, esperando agazapadas a la siguiente fiebre del oro. En algún momento supo ser taller mecánico para camiones y maquinaria. Hasta allí llegaba la información que Amaya había conseguido de la promoción. Aunque lo más llamativo, sin duda, era el cartel. Le llamaba la atención a Azpilcueta el nombre que Canales había elegido para la promotora de construcción: Robert de Niro había protagonizado una película llamada así en los noventa. Recomendable en su totalidad, tuvo que explicarle a su joven suboficial de compañía. Y éste, marcando su eficiencia, tomaba nota de la película. Aparcaron dentro de la obra de la nave, de la que conservaban la estructura principal, pero que habían vaciado en su totalidad.

El encargado de la obra no había llegado todavía a su trabajo y se hallaba en algunas gestiones con bancos, según les explicó la secretaria.

—¿Le importa que esperemos aquí mismo? —preguntó Azpilcueta señalando unos prometedores sofás de cuero, dormidos en el centro de la oficina, flanqueados por plantas brillantes y lustrosas, a pesar del polvo que reinaba en el exterior.

—¿De bancos en sábado? —preguntó Amaya.

Una vez sentados, Azpilcueta sacó su móvil y buscó en la lista de la agenda. Localizó a Juan Manuel Clavijo en ella y pulsó llamada.

—Hola, Jabo—se oyó lacónica la voz del director de la emisora de Onda Cero Radio Antequera.

—Hola, Juan.

—Vaya tela, mi teniente—exclamó Juan con la garganta algo más clara—. ¿Qué ha sido esto, Jabo?

—Pues por eso te llamo, Juan. ¿Me das algo de luz?

Juan Manuel no era solamente el director de una emisora de radio. Había ejercido muchos años de comercial, en radio y en prensa, en El Sol de Antequera. Pocas cosas de su ciudad se le ocultaban. Juan Manuel oía lo que había que oír, sabía lo que había que saber y si no era así, lo adivinaba. O simple y llanamente le contaban lo que había que contar. Había llegado a amar y a conocer su ciudad como pocos, a base de hablar a diario con todo el mundo, con los que sabían y con los que creían saber, hasta convertirse, por la vía laboral, en algo que muchos no consiguieron ni por la vía política, ni por la académica: en un digno acreedor del gentilicio, antequerano hijo de su ciudad y querido por ella.

 

—Pues poco puedo añadir a lo que tú ya debes saber, Jabo. Últimamente picaba en muchos sembrados.

—Ya.

—Y lo otro que siempre andaba diciendo. Ya sabes.

—¿El qué, Juan?

—Bueno. Con unas copas encima, siempre acababa diciendo que tarde o temprano sacaría cosas a la luz. Cosas de su familia…

—¿Me puedes contar a qué se refería, Juan?

—Nunca supe realmente nada de eso. Eran vaguedades, ya sabes, con unas copas se dicen muchas tonterías… Pero las decía con frecuencia, últimamente. Más que antes.

El encargado de la obra apareció por la entrada principal a bordo de un descapotable verde botella.

—Te dejo, Juan. ¿Podemos vernos en estos días y me cuentas lo que sepas de eso? Me interesa.

El encargado se acercó de inmediato hacia Azpilcueta, tras sacudir el polvo de los zapatos antes de entrar. Vestía con una elegancia poco práctica para alguien que debía convivir a diario con el polvo y la suciedad de las obras. Una confusión en el dato que tenía Amaya sobre el cargo, que quedó inmediatamente aclarado por la secretaria cuando le presentó como el administrador de la empresa.

—Miguel Barbadillo. Encantado. Me han llamado de la Comandancia de Málaga, pero me dijeron que vendrían ustedes el lunes. Siento haberles hecho esperar.

—Bueno. Hemos tenido que venir a Málaga esta mañana y decidimos que, ya que estábamos, podríamos acercarnos hasta aquí hoy mismo. Espero que no le resulte inconveniente —matizó Amaya.

Echaron un vistazo rápido y muy profesional al despacho. Pulcro y elegante, casi de diseño, desentonaba con la obra exterior.

—Suponemos que le informaron sobre lo que necesitamos...Mire, en realidad, lo que queremos es charlar con usted y que nos cuente qué le parece todo esto...

—Ya. Bueno..., yo solamente soy el administrador de la promotora. Canales y sus socios son los que llevan el negocio. No sé qué puedo contarles que les interese.

—¿Desde cuándo trabaja usted para esta empresa, señor Barbadillo?

—Hace dos años, más o menos, que empecé. Al principio de la sociedad, como tal.

—Por cierto, también nos gustaría hablar con los socios del señor Canales.

—Ellos no están ahora aquí. Ellos son rusos y vienen aquí todos los meses, una semana, a veces dos semanas y se vuelven a Rusia. Casualmente, ayer se marcharon y no volverán hasta dentro de dos o tres semanas.

—Ayer. Ya. ¿Y no estaban enterados de la muerte de Canales? ¿No les hizo quedarse?

—Llevan muchos negocios... ¿Cómo me dijo que se llama, perdón?

—No se lo hemos dicho todavía. Teniente Azpilcueta y el subteniente Amaya.

— Verán ustedes. Ellos, Vasili y Misha llevan muchos negocios. Van y vienen...

—Vasili Sergueiev y ... Misha...

—Misha es apócope de Mijail. Su apellido es Leonov —aclaró el administrador —. Son primos entre sí. Les decía que ellos llevan varios negocios. El señor Sergueiev tiene una fundición de acero en Lipetsk. Trabaja y hace encargos para la empresa Novolipetsk Steel. Viene interesado en invertir aquí, de parte de ellos también.

—Bueno... Díganos, señor Barbadillo. ¿Qué cree usted que ha pasado aquí?—preguntó Azpilcueta

— No tengo ni la menor idea, teniente.

—¿Sabe usted si el señor Canales estaba preocupado últimamente, por cualquier razón que fuera?

—Bueno. Canales era nuevo en esto de la construcción...y le preocupaban las ventas y el coste de los materiales...en fin. Nada fuera de lo normal. Discutía todo y se ponía muy nervioso.

—¿Y la relación con los socios?

—Se llevaban bien. Últimamente pasaban tiempo juntos. A veces iban a Antequera a pasar algunos días.

—¿Había algo nuevo o extraño en la vida de Canales últimamente?—preguntó Amaya casi siguiendo el libro de la academia.

—Bueno, como le digo, Canales era nuevo en esto de la construcción y, a veces, se mostraba más impaciente de lo normal con la evolución de la obra, y me preguntaba mucho por los proveedores y los precios de las cosas...

—Ya. ¿Quiere decir que le exigía mucho en su trabajo?

—Bueno. A veces discutíamos por esto y lo de más allá... En fin. Pero, el grueso de las inversiones siempre es de Sergueiev y Leonov, y ellos no me preguntan tanto.

Parecía que empezaba a salir el cobre en cuanto se raspaba un poco en la presencia de ánimo del administrador. A partir de aquel momento, Amaya cogió el cordel y empezó a tirar para poner todavía más nervioso al hombre.

—¿Podría contarnos si discutieron recientemente de forma más intensa o acalorada sobre algún tema concreto?

—Miren. Yo sé que últimamente estaba un poco más inquieto. Hablaba mucho con Misha y Vasili. A veces les oía dar voces. Pero en lo esencial se llevaban muy bien.

—Sí, ya vemos. Canales muere ayer de dos tiros en el corazón y ellos se van a Rusia, muy oportunamente —dijo Amaya haciendo uso de su risita más esquiva e insoportablemente cínica. Supo que tenía que jugar al malo. Porque Azpilcueta se encargaba siempre de no maltratar a los sospechosos o a los que se veía obligado a interrogar. Pensaba que así se llegaba más lejos. Y también sabía que a veces Amaya le hacía el trabajo sucio.

El administrador miró fijamente a Azpilcueta, quien no solamente parecía ser, sino que ejercía de superior de su interrogador.

—Ya les he dicho que últimamente hablaban más, las reuniones eran más largas... Y, además, yo no asistía a algunas de ellas.

Azpilcueta hizo una seña al subteniente y éste le dejó seguir.

—Señor Barbadillo, ¿nos podría decir a qué hora se fueron Vasili y Misha a Rusia?

—Si esperan un momento, se lo preguntaré a Mónica, la secretaria, porque ella se encargó de comprar los billetes y hacer el embarque...

El administrador salió del despacho y regresó unos minutos después. La secretaria había impreso el mensaje de correo electrónico con todos los datos. Se habían marchado en un vuelo de Aeroflot, a las 13:05, con destino Moscú. Luego, Vasili continuaría, al parecer, hasta Ekateringrado.

—Hay algo más que quisiera preguntarle, señor Barbadillo. Espero no molestarle mucho más si me contesta ahora —el administrador pareció encantado con la idea de no volver a verles y se acomodó en la silla sin ocultar su regocijo.

—Necesitaríamos que nos diese una lista de las obras en las que se halla inmersa la sociedad y que nos contase todo lo que sepa sobre las inversiones de Misha y Vasili. Bueno, nos referimos a aquellas que tengan relación con Canales, claro está...

—Yo sólo soy administrador de esta sociedad y, por supuesto, ellos tienen inversiones que yo desconozco totalmente

—Tal vez alguna inversión reciente, en Antequera o su comarca. Hay una valla publicitaria ahí fuera de Antigüedades Osuna.

Ya fuera por la mirada de Amaya, o por la paciencia de Azpilcueta, Barbadillo empezaba a tener la impresión de que la constancia de aquellos guardias civiles no le iba a dejar en paz hasta que abriera de par en par su alma, y se había alegrado antes de tiempo de librarse de ellos.

—Tenemos que hacer algunas visitas, así que le rogamos nos tenga esa lista que le hemos pedido y pasaremos a recogerla dentro de un par de horas, si le parece...

Azpilcueta se limitó a despedirse amablemente de Mónica y salir hacia el coche, donde ya se encontraba Amaya. Decidieron irse a tomar algo y les pareció bien alejarse hasta Benalmádena, para dar tiempo a Barbadillo para que reflexionase convenientemente durante esas dos horas que se habían permitido concederle.

—¿Qué te parece, mi teniente?

—Uf. Ya ves. Hay tomate. El asunto es que aquí parece haberlo por todas partes, Mili.

Amaya aparcó en Puerto Marina. Y dieron cuenta de sendos molletes con tomate, aceite y jamón serrano. El café no desmereció a los bocados.

Cuando volvieron a Fuengirola y entraron a las oficinas de la promotora, Mónica les tendió un pulcro sobre con membrete de la empresa, en el que había una carpeta no menos pulcra con los datos que habían pedido.

—No hace falta que les pida que manejen esos datos de forma confidencial —rogó Barbadillo—. Y también he recordado algo que tal vez les pueda interesar.

Azpilcueta dirigió una mirada fugaz a Amaya, para mostrar su satisfacción y regodearse.

—Vasili y Misha compraron unas tierras en Antequera hará ya un par de meses. Por supuesto, no es una inversión de esta promotora, sino algo personal de ellos. De eso sí que les oía hablar con frecuencia últimamente.

—Muy amable, señor Barbadillo. Gracias.

Cuando Azpilcueta tenía ya su primer pie dentro del coche, se detuvo y miró al administrador con ojos tiernos, como pidiendo disculpas, y le preguntó:

— ¿Sería abusar de su tiempo si le pregunto a quién compraron esas tierras los rusos?

—Debería decirles que no es de mi incumbencia, pero hoy estoy de buen humor —bromeó contestando a la mirada—. Creo que a un señor llamado Márquez. No les puedo decir más que esto.

El ibuprofeno de Rachmaninov

Sábado, 3 de julio de 200_

Susana terminó la sonata con desazón. Hacía calor en la buhardilla, pero sabía que el sudor de su cara se debía a otras razones. Hacía años que le ocurría. No entendía por qué Rachmaninov la sumía siempre en aquel estado de ansiedad, aquella desazón sin nombre ni apellidos. La complejidad técnica no podía ser, al menos por sí sola, puesto que ella llevaba ya el suficiente tiempo de profesora, pensaba, como para que aquella ola de emoción —ajustada perfectamente a la sonoridad— la sorprendiera. Ya tenía dominada la técnica, algo que le confería la confianza necesaria para superar con soltura el reto interpretativo. No. Era otra cosa. Desde que había leído sobre las terribles jornadas de sufrimiento que padecía el pobre Sergei Rachmaninov, ella siempre se había preguntado en qué medida los dolores del nervio trigémino, que le afectaban mientras componía la pieza que ella ahora tocaba, habían provocado la salida de cada nota, de cada acorde, de cada arpegio. ¿Qué habría sido de la lluvia de notas, caídas en aparente azar creativo, si la mitad de su cara no le doliese tan endemoniadamente? ¿Qué paraíso artístico habría alcanzado el ruso si los dolores de cabeza no le hubiesen privado de la necesaria concentración? ¿O era precisamente el dolor lo que paría aquella belleza tensa?

Ella misma había experimentado la utilidad de la emoción o la excitación contra los dolores. La adrenalina generada ante la expectación y los nervios de un concierto, anestesiaban al compositor ruso, calmando, aunque fuera durante breves momentos de la ejecución, los intensos dolores de su cara. A ella, le servía para los mensuales, o incluso los del espíritu. Cuando escuchaba la Sonata número 2 para piano, interpretada por Arthur Rubinstein, la música alcanzaba ya los objetivos del ibuprofeno. Así que, ahora y aquí, interpretada por ella misma, el efecto era más que milagroso en lo terapéutico y en lo emocional.

Seguramente la muerte de su primo tenía mucho que ver, esa ausencia reciente y muy dolorosa por la manera en que se había producido. La ausencia reciente y dolorosa de su hermano la había adiestrado en el sentimiento, en la necesidad de consuelo, y además la había empujado a los brazos de Jabo. Pero el adiestramiento no cumplía su propósito. Seguía notando la pérdida, notaba la ausencia en kilogramos exactos o en número de células. La misma ausencia, la misma pérdida que su madre y su abuela le habían intentado explicar, se manifestaba ahora en ella cada vez que respiraba.

Por su parte, ninguna tarde de sábado o domingo le alegraban la vida a Azpilcueta. Ni en invierno el fútbol, ni en verano las playas atestadas. No le hacía la menor gracia tener que superar aquellas horas, transitar a ritmo de reloj desde la mañana hasta la noche por la vida detenida. Le parecía que era casi tan horroroso como pasear por un parque de atracciones cerrado. La noche, sin embargo, era el momento que realmente le causaba cierta expectación, en que se daba a la lectura de lo que estuviera en sus manos. Esperaba aquellos ratos creando un estado de anticipación, como llaman los ingleses a la dulce expectación. Y para dar valor verdadero al descanso que le producía aquel rato, reservaba la ducha y el tinto de verano para esa liturgia y, entretanto, dedicaba el día de sol para terminar papeles o hacer visitas cortas de rigor, como un día normal, siempre con relación a alguna investigación. Así conseguía superar con cierta dignidad ese accidente semanal en el que la cadena de la vida se interrumpe. Todo ello, claro estaba, salvo las veces en las que se acercaba a la casa de Susana.

 

Y allí estaban, mirándose el uno al otro. Azpilcueta sabía de lo terapéutico de la música y Susana, las tristezas laborales de aquel hombre que ahora la observaba con la cabeza inclinada, desde el marco de la puerta, inmóvil hasta la terminación de la pieza. Y era sábado.

Aunque ella hubiera terminado, él la observaba con el respeto educado de esperar hasta que se extinguiese la más leve de las vibraciones en el piano, como si aguardase a que el último jirón del alma regresase a su sitio. Entonces, ella respiraba y le miraba.

—¿Sabes afinar pianos? —le asestó ella.

—Sé apuntar con la pistola y dar en plena frente a pocos metros.

—Muy benemérito tú.

—Y tú, mucha puntería.

Se lanzaron casi el uno encima del otro. Sin mediar más palabras que las consabidas, ni perdón ni por favor. Terapia de grupo de dos. Si aquel sofá hablase, podría narrar más sombras que las cincuenta y nueve de Grey.

Veinte minutos después, ya en el epílogo de la terapia en la que Azpilcueta encontraba su mundo de nuevo sereno, y ella en paz otra vez con el cosmos, le preguntó a Susana por su primo, Luis, el Gitanillo.

—¿Le has visto estos días?

—Mi primo se deja ver poco, sobre todo cuando está preparando gira o un disco. Pero ahora, con lo de Canales, ha apagado el móvil. No tiene muchas ganas de hablar.

—Ya. Pues es lo que le faltaba al cuarto.

—Entiéndele. Es que le llaman de la radio y los periódicos… y no tiene ganas. Incluso algún programa de la tele…—rezongó ella enseñando las palmas de las manos.

—El caso es que mis jefes han hecho un sorteo entre ellos mismos y me han entregado a mí todas las papeletas de Canales. Necesito verle para hacerle unas preguntas. ¿Me vas a hacer el favor de decírselo? Si le ves…

—Si veo a mi primo no será para traicionarle.

—Dejarme hablar con él no es traicionarle. Hablas como tu abuela, morena. Y los picoletos somos ahora del siglo veintiuno.

Lo de que eran del siglo veintiuno tenía su razón de ser. La parte gitana de la familia, tan apegada a la tradición, se aferraba también a viejos tópicos, a las reglas y los cánones que conformaban ese subconsciente colectivo étnico de los calés. Y era vieja la inquina de los verdes y los calés. Tan vieja como los chistes que mantenían vivos los tópicos.

Azpilcueta y ella se habían conocido dos años antes, durante la investigación de un accidente de tráfico en el que había muerto el único hermano de Susana. Lo llamativo era que el cargamento de la droga iba en el otro vehículo implicado en el choque. Una mala coincidencia no permitía colocar claramente el cargamento en el coche que lo transportaba, pues así de violento había sido. Hubo que iniciar una investigación minuciosa para determinarlo, ya que los dos ocupantes del segundo coche sobrevivieron, aunque tardaron dos meses en confesar. Y Susana había asumido la portavocía de la familia.

Fue entonces cuando, al meterse en un caso de ese tipo, topó de frente con la condición de la familia. No sólo por ser calé, sino por la sustancia misma de ser familia también. El guardia se vio obligado a abrir en canal, como la rana en la clase de biología, todos los principios, todos los tópicos, usando a un miembro fallecido como bisturí. Se vio obligado a mirar en todos los cajones de aquel mueble antiguo, bajo la atenta mirada de una pianista que se le metió bajo la piel. Y a Azpilcueta le encantaba la música.

Ahora volvía a tropezar con la misma piedra, sin que él pudiera hacer nada para evitarla, salvo renunciar expresamente ante su jefe. Pero si lo hacía, tenía claro que la familia de su novia recurriría a él en busca de comprensión o ayuda. No conseguiría librarse de las salpicaduras, por mucho que lo quisiera.

Desde entonces, desde que Azpilcueta había metido no solo la nariz, sino que se había metido de lleno hasta las verijas en el armario completo con los recuerdos de la abuela, Susana decía de él, cuando discutían, que era sobre todo un picoleto y éste pensaba que ella era una diva mediocre.

Muy pronto se dieron cuenta de que esas palabras ejercían un poder afrodisíaco sobre ellos.

Acostumbrada como estaba Susana a escuchar música ab utero matris tua, desde antes que la parieran, reconocía inmediatamente al duende donde lo oía o lo veía. Nacida entre emotividades supinas, la parte gitana de la familia Seisdedos la acogió de inmediato cuando vieron a la niña torcer la cabeza y cerrar los ojos al oir música. Fue entonces cuando decidieron que la niña había venido bendecida del cielo para el arte. Y en él la criaron, la mimaron y la educaron. Convencidos como estaban de que, igual que John Cage, los dioses andaban por todas partes, y de que las cosas poseen su sonido propio, su propia música, los calés saben que hay que dejarla salir, liberarla para que al salir pueda hacer felices a todos. Solo que raro era que alguno de ellos supiera quién era John Cage, el músico loco. Susana no tardó mucho en contar alguna vez a Jabo que Cage tenía razón. En fin, ya Santa Teresa había dicho muchos años ha, que Dios andaba también entre cazuelas y pucheros. Y nadie le dijo que estaba loca.

Esa mañana habían enterrado a Pepe Canales Seisdedos, en Antequera. Lo que había convertido la ciudad en una convención de gitanos norteños, sureños, catalanes y portugueses. La flamenquía del país había venido a presentar sus respetos a Pilar Seisdedos, pero sobre todo a su marido, al patriarca Agustín Canales, cuyo único hijo acababa de morir en un incidente todavía no aclarado, que dejaba huérfana a parte de la tribu artística, desprotegida de uno de sus mayores benefactores y mecenas. Y, por encima de todo, a Luis Perdiguero, la promesa antequerana en la sucesión al maestro Camarón.

Así que su desconsolado padre Agustín por la derecha, los primos de Luis por la izquierda, marcaban el camino a los demás jóvenes de las familias Canales y Seisdedos, transportando el féretro del pobre Pepe Canales arrullado por gritos y vivas. Azpilcueta y Susana observaban desde atrás el cortejo, para dirigirse calle Porterías abajo a la iglesia de la Trinidad, donde el padre carmelita Antonio Jiménez iba celebrar la misa de funerales.

La madre de Canales quiso que el cortejo pasara antes con el cuerpo de su hijo por el Corazón de Jesús, parquecillo con mucho aire de common inglés, donde Pepe se retiraba a pasear, o a descansar, sentándose en alguno de los bancos sombreados de la cara norte. Hasta allí se fueron todos desde la calle Porterías, siguiendo los deseos de su madre. Hubo algún arranque por soleá, pero quisieron no afearle a Pilar Seisdedos el momento. Agustín pidió silencio levantando su mano. Inmediatamente la bajó hasta su corazón para agradecer el gesto.

Terminado el recorrido, el enorme cortejo salió del parque y, con la ayuda de la policía local, se dirigieron hacia la puerta de la iglesia del Colegio de La Inmaculada, para saludar a la beata Madre Carmen, donde el niño Canales había pasado toda su vida escolar. Sin detenerse, regresaron calle arriba para embocar la calle Porterías otra vez, hasta la iglesia de la Trinidad. No se había programado un entierro tan multitudinario, pero así son las cosas de los calés. Eso supuso una vuelta del cortejo sin programar, para amargura de los responsables del tráfico. Dentro ya de la calle Porterías otra vez, cuando volvían a pasar por delante de la casa de Pepe, alguien empezó a batir palmas de una bulería. Y se oyó entonces una voz que paralizó al cortejo al completo. Una voz femenina empezó a cantar:

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