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SOBRE EL FAUSTO DE GOETHE

Den lieb' ich, der Unmögliches begehrt.


(Fausto, segunda parte, acto II.)

Difícil es decir algo nuevo y bueno sobre Goethe, de quien tanto se ha escrito. Hacer aquí un extracto de juicios y opiniones de otros, no nos parece bien, y no se aviene además con la condición de nuestra tarea, que ha de ser breve, no ha de abarcar en su totalidad a Goethe y sus obras, y ha de concretarse a una: el FAUSTO. Sin embargo, aunque no publicamos el FAUSTO completo, sino la primera parte, no es posible hablar de ella sin hablar de la segunda, ni es posible tampoco hablar de todo el poema sin dar alguna noticia sobre el ingenio, los estudios, la índole y demás prendas del autor de dicha obra, la más importante, sin duda, de cuantas Goethe compuso, y aquella por la cual vino a ser más ilustre, y a merecer más alabanzas y aplausos en todas las naciones civilizadas.

No hablaremos, pues, exclusivamente del Fausto; pero del Fausto hablaremos principalmente; y, procurando prescindir de los juicios extraños, tal vez se logre que los propios tengan alguna novedad, sin que, por el prurito de buscarla, nos extraviemos.

El Fausto es una obra dramática, y la primera parte, con el arreglo indispensable para la escena, se representa en los teatros alemanes; pero, así dicha primera parte aislada, como el conjunto que de ambas tragedias o partes resulta, aspiran a tener muy superior importancia.

No basta para calificar el todo afirmar que es un poema. Toda narración o acción escrita en verso es poema también. Para determinar aquello a que el Fausto aspira, se requiere una previa explicación.

En la aurora de toda cultura humana, antes de que hubiese grandes ciudades y de que se edificasen y aun se inventasen teatros, nació la poesía; nació quizá al nacer el habla; y la poesía fue de dos modos principales: lírica y épica. Un himno, un cantar, una mera copla, donde el autor muestra su amor, su veneración, su ira, o donde nos trasmite la expresión que del mundo exterior recibe, o donde expresa sus deseos, temores o esperanzas, se llama poesía lírica: y se llama épica cuando cuenta el poeta batallas, lances de amor y fortuna, sucesos, en fin, de la vida de los hombres.

Ya se entiende que la tal división es muy posterior a lo dividido. Hubo poesía lírica y épica siglos antes de que a nadie se le ocurriese distinguir los géneros con los nombres que aquí les damos, o con otros.

Es de advertir asimismo, que, en la manera de hacer la demarcación y deslinde de ambos géneros, ha habido graves diferencias, según el punto de vista de los críticos en esta época o en aquélla.

No satisface, a la verdad, decir que lo narrativo es épico, y lírico lo no narrativo. Odas, canciones, idilios, églogas hay, donde se cuentan hechos, y nadie afirma resueltamente que sean épicas tales composiciones. Se dan romances, cánticos triunfales, epitalanios, himnos en loor de dioses, semidioses, héroes o santos, donde también se narra, y no son épicos puros. Llamar épico-líricas a estas poesías porque tienen en sí los dos caracteres, no resuelve la dificultad. Dentro de la epopeya más tenida por epopeya, hay a veces mucho lirismo.

La existencia de uno y otro género es evidente; pero no aquieta al espíritu el poner por fundamento de la distinción algo de tan externo como el narrar o el no narrar. ¿Qué poesía no narra? ¿En qué obra escrita no se cuenta algo, a no imaginarla compuesta de ayes, suspiros e interjecciones?

Lo épico, por consiguiente, quizá se pueda distinguir con más profundidad de lo lírico, si en este último género vemos la personalidad del poeta, su singular inspiración, y en el otro género consideramos al poeta como sabio popular, archivo con voz y con vida, y peregrino observador y colector, que recoge, guarda y enlaza en el tesoro de su memoria, y divulga luego, las tradiciones heroicas y religiosas, las ideas sobre el universo y los dioses, y cuantas doctrinas, en suma, todo pueblo impersonalmente ha ido creando en el árbol de las civilizaciones.

En este caso, los libros sagrados, serían épicos, y más aún, los de aquellos países donde estos libros no se forjan y custodian en el seno de una carta sacerdotal, sino que nacen espontáneamente, y por impulso impremeditado y divino, del seno de la muchedumbre. Y en este caso, no serían épicos sólo los poemas que narran, sino también los que enseñan, ya toda una religión, ya toda una moral, ya por medio de reglas o sentencias desligadas y por estilo de refranes, con tal de que se pierda o se exfume la personalidad del poeta, y el contenido sustancial de la obra aparezca como dictado por el pueblo mismo o por un numen que viene a ser la propia conciencia del pueblo, la cual toma ser en la fantasía como persona superior y del cielo.

En el principio de toda civilización, el vivir del pueblo, aparece heroico y divino, esto es, consiste en empresas guerreras, en aventuras y en hazañas, donde intervienen los dioses (que viven entonces confundidos con los mortales y que se apasionan por ellos); como auxiliares unos y como contrarios otros; de donde resulta el carácter distintivo de la poesía épica, aquello que constituye la unidad de todo gran conjunto o poema. Este carácter es guerrero y religioso a la vez y por lo común el argumento del poema, viene a ser una empresa feliz del pueblo para quien se escribe, cuyas virtudes, excelencias y energías capitales, están cifradas y personificadas en un héroe castizo, de su raza, si bien con no poco de Dios, engendro, concepción o encarnación de alguna deidad, como Aquiles o Rama.

La epopeya, así entendida, requiere, como se ve, el momento dichoso en que aparece el entendimiento colectivo de un pueblo: es la primera flor de su cultura, y pide para abrirse la primavera. Y siendo además indispensable, a fin de que la epopeya logre vida inmortal y clara, gran primor de forma y nitidez y flexibilidad de expresión, es indispensable también, la rarísima coincidencia de que, en ese momento inicial, en ese florecer intuitivo de la inteligencia y de la fantasía de la muchedumbre, posea ésta un idioma formado, rico y hermoso, como aconteció en Grecia, cuando surgió por vez primera la Ilíada o fueron apareciendo los diversos cantos de que más tarde hubo de tejerse toda ella.

De aquí que se cuenten muy pocas epopeyas con esta perfección genuina y legítima. En unas, la rudeza o deformidad del lenguaje afea torpemente la obra, y no permite que su beldad interior se exprese con limpieza y brío. En otras, cuando el pueblo no ha de lograr en lo futuro un alto desarrollo intelectual, tampoco se dan los gérmenes al principio, y de aquí lo vano o rastrero del contenido épico. Y en otras, interviene una casta superior sacerdotal, o si no casta, congregación o clase, que quita a la epopeya mucho de lo popular, espontáneo y candoroso. En suma, es difícil o fue difícil que la epopeya, así entendida, se diese de un modo digno. Apenas se pueden contar más que las homéricas.

Importaba, además, que el pueblo, donde la epopeya iba a nacer, tuviese el germen de una gran civilización propia, no ofuscada por recuerdos distintos de otra civilización pasada o extraña; y que, si algo o mucho tomaba de otras civilizaciones, fuese con tal brío plasmante, con tal fuerza de asimilación, que lo disolviese todo, mezclándolo con el jugo de sus entrañas, y que todo lo derritiese y fundiese con su calor natural, y que luego esta masa, fundida y hecha sustancia propia, la vaciase en molde, propio también, de donde saliera a luz, reluciente, nueva, con forma adecuada y castiza, y con sello peculiar, indeleble.

De esta suerte puede afirmarse con fundamento que la Minerva griega salió grande y armada, del cerebro de Homero; esto es, que filosofía, historia, ideas religiosas y políticas, artes de la guerra y de la paz, teatro, todo, en una palabra, se muestra, no ya sólo como germen fecundo, sino como flor que va a abrir el cáliz y a dar fruto sabroso y semilla abundante, en los versos divinos, de la Ilíada y la Odisea.

Cuando un crítico italiano, a fin de ensalzar a Dante, igualándole a Homero, dice que la Minerva italiana salió del mismo modo de la cabeza del vate florentino, incurre en error evidente, hasta para quien mira estas cosas del modo más superficial. La Minerva italiana estaba ya nacida y harto crecida. Toda la literatura de los romanos, de Italia era y en la memoria de los hombres vivía. Una religión con moldes definidos e inflexibles, con sistema moral completo, había sido adoptada viniendo de fuera; sobre estos fundamentos habían razonado y filosofado sabios enciclopédicos como Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino; y, por último, no se ignoraba la antigua cultura helénica, anterior y posterior al Cristianismo. Todo esto formaba ya un conjunto de conocimientos, un sistema entero, informando una civilización italiana y católica. Dante sería un hombre capaz de abarcarlo en su mente, hábil para expresarlo y reflejarlo en sus versos, hasta donde era posible que tanto asunto en sus versos cupiese; pero Dante no producía un documento inicial, sino un reflejo brillante del saber y del sentir de muchas generaciones, reflejo que sin duda podría iluminar y encender el ánimo de los hombres de su edad y de los venideros. Ni se alegue que toda aquella doctrina era antes propiedad de pocos eruditos, que estaba en latín o en otra lengua muerta, y que Dante la divulgó en lengua viva, creando casi la lengua o haciéndola apta para expresar tales conceptos: lo cual implica, sin duda, mérito extraordinario, pero no tan subido que con el mérito y valer de Homero podamos equipararle. Y esto con plena independencia del valer de cada poeta, porque proviene de la misma naturaleza de las cosas.

En la edad primitiva, el poeta es profeta, sacerdote, legislador, teólogo, astrónomo, moralista, geógrafo, y todo a la vez; o más bien no es nada de esto; apenas si es persona; su personalidad se exfuma y desvanece en la penumbra crepuscular de la historia. Homero, Viasa y Valmiki casi son mitos; son como los patriarcas, no ya de la sustancia corpórea, sino del espíritu de las naciones; son como los héroes epónimos, no de la asociación política, sino de la comunidad mental; son, en suma, el eco inmortal y sonoro del verbo creador y del espíritu fecundo de un noble pueblo que nace. Su obra abarca cielo y tierra. En ella se reúne la candorosa enciclopedia de la edad divina. Nada falta. Todo está allí por modo eminente.

 

Por espacio de muchos siglos no se entendió así la epopeya, antes bien, con crítica más exterior que íntima, y fijándose en el asunto o trama, y más que en la sustancia en la forma, se creó la epopeya artificial, según ciertas reglas, y cantando las hazañas de algún héroe o de varios. Así Virgilio escribió La Eneida, Camoëns Los Luisiadas, y La Jerusalen Tasso.

Cierto que se han dado algunas epopeyas espontáneas, en épocas, no de primera juventud para un pueblo o raza, sino hallándose ésta, por siglos destrozada y caída: pero tales epopeyas, sea cual sea el encanto que haya sabido darles un singular poeta, en lo esencial, más que nacidas, parecen desenterradas y resucitadas con ocasión de grandes esperanzas que se despiertan en el pueblo vencido, no bien sus vencedores y opresores son a su vez vencidos y oprimidos por otros.

Así brotó, transfigurado y esplendente todo el ciclo del rey Arturo y de la Tabla-redonda, cuando los normandos, venciendo a los anglos, vengaron a los bretones; el Shah-Nameh de Firdusi, cuando los turcos, venciendo a los árabes, vengaron a los pueblos del Irán; y hasta el Kalewala, aunque más por esfuerzo de mera erudición que por flamante inspiración poética, cuando Finlandia pasó al dominio de Rusia, vencidos los suecos, sus dominadores antiguos.

Reconociendo otros poetas, o por virtud crítica o por atinado instinto, que el tiempo de la gran epopeya había pasado ya, y viendo que hay tesoros de materia épica, difusa e informe, quisieron reunirlos en armónico conjunto; pero, careciendo ya de fe en aquello que cantaban, pusieron en el canto cierta discreta ironía y burla y risa más o menos disimulada. Así, por ejemplo, Ariosto escribió El Orlando, y Wieland El Oberon, ya casi en nuestros días.

Consideraron otros que, si bien la epopeya heroica, tiene hoy que ser anacrónica, no debe serlo la religiosa; y con esta idea más equivocada aún, porque lo épico a lo divino implica mucho de infantil en el concepto de la divinidad, o bien algo de tan metafísico y desnudo de imágenes que no es poesía o es poesía narcótica, escribieron poemas épicos religiosos, como Milton El Paraíso perdido, y Klosptock La Mesiada.

Los más acertados, en nuestro sentir, fueron aquellos que, prescindiendo de la epopeya grande y completa, donde todo se quiere explicar o representar, redujeron la poesía épica a menores proporciones, y eligieron por héroes y asuntos de la narración, no lo fundamental, sino lo derivado del fundamento; no el misterio religioso y dogmático, sino algún prodigio que realza el misterio; no la religión o el mito, sino la leyenda o el cuento. En este género, acudiendo siempre a la tradición, se han escrito obras muy bellas, y quizá una de las mejores, sea de un español: El Estudiante de Salamanca. Otros poetas hasta de la tradición han prescindido, desechando la colaboración del pueblo en su obra, y han escrito cuentos, o bien tomando el argumento de la historia más o menos anecdótica, o bien creándolo todo en la fantasía: así Byron, en El Corsario, Parisina, Lara, El Giaour y La Novia de Abidos.

De todos modos, desde el renacimiento hasta más de mediado el siglo XVIII, prevaleciendo el gusto llamado clásico, que se fundaba en preceptos juiciosos, por más que en algunos puntos fuesen superficiales, y hasta rayasen en arbitrarios (preceptos que Vida y Boileau habían sacado de la interpretación de Aristóteles y de Horacio), la epopeya, en la práctica al menos, no se aspiró a que fuese trascendental, enciclopédica ni muy docente, y se redujo a narrar una acción gloriosa de algún héroe nacional, o de toda Europa, o de todo el humano linaje, agrupando en torno, como ornamento y con simétrica economía, varios episodios bien traídos y no impertinentes, que no rompiesen la unidad del poema, ni embarazasen demasiado la marcha de la acción, la cual había de ir con el debido crecimiento de celeridad hacia su término y final desenlace.

Lo docente en grado superlativo quedó desechado y aun fue objeto de burlas. Parecía en efecto que, dado el desarrollo actual de la ciencia, quien tratase de enseñar mucho en su poema había de ser un delirante. Todavía Moratin, al dar consejos burlescos a un poeta ridículo, le dice que ponga en cifra en su epopeya todos los conocimientos humanos.

 
Botánica, blasón, cosmogonía,
Sacra, profana universal historia,
Cuanto pueda hacinar tu fantasía
En concebir delirios eminente.
 

Sin embargo, aun antes que se rompiera el yugo clasicista, el filosofismo francés del siglo pasado había movido a los poetas de más alientos a crear el poema que todo lo enseñase; pero los más desecharon la acción, se limitaron al género didáctico, y trataron de escribir el nuevo poema De la naturaleza de las cosas. En este sentido hubo tentativas de Le Brun, Fontanes, Andrés Chénier y muchos otros.

Se hacían por entonces estudios más completos sobre el arte en general; había nacido y hubo de divulgarse una a modo de ciencia moderna, llamada filosofía de lo bello, estética o calología, y llegaron a comprenderse con más profundidad crítica las diversas literaturas. Esto trajo grandísimas ventajas, pero dio vida a extrañas aspiraciones, inspiró sobrado menosprecio de reglas, que, por estar formuladas de un modo empírico, no dejan de ser razonables y prudentes, y avivó en muchos el deseo, y engendró el imposible propósito, no ya de enseñar una ciencia en un poema didáctico sin acción, sino de enseñarlo todo en la acción del poema, acción maravillosa y simbólica, cada uno de cuyos momentos había de entrañar misterios profundos.

Nuestra ciencia metódica, dividida en multitud de ciencias que entre sí se enlazan, fundada en un inmenso cúmulo de hechos que la observación y la experiencia han ido suministrando, cuyo ser y valer estriban en el más severo encadenamiento dialéctico, y cuya vida y organización dependen de la rigorosa precisión de la definición, del lenguaje técnico, de una árida y enojosa clasificación, y de una nomenclatura tan útil como arrastrada y prosaica, se oponían y se oponen a la pretensión de tales poetas. Los que han tenido dicho intento, y no han sido pocos, han dado a luz por lo común monstruosos engendros. A nuestro ver, la epopeya trascendental, menos realizable que la cuadratura del círculo, que el movimiento continuo, y que el arte de hacer oro, es una mala tentación, muy cercana de la locura.

El ejemplo de los metafísicos ha seducido y extraviado a los poetas; pero los metafísicos tienen disculpa. Allá en las edades primeras, los hubo también que abarcaron todas las cosas visibles e invisibles, divinas y humanas, y se pusieron a explicarlas. En esto resplandece el candor de la niñez. Así las escuelas de Elea, de Pitágoras y de otros. En el día se concibe el mismo propósito, aunque por más difícil y largo camino. Declamen cuanto gusten los positivistas, es innegable que el más completo conocimiento de los seres o de sus calidades al menos, la experiencia activa de siglos, y el haberse elevado el sabio, de la observación y estudio de los hechos, a leyes generales de certidumbre notoria, han infundido la natural e inevitable ambición de reunir y enlazar dichas leyes bajo un principio único de donde emanen, de someterlo todo al mismo fin y al mismo comienzo, y de fundarlo sobre base inconcusa, encerrando, con la explicación debida, a Dios, al universo y al hombre y sus destinos, dentro de un armonioso sistema. Si al intentar esto no se ha logrado nunca llegar a la verdad, donde el espíritu se satisface y aquieta, al menos se han creado obras pasmosas de imaginación, como, por ejemplo, las de Leibnitz y las de Hegel.

Pero el error del poeta ha estado en no ver que el camino, por donde se va a dicho término, no es ni puede ser el suyo. Ese camino es el de la cavilación científica, del severo meditar, de los argumentos, antinomias y silogismos, del método lógico, ya subiendo por el análisis, ya bajando desde la síntesis, operaciones todas contrarias por naturaleza a la poesía: la cual no puede construir ese palacio encantado, ora sea de la verdad, ora del sofisma deslumbrador, sin que esto se oponga a que entre en él cuando esté ya construido, y le célebre en un himno, en un ditirambo, en un epinicio, o en una oda colosal. Claro se ve, por lo dicho, que comprendemos a un poeta cantando dignamente en un rapto lírico las Mónadas, la Armonía prestablecida, el eterno desenvolvimiento de la Idea, o algo por el mismo orden. Lo que no comprendemos es que cree él o fabrique algo por el mismo orden en toda una epopeya. La epopeya, que nazca de tal prurito, será una pesadilla, un delirio, un caos, una mesa revuelta, una fantasmagoría, y casi una borrachera, que al mismo tiempo explicará y fundará poco o nada; que aburrirá a los ignorantes por demasiado honda; y que tal vez por demasiado somera provocará la desdeñosa sonrisa del filósofo y del hombre científico.

Sin embargo, de la manía de componer una obra poética de dicho género no han adolescido sólo los locos, sino también hombres de juicio, de reposo y de peso, entre los cuales, sin duda, descuella Goethe.

Si la empresa no fuera imposible, nadie mejor que él, de un siglo a esta parte, hubiera podido realizarla en Europa. Veamos qué prendas tenía, con qué elementos contaba, y examinemos luego la obra misma, el Fausto, donde pretendió realizar su descomunal y titánico propósito.

Goethe no es poeta sólo: es el escritor por excelencia. Se comprende, sin que por eso se apruebe, que Emerson, suponiendo un alma suprema, a quien representa en el mundo, en diversas y elevadas funciones, cierto número de varones egregios, haga de Platón el filósofo, de Montaigne el escéptico, de Napoleón el hombre de acción, y el escritor de Goethe.

La mente de Goethe era terso y mágico espejo, donde se reflejaban el mundo visible y el invisible, la naturaleza y la historia, lo real y lo ideal, con brillantez y claridad no comunes. Y no era espejo meramente pasivo, sino que ordenaba las imágenes y representaciones, las iluminaba del modo más artístico, y hacía que unas resaltasen más y otras se perdiesen o desvaneciesen en los últimos términos del cuadro, según convenía a la evidente demostración de la verdad o a la aparición celestial y limpia de la belleza.

Sabio a par que poeta, toda inspiración suya va precedida, moderada y templada por la reflexión. Su anhelo constante de la verdad, hace que a veces se le pueda tildar de indiferente y frío; pero la serenidad no le abandona nunca.

Sin fe viva en nada sobrenatural, fijo y concreto, no es fácil que se eleve Goethe a superiores esferas, a no ser por el ordenado empuje del entendimiento discursivo. Tal vez no percibe la unidad soberana; tal vez no es hondo en él el sentimiento moral, tal vez las más nobles cuerdas faltan a su lira. Escritores mucho más pobres de ingenio, tienen acentos más penetrantes y tocan y hieren mejor el alma humana. Pero Goethe se adelanta a los demás poetas de su época y aun a no pocos de las pasadas, porque todo lo comprende y de todo se vale hábilmente para su poesía. Sus últimas creaciones parecen el resultado de ochenta años de observación y de estudio. Hechos inconexos, doctrinas, experimentos y especulaciones; todo se baraja y se agrupa con cierto orden en torno de una idea capital: la equivalencia de los tiempos; la afirmación de que las desventajas de una época existen sólo para los espíritus débiles y enfermizos; la negación de que nuestra edad sea la edad de la razón por contraposición a la edad de la fe; y el convencimiento de que la fe y la razón viven en perpetuo sincronismo; de que la poesía y la prosa de la vida se compenetran y funden; de que el mundo es joven y la humanidad casi niña; y de que los patriarcas, videntes y profetas, se entienden con nosotros, a través de las edades, y nos saludan y nos alargan la mano, y nos animan a tener confianza y a escribir nuevas Biblias y a unir la tierra con el cielo.

Como se ve, Goethe no era un creyente, si por creyente entendemos el que cree en religión determinada; pero distaba mucho de ser un escéptico. Nos inclinamos a afirmar que era optimista, como casi todos los grandes pensadores alemanes, desde Leibnitz hasta que aparecen Schopenhauer y Hartmann. Y en lo tocante a la bondad del espíritu del siglo, no ya de creyente, sino de apóstol conviene calificarle.

 

Añádase a lo dicho otra condición esencial de su mente, que Emerson señala muy bien, y que el mismo Goethe patentiza con complacencia en Poesía y Verdad, que es su autobiografía. Para Goethe la vida vale más como teoría que como práctica. La especulación es más noble y alto fin que la acción. Hasta la acción, por lo que más significa y vale es porque la especulación vuelve sobre ella y la toma por objeto. ¿De qué serviría, de qué valdría todo este Universo; a qué la pompa de los astros, la armonía de las esferas, la armonía de las plantas y de los animales, los sucesos de la Historia, la vocación de las razas, la fundación y destrucción de los Imperios, las pasiones, los bienes y los males, los amores y los odios, si no hubiese una inteligencia que lo comprendiese todo, que lo pintase en su centro, y hasta que lo reprodujese con más primor, orden, sentido y hermosura, que ello tiene de por sí?

Esto pensaba Goethe, escritor por todos los poros, y en este pensar, hasta nuestros propios actos, faltas, extravíos, dolores y miserias, son objetos de la teoría.

Proceden del mencionado concepto, que la gente, por lo común, forma de Goethe, raras acusaciones y defensas no menos raras.

Se supone que hay ciencias y artes, cuyas perfecciones y cultivo requieren terribles experimentos. Se cuenta de algún pintor que se hizo bandido y asesino para estudiar bien como mueren violentamente los hombres; de cirujanos y naturalistas que, a fin de profundizar los misterios del vivir y del morir, cometieron crueles anatomías y disecciones en personas vivas; y aún del médico Vesalius que, aprovechándose de su valimiento y privanza con el Sultán Amurates, lograba que a menudo cortasen cabezas humanas delante de él para enterarse a fondo de la contracción de los músculos, de los rápidos estertores de la agonía y en cierto modo de cómo se desprende el principio vital del cuerpo que está animando.

Se nos antoja que gracias a Dios, tales estudios experimentales no han de ser muy necesarios para que nadie adelante en su oficio; pero si lo fuesen, si a tanta costa hubiera de ganarse la maestría, valdría más quedarse de simple oficial o de aprendiz que llegar a maestro.

Como quiera que ello sea, no nos atrevemos a creer que Goethe, aunque no por medios tan sanguinarios, se complaciese en causar dolores, en excitar sentimientos tiernos y fervorosos y en pagarlos mal luego, en atormentar a algunas mujeres sencillas y enamoradas, y en otras lindezas del mismo orden, a fin de estudiar bien en la naturaleza los infortunios, las angustias, la desesperación y hasta la muerte por corazón destrozado, que luego había de describir en sus más simpáticas heroínas.

No nos incumbe escribir aquí la vida de Goethe; pero de seguro que, bien estudiada y escrita, no había de dar motivo ni pretexto para tan dura acusación.

Por otra parte, aunque la bondad o maldad moral sea independiente de los escritos, esto es sólo en cierto grado y de cierta manera. La diferencia, por ejemplo, entre el héroe o el mártir y el poeta que le canta, está en que el uno tiene constante y perpetua voluntad, y el otro quizás no la tiene.

Figurémonos que tal poeta se echa a temblar si ve una espada desnuda y hasta se asusta de un ratón; y todavía, si describe y representa con hondo sentir y con verdadera expresión al mártir o al héroe, hemos de creerle capaz de heroicidad y de martirio. Es mártir o héroe, si no perpetuo, fugitivo y momentáneo, pues si no lo fuera, sería mentirosa y vana su poesía, y toda persona de buen gusto la rechazaría como se rechaza la moneda falsa.

Inferimos de lo expuesto, que aun creyendo lo peor de un buen poeta, sólo podremos creer que peque por debilidad y no por maldad. Quien siente y expresa lo bueno, lo noble, lo heroico y lo santo, puede ser débil, pero nunca será impío, ni cruel, ni vil, ni perverso.

Para quien esto escribe, la prueba crítica del valer estético de una obra de poesía, implica un certificado de valer moral para el autor. O la poesía es mala o no es malo el autor de la poesía. Lo que dijo del orador el preceptista hispano-latino, un autor griego lo dijo del poeta: que había de ser ante todo bacón bueno.

Pero no todos ponen por condición indispensable en el buen poeta la bondad moral; y así, cuando no acusan a Goethe de duro y sin entrañas, le acusan de egoísta en grado superlativo: sostienen que todo lo sacrificaba al cultivo de la propia inteligencia, a su serenidad y olímpico reposo, mirándose a sí mismo como objeto preciosísimo que exigía el más cuidadoso esmero.

La defensa que hacen algunos de Goethe en este punto, es peor que la acusación. Presupone una doctrina más absurda que la de aquellos que creen que para adelantar en ciertos oficios se necesitan terribles experimentos. Es doctrina semejante a otra que está en moda, y que consiste en afirmar que esto que llamamos genio es una enfermedad que proviene del mal de alguna entraña, o de la atrofia de todo un aparato, a espensas del cual se desarrolla el cerebro, o de alguna perturbación de todo o parte de nuestro organismo. Afirman, pues, que el genio es como una divinidad que reside en el alma de quien le posee, y a cuyo culto y manifestación debe el poseedor consagrar su vida y sacrificarlo todo: amistad y amor de las mujeres, patriotismo y ley moral. Así los singulares defensores de Goethe a quien aludimos, suponen que el poeta sacrificó nobles afecciones y hasta sagrados deberes; pero, lejos de condenarle, le encomian por ello. Su genio lo exigía, de suerte, que todos los egoísmos, frialdad de corazón e ingratitudes, que atribuyen al poeta, se convierten en un remedo del sacrificio de Abraham, si bien hecho al genio, Dios implacable y que no ceja como Jehová, salvando a Isaac y contentándose con un cordero.

Lo cómico de esta apología no la salva de lo peligroso. ¡Pues no faltaba más sino que bastase ser genio, o creérselo, para no cumplir con las obligaciones, ponerse por cima de todo precepto y de toda Ley, desechar del corazón todo santo y puro entusiasmo, y hacerse un egoísta frío y repugnante, añadiendo a todo ello la insolencia de asegurar que se es así por devoción y sacrificio costoso al genio mismo, y que más bien que censura, se merece admiración, alabanza y pasmo!

Lo juicioso es creer lo contrario: que lo que el genio pide para su culto, educación y manifestación, es la virtud y las bellas pasiones y el verdadero sacrificio. Y esto no es afirmar que hayan sido santos todos los hombres calificados de genios, sino que fueron genios, no a causa de sus egoísmos, mezquindades y miserias, y sí, a pesar de todos estos vicios, porque si no los hubieran tenido, no sólo hubieran valido más como personas morales, sino como genios.

Por último, la defensa, a más de ser sofística, es inútil para Goethe, en quien no vemos esas malas cualidades que le suponen, convirtiéndolas en buenas o cohonestándolas por la inmoral doctrina del culto del genio.

Goethe nada hizo para lograr su elevación y su privanza con el duque Carlos Augusto de Gemirá, quien le amó tanto como Goethe pudo amarle, y le admiró y le lisonjeó más de lo que el gran poeta le lisonjeaba. En la corte de aquel amable príncipe, Goethe, más que cortesano, parecía el príncipe, el genio a quien todos servían y adoraban. Tan alta posición no le ensoberbeció nunca, y se valió de ella para hacer bien a no pocas personas, y singularmente a otros sabios, literatos y poetas, con noble emulación a veces, con envidia nunca. La misma amistad profunda y durable, que Goethe supo inspirar a multitud de personas, compartiéndola, prueba que había calor y ternura en su alma. Por mucho que se sepa, por elevadas que sean las prendas del entendimiento, no se ganan así las voluntades cuando no se tiene corazón. El cariño que supo inspirar a Gleim, a Herder, a Wieland, a Merch, a Kestner y a tantos otros, prueba que Goethe era digno moralmente de aquel cariño y capaz de sentirle. De su devoción y celo en el servicio del príncipe dan testimonio los escritos privados y los documentos oficiales en que dicho príncipe habla de él. El amor fraternal con que Goethe se unió a Schiller; el influjo benéfico que ejerció en él; el mayor y más alto influjo que Schiller, por repetidas confesiones de Goethe mismo, ejerció en su alma; las Xenias, que escribieron juntos; las más bellas obras del uno y del otro, que mutuamente se consultaban, se corregían y hasta se inspiraban, prueban que Goethe no era egoísta, o al menos, que si lo era, era el más amable y excelente de los egoístas.