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El cautivo de Doña Mencía

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III

Escarmentado el joven cautivo y acaso más cautivo aún de su propia cortesía y de la veneración y del afecto que le había inspirado la dama con sólo verla, se condujo durante los diez días que se siguieron con la corrección más cumplida, mostrando paciencia ejemplar para sufrir sin quejas su triste y enojoso cautiverio. La severa doña Mencía advirtió entretanto que atormentaba a veces su alma cierto arrepentimiento de haber empleado con el rapaz severidad sobrada. Allá a sus solas pensaba en él casi de continuo, y se complacía en saber lo mucho que su reprimenda había valido, y cuán juiciosamente se conducía el mozo. Luego recordaba su rostro y toda su gentil figura, que no había dejado de examinar cuando le tuvo delante de ella. Y por virtud de este recuerdo vino a nacer en su alma la más singular alucinación, la más curiosa y rara fantasía que puede soñarse. En balde procuraba apartar de su mente aquel ensueño peligroso. El ensueño volvía con tenacidad sobre ella y ni dormida ni despierta la dejaba en libertad y en sosiego. Imaginó que el insolente rapaz a quien había reprendido era el vivo retrato de don Jaime, su difunto esposo; y yendo más adelante en aquellas cavilaciones, se dio a recelar o a sospechar que las hadas benéficas, o algunos otros seres o genios sobrenaturales, para premiar sus largos años de rígida viudez, le devolvían con vida al esposo a quien habían tenido durante todo aquel tiempo encantado y oculto en un mágico submarino alcázar, no ya conservándole joven, sino poniéndole, más joven y más gallardo de lo que antes era. Y como las imaginaciones no vienen solas, sino que nacen unas de otras, enredándose y trabándose como áurea cadena, doña Mencía no se contentó con fingir pasado lo que se acaba de decir, sino que se creyó conocedora y zahorí de lo presente y aun inspirada profetisa para ver a las claras las cosas futuras. Así dio por cierto que el rapaz, su cautivo, llevaba en la frente la marca y el sello de un genio casi sobrehumano, y que delante de él se abrían luminosos horizontes de gloria y largo camino de triunfos y de grandezas.

Como quiera que fuese, doña Mencía no pudo resistir a la tentación de volver a ver al rapaz. Para cohonestarla, antes de caer en ella, se le ofrecían tres razonables motivos. Era el primero que, en virtud de la buena conducta del joven, debía ella endulzar lo amargo de su reprimenda llamándole y dándole su absolución. Era el segundo que, por la gran diferencia de edad que entre ambos mediaba, el afecto de ella hacia él tenía mucho de maternal y muy poco o nada de pecaminoso. Y era el tercero que el recordar es siempre mil y mil veces más poético que el mirar, por donde tal vez cuando ella mirase de nuevo al muchacho, caería en la cuenta de que no se parecía a su difunto esposo, de que ni él estaba encantado ni la encantaba a ella, y de que eran sueños vanos y sin sustancia todos los pronósticos en que prestaba al rapaz las grandezas y los triunfos que expresados quedan. En suma, doña Mencía se humanó, se apiadó del aislamiento de su cautivo, y, en vez de dejarle comer solo en la torre en que vivía, le convidó a comer a su mesa.

IV

Con este trato familiar y diario, doña Mencía dio por seguro que pronto acabarían por desvanecerse las ilusiones algo malsanas que había concebido; pero, por desgracia, aconteció muy al revés de su buen propósito y honradísimo intento.

Don Juan Fresco pasa aquí como sobre ascuas, sin aclarar ni determinar nada. Yo no he de ser más explícito y terminante que mi tocayo. Diré sólo que, pocos días después, doña Mencía apareció más bella y remozada, iluminando su rostro una alegría dulce y mucha satisfacción y contento, vistiéndose con más primor y saliendo a caballo a dar largos paseos por los más solitarios y ásperos caminos, acompañada sólo del mancebo cautivo y del anciano Nuño, a quien el mozo había ganado la voluntad y con quien estaba muy bien avenido. Nuño tenía además la más completa convicción de que el mancebo no perseguía ya ni inquietaba a Leonor, cuya honestidad estaba segura.

Harto había notado Nuño la fina devoción y el acendrado rendimiento con que el mancebo cautivo miraba y servía a su señora; pero no se atrevía a sospechar que ella pagase con amor tan delicados extremos, si bien advertía que a veces, bajo la ardiente mirada del joven, doña Mencía bajaba suave y lánguidamente los ojos, y tal vez se ponía encarnada como las amapolas, y aún creyó percibir en ocasiones, por entre los párpados y sedosas pestañas de ella, asomar una lágrima, que más que amarga parecía ser de ternura.

Tales observaciones daban vigor a sus sospechas; pero no tardaba en disiparlas la consideración de que el padre Atanasio, grave y reverendo siervo de Dios, comía siempre en la misma mesa con doña Mencía y el mancebo y terciaba, al parecer, en todos sus coloquios.

Por otra parte, no cabía en la imaginación ni en el pensamiento de Nuño que doña Mencía olvidase a su esposo don Jaime y fuese infiel a su memoria.

La desproporción de edad hacía, por último, inverosímiles las relaciones amorosas. Doña Mencía hubiera podido ser holgadamente madre de aquel lindo muchacho.

De aquí que Nuño desechase siempre como suposición maliciosa la idea que a veces se le presentaba de que doña Mencía tuviese amores. Lo que tenía era afecto casi maternal, y algo de satisfacción de amor propio y mucho de gratitud al considerarse querida. De esto sí que no dudaba Nuño. La admiración entusiasta y el vehemente enamoramiento del mozo estaban harto poco disimulados y eran patentes a todos los ojos.

Los guerreros de la hueste lo veían claro. Y muchos de ellos, menos respetuosos que Nuño, y, con muchísima menos fe en la probada austeridad y virtud de la alcaidesa, afirmaban, con más malicia que respeto, que aquella ilustre dama no desdeñaba las pretensiones del misterioso cautivo casi adolescente.

Provino de todo ello un germen de disturbio que hubiera podido terminar en escándalo, si la prudencia de Nuño no le hubiera sofocado al nacer.

Juan Moreno Güeto, uno de los cabos de la hueste, favorito de Nuño y aspirante a la mano de su hija Leonor, a quien requería de amores, era asimismo respetuoso y ferviente admirador de doña Mencía. Y como oyese en cierta ocasión, en boca de algunos compañeros de armas, groseros chistes en ofensa de su señora, no pudo contenerse y se decidió a castigarlos de palabras y aun de obras. Por dicha, Nuño acudió a tiempo y pudo evitar la inminente lucha, calmando los ánimos, restableciendo la paz y procurando que no se divulgase lo que había ocurrido.

Doña Mencía, no obstante, hubo de entrever algo del caso y de sentirse lastimada y avergonzada de andar en lenguas de sus vasallos, y de ver que empezaba a perderse la inmaculada reputación que ella tan justamente había adquirido en veinte años de la vida más ejemplar y de las más severas costumbres.

Fuesen como fuesen sus relaciones con el rapaz misterioso, doña Mencía comprendió que daban harto pábulo a la maledicencia.

Sin duda el padre Atanasio, que era su director espiritual, y, según hemos dicho, grave y severísimo, la amonestó o la reprendió, ora por el peligro a que se exponía o por la ocasión que daba a que la censurasen, si no había pecado, ora por el pecado mismo, si, dejándose ella caer en la tentación, había cometido alguno.

En resolución, las causas por lo pronto permanecieron ocultas, y cuando menos podía preverse, hubo un suceso inesperado.

Revestido con las armas del difunto don Jaime, que parecían expresamente forjadas a la medida del mancebo cautivo, apareció éste a la puerta del castillo en una hermosa mañana del mes de mayo, acompañado de Nuño y de Juan Moreno Güeto, los tres en sendos caballos; tomaron el camino de Cabra, y no tardaron mucho en salvar la cima de los cercanos alcores, perdiéndose de vista.

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