Antequera Blues Express

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Canales, the Rolling Stone

Calle Porterías, 18

22 de mayo de 200_

—¿El Luis? Pero…¿qué? ¿Tú estás gilipollas o qué? —fue la contestación de Canales—. Para que se vaya... ¿a dónde dices? ¿A Inglaterra?

—A Inglaterra. Me han pedido que les recomiende una voz flamenca, y sí, he pensado en el Luis.

—¿Y para hacer qué le quieren allí?

Matt suspiró e intentó buscar la mejor forma de explicar a aquel profano, todavía en pijama, qué era lo que le estaban pidiendo y que quienes lo hacían era gente que había trabajado con BB King o Mick Jagger, sí el Stone, magnate de la industria de la música. Que sí, mucha melena y vida roquera y disipada, pero Mick Jagger llevaba personalmente los negocios del grupo y quizá sea eso lo que les mantiene vivos como grupo y ganando tanta pasta todos los años. ¿Pero tú sabes que Jagger fue alumno aventajado de la London School of Economics? En fin. Aquello podía ser como echar margaritas a los cerdos. No estaba seguro, nada seguro de que Canales lo entendiera, ni maldita la falta que le hacía a él escuchar al roquero con coleta que tenía delante. Así que todo el cuerpo del discurso que se había construido en el espejo, toda la diatriba, había empezado solamente en su imaginación, porque lo único de todo ello que se coló entre los dientes apretados fue:

—Me lo piden desde Inglaterra, Canales.

—Pero vamos a ver, tú, payo de los cojones. ¿Quién te has creído que es el Luis?

Poco a poco Canales le fue desgranando los principios éticos y por supuesto los estéticos, de los buenos calés a aquel payo cojo y roquero, que le estaba proponiendo toda una herejía.

—Lo primero es que parece mentira que, con los años que llevas con nosotros, no hayas entendido algunas cosas, payo.

Un poeta era Canales. Se veía la emoción de sus palabras en el tono que empleaba para sacudir a Matt todo lo que podía.

—Yo todavía me acuerdo de la noche que estábamos en Algeciras, en el patio de Paco de Lucía, y el Camarón cogió al Luisillo en sus piernas y se arrancó con una alegría vieja... Mira. Es que me acuerdo y se me ponen los vellos de punta. Atiende, payo. Mirando al padre del niño, que en aquellos días andaba algo peleado con su hembra por cosas de la sangre, le dijo “Mira, paya. Lo mejor de tu mundo y el del padre son para este chavea. Dejad lo peor atrás. A fin de cuentas, vosotros sabéis que lo mejor está entre el colchón y la manta.” Y después mirando al niño le dijo: “Tu madre te ha dado el pelo rubio, como a mí. Pero tu padre te ha dado el duende y la voz...” Y, como si hubiera hablado el sacerdote máximo del templo, se hizo el silencio. Todos entendieron que lo que decía el Camarón iba a misa. Hágase la paz. Desde aquel día el Luisillo se convirtió en uno de los señalados por el santo varón. Se convirtió en uno de los herederos...

No hubo mucho que pensar sobre el destino profesional del niño. A partir de entonces, el Luisillo fue paseado por toda Andalucía, Valencia, Murcia y Cataluña y las difíciles plazas de Madrid. En el Café de Chinitas le oyeron los jerifaltes del sentir y callaron. Era la forma más expresiva de dar por bueno lo que el Camarón quiso en su momento. Aunque la parte no calé del tribunal asintió con más vehemencia de la esperada. El Luisillo tenía su futuro marcado como uno de los elegidos.

—Así que no me jodas al niño ni me lo molestes con que te lo quieres llevar para el norte, con los guiris, que de esto no tienen ni puta idea. Llama a cualquier payo de los de por aquí. Mira, Juan Hatero es amigo mío. Pregúntale a él. O habla con el Chaqueta de Fuente de Piedra.

—El Chaqueta tiene un viaje a Alemania, a las casas de Andalucía. Hace años que está comprometido, no les puede fallar ahora.

—Pues haz lo que te dé la gana. Pero que sepas que al niño no te lo llevas.

Fueron las últimas palabras de Canales en torno al chaval. Así lo entendió Matt, porque el gitano enarcaba las cejas como hacía De Niro, levantando los dedos con el cabicho del puro, llenando la frente de arrugas.

Ahora había que buscar la forma de hablar con el chaval, para ver lo que opinaba él de todo esto... y de paso hacer todo lo posible por no aguar el negocio.

Por la tarde, Matt volvió al ataque para convencer a Canales de lo imposible. Cuando le abrió la puerta, la madre de Canales, Pilar, le indicó que se hallaba en los jardines del Corazón de Jesús, a un paseo de la casa. Subió la cuesta de la calle Porterías, y pasó ante la estación de autobuses, tranquila a esa hora como siempre. En lo alto de la cuesta, la reja de filigranas le daba al parquecillo un aspecto más inglés y romántico de lo esperado en Andalucía, tanto que uno esperaría hallar allí a caballeros de levita leyendo a la sombra. Y como la realidad se empeña a veces en imitar al arte, Canales estaba sentado en los bancos del fondo, los que dan a la cara norte del parque, con los Cuentos de Misterio e Imaginación de Edgar Allan Poe en las manos, justo donde las vistas a la vega de Antequera te disipan la mala uva.

— ¿Qué lees, Canales?

—Alguien me ha dicho que este tío escribía muy bien. Y me recomendó especialmente uno de los cuentos. Este se llama William Wilson. Va de un tipo que se pasa el rato contando sus años mozos en un colegio inglés y que allí se encuentra a un tío que se llama igual que él, tiene la misma cara que él y habla con una voz muy suave y baja, tanto que se le mete en la cabeza que es él mismo. Llega a desesperarlo y piensa que tiene que deshacerse de él. Yo creo que es la conciencia. Pero me pregunto por qué me la ha recomendado.

—¿Quién te lo ha recomendado?

—¡Bah! Un abuelo, un vejete que me parece que ya está chocheando. El libro es un comecocos. Con la probabilidad de encontrarse alguien que se llame como tú, que sea como tú, hay pocas probabilidades de que ocurra.

Canales cerró el libro que parecía cumplir fieles años de servicios, a juzgar por el color amarillento de las hojas. Matt pudo ver que había páginas subrayadas y con comentarios en los márgenes cuando le echó un vistazo. Canales miraba en silencio hacia la vega y Matt pensó que era el momento de volver a plantearle lo de Luis. Pero Pepe Canales se levantó e inició la marcha hacia la salida del parque. Habían empezado a llegar niños y, a partir de esa hora, el lugar dejaba de ser un banco otoñal con hojarasca romántica para devenir un parque de bolas que funcionaba con gritos y galletas con zumo. Al pasar por la imagen del Corazón de Jesús de la entrada, Canales le comentaba a codazos:

—¿Sabes, Matt? Al escultor que hizo esta figura sí que le puede pasar como al William Wilson este. Se llamaba Paco Palma y era de Málaga.

Matt lo miraba extrañado. Dios sabía a qué vendría ahora la observación sobre el nombre. Canales se dio cuenta y le terminó el comentario:

—Solamente en Antequera me salen seis o siete tíos que se llamen Paco Palma. Una putada para el artista.

El duende del Gitanillo

22 de mayo de 200_

Luisillo llevaba en la mano tres anillos de oro enormes. Sólo tres. Uno por la familia de su padre y otro por la de su madre. Del tercero hablaba poco o nada. Exactamente lo mismo que se sabía de él. Echaba una mano en la tienda de antigüedades de sus tíos, los Soto, cada vez que podía. Y en la de Canales. Al principio porque los inviernos eran largos y las “velás” no salían, pero tiempo después, cuando el Luis ya se había hecho un nombre dentro del cante, lo hacía porque se lo debía a sus tíos, y la tienda se llenaba de calés, sólo por verle en ella y charlar un poco con el nuevo valor. Pero Luis se había granjeado la fama de poco hablador, con lo cual cuando el muchacho abría la boca y lo hacía para alabar un objeto antiguo de la tienda, éste adquiría un valor añadido indiscutible. La mayoría del tiempo lo pasaba en el taller, que se le daba mejor que la venta.

Decían que el muchacho llevaba el duende en la cara. Pero en la cara se llevan pocas cosas. En tal caso, cicatrices, el rastro de la estirpe en la nariz grande o los ojos de la abuela, tal vez un leve recuerdo a un antepasado, como quizás la mirada perdida de uno de los tíos. En ese reparto que el azar impone, a Luis le había tocado la mejor quizás de las herencias, que, en la mayor parte de los casos, uno no tiene más remedio que llevar como una maldición. Luis había heredado el porte de su abuelo. Nada descriptible en palabras, sino más perceptible en la paz que parecía contagiar a su paso. Era aquel un rastro denso, más largo y ancho que su cuerpo delgado y elegante. Jamás prisa. Jamás una voz más alta que otra. La mirada franca y clara, la mano firme y segura en las presentaciones. Y un andar acompasado al ritmo cardíaco, ajustado al diástole y sístole que quisiera la anatomía de su bomba del sentir, grande con los suyos, chico con los niños, largo con los flamencos, y justo con los negociantes. Y pocas, muy pocas palabras.

A veces, a algunos Luis les parecía torpe. Otros no entendían su parquedad o la confundían con grosería. Y él solamente cantaba. Él solamente quería cantar. Entendía la vida como ese rato que transcurría mientras templaba y terminaba su cante, una hora después. Lo demás era un tránsito lento y sin sentido hasta la próxima vez, hasta el siguiente escenario, donde regresaría a la vida.

Mientras tanto, su alma de anatomía flamenca permanecía en constante parada cardio-respiratoria y encefalograma plano como la vega de Antequera. Y mientras tanto eso no sucedía, sus manos hacían cestas o devolvían el soplo de vida a algún mueble viejo, como si entendiera el lenguaje en el que le hablaban para transmitirle sus males, los dolores y las penas. Como si Luis se hallara a las puertas de un autismo al que no terminaba de entrar, ni dejara asomarse para evitar desencadenar un tratamiento, un proceso de cura.

 

Luis andaba por aquel entonces preocupado con el quiebro de la voz. Matt recordaba cómo, aún jovencito, se le aflautaba incómodamente a veces, sin dejarse domeñar a gusto. Pero el Luis se aplicaba metódicamente al arte de romperla con mañas viejas del gremio. No quería fumar, ni beber, pero no le había quedado más remedio que plegarse al designio del ramo, dando por válidos a aquellos dos recursos. Los acólitos le prometían que con un par de veranos de galas, la voz estaría en su sitio, con un poco de suerte. Pero él comprendía —era joven pero no tonto— que alguno de los palos todavía se le negaba, aunque lo atribuía a la juventud y a la falta de rodaje. Lo cierto es que los palos se podían mezclar un poquito últimamente, entre las disonancias que se permitían algunos tocaores jóvenes, y la libertad que se daban a sí mismos los cantaores. A veces se podía perder un poco el tempo sin que los flamencos doctores se escandalizaran... mucho. Una bulería en tiempo es requisito antiguo, pero permite más margen. Una malagueña o una medio granaína son menos tolerantes, pero perdonan más al cantaor si es bueno. Ni hablar de tolerancias ni márgenes con una soleá o una alegría.

La cosa era que Luis estaba ya empezando a sentirse cómodo en casi todos los palos. No hacía mucho que el “Niño” había recibido el aprobado, en forma de silencio, de parte de Juan Hatero, el comentarista de flamenco en la radio local y arcipreste del arte en muchos kilómetros a la redonda. La confirmación del chavea había llegado tras un concierto en la velá de San Juan, en el patio del convento de San Zoilo de Antequera. Sin miedo ni dudas, Enrique de Melchor le ofició de coadyuvante para que el muchacho se pusiera a hacer nudos de cestería en las gargantas de los allí presentes. Sin mediar palabra, con cincuenta invitados contados por las sillas, las justas y exactas, Juan extendió un brazo y dio una palmada en la mejilla a Luis, después de apartarle la melena. Con el gesto, le daba el bautizo y la bendición paya, que en su momento barruntara el Camarón. Los calés ya lo habían refrendado en boca del santo varón. Hatero le daba el bautizo definitivo en el cante payo.

Hotel Antequera Golf

28 de junio de 200_

18:00 h

Canales abrió el móvil con desgana, porque lo tenía todavía en la chaqueta, allí colgada en perfecto estado de revista, muy cerca de su rostro. Así le había dado tiempo a sentir las vibraciones junto a su mejilla, en medio de los jadeos que le producía la rusa. Nadja, de uno ochenta de estatura, le daba calma con sus manos sobre aquella desesperada espalda, en el gimnasio del Hotel Antequera Golf.

—Sí, dime —contestaba tuteando al interlocutor con independencia de su identidad. Es la costumbre de quien manda y está habituado a que se le consulte vía teléfono sobre cualquier duda profesional o comercial.

—¿Dónde me dice? Ajá. Voy ahora para allá.

Pagó a Nadja con desabrimiento, malhumorado por el fastidio de tener que vestirse rápido, pero se volvió acordándose de que había que ser simpático con ella, o no habría más espalda calmada por las manos de aquel ángel. Sonaron dos llamadas más, aunque él había arrancado el Jaguar y se consideraba ya trabajando, así que el de las llamadas tendría que esperar.

Tomó dirección a Sevilla en el cruce de la Verónica, y después, ya en el cruce de la autovía, giró hacia Campillos. Quince kilómetros más adelante, un Range Rover verde le esperaba en la carretera, detrás de la vía, en la Colonia de Santa Ana. Canales aparcó allí el Jaguar y montó en el todoterreno. Pero Márquez no quería llevarle a esa finca al oeste, sino a la que se hallaba de camino a Córdoba, al norte de la ciudad. Era una precaución para asegurarse de que Canales viniera solo. El Range Rover volvió a tomar la autovía hasta llegar al nuevo nudo. Allí se desvió hacia Córdoba. Pronto se metieron en el campo hasta que llegaron al punto del hallazgo, como a quinientos metros de la carretera.

Márquez llevaba meses haciendo algunos destierres en sus fincas para allanar y estaba instalando riego de goteo en sus chacras. El tractor estaba parado y el conductor se fumaba un cigarro sentado bajo la sombra de la chaparrera. Jaime Gil Márquez llevaba sus RayBan colgadas y en el bolsillo de la camisa. Se las puso mientras andaban hacia el punto que les marcaba la pala excavadora detenida en medio del labrado. Al llegar al lugar hizo una señal con el dedo a Canales, para que viera en el fondo del hoyo el motivo por el que la máquina se había detenido. Un reborde cuadrado asomaba desde las sombras. Una de las uñas de la cuchara se había clavado en punta sobre el objeto y casi lo había partido. Márquez, quien seguía de cerca los trabajos en el momento del hallazgo, había mandado al conductor detenerse.

Canales miró al tractorista, luego dirigió su mirada hacia el terrateniente, haciéndole una interrogación muda sobre la fidelidad del maquinista.

—Puedes estar tranquilo —contestó Márquez.

Decidieron que habría que esperar a la noche para acabar de destapar aquello. La carretera no estaba muy lejos y era fácil que alguien pudiera mirar hacia ellos. Ya sabían de sobra lo que significaba hacer hallazgos en las propiedades. Un parón en la actividad, demoras en la excavación, retrasos en la valoración, recursos de diferentes organismos, para apropiarse de los yacimientos, y por fin, pérdida de derechos sobre los terrenos si el encuentro suponía un importante descubrimiento arqueológico. La pesadilla de cualquier propietario, en pleno ataque del virus de la especulación.

Cuando llegó la hora, sobre las nueve de la tarde, Canales se presentó con un primo suyo, acostumbrado a esos menesteres, para excavar adecuadamente los restos. El primo trabajaba habitualmente en yacimientos arqueológicos y tenía los conocimientos adecuados para proceder correctamente, en sentido legal o el contrario. El tractorista y el propio Márquez habían despejado todo lo que les había sido posible, hasta el regreso de Canales. Según la excavación hecha, la figura debía tener unos ciento cincuenta centímetros de largo, excluida la peana de mármol o granito. El que parecía ser el perito hizo un comentario seco y rápido:

—No nos vale la figura sola para su datación. Necesitamos ver algunas cosas más del entorno.

Gil Márquez puso cara de disgusto. Nada más lejos de sus deseos que la posibilidad de que aquello se convirtiera en un yacimiento, con equipos de prospección y curiosos incluidos. Márquez cogió del brazo a Canales e hizo un aparte con él:

—No. No podemos montar aquí un laboratorio ni un campamento, macho. No me jodas. Te he llamado, Canales, para que no me jodan.

—Tranquilo. Yo sé lo que me hago —contestó Canales muy excitado.

—Te estoy diciendo que no quiero ver a nadie en esto...

—Tranquilo, Jaime. Ha hecho usted bien en llamarme —intentó calmar Canales al terrateniente—. Mire. Lo que hacemos normalmente es poner unas vallas como las que se usan para las prospecciones de agua. Como si estuviéramos haciendo un pozo. Podemos traer el camión de perforación y lo hacemos en pocos días. Fin de semana incluido y poco ruido. ¿Vale?

—Vale. Todo lo que tú quieras, mientras esto no se convierta en un yacimiento de la universidad, ¿me entiendes? De esto sólo podemos saber tú y yo. Y éste, que ni pestañee.

—De eso me encargo yo —aseguró Canales con esa voz tan llena de razón que se le ponía cuando alguien intentaba dudar de su talante y profesionalidad, algo que para nada era descabellado, si se había hecho un seguimiento a su currículum vitae. Pero Canales siempre mostraba lo cabal de su palabra, enseñando un aspecto tan afectado como artificial. Pensaba que luciendo sus trajes y gafas de Armani, su Jaguar, su Rolex, los zapatos Clarks que lustraba con las cortinas de los bares y restaurantes que visitaba, le granjearía el respeto y la consideración de la audiencia. Sin pensar que lamentablemente, su imagen era tan falsa como las marcas que vendían muchos en los mercadillos. Y el Jaguar era de segunda mano. No era más que una reproducción patética de su propia industria. Tras un rato de silencio e intercambios de miradas entre Canales y su perito, tuvo que salir al paso de la inquietud que mostraba el dueño del terreno.

—Escúcheme, señor Márquez. Este chaval tiene que datar un objeto que parece muy valioso. Pero lo será más o menos según le dejemos trabajar con precisión. Y para eso necesita que le dejemos otear lo que hay alrededor de la figura. Tenemos que excavar más de lo que vemos ahora.

El propietario se mostró mansamente de acuerdo, aunque con las reservas propias de quien ve en ese juego pocas posibilidades de ganar, como las que tendría un novato pardillo sentado a la mesa de timba, a merced de la inmisericorde veteranía de los otros tahures. La excavación continuó al día siguiente hasta abrir un foso de cuatro metros de diámetro alrededor de la figura que ya anunciaba ser de bronce. Con las picas, los pinceles y las escobillas de su labor fueron destapando algo parecido a una peana de mármol y otras pequeñas piezas de valor impreciso, pero indudable, decía el especialista. Por los gestos de su cara, Márquez quería dejar claro que aquel hallazgo no hacía más que empeorar su situación a cada barrido, a cada centímetro de bronce antiguo que quedaba al descubierto, en un momento ya de por sí delicado para él.

Canales y Márquez se fueron a tomar algo al Faro, a tiro de piedra de la excavación. Cuando les llamaron para decirles que habían extraído la figura totalmente, se presentaron como una exhalación en el lugar para averiguar lo que pudieran de primera mano y en la voz del experto. La datación a simple vista podía corresponder a la del Efebo de Antequera, con el que había similitudes en tamaño, estilos, fundición. Pero había otras características que, en un principio habían confundido al propio técnico, como por ejemplo, la profundidad a la que se hallaba el objeto o la ausencia de más restos de construcción. O los restos de escombros en los que el bronce estaba envuelto. Parecía que el efebillo había sido enterrado a propósito, en una especie de caja de cerámica rellena con piedrecillas y restos de cerámica rota o fragmentada. Pero todavía era prematuro hacer cualquier valoración, aún pendiente el análisis del primo de Canales, no averiguarían nada concreto sobre la datación ni el valor del hallazgo.

—Oye, Canales. De lo que salga de esto dependen muchas cosas. Ya lo sabes. Sólo te repito que no me jodas.

Canales le devolvió la mirada de alguien ofendido, a sabiendas de que era uno de sus gestos de actor, de los que él componía para la peña de incautos que creían estarle comprando algo de mucho valor en una de sus tiendas. Pero aquella noche entrevió algo nuevo en la mirada de Márquez, una mezcla de nerviosismo e inquietud algo sobreactuada, a juicio del Canales habituado a la comedia del mus. En la cabecita se le desataron varias alarmas: las secciones de disfraces cerraron, los departamentos de lenguaje socorrido de emergencia se silenciaron. Tan solo se abrieron las ventanas de los ojos, mucho, muy atentos a lo nuevo de aquella escena. Estaba descubriendo a alguien que hablaba el mismo lenguaje que él, oteando las orejas de un lobo insospechado. Le acababa de llegar, de repente, como al hocico de un galgo en medio del campo, un tufillo raro, nuevo, no identificado con precisión, pero que no se podía ignorar.

Era lo mismo que había sentido ante la mirada de un anciano, exactamente la misma que, no hacía mucho, le había desarmado con una facilidad pasmosa de toda aquella artillería gestual y postural de la que hacía gala en su negocio, que se había disuelto como papel en el agua de los ojos de aquel viejo, sombrero y bastón en mano, sentado ante él en un pazo gallego.