Za darmo

Dafnis y Cloe

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Dafnis, sin prever nada de lo que iba a pasar, se levantó muy listo, empuñó su cayado y siguió a Lycenia. Llevósele ésta lejos de Cloe, a lo más intrincado y esquivo del soto, y allí le mandó que se sentase a su lado, cerca de una fuentecilla. «¡Oh, Dafnis —le dijo—, tú arnas a Cloe! Anoche me lo revelaron las Ninfas. Se me aparecieron en sueño; me informaron de tus lágrimas de ayer, y me ordenaron que te salvase, enseñándote las obras de Amor, las cuales no estriban sólo en beso y en abrazo y en remedar a los carneros, sino en brincos y retozos más dulces, y cuyo deleite dura más. Así, pues, si quieres desechar el mal que te aflige, y conocer por experiencia los gustos que anhelas, entrégate a mi cuidado cual aprendiz sumiso, y yo, por gracia y merced de las Ninfas, seré tu maestra.»

Dafnis, sin refrenar su alegría, como cabrerillo cándido y rapaz enamorado, se arrodilló a los pies de Lycenia y le suplicó que cuanto antes le enseñase aquel oficio para ejercerle luego con Cloe. Y como si fuera algo de raro y revelado por el ciclo lo que Lycenia le había de enseñar, prometió darle en pago un chivo, quesos frescos de nata y hasta la cabra misma. Halló Lycenia aquella liberalidad pastoril más sencilla y grata de lo que presumía, y empezó enseguida a instruir a Dafnis. Mandóle que volviese a sentarse a la verita de ella; que le diese besos, tales y tantos corno él solía dar; que mientras la besaba la abrazase, y por último, que se tendiese a la larga.

Luego que se sentó, y que besó, y que se tendió, habiéndose cerciorado ella de que todo estaba alerta y en su punto, hizo que él se levantase de un lado, y se deslizó con suma destreza debajo de él, poniéndole en el camino por tanto tiempo buscado en balde. Después nada hubo fuera de lo que se usa. Naturaleza misma enseñó a Dafnis lo demás.

Terminada la lección amatoria, Dafnis, que guardaba su candor pastorial, quiso correr en busca de Cloe para hacer con ella lo que acababa de aprender, harto temeroso de que con la tardanza se le olvidase; pero Lycenia le contuvo diciendo: «Otra cosa te importa saber, ¡oh, Dafnis! A mí, como soy mujer, no me hiciste daño alguno, porque ya otro hombre me enseñó el oficio, y tomó mi doncellez en pago; pero Cloe, cuando luchare contigo esta lucha, gemirá, llorará y derramará sangre cual si estuviese herida. No por ello te asustes, sino cuando la persuadas a que se preste a todo, tráetela a este sitio, para que si grita, nadie la oiga; si llora, nadie la vea, y si derrama sangre, se lave en la fuente. No te olvides, por último, de que yo te he hecho hombre antes de Cloe.»

No bien Lycenia dio estos preceptos, se fue por otro lado del soto, como si buscase el ganso todavía. Dafnis, en tanto, con la preocupación de lo que había oído, cejó de su primer ímpetu, y no se atrevió a perturbar a Cloe sino con el beso y el abrazo, a fin de que no gritase como perseguida de enemigos, ni llorase como lastimada, ni como herida vertiese sangre, pues escarmentado él por los recientes lances de la guerra, tenía miedo de la sangre, y sólo de heridas imaginaba que saliese. Así fue que tomó la determinación de no deleitarse con ella sino en lo que tenía por costumbre; y, dejando el soto, volvió al lugar donde ella estaba sentada, tejiendo guirnaldas de violetas; le refirió que había arrancado de las garras mismas del águila el ganso de Lycenia, y la besó apretadamente como Lycenia le había besado en el deleite, ya que esto no pensaba que trajese peligro. Ella ajustó a la cabeza de él las guirnaldas de violetas, y le besó el cabello, a su ver más que las violetas precioso. Luego sacó del zurrón pan de higos y bollos, y se los dio a comer; y, conforme él comía, se lo quitaba ella de la boca y comía a su vez, como los pajarillos pequeñuelos comen del pico de la madre.

Mientras que comían, y más que comían se acariciaban, se descubrió una barca de pescadores, que bogaba no lejos de la costa. No hacía viento; la calma era completa, y era menester remar. Los pescadores remaban con grande empuje para llevar fresco el pescado a gentes ricas de la ciudad. Lo que suelen hacer los marineros para engañar o aliviar sus fatigas, lo hacían éstos también a par que remaban: uno de ellos llevaba la voz y entonaba un cantar marino, y los restantes, por marcados intervalos, unían en coro sus voces en consonancia con la del principal cantor. Cuando iban por alta mar, el canto se perdía en la extensión y se desvanecía en el aire; pero cuando doblaron la punta de un escollo y entraron en una ensenada profunda, en forma de media luna, se oyó mejor la música y sonó más claro en tierra el estribillo de los navegantes. En el fondo de aquella ensenada había una garganta o estrechura de cerros, donde se colaba el son como en un cañuto; luego, una voz imitadora lo repetía todo: ya repetía el ruido de los remos, ya repetía el cantar; y era cosa de gusto el oírlo, pues primero llegaba el son que venía directo de la mar, y el son que venía directo de la tierra llegaba más tarde. Dafnis, que sabía lo que era aquello, sólo atendía a la mar; se embelesaba al ver la barca, que más volaba que corría, y procuraba retener algo de aquellos cantares para tocarles luego en su flauta. Pero Cloe, que hasta entonces no había oído eso que llaman eco, ya miraba hacia la mar para ver a los que cantaban, ya se volvía hacia el bosque buscando a los que respondían; y cuando pasó la barca y sobrevino silencio en la mar y en el valle, preguntó a Dafnis si más allá del escollo había otra mar, y otra nave que bogaba, y otros marineros que cantaban, y por qué ya callaban todos. Dafnis sonrió con dulzura; la besó con más dulce beso; ciñó a sus sienes la guirnalda de violetas, y empezó a contarle la fábula de Eco, no sin concertar antes que ella le diese diez besos más en pago de la enseñanza. «Hay —dijo—, niña mía, muchas castas de Ninfas. Las hay de las praderas, de los bosques y de los lagos; todas bellas; músicas todas. Hija de Ninfa fue Eco; mortal, por serlo su padre; hermosa, cual de hermosa madre nacida. Las Ninfas la criaron. En tocar la flauta, en pulsar la lira y la cítara, y en toda clase de cantar, tuvo a las Musas por maestras. Así es que, cuando llegó a la flor de su mocedad, con las Ninfas danzaba y con las Musas cantaba; pero huía de todo varón, ya dios, ya hombre, por amor de la doncellez. Pan se enfureció contra ella, envidioso de su música y desdeñado de su hermosura, e infundió su furor en el alma de los pastores. Estos, como perros o lobos, la despedazaron mientras cantaba, y esparcieron por toda la tierra sus miembros llenos de armonía. Y la tierra los escondió en su seno por complacer a las Ninfas, y dispuso que conservasen la virtud de cantar. Las Musas, por último, decretaron que lo imitasen todo en la voz, como la doncella hizo cuando vivía: hombres, dioses, instrumentos y fieras; que imitasen, en suma, a Pan mismo cuando toca la flauta. Pan, apenas le oye, brinca y corre por las montañas, no ya porque ame a la Ninfa, sino anhelando averiguar quién es su discípulo oculto.»

En premio de la historia, Cloe dio a Dafnis, no sólo diez, sino muchos más besos, y Eco casi la repitió, como para dar testimonio de que no era mentira.

El sol calentaba más cada día, porque había pasado la primavera y empezaba el verano. Los pasatiempos de ambos eran propios de la nueva estación. Él nadaba en los ríos, ella se bañaba en las fuentes; él tocaba la flauta a porfía con el viento que resonaba en los pinos, ella cantaba en competencia con los ruiseñores; ambos cogían saltamontes y parleras cigarras, formaban ramilletes de flores, sacudían los árboles o trepaban a ellos y se comían la fruta. Al cabo se acostaban desnudos en una piel de cabra. Pronto Cloe hubiera sido mujer si la sangre no aterrase a Dafnis, quien, receloso con frecuencia de no ser dueño de sí, impedía a Cloe que se desnudara. Pasmábase ella, si bien por vergüenza no preguntaba la causa.

En aquella estación se presentó para Cloe un enjambre de novios. De muchas partes acudían a Dryas, pidiéndosela por mujer; unos traían buenos presentes; otros los prometían mejores. Así fue que Napé, estimulada por las promesas, era de opinión de casar a Cloe cuanto antes, y no guardar por más tiempo a mozuela ya tan granada, la cual, el día menos pensado, perdería su doncellez en medio del campo y se casaría por manzanas y flores con un pastor cualquiera; que lo más conveniente sería hacerla pronto señora de su casa, aceptar los presentes y guardarlos para el hijo legítimo de ellos, que no hacía mucho les había nacido. Dryas se dejaba vencer a menudo de tales razones, ya que le ofrecían prendas de más valer que las que suelen ofrecerse por una pobre zagala; pero, pensando luego que la muchacha valía demasiado para casarse con un rústico, y que si hallaba un día a sus verdaderos padres, éstos los harían dichosos a todos, se resistía siempre a responder, y así iba dando largas al asunto, no sin aprovecharse mientras de no pocos presentes.

Al saber estas cosas tuvo Cloe gran pesar, si bien se le ocultó a Dafnis por temor de afligirle. Viendo, no obstante, que él la importunaba con preguntas, y que ya estaba más triste de no saber nada de lo que pudiera estar de saberlo todo, se atrevió al fin a contárselo. Le habló de los novios, muchos y ricos; de las razones que daba Napé para apresurar la boda, y de que Dryas no mostraba oponerse, sino lo demoraba para las próximas vendimias. Dafnis, con tales nuevas, estuvo a pique de perder el juicio; se echó por tierra, lloró y afirmó que él se moría si Cloe le faltaba, y no sólo él, sino también se morirían los carneros sin tal pastora. Después, reflexionándolo mejor, cobraba ánimo y resolvía hablar al padre de ella y ponerse en la lista de los pretendientes, esperando vencerlos. Sólo una cosa le sobresaltaba: que Lamón no era rico. Esto debilitaba mucho su esperanza. Decidióse, con todo, a pedir a Cloe, y ella convino en que lo hiciese. Nada al principio se atrevió a decir a Lamón; pero, confiando más en Mirtale, le descubrió su amor y le dijo que quería casarse con Cloe. Mirtale lo participó todo a Lamón por la noche. Este recibió con dureza la noticia, y regañó a su mujer porque quería casar con una hija de pastores a un muchacho que había de tener grandes riquezas, si no mentían las prendas halladas, y que a ellos, si venían a descubrirse los padres, los haría horros y dueños de mayores campos. Mirtale, temerosa de que Dafnis, por despecho amoroso, y perdida toda esperanza de boda, osara darse muerte, alegó otros motivos menos importantes que los que había dado Lamón. «Somos Pobres —le dijo—, hijo mío, y necesitamos novia que más bien traiga algo que no que se lo lleve. Ellos son ricos, pero quieren novios ricos. Ve, no obstante; convence a Cloe, y haz que Cloe convenza a su padre, a fin de que no pidan mucho y te la den. Ella te ama, y sin duda gustará más de acostarse con un buen mozo pobre que no con un jimio rico.»

 

No esperaba Mirtale que Dryas diese nunca su consentimiento, disponiendo, como disponía, de más ricos novios, que le ofrecían buenos presentes. Dafnis no tenía que argüir contra lo dicho por su madre; pero se afligió mucho, e hizo lo que suelen hacer los enamorados pobres; lloró, y pidió auxilio a las Ninfas. Ellas volvieron a aparecérsele por la noche, mientras dormía, en la propia forma que la primera vez, y la mayor le dijo: «A otro dios incumbe tratar de tu boda con Cloe. Nosotras te daremos con qué ablandar Dryas. La nave de los mancebos de Metimna, cuya amarra de mimbre se comieron tus cabras, se fue aquel día muy lejos de tierra, empujada por el viento: mas por la noche sopló viento contrario; alborotó la mar, y arrojó la nave contra unos altos peñascos. La nave pereció, y con ella cuanto encerraba, salvo una bolsa con tres mil dracmas, que con los restos de la nave trajo a la costa la onda, y está allí oculta entre algas, cerca de un delfín muerto, por lo cual nadie de los que pasan se han aproximado, huyendo del hedor de aquella podredumbre. Ve allí, toma la bolsa y dala. Así conviene, para acreditar, por lo pronto que no eres pobre. Ya vendrá tiempo en que seas rico.»

Dicho esto, desaparecieron las Ninfas en la noche. Cuando vino el día, se levantó Dafnis rebosando de gozo; llevó sus cabras al pasto con la mayor premura, y después de besar a Cloe y de adorar a las Ninfas, se fue hacia la mar, como si quisiera ser rociado por las olas. Allí, por la orilla y sobre la arena, vagaba en busca de los tres mil dracmas. No empleó largo tiempo ni fatiga en hallarlos. El delfín no olía bien, y su podredumbre le dio en las narices y le guió por el camino hasta llegar al sitio indicado. Ya en él, apartó las algas y descubrió la bolsa llena de dinero. La recogió, la guardó en el zurrón, y antes de irse, dio gracias por todo a las Ninfas y a la misma mar, pues, aunque cabrero, parecíale la mar más dulce que la tierra, desde que le ayudaba para conseguir casarse con Cloe.

Dueño de los tres mil dracmas, nada creía que le faltaba ya. Se consideraba, no sólo más pudiente que los labriegos de por allí, sino más rico que todos los hombres. Se fue al punto donde estaba Cloe; le contó el sueño; le mostró la bolsa; le rogó que estuviese a la mira del ganado durante su ausencia, y corrió con gran denuedo en busca de Dryas, a quien halló en la era, trillando trigo con su mujer Napé, y a quien dijo estas valerosas palabras: «Dame a Cloe por mujer. Yo sé tañer la zampoña con maestría, podar viñas y plantar árboles. Sé también arar la tierra y aventar la mies con el bieldo. En lo tocante a pastoreo, pregúntale a Cloe. Cincuenta cabras me entregaron, y ya tengo doble número. He criado también grandes y hermosos machos, cuando antes era menester llevar las cabras a que otros las padreasen. Soy muy mozo aún, vecino vuestro y de irreprensible conducta. Me crió una cabra, como a Cloe una oveja. Si en todo esto me aventajo a los demás novios, en generosa largueza no he de quedarme tampoco atrás. Ellos te dan tal o cual cabra u oveja, o alguna yunta de bueyes con roña, o aechaduras de trigo para mantener unas cuantas gallinas. Yo, en cambio, te doy estas tres mil monedas. Pero no se lo digas a nadie, ni a mi padre Lamón.» Y al dar el dinero, abrazó y besó a Dryas.

Este y Napé, al recibir, sin esperarlo, tamaña suma, prometieron enseguida a Dafnis que le darían a Cloe y que tratarían de persuadir a Lamón. Dafnis se quedó con Napé, haciendo andar a los bueyes sobre la parva y desmenuzando espigas con el trillo, mientras que Dryas, después de guardar la bolsa y el dinero, se fue más que deprisa a ver a Lamón y a Mirtale, contra todo uso y costumbre, para pedirles al novio.

Hallándose éstos midiendo cebada, que acababan de cribar, y lamentándose de que apenas habían cogido lo que sembraron. Dryas pensó consolarlos con asegurar que era general la mala cosecha, y luego pidió a Dafnis para marido de Cloe, diciendo que otros le daban mucho, pero que él prefería no tomar nada de Lamón y Mirtale, sino que se sentía inclinado a socorrerlos con su propia hacienda. «Además —añadió—, los chicos han crecido viéndose siempre; cuidando del hato se han encariñado de manera que no es fácil separarlos, y ya están ambos en edad de dormir juntos.» Estas y otras razones, no menos persuasivas, alegó Dryas, como quien había tomado tres mil dracmas para persuadirlos.

Lamón no podía excusarse con la pobreza, porque los padres de la novia no le desdeñaban por pobre, ni con la poca edad de Dafnis, que era ya un garzón muy apuesto. La verdad no quería confesarla. No osaba decir con que consideraba a Dafnis mejor partido. Se calló, pues, por un rato, y al cabo respondió así: «Noble es vuestro proceder al dar a los vecinos preferencia sobre los extraños, y al poner por cima de la riqueza a la pobreza honrada. Que Pan y las Ninfas os concedan en premio su amor. En cuanto a mí, no deseo menos que vosotros la boda. Loco estaría yo si no desease amistad y unión con vuestra familia, cuando me hallo tan cerca de la vejez y necesita brazos y auxilio para mis faenas. De Cloe no hay más que pedir: linda zagala en la flor de su edad, y buena como pocas. Lo malo es que yo soy siervo, y de nada dispongo. Debo, pues, informar a mi amo para que dé su permiso. Diferamos la boda para el otoño. Para entonces dicen los que llegan de la ciudad que vendrá el amo por aquí. Para entonces serán marido y mujer; ámense entretanto como hermanos. Entiende con todo, ¡oh Dryas, que vas a tener un yerno que vale más que nosotros.» Dicho esto, le besó y le ofreció de beber, porque estaban ya en todo el fervor del mediodía, y le acompañó un buen trecho de camino, con mil atenciones y muestras de afecto.

No oyó en balde Dryas las últimas palabras de Lamón, y mientras caminaba iba cavilando así sobre quién sería Dafnis: «Le crió una cabra, cual si por él velasen los dioses. Es hermoso, y en nada se parece a ese vejete chato y a esa mujerzuela pelona. Se proporcionó tres mil dracmas, y no hay zagal que logre reunir otros tantos piruétanos. ¿Le expondría alguien como a Cloe? ¿Le encontraría Lamón como yo la encontré, con prendas parecidas y a propósito para un futuro reconocimiento? ¡Oh venerado Pan y Ninfas muy amadas, permitid que así sea! Tal vez, si él descubre a sus padres, logrará que Cloe sea también reconocida por los suyos.»

Así iba Dryas discurriendo y soñando hasta que llegó a la era, donde esperaba Dafnis, ansioso de oír las nuevas que traía. Diole ánimo, llamándole yerno; le prometió que las bodas se celebrarían en el otoño, y le estrechó la mano en señal de que Cloe no sería de otro, sino suya. Más veloz que el pensamiento, sin comer ni beber, corrió Dafnis en busca de Cloe. Estaba ella ordeñando y haciendo quesos, y él le anunció la buena nueva. De allí en adelante la besaba, sin recatarse, como a su futura; compartía sus afanes; recogía la leche en colodras; apretaba los quesos en zarzos, y ponía a mamar bajo las madres a cabritillos y corderos.

Después de cumplir bien con su oficio, los dos se bañaban, comían, bebían e iban a coger fruta en sazón. Había entonces grande abundancia de ella, por ser el momento más feraz del verano: manzanas a manta, peras, acerolas y membrillos. Fruta había caída por el suelo: otra, pendiente aún en el árbol; la caída, más olorosa; más lozana y fresca a la vista la que de las ramas colgaba. Esta relucía como el oro; aquélla embriagaba con su olor como el vino.

Entre los frutales se veía uno, tan esquilmado ya, que no tenía ni fruta ni hoja. Desnudas estaban todas sus ramas. Una manzana sola pendía aún en la cima, grande, hermosa, y venciendo a las demás en fragancia. Quizá quien hizo el esquilmo no se atrevió a subir tan alto para cogerla; quizá la dejó por descuido; quizá la bella manzana se guardaba allí para un pastor enamorado. Apenas la vio Dafnis, quiso subir a alcanzarla. Cloe se opuso, pero él no hizo caso; y desatendida ella, se fue con enojo donde estaba el rebaño. Dafnis, en tanto, subió a alcanzar la manzana; se la trajo a Cloe, y le dijo para quitarle el enojo:

«Esta manzana, ¡oh virgen!, es creación de las Horas divinas; árbol fecundo le dio sustento; el sol la maduró y sazonó; nos la conserva la Fortuna. Ciego y necio hubiera sido yo si no la hubiera visto y si la hubiera dejado para que, o bien viniese a caer por la tierra, la pisoteasen las reses y la envenenasen los reptiles, o bien permaneciese en la cumbre hasta que el tiempo la acabara, sin más fin que admiración estéril. Venus recibió una manzana en premio de su hermosura. Toma tú ésta por galardón de igual victoria. Ambas sois bellas, y de condición semejante son vuestros jueces, pastor él y yo cabrero.»

Esto dijo, y le echó la manzana en el regazo. No bien se acercó, le besó ella. Él no se arrepintió de la audacia de haber subido tan alto por un beso más rico que la manzana de oro.

Libro cuarto

Por aquel tiempo llegó de Mitilene un siervo, compañero de Lamón, a quien anuncio que poco antes de la vendimia vendría el amo para ver qué daños había causado en sus tierras la incursión de los metimneños. Y como ya iba yéndose el verano, y el otoño se venía encima, Lamón se afanó por disponer un recibimiento en el que todo fuera grato a los ojos. Limpió las fuentes para que el agua corriese pura y cristalina; sacó el estiércol del establo y corrales para que no molestara su mal olor, y aderezó el huerto para que pareciese más ameno.

El huerto era de suyo lindísimo y digno de un rey. Medía en longitud más de un estadio; estaba en una altura, y contenía sobre cuatro yugadas de tierra. Semejaba extenso llano, y había en él toda clase de árboles: manzanos, arrayanes, perales, granados, higueras y olivos. En algunos puntos la vid trepaba a los árboles, y, enlazada a ellos, lucía sus frutos en competencia con manzanas y peras. Esto en cuanto a los frutales; pero también había allí árboles selváticos y de sombra, como cipreses, lauros, adelfas, plátanos y pinos; en todos los cuales, en vez de la vid, se entrelazaba la hiedra, cuyos corimbos, que eran grandes y negreaban ya, remedaban racimos de uvas. Las plantas que daban fruta estaban en el centro, como para mayor defensa; las estériles, en torno, como muralla. Lo rodeaba y amparaba todo una débil cerca o vallado. No había cosa que no estuviese con cierto orden y primor. Los troncos, separados de los troncos, y en lo alto, mezclándose las ramas y confundiéndose el follaje. Diríase que el Arte se había esmerado a porfía con la Naturaleza. Había en cuadros y eras multitud de flores, que la tierra daba de sí sin cultivo, o que la industria cultivaba; rosas, azucenas y jacintos, criados por la mano del hombre; violetas, corregüelas y narcisos, espontáneamente nacidos. Allí había, en suma, sombra en estío, flores en primavera, frutos en toda estación, y los más deliciosos y exquisitos en otoño. Desde allí se oteaba la ancha vega, y se contemplaba pastores y ganados, y se descubría la mar, y se veían los que por ella iban navegando, lo cual no era pequeña parte de los gustos con que brindaba aquel huerto. En el centro mismo, así de lo largo como de lo ancho, se levantaban un templo y un ara de Baco; el ara, revestida de hiedra, y de pámpanos el templo, por fuera. La historia del dios estaba dentro pintada: Semele, pariendo; Ariadna, dormida; encadenado, Licurgo; despedazado, Penteo; vencidos, los indios; los tirrenos, transformados. Por donde quiera, los sátiros; por donde quiera, las bacantes, que danzaban. Ni faltaba allí Pan, quien, sentado sobre una piedra, tañía la zampoña, y daba el mismo son y compás al pisoteo de los sátiros en el lagar y al baile de las ménades.

Tal era el huerto que Lamón se afanaba por cuidar, podando las ramas secas y enredando en festones la vid a los árboles. A Baco le coronaba de flores. Derivaba sin dificultad el agua por las limpias acequias. Había una fuente, que Dafnis había descubierto, la cual regaba las flores. Llamábanla fuente de Dafnis. Lamón, por último, encomendó a éste que engordase las cabras lo más que pudiera, porque el amo, que no había venido en tanto tiempo, iba ahora a verlo todo.

 

Muy confiado estaba Dafnis en que alcanzaría grandes elogios por las cabras. Las tenía en doble número de las que le habían entregado; el lobo no se había llevado ninguna, y todas estaban más lucias y medradas que las ovejas. Deseoso, no obstante, de hacerse propicio al amo para que consintiese en la boda, ponía el mayor cuidado y solicitud en llevar a pacer las cabras apenas amanecía, y en volver al aprisco tarde. Dos veces al día las llevaba a beber, y siempre buscaba para ellas los mejores pastos. Se procuró barreños y tarros nuevos, muchas colodras y zarzos más capaces. Y llegó a tal punto su esmero, que barnizó con aceite los cuernos a las cabras, y al pelo le sacó lustre. Al ver cabras tan compuestas, las hubiera tomado cualquiera por el propio sagrado rebaño del dios Pan. Compartía Cloe estos afanes con Dafnis, y, descuidadas sus ovejas, sólo a las cabras atendía, de suerte que imaginaba Dafnis que, por emplearse en ellas Cloe, se ponían tan hermosas.

Atareados andaban en esto, cuando llegó de la ciudad segundo mensajero con orden de vendimiar cuanto antes. Él debía quedarse allí hasta que las uvas se hicieran mosto, y entonces volver a la ciudad para acompañar al amo, que no vendría hasta el fin del otoño. A este mensajero, que se llamaba Eudromo, porque su oficio era correr, le trataban todos con la mayor consideración. Entretanto, cogieron las uvas, las acarrearon al lagar, y echaron el mosto en las tinajas, no sin dejar en las cepas los racimos más gruesos, a fin de que los que iban a venir disfrutasen algo y tuviesen cierta idea de la vendimia.

Cuando Eudromo preparaba su regreso a la ciudad, Dafnis le hizo cuantos regalitos podían esperarse de un cabrero: le dio quesos bien cuajados, un cabrito recién nacido y una blanca piel de cabra, de pelo largo, para que se abrigase durante el invierno en sus caminatas. Eudromo quedó harto pagado del obsequio, y prometió a Dafnis decir de él al amo mil cosas buenas. Se fue, pues, a la ciudad muy amigo de Dafnis.

Se quedó éste receloso y asustado. Y no era menor el miedo de Cloe, porque él era un muchachuelo, sólo acostumbrado a ver cabras y riscos, y a tratar con gente rústica y con Cloe, y ahora tenía que ver al señor, de quien ignoraba antes hasta el nombre. Todo se le volvía cavilar cómo se acercaría al señor y le hablaría; y su corazón se azoraba al pensar en que la boda pudiera desvanecerse como un sueño. De aquí que los besos fuesen más frecuentes, y los abrazos más largos y apretados; pero se besaban con timidez y se abrazaban con tristeza y a hurtadillas, como si el amo estuviera allí y pudiera verlos.

En medio de estas desazones tuvieron un disgusto más grave. Un vaquero de aviesa condición, llamado Lampis, había pedido a Dryas la mano de Cloe, y le había hecho muchos regalos a fin de que conviniese en el casamiento. Sabedor Lampis de que Dafnis la tendría por mujer, si no se oponía el amo, buscó trazas de enemistarle con él, y como lo que más le agradaba era el huerto, resolvió afearle y destrozarle. Si se ponía a talar el arbolado, podrían oír el ruido y sorprenderle, y así prefirió arrancar las flores. Guarecido, pues, por la obscuridad de la noche, saltó por cima de la cerca, arrancó unas plantas y quebró otras, y holló y pisoteó las demás, como los cerdos. Después se fugó con cautela y sin que le viesen.

No bien vino el día, entró Lamón en el huerto para regar las flores con el agua de la fuente, y al ver aquella desolación, que no la hubiera hecho más cruel un ladrón forajido, se desgarró el sayo y puso el grito en el cielo, con tal furor, que Mirtale, soltando la hacienda que traía entre manos, y Dafnis, abandonando las cabras que llevaba a pacer, acudieron a saber lo que pasaba. Al saberlo, gritaron también y se echaron a llorar. Y no era maravilla que, temerosos del enojo del señor, hiciesen aquel duelo por las flores. Un extraño, si hubiera pasado por allí, hubiera llorado como ellos. Aquel sitio había perdido su gracia y su adorno. No quedaba sino fango y broza. Si alguna flor se había salvado de la injuria, resplandecía aún y estaba hermosa, aunque mustia y tronchada. Las abejas revolaban en torno, y sonaba a lamentación su incesante susurro.

Lamón decía, lleno de angustia: «¡Ay de mis rosales, que me los han roto! ¡Ay de mis violetas pisoteadas! ¡Ay de mis jacintos y narcisos, arrancados de raíz por algún mal hombre! Vendrá la primavera y no renacerán mis flores; vendrá el verano y no desplegarán su pompa y lozanía; vendrá el otoño, y nadie hará con ellas guirnaldas y ramilletes. Y tú, señor Baco, ¿por qué no tuviste piedad de las infelices, entre las que habitabas, a las que veías, y con las que te coroné tantas veces? ¿Con qué cara enseñaré ahora el huerto al amo? ¿Qué dirá al verle? Sin duda mandará ahorcar de un pino a este viejo sin ventura, como ahorcaron a Marsyas. ¿Y quién sabe si no ahorcarán conmigo a Dafnis, creyendo que por descuido suyo hicieron el destrozo las cabras?»

Con tales lamentaciones se acongojaban más y más, y no lloraban por las flores, sino por ellos mismos. Cloe sollozaba y gemía como si Dafnis hubiese de ser ahorcado; pedía al cielo que el señor ya no viniese, y pasaba días amargos imaginando que por lo menos azotarían a su amigo.

Aquella noche llegó Eudromo con la noticia de que el señor mayor sólo tardaría ya tres días en venir, y de que su hijo estaría allí al día siguiente. Se pusieron entonces a discurrir cómo salir de aquel apuro, y pidieron consejo a Eudromo, el cual tenía buena voluntad a Dafnis, y fue de parecer que declarasen primero al señor mozo lo que había pasado, pues él prometía interceder en favor de ellos, ya que dicho señor le quería y estimaba por ser su hermano de leche. Ellos convinieron en hacerlo así.

Al día siguiente el señor mozo, que se llamaba Astilo, llegó a caballo, en compañía de su parásito Gnatón. Este afeitaba sus barbas hacía no pocos años. Astilo era un mancebo barbiponiente. Lamón, seguido de Mirtale y de Dafnis, se prosternó a los pies del amo mozo, y le rogó se compadeciese de un viejo infortunado y le salvase de la ira de su padre, pues él de nada tenía culpa. Luego le contó el casi sin rodeos. Astilo tuvo piedad del suplicante; fue al huerto; vio el estrago causado en las flores, y prometió que para disculpar a Lamón y a Dafnis supondría que sus caballos se habían desatado del pesebre, pisoteándolo todo, desgajándolo y arrancándolo. Lamón y Mirtale, consolados con esto, colmaron al joven de bendiciones, y Dafnis, además, le hizo varios presentes: chivos, quesos, racimos con pámpanos aún, nidos de pájaros y manzanas con rama y hojas. Sobresalía entre estos presentes el vino de Lesbos, que huele a flores y es el más grato al paladar de cuantos se beben. Astilo encareció la bondad de todo, y se fue a cazar liebres, como mancebo rico, que sólo pensaba en divertirse, y que había venido al campo a disfrutar de nuevos placeres.

Gnatón, por el contrario, no hallaba placer sino en la comida y en beber hasta emborracharse: era como un sumidero, todo gula, y todo lascivia y pereza. Así fue que no quiso ir a cazar con Astilo, y para entretener el tiempo, bajó hacia la playa donde se encontró a Dafnis guardando su ganado. Junto a Dafnis estaba Cloe, hermosa como nunca. La vio Gnatón, y quedó al punto prendado de ella. Pensó que en la ciudad no había visto jamás más linda moza. Dafnis, a quien apenas apuntaba el bozo, y que parecía más niño y más dulce aún de lo que era, no infundió el menor respeto al parásito. Y como la zagala era sencilla y humilde, juzgó fácil empresa deslumbrarla y lograrla. A este fin, empezó por elogiar sus ovejas; luego la elogió a ella; luego trató de alejar a Dafnis, y no pudo conseguirlo; y, por último, movido de una pasión que a los cuerdos roba la prudencia, tomó a Cloe entre sus brazos y la besó repetidas veces, aunque ella se resistía. Dafnis acudió a interponerse, y se interpuso entre ambos cuando Gnatón quería renovar los besos, haciendo poca cuenta de quién se le oponía, y creyéndole débil, o tan respetuoso que el respeto le ataría las manos. Por dicha no fue así: Dafnis rechazó a Gnatón con tremendo brío, y como Gnatón, según su costumbre, estaba borracho y poco firme sobre sus piernas, dio consigo en el suelo cuan largo era, donde Dafnis, ciego de cólera, le pateó a su sabor y con alguna saña. Viendo después que el vencido y pateado no bullía, Dafnis tuvo miedo de su proeza y echó a huir, seguido de Cloe, dejando el hato en abandono.