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El cautivo de Doña Mencía

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II

La soledad y la monotonía de la existencia de la alcaidesa no habían tenido la menor alteración a pesar de una extraña novedad que había en el castillo desde hacía una semana. Doña Mencía custodiaba en él a un huésped, o, mejor dicho, a un prisionero. Su primo don Diego había exigido que le custodiase, imponiéndole además como un deber el abstenerse de preguntar el nombre del huésped, el cual, por su parte, había prometido también no revelar su nombre. Don Diego tenía grande interés en que no se supiese el nombre de su prisionero, y hasta en que se ignorase que tenía prisionero alguno. Por eso no quiso llevarle ni a Cabra ni a Baena, y le llevó al castillo de doña Mencía, donde no había más gente que la guarnición, y bajo cuyo amparo no se había fundado aún la villa que hoy existe. Doña Mencía tuvo que ceder a la imposición de su primo; pero gustaba tanto de la soledad, y era tan poco lo que le importaban los sucesos del mundo, que no quiso ver al cautivo que su primo le trajo, y le confió a Nuño, para que éste vigilase, alojase y cuidase con esmero, como a persona principal, y según don Diego quería.

La dama del castillo supo sólo que su huésped o prisionero era un rapaz imberbe, que tendría dieciséis años a lo más, y del que don Diego se había apoderado, sorprendiéndole sin armas y en compañía de otros rapaces cazando pajarillos con red y con liga, cimbel y reclamos, en las orillas de un arroyo no lejos de Monturque.

En su estrado estaba doña Mencía, sola y entregada a sus rezos, en una hermosa mañana del mes de abril, cuando su doncella, Leonor, entró precipitadamente, asustada y llorosa, y se echó a sus pies pidiendo perdón y refugio.

– Yo no tengo la culpa, señora; yo no tengo la culpa. Mi padre se enoja contra mí, y quiere matarme sin justo motivo. El rapaz que está prisionero es el más descomedido insolente de los rapaces. Me sorprendió al pasar yo sola por la galería, me requebró con desenvoltura, me asió luego entre sus brazos, y, a pesar de mi resistencia y de mis gritos, me dio muchos besos. No sé cuántos, porque me los dio tan de prisa, que no tuve tiempo para contarlos. Llegó en esto mi padre y agarró al rapaz de una oreja, tratando de castigarle; pero el rapaz, que debe de ser fuerte y ágil, le echó la zancadilla, le derribó por tierra y se largó con risa. Mi padre se levantó renqueando, y, ansioso de vengar el agravio recibido, vino furioso contra mí. Yo, señora, me refugio aquí, y me pongo bajo tu amparo. Defiéndeme, señora; mira que soy inocente.

La grave doña Mencía frunció el entrecejo al oír la narración de aquel lance; pero en la cara, en el acento y en las frases de Leonor reconoció su sinceridad y que no era culpada; la levantó del suelo en que estaba de hinojos y le aseguró que la defendería. Toda su cólera estalló con vehemencia contra el atrevido rapaz, que con tan liviano desacato ofendía su casa. Llamó a Nuño, le exigió que absolviese a su hija de culpas que en realidad no tenía, y le ordenó que, sin entrar en nueva lucha con el rapaz, y sin acudir tampoco a otras personas para que no se enterase nadie de lo ocurrido, trajese al rapaz a su presencia para que ella le reprendiese duramente, como él merecía.

Cumplió Nuño las órdenes, y pocos instantes después compareció el rapaz ante la hermosa dama, que le recibió, como juez severísimo, con imponente autoridad y compostura. Nuño y Leonor se retiraron a una señal de la dama. Esta quedó sentada en un sillón de brazos, como si fuera tribunal o trono. El rapaz estaba de pie frente de ella, con ademán muy respetuoso por cierto, pero en manera alguna temeroso ni turbado. Con enérgicas palabras la dama le echó en cara su fea conducta, le amonestó para que se corrigiese, y le exigió que pidiera perdón de su culpa. Él contestó de esta suerte:

– Yo, señora mía, me confieso culpado, y estoy dispuesto a pedirte humildemente perdón, de rodillas delante de ti. Si alguna disculpa tengo, válganme como tal mis verdes mocedades y mi completa inexperiencia de las cosas del mundo. Yo me figuré, señora, que me hallaba en la cumbre de una montaña, y muy cerca de una nube que parecía de carmín y de oro, por lo cual gusté tanto de ella que me atreví a abrazarla y aun a besarla; pero la nube se me desvaneció y deshizo, y entonces apareció el sol que la nube me ocultaba, y cuyos divinos reflejos eran los que había dado a la nube los brillantes matices que me enamoraron, me sedujeron y me hicieron incurrir en la falta, que como tal deploro, si bien, por otra parte, casi me alegro de haberla cometido. Cometiéndola he apartado la nube y he logrado al fin ver el sol, que desde hace una semana anhelaba yo ver y que ahora extasiado contemplo.

Colorada como la grana, en parte de ira y en parte de gustosa sorpresa, se puso doña Mencía al oír el desenfadado discurso de aquel audaz muchacho. A pesar de su austeridad, tan probada y acendrada durante veinte años, sintió que en el fondo de su pecho pugnaba por salir y le retozaba la risa al notar tanta juvenil desvergüenza; pero al fin triunfó la condición austera de la egregia dama, y despidió al mancebo, diciéndole:

– Está bien, niño; pero mejor estaría si tu maestro o tu ayo te hubiera enseñado menos retórica y más comedimiento y circunspección, para no faltar al respeto que a una ilustre dama se debe, y que se debe también a su casa y a su servidumbre. Vete y corrígete, y haz de modo que no tenga yo que apelar a dolorosos extremos para poner coto a la audaz conducta de que parece que te jactas en vez de arrepentirte.

Quiso replicar el rapaz, pero la dama hizo tan imperioso gesto de desagrado y despedida, y fulminó contra él tan terrible mirada de sus negros ojos, que le hizo enmudecer y que le arrojó de la estancia como si lo hiciera a materiales empellones.

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