Za darmo

Dafnis y Cloe

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Al ver y oír Dafnis todo esto, despertó, lloró de alegría a par que de pena, y adoró las figuras de las Ninfas, prometiendo sacrificarles la mejor de sus cabras, si se salvaba Cloe. Corrió después bajo el pino, donde estaba la imagen de Pan, con patas y cuernos de cabra, en una mano la flauta y con la otra deteniendo un chivo, y le adoró también e intercedió con él por Cloe y le prometió sacrificarle un macho. Y como casi iba ya a ponerse el sol, sin cesar él en sus lamentos y plegarias, recogió las ramas que había cortado y se fue a su cabaña. Con su vuelta quitó a sus padres un gran pesar, trocándole en contento. Luego comió un bocadillo y se fue a dormir, no sin llorar aún y suplicar a las Ninfas que trajesen pronto el nuevo día, y a Cloe con él, cumpliendo la promesa. La noche aquella le pareció la más larga de todas las noches.

Entretanto, el capitán de los metimneños, no bien hubo navegado cerca de diez estadios, quiso que reposase su gente, fatigada de la correría. Había allí un cerro que avanzaba sobre la mar, abriéndose en forma de media luna, en cuyo seno convidaban las ondas tranquilas con él más seguro puerto. En él anclaron las naves, lejos aún de la costa, a fin de no recelar asalto o sorpresa de villanos, y los metimneños se entregaron en paz a sus deportes. Como traían. abundancia de todo, fruto de su rapiña comieron y bebieron con gran fiesta y algazara, para celebrar la fácil victoria. Así pasaron el día, y no bien los sorprendió la noche, parecióles de repente que toda la tierra se ardía alrededor con llamas y relámpagos, y que se oía en la mar estrépito impetuoso de remos, como de formidable escuadra que a combatirlos venía. Muchos gritaban a las armas; otros se llamaban mutuamente; éste creíase ya herido; aquél imaginaba que alguien caía muerto a su lado. En suma, todo asemejaba reñido combate nocturno, sin que hubiese enemigos.

La noche así pasada, amaneció un día más espantoso que la misma noche. Las cabras y los machos de Dafnis llevaban en los cuernos hiedra con sus corimbos, y los carneros y ovejas de Cloe aullaban como lobos. Ella pareció coronada de ramas de pino. En la mar ocurrieron también muchos portentos. No se podían levar las anclas, que se agarraban al fondo; los remos se rompían al meterlos en el agua para bogar; los delfines, brincando fuera de la mar, azotaban con las colas las naves y desbarataban su trabazón. Y oíase el sonido de una flauta en la más alta cumbre de la roca; mas no deleitaba como flauta, sino aterraba a los oyentes como trompa guerrera. De aquí el general sobresalto, el correr a las armas y el miedo de enemigos que no se veían. Todos ansiaban que volviese la noche, esperando que le les diese tregua.

A nadie que tuviese sano el entendimiento podía ocultarse que tales visiones y ruidos eran obra de Pan, encolerizado contra los marineros; pero no adivinaban el motivo de su cólera, pues no habían saqueado ningún templo de aquel dios. Por último, a eso de mediodía, no sin disposición de lo alto, quedóse el capitán dormido, y Pan se le apareció, diciendo:

«¡Oh, los más impíos y malvados de todos los mortales! ¿Cómo os propasasteis a tal extremo en vuestra audacia loca? Llevasteis la guerra a los campos que me son caros; robasteis las vacas, cabras y corderos de que yo cuido, y arrancasteis de mi propio altar a una virgen, de quien Amor quiere componer muy linda historia. Ni las Ninfas, que os miraban, ni a mí, que soy Pan, habéis respetado. Nunca navegando con tales despojos, volveréis a ver a Metimna ni escaparéis al son de mi flauta aterradora. Os he de anegar y os he de dar por pasto a los peces, si al punto no devolvéis Cloe a las Ninfas, y a Cloe su rebaño, cabras y corderos. Levántate, pues, y pon en tierra a la muchacha con todo lo que te dije. Yo te llevaré luego en salvo por mar, y a ella por tierra.»

Todo consternado se despertó con esto Briaxis, así se llamaba el capitán, y llamó a los cabos y principales de las naves, ordenándoles que buscasen sin demora entre los cautivos a la zagala Cloe. Enseguida la hallaron, porque estaba sentada con guirnalda de pino, y la trajeron a la presencia del capitán, quien conoció por las señales que a causa de ella había tenido la visión, y él mismo la llevó a tierra en su mejor barca. Apenas desembarcó la pastorcilla, se oyó de nuevo son de flauta sobre la roca, pero no ya belicoso y espantable, sino suave y pastoril, como para llevar corderos a prado. Y en efecto, los corderos y las ovejas echaron a correr por las escaleras abajo, sin tropiezo a pesar de la dureza de sus pezuñas, y las cabras con mayor atrevimiento aún, como acostumbradas a saltar por los vericuetos. Y toda la grey rodeó a Cloe, y en coro se puso a retozar, brincar y balar en muestra de alegría. Las cabras, bueyes y demás ganado de otros pastores se quedaron quietos en el fondo de las naves, como si aquel son no los llamara. Las gentes se maravillaron en grande al ver estas cosas, y celebraron a Pan, quien en mar y tierra obró luego mayores prodigios. Antes de levar ancla, las naves iban ya navegando. Un delfín, que salía con sus brincos sobre las ondas, guiaba la nave capitana. Suavísima música de flauta conducía cabras y corderos, y nadie veía a quien tocaba. Y todo el rebaño, hechizado con el son, andaba a par que pacía.

Era ya la hora en que se va de nuevo al pasto después de la siesta, cuando Dafnis, que estaba oteando desde un alta atalaya, vio venir el ganado y vio venir a Cloe. Entonces gritó: «¡Oh, Ninfas! ¡Oh, Pan!»; bajó a lo llano, abrazó a Cloe, y cayó desmayado de placer. Apenas volvió en sí merced a los besos de Cloe y al dulce calor de sus abrazos, se la llevó bajo el haya donde solían, y sentados contra el tronco, le preguntó de qué suerte se salvó de los enemigos. Ella contó todas las circunstancias: la hiedra de las cabras, los aullidos de las ovejas, la corona de ramas de pino que le ciñó las sienes, y la medrosa noche, y cómo hubo en la tierra fuego, extraño ruido en la mar y dos distintos sones de flauta, uno guerrero y otro pacífico. Dijo, por último, que ignorante ella del camino, se le indicaba y la guiaba cierta música misteriosa.

Bien notó en todo Dafnis el cumplimiento del sueño de las Ninfas y los milagros de Pan, y también refirió él cuanto había visto y oído, y que ya se moría de dolor cuando las Ninfas le salvaron. Después mandó a Cloe a que dijese a Dryas y a Lamón que vinieran con todo lo necesario para hacer un sacrificio. Él, en tanto, tomó la mejor de sus cabras; la coronó de hiedra, conforme se había mostrado a los enemigos; vertió leche entre sus cuernos; la sacrificó a las Ninfas; la suspendió y la desolló, y colgó la piel en la roca.

Presentes ya Cloe y los que la acompañaban, Dafnis encendió fuego, asó parte de la carne y coció la otra parte, ofreció a las Ninfas las primicias y les hizo una libación con un cántaro lleno de mosto. Dispuso luego lechos de hojas verdes para todos los convidados, y se entregó a beber, comer y jugar con ellos, sin dejar de atender al ganado, no viniese el lobo e hiciese en él de las suyas. Hermosos cantares se cantaron allí en loor de las Ninfas, compuestos por pastores antiguos. Venida la noche todos durmieron al raso o en la gruta. Al salir el sol, se acordaron de Pan; coronaron de pino el manso de la manada y le llevaron bajo el pino, donde entre libaciones de mosto y cantos en alabanza del dios, se le sacrificaron, colgándole y desollándole. Las carnes asadas y cocidas las pusieron en el prado sobre hojas verdes. La piel con los cuernos quedó colgada del pino, junto a la imagen del dios, ofrenda pastoral al dios de los pastores. Ofreciéronle también las primicias de la carne; vertieron vino del cántaro más hondo, y Cloe cantó, y Dafnis la acompañó con la zampoña.

Recostáronse después y se pusieron a comer, cuando por acaso llegó Filetas el vaquero, el cual traía para Pan algunas guirnaldas y racimos de uvas con sarmientos y pámpanos. Le acompañaba su hijo menor Titiro, rapazuelo de pelo rubio y ojos zarcos, vivo y travieso, y que venía saltando más ágil que un chivo. Levantáronse todos para coronar a Pan y colgaron los racimos en la copa del pino, y luego volvieron a sentarse, convidando a Filetas a que merendase y bebiese con ellos. Ya algo bebidos, se dieron, según es propio de los viejos, a referir casos de sus verdes años, de qué suerte guardaban el hato, y de cuántas incursiones de bandidos y piratas habían escapado. Este se jactaba de haber muerto un lobo; aquél de no ceder más que a Pan en tocar la flauta. La última jactancia era de Filetas. Dafnis y Cloe le rogaron con ahínco que les diese a conocer algo de su arte, tocando la flauta en la fiesta del dios que tanto se huelga de oírla. Filetas consintió en tocar, y si bien lamentándose de que con la vejez le faltaba resuello, tomó la flauta de Dafnis; pero halló que era pequeña para lucir en ella toda su maestría, y sólo propia para la boca de un rapaz, y envió a Titiro en busca de su flauta, aunque distaba su casa diez estadios de allí. El chico soltó la ropa que le estorbaba, y casi desnudo echó a correr como un gamo. Lamón, mientras volvía, se puso a contar la fábula de Siringa, tal cual se la contó un cabrero de Sicilia, a quien dio en pago un cabrán y una zampoña.

«Siringa, dijo, no era flauta pastoril en lo antiguo, sino virgen hermosa, con buena voz y arte en el canto. Cuidaba cabras, jugaba con las Ninfas y cantaba como ahora. Pan, al verla cuidar las cabras, retozar y cantar, se llegó a ella y le pidió que consintiese en lo que él quería, ofreciéndole, en cambio, que sus cabras todas parirían muchos cabritillos gemelos. Ella se burló de este amor y se negó a admitir amante que era medio hombre y medio macho de cabrío. Pan entonces la persiguió para lograrla por fuerza. Huyó Siringa de Pan y de su violento arrojo, y fatigada al cabo, se ocultó en un cañaveral y desapareció en una laguna. Cortó Pan las cañas con furia; sin hallar a la linda moza halló desengaño, e imaginó un instrumento, juntando con cera desiguales cañutos, por ser su amor desigual como ellos. De aquí que la hermosa virgen de entonces hoy sea flauta sonora.»

 

Terminada tenía ya Lamón su historia, y Filetas le alababa por haberla contado con más dulzura que un cantar, cuando apareció Titiro con la flauta de su padre, la cual era grande, hecha de gruesas cañas y con adornos de bronce sobre las pegaduras de cera. Dijérase que era la propia y primera flauta que fabricó Pan. Filetas se levantó, se puso derecho sobre su asiento, y lo primero que hizo fue ensayar si el viento colaba bien por los cañutos, y habiendo notado que el soplo penetraba sin estorbo, sopló con brío juvenil y se oyó al punto como un concierto de muchas flautas; tanto resonaba la suya sola. Poquito a poco fue luego mitigando aquella vehemencia y convirtiéndola en suave melodía, y mostró allí todo el arte del buen pastoreo musical: lo que agrada a las vacas y bueyes, lo que conviene para las cabras y lo que gusta a las ovejas. Para las ovejas era el son dulce, grave para el ganado vacuno y agudo para el cabrío. Todo esto, obra de diversas flautas, lo imitaba él con sólo la suya.

Recostados los circunstantes oían la música con delicia y en silencio, hasta que se alzó Dryas y pidió a Filetas que tocase una tonada en loor de Baco para que él bailase un baile de lagar. Bailó, pues, imitando, ora que vendimiaba, ora que acarreaba la uva en cestos, ora que la pisaba, ora que llenaba las tinajas, ora que probaba el mosto. Y todas estas cosas las bailó Dryas con tal primor y claridad, que parecía que se estaban viendo viñas, lagar y tinajas, y al propio Dryas vendimiando y bebiendo. Así se lució en el baile el tercer viejo, y fue a besar a Dafnis y a Cloe. Estos se alzaron al punto y bailaron el cuento de Lamón. Dafnis hacía de Pan, y de Siringa Cloe. Él pedía amor; ella le burlaba desdeñosa; él sobre las puntas de los pies, para imitar las pezuñas del cabrío, la perseguía corriendo, y Cloe se fingía cansada y se ocultaba, por último, entre unas matas como si fuese en la laguna. Dafnis tomó entonces la gran flauta de Filetas, y tocó ya con débil tono como de suplicante, ya con tono amoroso para persuadir, ya con suave llamada, como buscando y atrayendo a la fugitiva. Maravillado Filetas, se alzó de su asiento, besó al rapaz, y después de besarle le regaló la flauta, no sin pedir al cielo que Dafnis en su día pudiese dejarla a sucesor semejante. Dafnis, por último, suspendió su pequeña flauta en el ara de Pan, besó a Cloe como si la volviese a hallar después de una fuga verdadera, y se llevó sus cabras, tocando la flauta grande.

Como la noche venía ya, Cloe condujo también su rebaño, aprovechándose del mismo son, de suerte que cabras y ovejas iban juntas. Dafnis caminaba cerca de Cloe y ambos platicaron entre sí hasta bien cerrada la noche, concertándose para salir al día siguiente más temprano que de costumbre.

Así lo hicieron, en efecto. Apenas rayó el alba, volvieron al prado, y después de saludar primero a las Ninfas y enseguida a Pan, se sentaron bajo la encina, tocaron juntos la flauta, se besaron, se abrazaron, se acostaron muy juntos, y sin hacer nada más, se levantaron. Pensaron luego en la comida, y bebieron vino con leche. Algo acalorados con esto, y creciendo también en audacia, se enredaron en amorosa disputa y acabaron por exigirse juramento de fidelidad. Dafnis, acercándose al pino, juró por Pan no vivir un solo día sin Cloe, y Cloe, penetrando en la gruta, juró por las Ninfas ser de Dafnis en vida y en muerte; pero ella, como niña aún era tan simplecilla, que al salir de la gruta quiso que Dafnis le hiciese nuevo juramento. «¡Oh, Dafnis!», le dijo, este dios Pan es travieso y muy poco de fiar. Se enamoró de Pitis, se enamoró de Siringa, no cesa jamás de perseguir a las Dryadas y se emplea de continuo en servir y complacer a todas las ninfas pastoriles. Si no cumples la fe jurada, se reirá y no te castigará, aunque te enredes con más queridas que cañutos tiene su zampoña. Júrame, pues, por tu rebaño y por la cabra que te crió, no abandonar a Cloe mientras ella te sea fiel. Y si Cloe te faltare, perjura a ti y a las Ninfas, húyela, aborrécela, mátala como a un lobo.» En el alma se complació Dafnis de estas dudas de Cloe; y de pie en medio del rebaño, la una mano sobre una cabra y sobre un macho la otra, juró amar a Cloe mientras ella le amara. Y si ella amase a otro, en vez de matarle, matarse él. Cloe se holgó del juramento y le creyó, porque doncellica y pastora, tenía a las cabras y ovejas por divinidades propias de cabrerizos y zagales.

Libro tercero

Cuando supieron los de Mitilene la expedición de las diez naves, y, por gente que venía del campo, los robos que habían hecho, no juzgaron decoroso sufrir tal afrenta de los de Metimna y resolvieron mover guerra contra ellos con toda rapidez. Levantaron, pues, tres mil infantes y quinientos caballos; y recelosos de la mar en la estación del invierno, los enviaron por tierra, al mando de su general Hipaso.

Este no estragó los campos ni robó ganado ni frutos y enseres de labranza, considerando más propios de bandido que de general tales actos, sino marchó derecho y pronto contra la ciudad de Metimna, esperando sorprenderla con las puertas sin custodia. Ya no distaba de la ciudad más de cien estadios, cuando se presentó un heraldo pidiendo treguas. Los metimneños habían averiguado por los cautivos que los de Mitilene nada sabían de lo ocurrido, y que eran gañanes y pastores los que habían maltratado a los jóvenes, por lo cual reconocían que se habían atrevido con más acritud que prudencia contra la vecina ciudad, y sólo deseaban devolver el botín, tratarse de amigos y comerciar como antes por mar y tierra. Hipaso, aunque tenía plenos poderes para negociar, envió al heraldo a Mitilene, y, acampado a diez estadios de Metimna, aguardó la resolución de sus conciudadanos. A los dos días vino el mensajero con orden de recibir la restitución y de volverse sin causar daño, porque al escoger entre la paz y la guerra, habían hallado la paz más útil. Así terminó la guerra entre Mitilene y Metimna, con fin tan inesperado como el principio.

Llegó el invierno, para Dafnis y Cloe más que la guerra crudo. De repente cayó mucha nieve: cubrió los caminos y encerró a los rústicos en sus chozas. Con ímpetu se despeñaban los torrentes; se helaba el agua; parecían muertos los árboles, y no se veía el suelo sino al borde de arroyos y manantiales. Nadie, pues, llevaba a pacer el ganado ni se asomaba a la puerta, sino todos encendían gran candela en el hogar, no bien cantaba el gallo, y ya hilaban lino, ya tejían pelo de cabra, ya tramaban lazos para cazar pájaros. Entonces era menester andar solícitos en dar paja a los bueyes en el tinao, fronda en el aprisco a las cabras y ovejas, y fabuco y bellotas a los cerdos en la pocilga.

Con esta forzosa permanencia dentro de casa, se holgaban los demás pastores y labriegos, porque descansaban algo de sus faenas, comían bien y dormían a pierna tendida. Así es que el invierno se les antojaba más dulce que el verano, que el otoño y hasta que la misma primavera. Pero Dafnis y Cloe, retrayendo a la memoria los pasados deleites; cómo se besaban, cómo se abrazaban y cómo merendaban juntos, se pasaban las noches muy afligidos y sin dormir, ansiosos de que volviese la primavera, que era para ellos volver de la muerte a la vida. Cuando por dicha topaban con el zurrón en que habían llevado la merienda, o veían el cantarillo en que habían bebido, o la zampoña, presente amoroso, abandonada ahora, la pena de ambos se acrecentaba. Con fervor pedían a las Ninfas y a Pan que los librase de tantos males, dejando que ellos y su ganado salieran a tomar el sol; pero a par que pedían, buscaban medio de verse. Cloe andaba con terribles vacilaciones y sin saber qué hacer, porque no se apartaba de la que tenía por madre, aprendiendo a cardar lana y a manejar el huso y escuchándola hablar de casamiento; pero Dafnis, con mayor libertad y más ladino también que la muchacha, inventó esta treta para verla.

Delante de la vivienda de Dryas, contra la propia pared, había dos grandes arrayanes y una mata de hiedra, tan cerca de los arrayanes el uno del otro, que la hiedra que crecía en medio los ceñía, enredando en ambos sus hojas y largos tallos a modo de parra, y formando gruta de tupida verdura. Por dentro colgaban, como racimos en la vid, muchos y gruesos corimbos. Acudía, pues, allí multitud de pájaros invernizos: mirlos, tordos, palomas zuritas y torcaces, y otros que comen granos de hiedra a falta de mejor alimento. So color de cazar estos pájaros, Dafnis salió de su casa con el zurrón lleno de bollos de miel, y llevando asimismo, para que le dieran más crédito, lazos y liga. Su habitación distaba de la de Cloe cerca de diez estadios, pero la nieve, no bien endurecida, hubiera hecho trabajoso el camino, si no fuese que para Amor todo es llano: fuego, agua y nieve de Escitia. Dafnis, pues, se plantó de una carrera a la puerta de Dryas; sacudió la nieve de los pies, tendió lazos, colocó largas varillas untadas con liga, y se puso en acecho de los pájaros y también de Cloe.

En cuanto a los pájaros, acudieron muchos y quedaron presos. No corta tarea tuvo Dafnis en cogerlos, matarlos y desplumarlos. Pero nadie salía de la casa, ni hombre ni mujer, ni gallo ni gallina. Todos, sin duda, estaban dentro, sentados al amor de la lumbre. Dafnis vacilaba; temía haber salido a pájaros con malos auspicios, y no se atrevía, no obstante, a imaginar un pretexto para entrar en la casa, cavilando dónde hallar el más plausible. «Pediré candela. —¿Cómo es eso? ¿No tienes a nadie más cerca a quien pedirla?– Pediré pan. —Tu zurrón está bien provisto—. —Diré que me falta vino. Ha poco que hiciste la vendimia—. —Un lobo me persigue—. —¿Dónde están las huellas de ese lobo?—. —Vine a cazar pájaros—. —Pues vete, ya que los has cazado—. —Quiero ver a Cloe—. —No es fácil declarar esto al padre y a la madre de la muchacha. Más vale callarse. No hay cosa que no excite las sospechas. Me iré. Veré a Cloe esta primavera. No consienten los hados, a lo que barrunto, que yo la vea en invierno.» Así discurría para sí, y recogiendo lo que había cazado, se disponía a partir, cuando, por misericordia de Amor, ocurrió lo que sigue:

Estaban —a la mesa Dryas y su familia. Se distribuía la carne, se repartía el pan y el jarro se llenaba de vino, en ocasión de que uno de los perros del ganado, aprovechándose del descuido de los dueños, cogió un pedazo de carne y huyó con él fuera de casa. Irritado Dryas, tanto más que la carne robada era su ración, agarra un palo y corre tras el rastro del perro, como otro perro. En esta persecución, pasa cerca de la hiedra y los arrayanes; ve a Dafnis, que se echaba ya al hombro su presa, resuelto a irse; olvida al punto carne y perro, y exclamando en alta voz: «¡Salud! ¡Oh, hijo mío!», le abraza, le besa, le toma de la mano y le hace que entre en su morada. Poco faltó para que, al verse Dafnis y Cloe, no cayesen ambos al suelo. Procuraron, no obstante, tenerse firmes; se saludaron y se volvieron a besar, y esto casi fue arrimo para no caer ambos.

Después que logró Dafnis, contra su esperanza, ver y besar a Cloe, se sentó junto al hogar; puso sobre la mesa las palomas y los mirlos que traía al hombro, y contó que, harto de encierro casero, había salido a coger pájaros, y de qué modo había cogido, ya con lazo, ya con liga, los que venían a picar en la hiedra y en los arrayanes. Los allí presentes alabaron mucho su habilidad y le convidaron a comer de lo que el perro había dejado. Cloe, por orden de sus padres, le escanció la bebida, y con alegre rostro sirvió a los otros primero, y a Dafnis el último, fingiéndose muy enojada de que, habiendo él venido hasta allí, iba a irse sin verla. A pesar del enojo, Cloe, antes de presentar el vaso a Dafnis, bebió un poco, y le dio lo demás. Dafnis, aunque sediento, bebió con lentitud para que durase más y fuese mayor su deleite. Limpia ya la mesa de pan y de carne, y aún sentados a ella, le preguntaron por Mirtale y Lamón, y los declararon felices de tener en su vejez tal apoyo; encomio de que gustó Dafnis en extremo por escucharle Cloe. Rogáronle después que se quedase allí hasta el día siguiente, porque tenían que hacer un sacrificio a Baco, y Dafnis, de puro contento, por poco los adora como si fuesen el dios. A escape sacó de su zurrón cuanto bollo de miel en él traía, y dio a guisar para la cena los pájaros que había cazado. Se llenó de nuevo el jarro de vino; se atizó y encandiló el fuego, y, apenas llegó la noche, se pusieron otra vez a la mesa, donde se divirtieron contando cuentos y entonando canciones, hasta que los ganó el sueño y se fueron a dormir, Cloe con su madre, y Dafnis, con Dryas. Cloe se complació con la idea de volver a ver por la mañana a Dafnis y Dafnis, lleno de satisfacción de dormir con el padre de Cloe, le abrazó y besó muchas veces, soñando que a Cloe abrazaba y besaba.

 

Al amanecer era el frío atroz, y el viento del Norte todo lo helaba. De pie ya la gente, sacrificó a Baco un borrego añal; encendió lumbre y preparó el almuerzo. Mientras Napé amasaba el pan y Dryas guisaba el borrego, Dafnis y Cloe, estando de vagar, salieron de la casa bajo los arrayanes y la hiedra, y, tendiendo lazos otra vez y poniendo liga, pillaron multitud de pájaros. Durante la caza fue aquello un no cesar de besarse, entreverando los besos con pláticas, también sabrosas. —Por ti vine, Cloe—. —Lo sé, Dafnis—. —Por ti mato estos mirlos sin ventura. ¿En qué aprecio me tienes? ¿Te acordaste siempre de mí?—. —¡No me había de acordar! Así me quieran bien las Ninfas, por quienes juré en la gruta, adonde concurriremos apenas se derrita la nieve—. —Pero cuánta hay, ¡oh, Cloe! Yo temo derretirme antes que ella—. —Anímate, Dafnis, el sol calienta ya mucho—. —Ojalá que ardiese con la viva llama en que arde mi corazón—. —Me burlas con lisonjas y luego me engañarás—. —Nunca; por las cabras, por las que quisiste que te lo jurase.

Así charlaban, respondiendo Cloe a Dafnis como un eco, cuando los llamó Napé, y ellos entraron con más abundante caza que la víspera. Hicieron luego una libación a Baco, y comieron coronados de hiedra. Llegó, por último, la hora, y no sin cantar antes alegres himnos en loor del dios, despidieron a Dafnis, llenando su zurrón de carne y de pan. Devolviéronle, además, los tordos y las palomas, para que se regalasen comiéndolos Lamón y Mirtale, ya que ellos cazarían más en cuanto durase el invierno y no faltase hiedra para añagaza. Dafnis, al irse, besó primero a los padres, y a Cloe la última, a fin de guardar en toda su pureza el dejo del beso. En adelante volvió Dafnis por allí no pocas veces, valiéndose de otras artimañas, de modo que el invierno no se pasó del todo mal.

Apenas renació la primavera, se derritió la nieve, se descubrió el suelo y la hierba retoño, salieron todos los zagales a apacentar sus ganados, y antes que todos Dafnis y Cloe, como siervos que eran del pastor más poderoso. Lo primero fue correr a la gruta de las Ninfas, luego a Pan y al pino, y, por último, bajo la encina, donde se sentaron, mirando pacer y besándose. Buscaron flores para coronar a las Ninfas, y aunque las flores apenas empezaban a entreabrirse, acariciadas por el céfiro y reanimadas por el sol, hallaron narcisos, violetas, corregüelas y otras vernales primicias. Con estas flores coronaron las imágenes e hicieron ante ellas libaciones de la nueva leche de sus ovejas y sus cabras. Tocaron también la flauta como para competir con los ruiseñores, quienes respondían de entre la enramada, expresando poco a poco el nombre de Itys, cual si tratasen de recordar el canto después de tan largo silencio. Por dondequiera balaba el ganado; los corderillos ya retozaban, ya se inclinaban bajo las madres para chupar el pezón de la ubre, y los moruecos perseguían a las ovejas que aún no habían tenido cría, y cada uno cubría la suya. Las cabras eran también perseguidas por los machos con más lascivos saltos, y los machos reñían por ellas, y cada cual tenía sus cabras, y cuidaba de que no viniera otro y a hurto las gozase. Tales escenas, cuya vista hubiera remozado y enardecido a los helados viejos, enardecían más a estos mozos, llenos de fervor y de brío. Y anhelando hallar, desde hacía tiempo, el fin del Amor, lo que oían los abrasaba, lo que veían los amartelaba, y todo los inducía a buscar algo de más rico y satisfactorio que el beso y el abrazo. Buscábalo singularmente Dafnis, quien por el reposo casero y holganza del invierno estaba rijoso y lucio, y con el beso se emberrenchinaba, y con el abrazo se alborotaba, y al ejecutar las cosas, era ya más curioso y atrevido. Pedía, pues, a Cloe que se prestase a cuanto él quisiera, y que lo de acostarse juntos desnudos fuese por más tiempo que antes, ya que esto era lo que faltaba hacer bien de cuanto les enseñó Filetas, como único remedio para calmar el amor.

Cloe le preguntó qué imaginaba él que habría más allá del beso, del abrazo, y hasta del acostarse juntos, y qué resolvía hacer si volvían a la yacija desnudos ambos. —Lo que hacen los moruecos con las ovejas, y con las cabras los machos, contestó él—. —Mira cómo, después de la obra, ni las ovejas huyen ni los carneros se cansan en perseguirlas, sino que pacen quietos y juntos, como satisfechos de un común deleite. Dulce, a lo que entiendo, es la obra, y vence lo amargo de amor—. —¿No reparaste, repuso Cloe, que las ovejas y los carneros, las cabras y sus machos, hacen esas cosas de pie, saltando ellos encima y sosteniéndolos ellas? ¿Para qué, pues, he de tenderme contigo desnuda? ¿No está el ganado más vestido que yo con su pelo y con su lana? Dafnis no pudo menos de convenir en que sí era. Tendióse, no obstante, al lado de Cloe y meditó largo rato, sin atinar con el modo de calmar la vehemencia de su deseo. Hizo después que ella se alzara, y la abrazó por detrás, imitando a los carneritos; pero con esto nada logró, quedando más confuso y echándose a llorar al ver que para tales negocios era más rudo que las bestias.

Tenía Dafnis por vecino a un labrador propietario, llamado Cromis, sujeto ya de edad madura, quien había traído de la ciudad a una mujercita, linda, de pocos años, con gustos más delicados y más cuidadosa de su persona que las campesinas. Esta tal, que se llamaba Lycenia, con ver de diario a Dafnis cuando llevaba por la mañana las cabras al pasto, y cuando por la noche las recogía a la majada, entró en codicia de tomarle por amante, engatusándole con regalillos y tan acechona anduvo, que consiguió hablar con él a solas, y le dio una flauta, un panal de miel y un zurrón de piel de venado si bien se avergonzó y vaciló en declararse, conjeturando que él amaba a Cloe, al verle siempre tan empleado en servirla. Al principio, sólo presumió esta inclinación por risas y señas que sorprendió entre ambos; pero luego pretextó con Cromis que iba a visitar a una vecina que estaba de parto; los siguió una mañana; se recató entre zarzas, para que ellos no la viesen, y vio cuanto hicieron, y escuchó cuanto dijeron sin ocultársele siquiera el llanto de Dafnis. Compadecida entonces, creyó propicia la ocasión de hacer dos veces el bien, mostrando el camino de salvación a aquellos cuitadillos y logrando ella su gusto.

Con tal propósito, salió al día siguiente, como para ir a ver de nuevo a la partida, y se fue derecha a la encina donde Dafnis y Cloe se sentaban. Fingiéndose con primor toda consternada. «¡Sálvame —dijo—, oh, Dafnis! ¡Ay, infeliz de mí! ¡Un águila me ha robado el más hermoso de mis veinte gansos! Fatigada con tal peso, no he podido volar hasta lo alto de aquel peñón, donde anida, y se bajó con su presa a lo hondo del soto. Te lo ruego por Pan y las Ninfas: entra conmigo en la espesura; liberta mi ganso. Mira que no me atrevo a entrar sola, de puro medrosa. No dejes que se descabale mi manada. ¿Quién sabe si de paso no matarás el águila, y con eso ya no robará corderos y cabritos? Mientras, guardará Cloe ambos rebaños. Harto la conocen las cabras de verla siempre en tu compañía.»