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Dafnis y Cloe

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Según ya hemos dicho, aunque nuestro elogio se atribuya a pasión de traductor Dafnis y Cloe es la mejor de todas estas novelas; la única quizá que, por la sencillez y gracia del argumento, por el primor del estilo, y en suma, por su permanente belleza, vive y debe gustar en todo tiempo.

Contra los ataques que se han dirigido a su poca moralidad y decencia, ya la hemos defendido hasta donde nos ha sido posible. De otras faltas es harto más fácil defenderla. Una, sobre todo, apenas se comprende que haya críticos juiciosos que se la atribuyen: la de la intervención milagrosa de Pan para salvar a Cloe, a quien llevaban robada. Lo extraño es que los críticos se hayan fijado en este momento, como si en él apareciese sólo lo sobrenatural, y no hayan querido comprender que, desde el comienzo de la novela, lo sobrenatural interviene en todo. Sin su intervención la novela no sería verosímil, y por lo tanto, no sería divertida. La verosimilitud estética se funda, pues, en la creencia en ciertos seres por cima del ser humano y que le amparan y guían; en la creencia en las Ninfas; en Amor, no como figura alegórica, sino como persona real, viva y divina, y en Pan, como dios protector de los pastores, belicoso a veces y tremendo.

Sin la providencia especial de estas divinidades, sin el cuidado que toman por Dafnis y Cloe y sin la elección que hacéis de ello para un caso singular de enamoramiento dulcísimo, ni se hubieran salvado los niños recién nacidos, abandonados en medio del campo, ni los hubieran criado con tanto amor una cabra y una oveja, ni hubieran conservado su rama hermosura a pesar de las inclemencias del cielo, ni hubieran sido tan sencillos e inocentes, ni hubiera pasado, en resolución, casi nada de lo que en la novela pasa. Por esto es de maravillar que los críticos censuren el milagro de Pan para libertad a Cloe, y no censuren los demás milagros ni se paren en ellos.

Ni yo creo en Pan ni en las Ninfas, ni hay lector en el día que pueda creer en tales disparates; mas, para la verosimilitud estética, es fuerza ponerse en lugar del vulgo gentilicio, que en un tiempo dado (todavía cuando la novela se escribió) creía en las mencionadas patrañas, sobre todo en lugares agrestes, lejos de las grandes ciudades. Una vez concedido esto, todo es verosímil y llano.

Dafnis y Cloe, en completo estado de naturaleza, aunque sublimado e idealizado por el favor divino, pero por el favor divino de dioses poco severos, se aman antes de saber que se aman, son bellos e ignorantes, contemplan y comprenden su hermosura, y de esta contemplación y admiración nace un afecto bastante delicado para dos que viven casi vida selvática: él, sin colegio ni estudio de moral, y ella sin madre vigilante y cristiana, sin aya inglesa que la advierta lo que es shocking, y sin nada por el estilo. Si el autor, dado ya el asunto, hubiera puesto en los amores de sus dos personajes algo de más sutil, etéreo y espiritual, hubiera sido completamente falso, tonto e insufrible.

La novela de Dafnis y Cloe es, pues, lo que debe y puede ser, y, tal como es, es muy linda.

Su autor imita, sin duda, a los antiguos poetas bucólicos, a Teócrito sobre todo; pero le imita con tino y gracia. De aquí que su obra sea la mejor, la más natural, la menos afectada y artificiosa, la única acaso no afectada de cuantas novelas pastorales se han escrito posteriormente, y que, pasada ya la moda, no hay quien lea con paciencia.

Dafnis y Cloe, más bien que de novela bucólica, puede calificarse de novela campesina, de novela idílica o de idilio en prosa; y en este sentido, lejos de pasar de moda, da la moda y sirve de modelo aún, mutatis mutandi, no sólo a Pablo y Virginia, sino a muchas preciosas novelas de Jorge Sand, y hasta a una que compuso en español, pocos años ha, cierto amigo mío, con el título de Pepita Jiménez.

De estas novelas en prosa se ha pasado también al componerlas en verso, tomando asunto de la vida común; pintando escenas villanescas, rústicas o burguesas que no carecen de poesía, sino que la tienen muy grande, cuando se aciertan a pintar con la debida sencillez homérica. En vez de cantar a los héroes tradicionales de la epopeya, se ha cantado en estos idilios modernos a sujetos de condición humilde. Los dos más bellos modelos de tal género de composición, en nuestros días son Hermann y Dorotea, de Goethe, y Evangelina, de Longfellow. Algunos de nuestros mejores poetas han seguido un poquito esta corriente desde hace cinco o seis años. Así Campoamor, en los que llama Pequeños poemas, y Núñez de Arce, en otro que titula Idilio.

Grecia también nos dio el ejemplo de esto, al ir a expirar su gran literatura. En el siglo V, o después (porque así como nada se sabe de quién fue Longo, nada se sabe tampoco de este otro autor, ni del tiempo en que vivió), hubo un cierto Museo, a quien llaman el gramático o el escolástico, para distinguirle del antiquísimo Museo mitológico, hijo de Eumolpo y discípulo de Orfeo, el cual Museo más reciente compuso la novela en verso de Hero y Leandro, que es un idilio por el estilo de los que ahora se usan, un dechado de sencillez y de gracia, un pequeño poema precioso. Ganas se lo han pasado al productor de Dafnis y Cloe de traducirle también y de incluirle en este mismo volumen; pero, como no está seguro de que el público guste de lo primero, deja para más adelante, si el público no le desdeña y le anima, el ofrecerle lo segundo. Entretanto, y por hoy, se despide de él, pidiéndole perdón de sus muchas faltas.

Proemio

Cazando en Lesbos, en un bosque consagrado a las Ninfas, vi lo más lindo que vi jamás: imágenes pintadas, historia de amores. El soto, por cierto, era hermoso, florido, bien regado y con mucha arboleda. Una sola fuente alimentaba árboles y llores; pero la pintura era más deleitable que lo demás: de hábil mano y de asunto amoroso. Así es que no pocos forasteros acudían allí, atraídos por la fama, a dar culto a las Ninfas y a ver la pintura.

Parecíanse en ella mujeres de parto, otras que envolvían en pañales a los abandonados pequeñuelos, cabras y ovejas que les daban de mamar, pastores que de ellos cuidaban, mancebos y rapazas que andaban enamorándose, correría de ladrones y algarada de enemigos. Otras mil cosas, y todas de amor, contemplé allí con tanto pasmo, que me entró deseo de ponerlas por escrito; y habiendo buscado a alguien que me explicase bien la pintura, compuse estos cuatro libros, que consagro al Amor, a las Ninfas y a Pan, esperando que mi trabajo ha de ser grato a todos los hombres, porque sanará al enfermo, mitigará las penas del triste, recordará de amor al que ya amó y enseñará el amor al que no ha amado nunca; pues nadie se libertó hasta ahora de amar, ni ha de libertarse en lo futuro, mientras hubiere beldad y ojos que la miren. Concédanos el Numen que nosotros mismos atinemos otros.

Libro primero

Ciudad de Lesbos es Mitilene, grande y hermosa. La parten canales, por donde entra y corre la mar, y la adornan puentes de lustrosa y blanca piedra. No semeja, a la vista, ciudad, sino grupo de islas.

A unos doscientos estadios de Mitilene, cierto rico hombre poseía magnífica hacienda, montes abundantes de caza, fértiles sembrados, dehesas y colinas cubiertas de viñedo: todo junto a la mar, cuyas ondas besaban la arena menuda de la playa.

En esta hacienda, un cabrero llamado Lamón, que apacentaba su ganado, halló a un niño, a quien criaba una cabra. En el centro de un matorral, entre zarzas y hiedra trepadora, y sobre blanco césped, reposaba el infantico. Allí solía entrar la cabra, de suerte que desaparecía a menudo, y abandonando su cabritillo, asistía a la criatura. Lamón notó estas desapariciones, y se compadeció del cabritillo abandonado; pero un día, en el ardor de la siesta, siguiendo la pista de la cabra, la vio deslizarse con cautela entre las matas, a fin de no lastimar con las pezuñas al niño, el cual, como si fuera del pecho materno, iba tomando la leche. Maravillado Lamón, que harto motivo había para ello, se acercó más, y vio que la criatura era varón, bonito y robusto, y con prendas más ricas de lo que prometía su corta ventura, porque estaba envuelto en mantilla de púrpura con hebilla de oro, y al lado habla un puñalito, cuyo puño era de marfil. Lo primero que discurrió Lamón fue cargar con aquellas alhajas y abandonar al niño; pero avergonzado luego de no remedar siquiera la compasión de la cabra, no bien llegó la noche, lo llevó todo, niño, cabra y alhajas, a su mujer, Mirtale, a la cual, para que se le quitase la aprensión de que las cabras parieran niños, le contó lo ocurrido; cómo halló a la criatura, cómo la cabra la amamantaba y cómo él había tenido vergüenza de dejarla morir. Y siendo Mirtale del mismo parecer, ocultaron las alhajas, prohijaron al niño y encomendaron a la cabra su crianza. A fin de que el nombre del niño pareciese pastoral, decidieron llamarle Dafnis.

Dos años después, otro pastor de los vecinos campos, cuyo nombre era Dryas, halló y vio algo semejante cuando apacentaba su rebaño. Había una gruta consagrada a las Ninfas, gran roca, hueca por dentro, y en lo exterior, redonda. En esta gruta se veían figuras de Ninfas, hechas de piedra, los pies descalzos, los brazos desnudos hasta los hombros, los cabellos esparcidos sobre la espalda y la garganta, el traje ceñido a la cintura y una dulce sonrisa en entrecejo y boca; todo el aspecto de ellas, como si hubiesen bailado en coro. En el fondo de la gruta se levantaba un poco el terreno, y de allí manaba una fuente, cuyas aguas se deslizaban formando manso arroyo, y alimentando en torno un prado amenísimo, de copiosa y blanda grama cubierto. Allí se veían suspendidos tarros, colodras, flautas, pífanos y churumbelas, ofrendas de antiguos pastores. A este templo de las Ninfas acudía una oveja que había ya criado corderos, y el pastor Dryas sospechaba a veces que se le había Perdido. Queriendo, pues, corregirla y traerla de nuevo a su antiguo y tranquilo modo de pacer, tejió con sutiles varitas de mimbre verde uno a modo de lazo, y entró en la gruta a fin de coger la oveja; pero no bien llegó cerca, vio lo que no esperaba: vio a la oveja que, con ternura verdaderamente humana, daba su ubre, para que de ella sacase abundante leche, a una criaturita, la cual, con avidez, pero sin llanto, aplicaba la boca pura y limpia, ya a una teta, ya a otra, y cuando se había hartado de mamar, la oveja le lamía la cara. Esta criatura era una niña, y tenía pañales y otras prendas para poder ser reconocida; toquillas y chinelas bordadas de hilo de oro, y ajorcas de oro también.

 

Considerando divino tal hallazgo, y enseñado por la oveja a compadecer y amar a la niña, Dryas la tomó en sus brazos, guardó aquellas prendas en el zurrón y rogó a las Ninfas que le dejasen criar con buena suerte a la que se había puesto bajo su amparo. Y como ya era tiempo de llevar la manada al aprisco, volvió a su cabaña, contó a su mujer lo ocurrido, le mostró a la niña, y la exhortó a tomarla por hija, ocultando cómo había sido hallada. Napé, que así se llamaba la pastora, amó desde luego a la niña como madre, recelosa de que la oveja no la venciese en ternura y en prueba de que la niña era su hija, le puso el nombre pastoral de Cloe.

Pronto crecieron los niños. Su hermosura distaba mucho de parecer rústica. Cuando él cumplió quince años y ella dos menos, Dryas y Lamón tuvieron idéntico sueño en una misma noche. Pensaron ver que las Ninfas, las de la gruta donde estaba la fuente y donde Dryas había encontrado a la niña, ponían a Dafnis y a Cloe en poder de un mozuelo gentil a par que arrogante, con alas en los hombros y armado de arco y flechas pequeñitas, el cual, hiriendo a ambos con la misma flecha, les mandó que fuesen pastores: a ella, de ovejas; a él, de cabras. No poco afligió a los viejos este sueño, que destinaba a sus hijos al oficio de guardar ganado, porque hasta entonces habían augurado mejor suerte para ellos, fiándose en las prendas halladas, por lo cual los hablan criado con el mayor regalo y les habían hecho aprender las letras y cuanto en el campo hay de bueno. Resolvieron, no obstante, obedecer a los dioses, cuya providencia había salvado a los niños. Y después de comunicarse mutuamente el sueño, y de haber hecho un sacrificio, en la gruta de las Ninfas, al mozuelo de las alas (cuyo nombre no acertaban a adivinar), enviaron a los mozos a cuidar del hato, enseñándoles el oficio pastoril: de qué modo ha de apacentarse antes del mediodía, de qué modo después de pasada la siesta; cuándo conviene llevar al abrevadero, cuándo al aprisco; en qué ocasión debe emplearse el cayado y en qué ocasión basta la voz. Ellos se alegraron de esto en gran manera, como si los hubieran hecho príncipes, y amaron a sus cabras y corderos más que suele el vulgo de los pastores, porque ella recordaba que debía la vida a una oveja, y él no había olvidado que una cabra le cuidó y alimentó en su abandono.

Empezaba entonces la primavera y se abrían las flores en montes, selvas y prados. Oíase ya por todas partes susurro de abejas y gorjeo de pajarillos. Los recentales balaban, los corderos retozaban en la montaña, las abejas susurraban en el prado, y en umbrías y sotos cantaban las aves. Como en aquella bendita estación todo se regocijaba, Dafnis y Cloe, tan jóvenes y sencillos, se pusieron a remedar lo que veían y oían. Oían cantar a los pájaros, y cantaban; veían brincar a los corderos, y brincaban gallardamente, y remedando a las abejas, cogían flores, y ya se las ponían en el pecho, ya, tejiendo guirnaldas, se las ofrecían a las Ninfas. Todo lo hacían juntos y apacentaban cerca el uno del otro. A menudo Dafnis hacía volver a la oveja que se extraviaba, y a menudo Cloe espantaba a las cabras más atrevidas para que no trepasen a los riscos. A veces uno solo cuidaba de ambos hatos, mientras que el otro se recreaba y jugaba. Sus juegos eran infantiles y propios de zagales. Ora ella, con juncos que cogía, formaba jaulas para cigarras, y, distraída en esta faena, descuidaba el ganado. Ora él cortaba delgadas cañas, les agujereaba los nudos, las pegaba con cera blanda, y se esmeraba hasta la noche en tocar la zampoña. A menudo compartían ambos la leche y el vino, y se comían juntos la merienda que traían de casa. En suma, más bien se hubieran visto las cabras y las ovejas dispersas que a Dafnis y Cloe separados.

En medio de tales juegos, Amor empezó a darles penas. Una loba, que recientemente había tenido cría, robaba muchas veces corderos de los campos próximos para alimentar sus cachorros. Algunos aldeanos se reunieron con este motivo, e hicieron de noche zanjas de más de una vara de ancho y de cuatro o cinco de hondo. Mucha porción de la tierra removida la esparcieron a lo lejos, y sobre el hoyo extendieron palos secos y quebradizos, cubriéndolos con el resto de la tierra para que el suelo apareciese como antes, de modo que hasta una liebre que corriese por cima, rompiese los palos, más débiles que paja, y probase que no era suelo, sino apariencia de suelo. Así abrieron varías zanjas en los cerros y en el llano; pero nunca pudieron coger la loba, que presintió la trampa. En cambio, perdieron no pocos corderos y cabras, y Dafnis estuvo a punto de perderse.

Dos machos cabríos, irritados por la brama, lucharon con tal furor y violencia, que a uno de ellos se le rompió un cuerno, y, lleno de dolor, comenzó a huir dando bramidos, mientras que el vencedor le perseguía sin tregua ni sosiego. Dolióse Dafnis del cuerno quebrado, y lleno de ira contra la terquedad del macho victorioso, empuñó el cayado y dio en perseguirle a su vez. Así, huyendo el uno y siguiéndole enfurecido el otro, sin ver dónde ponían los pies, cayeron ambos en la trampa, el macho primero y luego Dafnis, lo cual le salvó, pues al caer se quedó caballero en el macho; pero como se veía en el fondo del hoyo, lloraba, aguardando que alguien viniese a sacarle de allí. Cloe, que vio de lejos lo sucedido, acudió de carrera al hoyo, reconoció que Dafnis estaba con vida y pidió socorro a un boyero de los vecinos campos. Llegó el boyero y buscó una cuerda o soga, para que, asido a ella, Dafnis saliese; pero no se encontraba cuerda. Entonces Cloe desató la cinta de sus crenchas, la dio al boyero, y de esta suerte, puestos ambos en la boca del hoyo, agarrándose Dafnis a la cinta y tirando ellos, logró subir el caído. Sacaron después al macho infeliz, que con el golpe se había roto entrambos cuernos (pronta y completa venganza del vencido), y se le dieron al boyero en pago de la ayuda, con propósito de decir en casa, si alguien preguntaba por él, que un lobo se le había llevado.

Volvieron luego donde estaban cabras y ovejas, y hallaron que pacían en paz y buen orden. Sentáronse entonces sobre el tronco de una encina, y miraron ambos con atención si alguna parte del cuerpo de Dafnis se había lastimado al caer; pero ni herida ni sangre tenía, sino sucio barro en el pelo y en lo demás de su persona. Dafnis determinó lavarse para que Lamón y Mirtale no supiesen lo ocurrido. Y yéndose con Cloe a la gruta de las Ninfas, le dio a guardar la tuniquilla y el zurrón y se puso a lavar en la fuente su cabellera y el cuerpo todo. La cabellera era negra y abundante; el cuerpo, tostado del sol. Diríase que le daba color obscuro la sombra de la cabellera. Cloe, que miraba a Dafnis, le halló hermoso, y como hasta allí no había reparado en su hermosura, imaginó que el baño se la prestaba. Cloe lavó luego las espaldas a Dafnis, y halló tan suave la piel, que de oculto se tocó ella muchas veces la suya para decidir cuál de los dos la tenía más delicada.

Como ya el sol iba a ponerse, ambos volvieron con el hato a sus cabañas, y Cloe nada deseaba tanto como ver a Dafnis bañarse de nuevo.

Al día siguiente, de vuelta en la pradera, Dafnis, sentado, según solía al pie de una encina, tocaba la flauta, a par que miraba sus cabras, encantadas, al parecer, con el dulce sonido. Cloe, sentada asimismo a la vera de él, miraba sus ovejas y corderos; pero miraba más a Dafnis. Y otra vez le pareció hermoso tocando la flauta y creyó que la música le hermoseaba y para hermosearse ella tomó la flauta también. Quiso luego que volviera él a bañarse y le vio en el baño, y sintió como fuego al verle, y volvió a alabarle, y fue principio de amor la alabanza. Niña candorosa, criada en los campos, no se daba cuenta de lo que le pasaba, porque ni siquiera había oído mentar al Amor. Sentía inquietud en el alma; no podía dominar sus ojos y hablaba mucho de Dafnis. No comía de día, velaba de noche y descuidaba sus ovejas; ya reía, ya lloraba; si dormía, se despertaba de súbito; su rostro se cubría de palidez y luego ardía en rubor. Nunca se agitó más becerra picada del tábano. Acontecía a veces que ella a sus solas prorrompía en estas razones:

«Estoy mala e ignoro mi mal; padezco y no me veo herida; me lamento y no perdí ningún corderillo; me abraso y estoy sentada a la sombra. Mil veces me clavé las espinas de los zarzales y no lloré; me picaron las abejas y pronto quedé sana. Sin duda que esta picadura de ahora llega al corazón y es más cruel que las otras. Si Dafnis es bello, las flores lo son también; si él canta lindamente, no cantan mal las avecicas. ¿Por qué pienso en él y no en las avecicas y en las flores? ¡Quisiera ser su flauta para que infundiese en mí su aliento! ¡Quisiera ser su cabritillo para que me tomara en sus brazos!, ¡Oh, agua perversa, que a él sólo hace hermoso y me lavas en balde! Yo me muero, queridas Ninfas; ¿cómo no salváis a la doncella que se crió con vosotras? ¿Quién os coronará de flores después de mi muerte? ¿Quién tendrá cuidado de los pobres corderos? ¿A quién encomendaré mi parlera cigarra, que cogí con tanta fatiga y que solía cantar en la gruta para que yo durmiese la siesta? En vano canta ahora, pues yo velo, gracias a Dafnis.» Así padecía, así se lamentaba Cloe, procurando descubrir el nombre de Amor.

Entretanto, Dorcón, el boyero que sacó del hoyo a Dafnis y al macho, mozuelo ya con barbas y harto sabido en cosas de Amor, se había prendado de Cloe desde el primer día, y como mientras más la trataba más se abrasaba su alma, resolvió valerse o de regalos o de violencia para lograr sus fines. Fueron sus primeros presentes, para Dafnis, una zompoña, que tenía nueve canutos ligados con latón y no con cera, y para Cloe la piel de un cervatillo, esmaltada de lunares blancos, para que la llevase en los hombros, cual suelen las bacantes.

Así creyó haberse ganado la voluntad de ambos, y pronto desatendió a Dafnis; pero a Cloe la obsequiaba de diario, ya con blandos quesos, ya con guirnaldas de flores, ya con frutas sazonadas. Y hasta hubo ocasiones en que le trajo un becerro montaraz, un vaso sobredorado y pajarillos cazados en el nido. Ignorante ella del artificio y malicia de los amadores, tomaba los regalos y se alegraba, y se alegraba más aún porque con ellos podía regalar a Dafnis.

No tardó éste en conocer también las obras de Amor. Entre él y Dorcón sobrevino contienda acerca de la hermosura. Cloe había de sentenciar. Premio del vencedor, un beso de Cloe. Dorcón habló primero de esta manera:

«Yo, zagala, soy más alto que Dafnis, y valgo más de boyero que él de cabrero, porque los bueyes valen más que las cabras. Soy blanco como la leche y rubio como la mies cuando la siegan. No me crió una bestia, sino mi madre. Este es chiquitín, lampiño como las mujeres y negro como un lobezno. Vive entre chotos, y su olor ha de ser atroz, y es tan pobre, que no tiene para mantener un perro.

«Se cuenta que una cabra le dio leche, y a la verdad que parece cabrito.»

Así dijo Dorcón. Luego contestó Dafnis: «Me crió una cabra como a Júpiter, y son mejores que tus vacas las cabras que yo apaciento. Y no huelo como ellas, como no huele Pan, que casi es macho cabrío. Bastan para mi sustento queso, blanco vino y pan bazo, manjares campesinos, no de gente rica. Soy lampiño como Baco, y como los jacintos moreno; pero más vale Baco que los sátiros, y más el jacinto que la azucena. Este es bermejo como los zorros, barbudo como los chivos, y como las cortesanas blanco. Y mira bien a quién besas, pues a mí me besarás la boca, y a él, las cerdas que se la cubren. Recuerda, por último, ¡oh, zagala, que a ti también te crió una oveja, y eres, no obstante, linda.»

Cloe no supo ya contenerse, y movida de la alabanza, y más aún del largo anhelo que por besar a Dafnis sentía, se levantó y le besó; beso inocente y sin arte, pero harto poderoso para encenderle el alma.

Dorcón huyó afligido en busca de nuevos medios de lograr su amor. Dafnis no parecía haber sido besado, sino mordido: de repente se le puso la cara triste; suspiraba con frecuencia, no reprimía la agitación de su pecho, miraba a Cloe, y al mirarla se ponía rojo como la grana. Entonces se maravilló por primera vez de los cabellos de ella, que eran rubios, y de sus ojos, que los tenía grandes y dulces como las becerras, y de su rostro, más blanco que leche de cabra. Diríase que a deshora se le abrieron los ojos y que antes estaba ciego. Ya no tomaba alimento sino para gustarle, ni bebía sino para humedecerse la boca. Estaba taciturno, cuando antes era más picotero que las cigarras; yacía inmóvil, cuando antes brincaba más que los chivos; no se curaba del ganado; había tirado la flauta lejos de sí, y tenía pálido el rostro como agostada hierba. Únicamente con Cloe o pensando en Cloe volvía a ser parlero. A veces, a solas, se lamentaba de esta suerte:

 

«¿Qué me hizo el beso de Cloe? Sus labios son más suaves que las rosas, su boca más dulce que un panal, y su beso más punzante que el aguijón de las abejas. No pocas veces he besado los chivos, no pocas veces he besado los recentales de ella y el becerro que le regaló Dorcón; pero este beso de ahora es muy diferente. Me falta el aliento, el corazón me palpita, se me derrite el alma, y a pesar de todo, quiero más besos. ¡Oh, extraña victoria! ¡Oh, dolencia nueva, cuyo nombre ignoro! ¿Habría Cloe tomado veneno antes de besarme? ¿Cómo no ha muerto entonces? Los ruiseñores cantan, y mi zampoña enmudece; brincan los cabritillos, y yo estoy sentado; abundan las flores, y yo no tejo guirnaldas. Jacintos y violetas florecen, y Dafnis se marchita. ¿Llegará Dorcón a ser más lindo que yo?»

Así se quejaba el bueno de Dafnis, probando los tormentos de Amor por vez primera.

Dorcón, entretanto, el boyero enamorado de Cloe, se fue a buscar a Dryas, que plantaba estacas para sostener una parra, y le llevó de regalo muy ricos quesos. Y como era su antiguo amigo, porque habían ido juntos a apacentar el ganado, trabó conversación con él, y acabó por hablarle del casamiento de Cloe. Díjole que él deseaba tomarla por mujer, y le prometió grandes dones, como rico boyero que era: una yunta de bueyes para arar, cuatro colmenas, cincuenta manzanos, un cuero de buey para suelas, y cada año un becerro que podría ya destetarse. Halagado por las promesas Dryas estuvo a punto de consentir en la boda; pero recapacitando después que la doncella merecía mejor novio, y temiendo ser acusado algún día de ocasionar irremediables males, desechó la proposición de boda, y se disculpó como pudo, sin aceptar lo prometido en alboroque.

Viéndose Dorcón defraudado por segunda vez en su esperanza y perdidos sin fruto sus excelentes quesos, resolvió apelar a las manos, no bien hallase sola a Cloe. Y como había notado que Cloe y Dafnis traían alternativamente a beber el ganado, él un día y ella otro, se valió de una treta propia de zagal: tomó la piel de un gran lobo, que un toro había muerto con sus astas defendiendo la vacada, y se cubrió con dicha piel puesta en los hombros, de modo que las patas de delante le cubrían los brazos, las patas traseras se extendían desde los muslos a los talones, y el hocico le tapaba la cabeza como casco de guerrero. Disfrazado así en fiera lo menos mal que pudo, se fue a la fuente donde bebían cabras y ovejas después de pacer. Estaba la fuente en un barranco, y en torno de ella formaban matorral tantos espinos, zarzas, cardos y enebros rastreros, que fácilmente se hubiera ocultado allí un lobo de veras. Allí se escondió Dorcón, espiando el momento de venir a beber el ganado, y con grande esperanza de asustar a Cloe con su disfraz y de apoderarse de ella.

A poco llegó Cloe a la fuente con el ganado, mientras Dafnis cortaba verdes tallos y renuevos para que los cabritillos se regalasen después del pasto. Los perros que guardaban el rebaño seguían a Cloe, y como tenían buena nariz, sintieron a Dorcón, que ya se disponía a caer sobre Cloe; se pusieron a ladrar, se echaron sobre él como si fuera lobo, le rodearon, y antes de que volviese del susto, le mordieron. Al principio, con vergüenza de ser descubierto, y recatándose aún con la piel de lobo, Dorcón yacía silencioso en el matorral. Cloe, entre tanto, llena de terror, había llamado a Dafnis para que le socorriese. Y los perros, destrozada ya la piel del lobo, mordían sin piedad el cuerpo de Dorcón, el cual, a grandes voces, acabó por suplicar que le amparasen a Cloe y a Dafnis, que ya había llegado. Estos mitigaron pronto el furor de los perros con las voces que tenían de costumbre. Después, llevaron a la fuente a Dorcón, que había sido herido en los muslos y en las espaldas. Le lavaron las mordeduras, donde se veía la impresión de los dientes, y pusieron encima corteza mascada y verde de olmo. La ignorancia de ambos en punto a atrevimientos amorosos, les hizo considerar la empresa de Dorcón como broma y niñería pastoril, y en vez de enojarse contra él, le consolaron con buenas palabras, y le llevaron un poco de la mano hasta que le despidieron.

Él, salvo de tan grave peligro, y no, como se dice, de la boca del lobo, sino de la del perro, fue a curarse las heridas.

Dafnis y Cloe no tuvieron poco que afanarse, hasta bien entrada la noche, para recoger las ovejas y las cabras, las cuales, espantadas de la piel del lobo y de los ladridos, unas se encaramaron a los peñascos, y otras se fueron huyendo hasta la mar. Todas estaban bien enseñadas a acudir a la voz, a congregarse al son de la zampoña y a venir oyendo sólo una palmada; pero entonces el miedo les había hecho olvidarse de todo. Casi fue menester perseguirlas y buscarlas por el rastro, como a las liebres. Después las llevaron al aprisco. Aquella sola noche durmieron ambos con profundo sueño. La fatiga fue remedio del mal de Amor; pero, venido el día, padecieron de nuevo el mismo mal. Se alegraban al verse; les dolía separarse; estaban desazonados; deseaban algo, e ignoraban qué. Sólo sabían él, que origen de su mal era un beso, y ella, que era un baño.

Tocaba ya a su fin la primavera y empezaba el estío. Todo era vigor en la tierra. Los árboles tenían fruta; los sembrados, espigas. Grato el cantar de las cigarras, deleitoso el balar de los corderos, dulce el ambiente perfumado por la fruta en sazón. Parecía que los ríos cantaban al correr mansamente; que los vientos daban música como de flauta al suspirar entre los pinos; que las manzanas caían enamoradas al suelo, y que el sol, anhelante de hermosura, rasgaba todo velo que pudiera encubrirla. Dafnis, impulsado de un ardor íntimo, que todo esto le causaba, se echaba en los ríos, y ya se lavaba, ya cogía ligeros peces, ya bebía como si quisiese apagar aquel fuego. Cloe, después de ordeñar sus ovejas y no pocas de las cabras, empleaba bastante tiempo en cuajar la leche y en osear las moscas, que al osearlas le picaban; luego se lavaba la cara; se coronaba de ramas de pino, se ponía al hombro la piel del cervatillo, llenaba una gran taza de vino y de leche, y gozaba con Dafnis de aquella bebida.

Cuando llegaba la hora de la siesta, llegaba también mayor hechizo y cautividad de los ojos, porque ella miraba a Dafnis desnudo y su beldad floreciente, y desfallecía al considerar que no había falta que ponerle en parte alguna; y él, al verla con la piel del ciervo, coronada de pino y ofreciéndole bebida en la taza, imaginaba ver a una de las Ninfas de la gruta. Entonces Dafnis, arrebatando de la cabeza de ella las ramas de pino, se coronaba a sí propio, no sin besar antes la corona. Ella, en cambio, solía tomar la ropa de él, mientras él se bañaba, y vestírsela, no sin besarla antes también. Ambos se tiraban manzanas, y otras veces se peinaban el uno al otro, y Cloe comparaba el cabello de él, por lo negro, a la endrina, y Dafnis decía que el rostro de ella era como las manzanas, por lo blanco y sonrosado. A veces le enseñaba a tocar la flauta; y apenas soplaba ella, se la quitaba él y recorría todos los agujeros, como para mostrarle dónde había faltado, y en realidad para besar a Cloe por medio de la flauta.