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El cautivo de Doña Mencía

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VI

Cruel y deshecha tempestad de encontrados sentimientos hubo de agitar aquella noche el alma de doña Mencía. Durmió poco y se levantó del lecho apenas rayaba la aurora.

Como si le quedasen pocas horas de vida y estuviese a punto de desaparecer de sobre el haz de la tierra, dispuso de todos sus bienes, haciendo donación de las joyas, de los más ricos vestidos y de parte de sus cuantiosos ahorros a favor de Leonor, su fiel camarera.

Hallándose presente ésta, así como también el padre Atanasio, hizo venir a Juan Moreno Güeto y le indujo a contraer con Leonor solemnes esponsales, que autorizó el padre Atanasio, prometiendo, por su parte, ser pronto el ministro que santificase por la virtud del sacramento la unión de los novios.

Confirmó doña Mencía al padre Atanasio una respetable suma de dinero para que la repartiera con juicioso tino entre los soldados de la hueste y los campesinos pobres de las cercanías.

Y reservó, por último, buena porción de su caudal para entregarla a la superiora del convento de Santa Clara en Córdoba, antigua fundación del rey don Alfonso el Sabio y de su mujer la reina doña Violante, hija de don Jaime de Aragón, el que ganó a los moros la ciudad de Valencia. En aquel convento había determinado doña Mencía encerrarse para siempre y acabar su vida.

A fin de cumplir tan devota determinación, de que sólo dio noticia entonces al padre Atanasio, se despidió de la hueste como si tratase de hacer una breve ausencia, y acompañada solamente del mencionado padre, de Nuño y del futuro yerno de éste, salió para Córdoba aquel mismo día.

Como los cuatro iban en sendos caballos, ligeros y briosos, pudieron llegar, y llegaron, antes de anochecer a la antigua capital del califato.

Doña Mencía tardó poco en cumplir su propósito. Abandonó el mundo, y se retiró al convento de Santa Clara. El padre Atanasio y Juan Moreno Güeto volvieron al castillo inmediatamente. Nuño tardó algo más en volver, pues tuvo antes que llevar un mensaje a Montilla, cumpliendo las órdenes de su señora y el último de sus encargos, en relación y enlace con personas y cosas de esta vida mortal, del siglo y de la tierra que nos sustenta. Nuño llevó a Montilla, y entregó recatada y secretamente al hermano menor de don Alonso de Aguilar, una extensa carta, escrita por doña Mencía, y que decía de esta suerte:

VII

«Cuando te despedí pocos días ha desde el castillo, devolviéndote la libertad y mandándote y exigiéndote que la recobrases, no tuve valor aún para despedirme también de la esperanza de volverte a ver en este mundo, ¡oh, mi dulce y joven amigo! Tomada estaba ya y escondida en el centro de mi alma la firme resolución de no volver a verte nunca; pero no quise decírtelo hasta ahora. Ahora que te lo digo, ahora que por última vez voy a hacer que mi palabra llegue hasta ti, aunque sea desde lejos, Dios habrá de perdonarme si me complazco en recordar mi extravío, no ya para llorarle y lamentarle arrepentida, sino para deleitarme y glorificarme con su recuerdo. Toda la austeridad de mi vida durante veinte años, todo mi primer amor, suavemente conservado en la memoria con afán religioso y puro como rescoldo del fuego sagrado entre las cenizas del ara, y mi orgullo y el respeto debido al nombre que llevo y a mi decoro de honrada y casta matrona, todo se desvaneció y falleció en mi alma el ver tu rostro y al oír tus palabras, acaso desde la vez primera que me hablaste. No creas que me ofusqué, que me cegué y que no comprendí desde el primer momento la intensidad y la fealdad de mi delito y el casi irresistible impulso que a cometerle me llevaba. Claro apareció en mi conciencia el amor que me habías inspirado, y cuán abominable lo hacía la gran diferencia de nuestra edad, más propia que para convertirme en amiga o en esposa tuya, para prestarme, con relación a ti, por manera espiritual, el casto y limpio carácter de madre.

«Yo, con todo, no supe resistirme. Fue mi pasión tan vehemente, que, no ya inútil, necia y vulgar me pareció la resistencia. Hasta en la misma tardanza vi yo algo de mezquino y grosero que aparecía en mi mente como frío artificio y estudiado melindre de mujer que anhela vender más caras sus finezas y realzar más de lo justo el precio y valor de sus favores retardando el concederlos. No extrañes, pues, que, vencida y rendida yo, cayese desde luego en tus brazos sin defenderme y te diese mi corazón y fuese toda tuya.

«Había yo querido antes cohonestar la inclinación que hacia ti había sentido, imaginándote vivo retrato del hombre a quien yo había amado en mis primeras mocedades, y a quien había llorado largos años después de muerto. Pero no tardé en desechar este pensamiento, considerándole cobarde hipocresía con que mi entendimiento, más mentiroso que sutil, trataba de atenuar el poderoso conato de mi voluntad viciosa. No; no me pareciste semejante a don Jaime, sino mil y mil veces mejor que él. Su imagen, grabada en mi alma, se borró y desapareció no bien vino tu imagen a estamparse en ella como sello y marca de esclavitud que la hace tuya para siempre. Ni el temor de la maledicencia, ni el odioso pensamiento de que hasta tú mismo pudieras menospreciarme y tenerme por liviana, nada me contuvo. La fuerza, no obstante, que no bastó para detenerme al borde del abismo y para salvarme de la caída, me ha valido luego para romper materialmente el lazo para huir de ti, para levantarme lastimada y penitente y refugiarme en este retiro. Yo no podía ser legítimamente tuya. Vivir de otra suerte a tu lado hubiera sido escándalo, ignominia y vergüenza. Los sabios consejos de mi confesor, a quien dominando el rubor que encendía y quemaba mi rostro, mostré la herida, me prestaron aliento y brío para desbaratar las cadenas en que me tuviste aprisionada, para apartarte de mí y para tomar luego la determinación que he tomado.

«Dios, en su infinita misericordia, habrá de perdonármelo. No acierto a que así no sea. Ahora que me dirijo a ti acuden a mi mente, la turban y la llenan de amargo deleite aquellos momentos de embriaguez amorosa y de completo abandono en que toda yo fui para ti y creí que eras tú todo mío.

«Resuelta estoy a restaurar con plegarias, cristianas meditaciones y dura penitencia la espantosa ruina en que mi virtud se deshizo. Humillada y contrita estoy, y con todo no noto en mí el arrepentimiento. A mi mente acuden en tropel ideas y razones, si no para justificar, para disculpar en parte mi pecado, y cuando no para absolverme, para mitigar la sentencia que me condena.

«A los indiferentes parecerá locura lo que voy a decirte. A pesar de tu modestia, tú debes creerme. Algo de sobrenatural, del cielo sin duda en su origen, aunque torcido y maleado después por el infierno, ha sido el móvil principal de mi enamoramiento y de mi súbita flaqueza. He sentido, al verte y al oírte, no atino a explicar qué extraño modo de profética revelación, qué profundo convencimiento, qué fe y qué segura esperanza en tus futuros y soberanos destinos. Sí, yo no he amado sólo en tu persona al gallardo y floreciente mancebo en toda la frescura y lozanía de su edad primera. Yo he amado y prefigurado en ti al héroe en flor, gloria y grandeza de la patria, al que contribuirá más que nadie a que Castilla, disuelta hoy en bandos y asolada por guerras civiles, con España toda unida a Castilla, sea la primera de las naciones. Yo, no sólo veía en tus ojos la llama del amor, sino la luz refulgente y el fuego del entusiasmo con que un numen inspirador encendía tu alma. Yo veía lucir en tu frente la estrella de la inmortalidad, y su resplandor me cegaba; tus sienes se me mostraban circundadas de un nimbo luminoso.

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