El apocalipsis

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Su primo lo entendió como alguien vejado; aceptó sus olvidos y debilidades. Todo venía de esa confusión esencial. Lo peculiar era que él había sido así sin la intervención del monstruo. ¿Tenía caso decirlo?



–Lo que te dijeron en el club era cierto –sonrió Ramón–. Soy puto. La palabra homosexual es excesiva para mí: la merece Oscar Wilde. Mariana era mi confidente. Me gustaba que me vieran con ella para provocar a su familia y tranquilizar a la mía.



Julio pensó en la vida compartida de la infancia, cuando uno de los dos usaba el inodoro mientras el otro se bañaba; la intimidad como un hecho sin importancia, hasta que algo se interpuso. Si Ramón lo hubiera hecho su confidente, Julio habría sido más vulnerable, pero esa no era la lógica del gemelo mágico, el que primero abre los ojos.



–Ya lo sabía –mintió Julio–. Mariana fue tu fachada. Era obvio.



Odió al primo que creía saberlo todo y le atribuía un trauma. Odió que ese trauma imaginario justificara tan bien su destino. Odió no haber perjudicado adrede a Ramón. Odió la seguridad que tuvo en su pasado y lo adaptado que estaba a su presente.



–No me podía quedar en México –dijo Ramón–. No podía tener una erección ahí después de esa madriza. Me sentía vigilado en todas partes. Mis padres no saben nada. Son comunistas puritanos. Su exilio no es para maricas.



–El Hotentote no me tocó –ahora era él quien podía sorprender a su primo.



Los trazos de los aviones se disolvían en el cielo. Les llegó la risa metálica de unos niños. Atardecía en Faunia. Ramón parecía incómodo, como si buscara otro agravio para explicar a Julio.



–Tal vez inventé tu secreto para guardar el mío –dijo–. Lo tuyo era peor: lo mío era lo que me gustaba.



–Lo tuyo no era un secreto –Julio volvió a mentir, en tono cortante. Sentía una presión en el pecho–: ¿Qué fue del Hotentote?



–Lo deben haber hecho mierda en la cárcel. ¿Cuántas puñaladas se necesitarán para matar a un gigante?



Julio apreció el cromatismo artificial del parque: los prados color menta, el estanque azul turquesa. Una calma peculiar lo acompañó mientras caminaban a la salida.



Ramón lo quiso lo suficiente para necesitar su secreto y hacerlo suyo. Dibujaron monstruos sin hablar del que habían dejado atrás, hasta que su primo descubrió su propio secreto, en el que no podía incluirlo y que él no intuyó jamás, acostumbrado a ser su satélite, siempre la consecuencia, nunca el impulso.



Habló en tono conciliador:



–Sabía lo tuyo, pero no lo del Hotentote.



Alguien que no entendía nada lo sacó de la maleza. Julio recordó la mezcla de miedo y confianza al ser cargado, la superficie lustrosa del abrigo, los dientes triangulares, las encías abultadas del demente, el envión con que lo depositó en el camino. Tal vez ahí terminó su infancia, o tal vez terminó poco después y sin que él lo supiera, con la detención del Hotentote. El ultraje que no hizo le robó un pretexto a Julio, la herida que podía justificarlo. Y sin embargo, perdió algo real en ese bosque. Nunca dibujó el murciélago que imaginaba.



–El gigante era inocente –insistió Julio.



Ramón quiso protegerlo por una razón equivocada. Ahora hacía alimañas de éxito, España ganaba medallas, el planeta tenía millonarios rusos.



–“La vida es una tómbola” –Julio sonrió.



–Fuiste raro sin que te pasaran cosas raras.



Recordó el epitafio de Dick: “Gemelos”.



Un escolar chocó con Julio. Alguna vez él tuvo esa estatura y alzó las manos. Pensó en el bosque, donde se perdió y fue rescatado. El lugar del monstruo.



Al salir de Faunia el viento le hizo saber que había sudado. Había muy pocas construcciones en los alrededores. La vida apenas se improvisaba en esa zona. Se sintió radicalmente lejos. Lejos de la infancia, la Casa del Exilio, el pasado donde uno dependió del secreto que guardaba el otro. Tal vez la sorpresa merecida al cabo de treinta y tres años era el inexplicable entusiasmo que sentía.



Quiso correr como los niños que subían a un camión amarillo. En vez de eso, tomó la mano de su primo, el gesto de la suerte con que entraban a la cancha.





CONFIANZA



Nunca antes me había cautivado un pie, al menos no de ese modo. Me senté en el asiento del avión, bajé la vista y sentí, de manera intensa e inconfundible, que los dedos bajo la trabilla de una sandalia reclamaban mi atención. Un pie leve, delicado. Mi excitación me sorprendió por varias razones: eran las seis de la mañana y la realidad se deslizaba ante mí como una deficiente película mexicana; estaba en el estrecho asiento de un avión (mido 1.94 y muy seguido me duele la espalda); no había visto la cara ni el resto del cuerpo de la mujer, y lo más importante y difícil de confesar: no me excito con facilidad.



Algo sucedió con ese pie. Me hizo sentir vivo de manera incómoda.



Saqué la carpeta que debía revisar y me refugié en sus gráficas.



–Eres Bobby, ¿verdad? –dijo la mujer de al lado.



No se refería a mí, sino al otro pasajero, que iba junto a la ventana.



–¿Marcela? –dijo él.



–Soy Marta. Nos vimos hace siglos. Tenías fibromialgia.



–¡Dieciocho puntos de dolor en el cuerpo! Fue mi época más versátil. En cambio a ti no te dolía nada. Eras una chulada. Bueno, sigues monísima. Ya te casaste, ¿no?



El entusiasmo con que conversaron me permitió espiar sin que ellos advirtieran mi curiosidad. Me encontraba junto a una chica agradable sin ser excepcional. Me dedico a la estadística: la media se encuentra entre posibilidades oponentes (Marta representaba esa aporía que es lo “normal”). Pero el pie cambiaba la ecuación; era el sobrante, el punto de inflexión, el extra que cargaba el cuerpo al lado de la sensualidad.



Me molestó estar tan caliente. Me molestó porque no soy así. Envidio a los amigos que hablan con belicoso apremio de las mujeres que codician. Es posible que sean tan pasivos como yo, pero poseen un envidiable ardor verbal.



Amo a Francisca, la mujer con la que me casé hace catorce años. Amo que esté conmigo (iba a escribir “que se conforme conmigo”, pero esta no es una confesión patética sino complicada).



A pesar de su nombre, Francisca no se parece a las mujeres que hacen colectas para el Ejército de Salvación; su rostro no está marcado por un lunar grueso o la viruela de internado; sus pechos no son modestos. En el plano erótico, siempre estaré en falta con ella. Me atrae lo suficiente para buscarla un par de veces más de las que aconseja mi espontaneidad y ella me quiere lo suficiente para prescindir de algunas cópulas sin que eso la afecte, o sin que me lo haga saber, o sin que le moleste masturbarse esos días.



Me dirigía a Aguascalientes a visitar el Instituto Nacional de Estadística y Geografía. Un dato llegó a mi mente: 73% de los hombres de clase media que viven en centros urbanos dedica sus lapsos de distracción a imaginar mujeres desnudas. Los demás se dividen en subcategorías. Yo pertenezco al 3% de los varones heterosexuales que prefiere hacer listas de razas de perros.



La mujer se trenzó en una rápida conversación con el amigo al que llevaba años sin ver. Bobby era un maquillista amanerado, de lengua rápida y preguntas de doble sentido. Quiso saber si Marta estaba “bien atendida” por su marido.



–Me consiente mucho. Es muy detallista.



–¿Es detallista en la cama?



–Es tierno –precisó Marta.



–Ah –se decepcionó Bobby.



Seguí revisando hojas sobre coeficientes de variación. Me servían de parapeto para el diálogo que prosperaba junto a mí. Marta llevaba dos años casada, admiraba la capacidad de trabajo de su marido, tenía una casa preciosa, una camioneta “del tamaño de un cuarto de azotea” y un perro Alaskan Malamute. Era feliz.



Nos trajeron Coca-Cola y cacahuates. Bobby habló de las actrices insoportables que había maquillado y de la casita que construía cerca de Pie de la Cuesta. Esclavo de la conversación ajena, bajé la mirada y vi esos dedos magníficos: mi pie, mi cuesta.



La mujer me atraía de un modo fragmentario, en mitad del cielo, mientras comía cacahuates. Una circunstancia absurda y deliciosa.



Bobby iba a Aguascalientes para los conciertos de un grupo “de genios totales”: Banana Split. Temí que se detuviera en el tema; por suerte, cedió la palabra a Marta.



Después de describir su vida idílica, incluyendo la recámara decorada con nubes y borreguitos para un bebé todavía futuro, ella guardó silencio. Supongo que Bobby aprovechó el paréntesis para verla a los ojos. Luego dijo:



–Hay un problema, ¿verdad?



–Sí.



–¿Qué pasa? –quiso saber el maquillista.



–No sale de la computadora.



–¿La trata mejor que a ti?



–No es eso: es lo que mira.



–¿Qué cosas mira tu marido?



–Pornografía, sólo pornografía.



Otra estadística: 32.2% de los hombres casados ve pornografía. La plática era común.



En ese momento descubrí una ramita en el ojal de mi saco. Había triturado una maceta al salir de mi casa. Francisca estaciona su coche demasiado cerca del mío. Debo hacer maniobras complicadas para abandonar la cochera. Era la cuarta maceta que aplastaba con el coche.



Los tres primeros destrozos me gustaron; escuché el crujir de la cerámica y sentí una fuerza extraña. La cuarta me preocupó: me estaba convirtiendo en un maniático que quiebra una maceta cada vez que sale con prisa de su casa. En el estacionamiento del aeropuerto revisé el coche. Una planta se había enredado en una rueda. Me costó trabajo desprenderla. Despedía un olor amargo, un olor que me recordó la tarde en que fuimos a comprar plantas a Xochimilco. Francisca regresó feliz a la casa, pero algo olía raro. Olfateamos hasta encontrar una planta de hojas dentadas, suaves, cubiertas de una felpa blancuzca, hermosas y pestilentes. Decidimos ponerla en la cochera. No sabíamos cómo se llamaba, pero pensé en ella como “la Francisca”. La comparación es injusta porque mi mujer huele de maravilla. Pero es un nombre excelente para una planta.

 



La ramita que encontré en mis ropas no despedía olor alguno.



Estaba a punto de concentrarme en mis papeles cuando Bobby comentó:



–Y eso te afecta, ¿verdad? Te afecta que vea mujeres por computadora, porque supongo que son mujeres, ¿no?



–Sí –suspiró ella.



–¿Tu marido te toca?



Me gustó que hablaran del “marido”. Un fantasma sin nombre propio.



–No, no me toca –el tono de Marta se volvió grave–: nunca lo hace.



–¿Y él te gusta? –quiso saber Bobby.



–Me encanta, lo adoro, pero no me toca. Ve pornografía –la voz parecía a punto de quebrarse.



Pensé en el ruido de las macetas que rompo. Francisca arrima su coche al mío y espera que yo saque el mío con movimientos de escapista. Si me quejo, soy impaciente. Sesenta y tres por ciento de los conflictos conyugales comienza cuando alguien pierde la paciencia. No estoy dispuesto a perder la paciencia. Prefiero romper macetas.



La voz de Bobby había adquirido un timbre alegre. Parecía disfrutar que el humor de su amiga empeorara.



–¿Hace cuánto que no te toca? –preguntó.



–No sé. Meses. Va para un año.



El maquillista hizo una pausa, como si aguardara que las palabras de Marta se asentaran en la mesita junto a los restos de cacahuate.



–¿Y no has tenido amantes? –quiso saber.



–¡Cómo crees! –Marta se rió.



–Eso salvaría tu matrimonio –opinó Bobby–: estás demasiado ganosa.



–Sí, estoy ganosísima. Me muero porque me toquen.



Yo estaba sudando. Entendí por qué el pie me había atraído de ese modo. Marta y yo éramos animales: su cuerpo lanzaba señales de disponibilidad. Un código atávico se había puesto en marcha. He hablado de mi falta de predisposición erótica sin el menor deseo de humillarme. Es un dato estadístico relevante. Hay quien se excita con huellas de lápiz labial en un Kleenex. Yo no soy así. Pero el pie de Marta transmitía urgencia sexual. Sólo entonces reparé en algo decisivo: la mujer hablaba como si yo no estuviera ahí. ¿En verdad me consideraba ausente o se dirigía a mí de un modo indirecto?



“Estoy ganosa.” ¡La frase era una obra de arte! Nunca antes había oído una confesión semejante. Lo único que sabía de esa desconocida era su vida íntima.



–Antes de tratarme la fibromialgia, no pensaba en el sexo. Sólo en el dolor –informó Bobby–. Pero a ti no te duele nada. Estás nuevecita.



El maquillista elevó el volumen de su voz, como si la mujer no fuera más que un filtro para que yo escuchara esa publicidad del cuerpo que tenía a mi lado.



Cuando iniciamos el descenso, Bobby aprovechó para preguntar si el marido no sería gay.



–¡Cómo crees! –volvió a exclamar Marta. Esta vez no se rió. Su voz se quebró. Pasamos por una turbulencia. Su brazo me rozó, con delicada incomodidad. Luego, ella comenzó a toser y sollozó.



–Se me atoró una cascarita de cacahuate –dijo con inocencia, como si pudiéramos creer que sus lágrimas no tenían que ver con lo que había dicho.



Sentí que me pisaba. No pidió disculpas ni retiró el pie.



Llegamos a Aguascalientes. En el asiento de enfrente un hombre encendió su celular y dijo:



–Llegamos a Aguascalientes.



Aunque no había documentado equipaje, me dirigí a la banda de las maletas. Me distraje y pensé en perros. Llegué al Schnauzer miniatura antes de que apareciera la maleta de Marta.



Está comprobado que las tres primeras razas que vienen a la mente de quienes hacen listas de perros son: el Pastor Alemán, el Dálmata y el Labrador. Esto es bastante obvio. El cuarto perro es sorprendente: el Pitbull. Juraría que no es un perro popular. La estadística es la expresión más desconcertante de la normalidad. Por eso me apasiona.



Estudié con calma a la mujer que había sido mi vecina de asiento. Era más alta de lo que había supuesto, el pelo le caía en forma sedosa, sus brazos se movían con elegancia. Su marido era un imbécil.



Oí gritos, vítores, porras. El grupo Banana Split había sido descubierto por sus fans, al otro lado de una pared de cristal.



Esperé a que ella recogiera su maleta. A su vez, ella esperó a Bobby, que llevaba tres baúles.



Los seguí a la puerta de salida. Los fans de Banana Split conocían al maquillista. Le tendieron pósteres para que los autografiara. Cercado por la fama, Bobby se despidió de Marta:



–Gusto en verte. Me voy a entretener aquí –dijo mientras firmaba.



Ella desvió la vista hacia mí, con maravilloso desamparo. Sonrió, como si nos conociéramos de algo.



–Viajamos juntos –dije sin imaginación alguna–. Voy al Hotel Francia, en el centro.



–¿Me deja ahí? –preguntó mientras se sacaba una pestaña del ojo.



En el taxi me habló de tú y dijo que se llamaba Lorena. La mentira me pareció extraña. Durante una hora había oído que le decían Marta. Al mismo tiempo, me cautivó que fingiera.



–Y tú, ¿cómo te llamas?



–Carlos –contesté.



Soy poco audaz: me llamo Carlos.



Sus pies quedaron bajo el asiento del taxista. Sin embargo, a esas alturas ya eran muchas las cosas que me gustaban de ella.



La suerte nos acompañó en el vestíbulo del hotel. Había una promoción de tequila Peliagudo. Una edecán nos ofreció una copa. Era demasiado temprano para beber pero no nos negamos. Guardamos un silencio atractivamente incómodo.



Vi el cuello de Marta o Lorena, vi cómo se tensaba con el aguardiente, vi la pulsación de su piel y la forma en que recuperaba la quietud, erizada de vellos dorados.



Entonces pronuncié un parlamento que, estadísticamente, era difícil atribuirme:



–Te parecerá absurdo o impropio lo que voy a decir.



Ella me atajó:



–¿Me vas a decir que perteneces a una secta de mormones? Eso es absurdo. ¿Estás armado? ¿Vendes droga? Eso es impropio.



Marta no hubiera dicho eso en el avión. Lorena era irónica, resuelta.



–Quiero que subas conmigo al cuarto –dije, animado por sus ojos.



–Eso es absurdo e impropio. Supongo que una mujer puede normalizarte –sonrió Lorena.



Nos besamos en el elevador, con suficiente pasión y torpeza para apretar los botones de tres pisos.



–¿Oíste lo que dije en el avión? –preguntó cuando nos separamos.



–Sí.



–¿Te puso cachondo?



–Sí.



–Qué bueno, cabrón, porque me gustas un chingo –me tocó el sexo, que estaba a punto de traspasar mi pantalón.



Ya en el cuarto, me desconcertó que exclamara: “¡Ay, güey!”, cuando le lamí el ombligo. Estaba con alguien demasiado joven para mí. Luego eso me gustó. Te acostumbras rápido a lo que te dicen con la lengua en la oreja.



La libertad sexual ha sido para mí un valor abstracto, como la vida eterna. La experiencia me ha dejado pocos elementos de comparación. Sólo podía describir la intensidad de ese encuentro en términos de física. Un nodo es “un punto que permanece fijo en un cuerpo vibrante”. “Nodo”, palabra fea e inmejorable. Con Lorena experimenté la delicia de un punto fijo en un cuerpo vibrante. Mi encuentro con el nodo. Recordé una definición: “La distancia entre un nodo y un vientre consecutivo es la cuarta parte de la longitud de onda”. Marta, Lorena, un vientre consecutivo, la cuarta parte de la longitud de onda, el nodo perfecto.



Ella se puso boca abajo y preguntó:



–¿Tienes crema?



Por suerte, en el lavabo había un frasquito de crema. La penetré mientras ella decía: “Me duele”, “No te salgas”, “Ya”, “Ahí”, “Espérate”, “Más fuerte”, “No”. Todo resultaba insuficiente o equívoco. Esta incapacidad era una altísima forma del placer.



Fui feliz sin conocer otra cosa de Lorena que su cuerpo. ¿La amé? La pregunta es incómoda, pero también interesante. Una plenitud física, anterior y posterior a la razón, nos llevó a un estallido emocional. Sí, la amé. Al menos eso creí. Pensé que Lorena sentía algo equivalente porque comenzó a sollozar. La abracé y le acaricié el pelo.



Poco a poco, su llanto arreció. Lorena produjo un hondo alarido. Se apartó de mí.



–¡Déjame! –gritó–: No entiendes nada –el rostro se le torció en una mueca. La saliva le llegaba al cuello–. ¿Crees que cogí contigo porque me gustas?



Había vuelto a la realidad: desvié la vista al reloj.



–¿No te gusto? –pregunté, inerme.



–¡No seas imbécil! –un poco más recompuesta, agregó–: Claro que me gustas, pero no me acosté contigo por eso. Necesitaba que algo me doliera, joderme, hacerme daño.



Dejé que llorara un rato antes de preguntarle:



–¿Por qué?



–¡¿Por qué?!



Traté de hablar en el tono neutro de alguien dedicado a la estadística:



–Sí, ¿por qué?



Marta Lorena me vio con ojos encendidos:



–¡Porque lo maté! ¿Te parece poco?



–¿A quién?



–No seas pendejo: ¿a quién pude haber matado?



–No sé.



–Razona. Mueve tu cerebro.



–No sé.



–¡A mi marido, güey! A mi marido. ¿Te parece poco?



–¿Cuándo lo mataste?



–En la madrugada. Estoy huyendo.



–¿Por qué lo mataste?



–¿Importa eso?



No contesté. Caminé de un lado a otro del cuarto. Me mordí el pulgar pero el dolor no fue un remedio. Me dejé caer en un sillón.



Debajo de la cama había un encendedor azul. Cerré los ojos, los abrí, miré el encendedor. ¿Cómo sería la vida de quienes lo habían olvidado ahí? Mejor que la nuestra, de seguro.



–¿Qué miras?



–Nada.



–¿Qué buscas debajo de la cama?



–Hay un encendedor.



–¡Un encendedor! ¡¿Quieres fumar?! ¿Eso es lo que quieres?



–Perdóname, no sé qué decir. Estás loca.



–¡Claro que estoy loca! Acabo de matar a mi marido. Eso no lo hace la gente cuerda.



–¿Por qué lo mataste?



–Lo odiaba, desde hace mucho. Estaba viendo pornografía, pornografía infantil. No hacía otra cosa. No me tocaba. Lo quería. Lo quería un chingo. No pude más.



–¿Cómo lo mataste?



–¿Cómo puedes ser tan morboso?



–No soy morboso. Me gustan los detalles. A eso me dedico. Vine a Aguascalientes a revisar un banco de datos.



–¿Ah, sí? ¿Y yo qué dato soy?



Mi respuesta salió en tono vacilante:



–La mayoría de los crímenes son cometidos por seres queridos.



–Una persona normal, eso soy –sonrió.



–Una estadística. Las estadísticas no son ni anormales ni normales. Nada más son.



–“Nada más son” –ridiculizó mi voz.



Me senté en el sillón. Había gozado como nunca con una mujer, creyendo que compartíamos una excitación elemental. En realidad, ella estaba animada por otra fuerza, lo que había hecho antes de huir, la muerte que debía sacarse de encima, la suciedad que necesitaba compartir con alguien, untar en otra piel. Su deseo venía de la aniquilación, era una forma de compensar o prolongar la sangre y la violencia. Lo que para mí había sido un goce para ella había sido algo distinto, acaso más profundo, una tortura asumida, una expiación, un deleite retorcido. Su excitación provenía del crimen. La mía había sido ingenua, simple. Me sentí usado. El segundo instrumento de un crimen.



–¿Cómo lo mataste? Necesito saber.



–Con un cuchillo. Un cuchillo japonés, para rebanar sushi.



–¿Por qué viniste conmigo? ¿Para hacerte daño?



–No.



–¿Por qué?



–Te escogí. Desde que te vi en el avión supe que serías tú.



–¿Por qué?



–Porque me diste confianza. Tienes ese tipo de cara. Pensé que podía hablar contigo. Pensé que podía decirte las cosas horribles que había hecho. Lo ibas a entender, no te ibas a alterar. ¿Lo entiendes?



Tal vez también eso era físico: tener confianza. Confianza en una cara que escucha el horror con calma.



–Perdón –dijo ella–: tenía que desahogarme; necesitaba a alguien. ¿Me vas a denunciar?



–Me dedico a la estadística. Una confesión no es una estadística.



–Gracias –se recostó en la cama–; ¿puedo pasar un ratito aquí?



–Sí.



–Coges rico. Te lo deben haber dicho mil veces: eso sí es estadística –bostezó largamente.



Apenas eran las doce del día, pero ella lucía agotada. Marta o Lorena se quedó dormida. Sus últimas palabras salieron dentro del sueño. Dijo algo que sonó como “vainilla”, pero quizá escuché mal.

 



Estuve un rato asomado a la ventana, contando los árboles de la plaza. Una sirena sonó a la distancia.



El enigma de esa mujer era que estaba loca, o suficientemente alterada para parecer loca. Quizá lo que me había excitado era eso, el delirio y la muerte que de ella emanaban. Tal vez fue esa perturbación lo que me cautivó al ver su pie.



Recordé el día en que regresé de Xochimilco con Francisca, recordé el olor de esa planta que tendría que vivir apartada en la cochera. Pensé en las manos de mi mujer, embarradas del perfume amargo, después de trasplantar un brote de la planta a alguna de las pequeñas macetas que mantiene en la terraza y la azotea. Al recordarlo, el olor me pareció excitante. En su momento, le pedí a Francisca que se lavara las manos.



Esa mañana había roto una maceta por cuarta vez. Los que hacemos listas de perros llegamos rápido al Pitbull. El cuarto animal.



Recuperé el sonido de la cerámica que cruje bajo la llanta de un coche. Antes de que empezara a quebrar macetas, hacía mucho que no rompía algo con deleite. Tal vez desde que fuimos a Oaxaca, cuando Francisca y yo éramos novios. En un mercado al aire libre vendían buñuelos. Era la noche de Año Nuevo. Una mujer nos preguntó: “¿Chorreados o remojados?” Recibimos unas cazuelas tibias, de las que salía un olor dulzón. La costumbre exigía aventar las cazuelas al piso después de comer, para que se quebraran como el año que no regresaría.



La piel de Marta Lorena olía a un perfume lejano, azucarado, una miel imposible. Hace muchos años Francisca y yo vimos la catedral iluminada de Oaxaca mientras nos chupábamos los dedos después de haber comido. “Tienes algo”, dijo ella, tocándome la cara. Me quitó un insecto, un escarabajo pequeño que se pegó en la palma de su mano. “Te salen bichos”, sonrió. Amé a la mujer que me quitaba insectos de la cara con sus dedos dulces. No se lo dije. No sabía cómo hacerlo. En ese momento estallaron los fuegos artificiales. El año terminaba, estábamos en el futuro.



¿Cómo se puede dormir después de matar a alguien? ¿Hay un límite físico para la culpa, un agotamiento terminal que permite descansar después de cometer lo peor?



Revisé el bolso de la mujer. Encontré su credencial del IFE. No se llamaba Marta ni Lorena. No era ni la ingenua caliente del avión ni la asesina confesa del hotel. Al menos no lo era en su credencial para votar. La ciudadana desnuda en ese cuarto se llamaba Yosselín. Pensé que alguien con ese nombre era capaz de todo lo que había sucedido. Pero yo no podía decirle así. Mejor Marta o Lorena: Marta Lorena.



El maquillista la había identificado en el avión como Marcela. Tal vez en otra suplantación se había llamado así. ¿Quién era esa impostora serial, la inquilina de vidas sucesivas?



Roncaba apenas, de un modo parejo, arrullador. El tiempo entraba en su cuerpo. Las sombras de la cortina se mecían en su frente intacta. Abandonada a sí misma, se entregaba a mis designios sin que eso fuera relevante. Aun dormida, controlaba la situación. Podía confiar en mí.



Se había hecho tarde. Escribí un mensaje en la papelería del hotel: “Me encantó estar contigo. Tuve que ir a mi trabajo”. Una despedida amable, eso juzgué.



Fui al INEGI. Cifras, cocientes, gráficas, desviaciones estándar. Intercambié informes con los colegas y alguien me preguntó por la “parte alícuota”. De pronto, esa expresión inerte me pareció autobiográfica. Yo era la parte alícuota de algo, pero no sabía de qué.



Después de un rápido almuerzo, asistí a un seminario con un investigador del MIT dedicado a la estadística de la conducta. El tema era: “Las probabilidades de la irracionalidad”. Anunció que la mayoría de nuestras intuiciones son incorrectas. Creemos en ellas porque se trata de una sabiduría íntima, que no ponemos a prueba. Ochenta y seis por ciento de las reacciones intuitivas tiene una motivación que el sujeto ignora o no toma en cuenta.



Llamé a Francisca. Me dijo que se había ido la luz, el gato tenía pulgas, la nena no dejaba de estornudar. Cada vez que hablamos por larga distancia nuestra relación se ruraliza. Compartimos los problemas de una granja. La estufa no tiene fuego, la niña comió tierra. Quise decir algo roto, confuso y cierto: “Estuve con una loca. Fue fantástico y horrible. Te amo hasta la adoración”.



No dije eso. No soy así. Soy la parte alícuota.



Minutos después volví a llamarla:



–Te quiero tocar –dije con voz apenas audible.



–Es lo más fácil del mundo: nos vemos mañana –Francisca contestó sin distinguir en mis palabras una probabilidad distinta. Luego dijo que le había dado a la nena gotas de equinácea.



El inmenso edificio del INEGI fue construido como un cubo de hielo. Un cubo de hielo con paredes de espejo que reflejan un clima desértico. Es una metáfora de lo que contiene: la inerte geometría de los datos.



Fui a un baño donde la luz fluorescente me lastimó los ojos. Me senté en la tapa de un inodoro, cerré la puerta y sollocé. De vez en cuando, un zapato se detenía al otro lado, indiferente a mis gemidos.



Terminé la jornada como pude. No acepté la invitación a cenar con los colegas. Regresé temprano al hotel.



Supuse que la mujer se habría ido. De cualquier forma, abrí la puerta con cautela. Ella seguía en la cama. Desnuda. Inmóvil. Entonces entendí su confesión: necesitaba hablar antes de suicidarse. Yo representaba para ella una oportunidad de desahogo. El desconocido que escucha lo peor. Su arrebato había sido su testamento. Me acerqué a la cama, sintiendo un vacío en el estómago. Me alivió ver que respiraba acompasadamente, un hilo de saliva mojaba la sábana. Toqué la saliva, fresca, reciente, saludable. El cuerpo que tanto me había gustado despertaba en mí algo parecido a la piedad; estaba ahí por un sufrimiento insondable y, sin embargo, dormía con rara inocencia. ¿Cómo podía no despertarse? Busqué rastros de somníferos –un frasco, una pastilla suelta, un polvo azul–; no encontré nada.



Me senté en el sillón. Vi el encendedor a bajo la cama.



Me vino a la mente una noche en Morelia. Francisca y habíamos ido ahí con nuestra hija, que entonces tenía cinco años. En la madrugada, una pareja entró al cuarto de al lado. El portazo me despertó. Oí la voz de un hombre, una voz áspera, aguardentosa. Una voz llena de arena. Poco después, escuché los gemidos de la mujer, hondos, larguísimos, afilados. Pensé que gozaba como si la dicha fuera la parte más elevada del sufrimiento. Entonces alguien me tocó el brazo. Era mi hija. “¿Qué pasa, papá? ¿Qué le pasa a esa señora?”, preguntó aterrada. “Haz algo, papá.” Francisca dormía, ajena a los ruidos. “Ahorita vengo”, dije. Salí al pasillo, localicé el cuarto del que venían los ruidos, tosí junto a la puerta, giré el picaporte, hice lo necesario para que supieran que afuera había un testigo. No advirtieron mi presencia.



Volví al cuarto. Le dije a mi hija que la mujer tenía pesadillas. Me lo había explicado su marido. “Qué bueno que esté acompañada”, contestó ella, con sorprendente consideración. Nadie la había enseñado a ser así. “¿Puedo acostarme con ustedes?”, se tendió al lado de Francisca. Me senté en la orilla de la cama, acariciándole una mano. “No se calla”, dijo mi hija. La mujer gimió durante un tiempo suficiente para que yo pensara en drogas que estimulan el sexo y técnicas orientales para contener la eyaculación. Una soledad de fondo enmarcaba el cuarto. Las paredes se inventaron para no oír el bestial gozo de los otros. La pareja se unía mientras nosotros escuchábamos. Su dicha era nuestro horror. Acaricié la mano de mi hija, suplicando que los otros terminaran, que se dejar

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