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No crea el discreto lector que no conozco lo que podrá decir de mis divagaciones en este escrito. Sírvame de excusa el haberle llamado meditación, y el ser la meditación sobre un asunto tan vasto y tan en relación con todos los asuntos como es el dinero. Para tratarle a fondo, y con la claridad, el orden y el método convenientes, me hubiera sido necesario escribir un grueso volumen. ¿Pero por qué, se me dirá, has elegido tan vasto asunto, cuando no pensabas escribir ese grueso volumen, sino un artículo de periódico? A lo cual respondo: que la falta de dinero, la penuria pública, los apuros del Tesoro, las lamentaciones que oigo por todas partes, la esperanza que muestran algunos de que los economistas nos van a salvar, la poca confianza que advierto en otros en la eficacia saludable de los economistas, los discreteos de todos, los medios que tantos proponen, convertidos en arbitristas, para llevarnos a puerto de salvación, y las diversas explicaciones que dan sobre las causas del grave mal que padecemos, todo me ha impulsado con irresistible vehemencia a meditar y discurrir sobre estos asuntos, en los cuales confieso mi escaso o ningún saber. Pero, considerándome yo como vulgo, como profano, todavía he creído que, si no útil, al menos podría ser entretenido y curioso el exponer lo que cavila el vulgo, lo que alambica y divaga sobre el particular. Así es que me he hecho eco fiel del vulgo en esta meditación, adornándola con algunas sentencias morales sacadas de la lectura de los filósofos. No se extrañe, pues, que yo no pruebe nada, que yo no concluya nada, que no presida un pensamiento dominante a todo este escrito mío.

Mucho temo dilatarle haciéndome pesado; pero se me ocurren varias observaciones que no tengo valor para pasar en silencio.

Es la primera que, en el estado actual de la civilización, y aun estoy por afirmar que siempre, no acontece con las naciones lo que con los individuos, los cuales, como ya dijimos, pueden ser sabios, santos o poetas y ser pobres. Una nación, si es inteligente y activa, por santa, por sabia y por heroica y poética que sea, tiene que hacerse rica también. Si se queda pobre, da marcadas y evidentes señales de que no es inteligente, o de que no es activa, o de que padece alguna enfermedad secular de que no ha logrado curarse.

Decía, en 1629, el Padre Maestro Fray Benito de Peñalosa y Mondragón, en un curiosísimo libro que dio a la estampa, que el ser España muy católica y muy monárquica, y el tener otras tres excelencias más, causaban su despoblación y su ruina. Lo mismo asegura Buckle, en perfecta consonancia con el Padre Peñalosa, a quien ha adivinado y no leído. Nuestra religiosidad y nuestro amor y fidelidad a los reyes nos han traído tan perdidos y tan atrasados. En cambio, según el mismo Buckle, en Escocia ha habido y hay gran prosperidad y progreso. Allí, aunque también tienen la desgracia de ser sobrado religiosos, han tenido la fortuna y la excelente cualidad de ser muy desleales a sus soberanos.

Los escoceses, dice Buckle, han hecho la guerra a casi todos sus reyes, han decapitado a varios, han asesinado a otros; y hasta han vendido a uno de ellos, por cierta suma de dinero que les hacía mucha falta. Esta cordura de los escoceses les ha valido el prosperar y el progresar, y sobre todo la gloria de que el salvador Adam Smith nazca entre ellos.

La extraña doctrina que acabo de exponer, idéntica en Buckle y en Peñalosa, no puede refutarse o censurarse con ironía. Es menester desecharla con seriedad. No es asunto de burla. No. La riqueza y la prosperidad y la cultura no acuden a los pueblos, porque los pueblos abandonen a Dios y maten o vendan a sus príncipes.

En un individuo, tal vez la bondad y excelencia del carácter han sido obstáculo a la fortuna: en un pueblo, no queremos ni podemos creerlo. Por consiguiente, si España está hoy pobre y atrasada, culpa es, no de sus virtudes sino de sus vicios; no de buenas calidades, sino de malas.

Dan otros por causa de nuestro atraso y de nuestra pobreza la aridez y esterilidad del suelo, que ofrece pocos recursos; pero aunque dicha aridez y dicha esterilidad fuesen ciertas, como una nación no vive sólo del suelo, sino del ingenio y de la laboriosidad de sus hijos, no podría esta falta ser origen del mal. En los siglos pasados y en los presentes hubo y hay naciones ilustres que han florecido en suelo estéril. El suelo del Atica es un ejemplo de esto, y a su esterilidad atribuye Tucídides el que allí viniese a formarse tan glorioso y próspero Estado, porque, en los principios de la civilización griega, los hombres huyeron de los terrenos fértiles, invadidos o infestados continuamente de ladrones y piratas, y vinieron a refugiarse en Atica, para estar al abrigo de las depredaciones y devastaciones. Venecia, que fue tan poderosa y rica, tuvo también un origen semejante, y fue fundada en unas lagunas por gente fugitiva de los bárbaros invasores de Italia. La misma Escocia será todo lo pintoresca y linda que se quiera, pero no hay quien no convenga en que naturalmente es estéril; sin duda, más estéril que España. Lo propio puede afirmarse de Holanda y de otros muchos países, si apartamos de ellos con la imaginación lo que por mejorarlos han hecho ya el arte y el ingenio.

Pensadores hay que se van al extremo opuesto, y atribuyen la inferioridad soñada o verdadera de nuestra civilización a la abundancia de mantenimientos y a la facilidad de la vida para la gente pobre. Esto dicen que afloja todo resorte de acción y que hace al pueblo débil y propenso a la servidumbre: mientras que en los países donde el pueblo ha tenido que luchar mucho y que vencer grandes obstáculos para ganarse la vida, luego que los vence y vive, es más digno y enérgico, y menos sufrido de ninguna especie de yugo y de sujeción. Ponen por ejemplo de tal aserto la India y el Egipto, y no se ha de negar que son ejemplos que tienen fuerza. Sostienen, además, que la causa del atraso de Irlanda y de su humillación han sido la abundancia y la baratura de las patatas. Más razón llevan, a mi ver, los que piensan así, que los que atribuyen el atraso, o mejor dicho el estancamiento a la esterilidad del suelo; pero yo no me atrevo a dar la razón ni a unos ni a otros; y sobre todo, en el caso particular de España. No creo que ni el clima, ni el suelo, ni la fertilidad, ni la exuberancia de la naturaleza y de sus productos, sean ni hayan sido entre nosotros como en la India y en el antiguo Egipto, ni hayan podido nunca producir efectos semejantes.

Dicen otros pensadores, que piensan poco, que todo nuestro mal proviene de los malos Gobiernos. Sentencia es esta indigna de refutación. Ningún país, a no estar bajo el yugo de una tiranía invencible, tiene más gobierno que el que se da y merece. Cuanto hay en España de más enérgico, de más ilustrado, de más discreto, la ha gobernado ya. Apenas habrá quedado hombre de alguna nota en todos los partidos que no haya sido Ministro. Si todos han sido inhábiles, fuerza es conjeturar que España no da más de sí.

No falta tampoco quien atribuya nuestro atraso al ningún amor al bienestar y al lujo; a que nos contentamos y conformamos con vivir mal, y, no sintiendo el aguijón del deseo de goces, no nos movemos al trabajo. Este raciocinio es absurdo por la falsedad de la premisa en que se funda. Todos los hombres, y peculiarmente los españoles, salvo algún extravagante, prefieren comer foie-gras y pavo trufado a comer chanfaina y revoltillos; vestir ricos paños y terciopelos, a vestir bayeta; vivir en un palacio, a vivir en una choza; y andar en coche, a andar a pie. No es una ciencia oculta el saber que hay coches, buena cocina, excelentes manjares, telas de seda, joyas de oro y pedrería, y otros muchos deleitosos objetos, ni es menester tener un alma muy levantada para ambicionarlos. No hay nadie que no los ambicione. Si del deseo, del afán de ser ricos, dependiese la riqueza, España sería una de las naciones más ricas del mundo.

Síguese, pues, que no sabemos por qué es pobre España, a no ser que afirmemos, y a esto me inclino yo, que somos pobres por una calidad opuesta a la que acabamos de mencionar: por el amor al lujo, por el despilfarro, por el desorden, porque somos indiscretamente muy rumbosos y generosos, y sobre todo, porque no sabemos gastar y gastamos sin discernimiento y sin lucimiento. De este defecto adolecen y han adolecido siempre en España los particulares y el Estado.

En tiempo de Felipe II, cuando estábamos en la cumbre de la prosperidad, cuando dominábamos y despojábamos tantas regiones, cuando

 
La tierra sus mineros nos rendía,
Sus perlas y coral el Océano;
 

Campanella se pasma de que tanta riqueza se disipe sin saber cómo, y de que siempre estemos sin un real y pidiendo prestado. «Est, dice, admiratione dignum, quomodo consumatur tanta divitiarum vis, sine ullo emolumento; cum videamus Regem fere perpetua inopia laborare, atque etiam ab aliis mutuo accipere.» Lo mismo ocurría entonces entre los particulares que en el Estado. En ningún país se puede decir con más verdad que en España, que no se sabe dónde se va el dinero. Al caer la dinastía austriaca, que se había enseñoreado de lo mejor del mundo, Madrid era (permítaseme lo vulgar de la expresión) un corral de vacas. ¿Dónde estaban los palacios, los templos, los monumentos, las estatuas? En parte alguna. ¿En qué gastamos las riquezas de América? ¿En qué empleamos el botin de los pueblos subyugados?

La inopia nos trabajaba entonces tanto o más que en el día, y la inopia nos humilló y nos hizo bajar de la altura en que nos habíamos puesto.

En el día de hoy, el movimiento ascendente de la civilización europea nos lleva en pos sí, y no puede negarse que en medio de mil disgustos, de mil apuros y de doscientas mil mortificaciones de amor propio nacional, España progresa y se mejora; pero buenos azotes le cuesta. La torpeza en el producir y la mayor torpeza en el gastar tienen la culpa de estos azotes.

 

Yo soy un libre-cambista teórico furibundo. Bastiat y Cobden me han convencido: pero en la práctica me asusto del libre-cambio. ¿Qué hay en España que pueda competir libremente con los productos extranjeros? El vino quizás; y con todo, salvo el vino de Jerez, los demás vinos españoles suelen ir a Francia, les echan un poco de zumo de moras, de alumbre y de raíz de lirio, y nos le vuelven a vender, dándonos una sola botella en el precio que recibimos por una o dos o tres arrobas. Esto es, que damos cincuenta o sesenta botellas por una del mismo líquido, con la ligera modificación del alquimista o boticario.

¿Qué mar de vino, qué rió de aceite no tendrá que gastar cualquiera rica dama andaluza para comprar un vestido de casa de Worth? Pues ¿si la dama es de Almería y tiene que comprarse el vestido de Worth con el producto del esparto? Entonces tendrá que mondar y desnudar centenares de leguas cuadradas para vestir su lindo y airoso cuerpo. De casi todos nuestros cambios, más o menos libres, puede decirse lo mismo. Hasta el precio del trasporte nos es perjudicial, estableciendo natural y fatalmente un derecho protector en contra de nuestras voluminosas, groseras y pesadas mercancías. Y todo esto, sin contar con el fraude, con la burla, con lo que vulgarmente se llama primada. Por cuentecillas de vidrio de colores, por clavos y otras baratijas, tomaban los compañeros del capitán Cook cuanto había de bueno y exquisito en Otahiti. Algo de esto, aunque en menor proporción, ocurre siempre en los cambios entre un pueblo adelantado y otro más atrasado. A menudo se dan objetos que tienen un verdadero valor, por otros que no tienen ninguno, sino el de la moda o el capricho. La sola palabra chic, abreviatura del nombre de un menestral borracho que bailaba el can-can primorosamente, ha producido a todas las industrias parisienses, legítimas e ilegítimas, un número considerable de millones.

Se dirá que éstos no son argumentos serios; que si la palabra chic es tan productiva, debemos inventar nosotros otra palabra que lo sea más; que en nuestras manos está echarle al vino, desde luego, todos los polvos y drogas que le echan en Francia, o descubrir, fabricar o confeccionar algunos primores por los cuales nos den tanto o más que lo que damos por los vestidos de Worth. Pero a esto se contesta que, aun siendo nosotros capaces de tales invenciones, no acertaríamos a darles valor, porque aún no tenemos el prestigio y la autoridad que se requieren. Además que, según aseguran muchos autores y pretenden haber demostrado, los españoles estamos dotados de una incapacidad invencible para todas aquellas artes e industrias que conducen a hacer más agradable, más cómoda, más dulce la vida. Personas muy religiosas y patrióticas, entre ellas un académico de la Historia, en su elegante discurso de recepción, han sostenido que esta ineptitud, calificada de sublime, es una prueba de nuestro gran ser, de nuestros pensamientos levantados y celestiales, de nuestro severo espiritualismo. Buckle coincide también en este pensamiento, como coincide con el P. Peñalosa, pero explicándolo todo a su manera. Según él, la causa principal de esto son los terremotos, frecuentísimos y terribles en España, los cuales nos traen siempre asustados y contritos, y no acaban de quitarnos el temor de Dios, con lo cual no es posible el progreso. Se infiere, por lo tanto, que por culpa de los terremotos no tenemos chic, ni tenemos un sastre como Worth, ni una fabricadora de sombreros como Mme. Virot, ni un abaniquero como M. Alexandre: en suma, no sabemos hacer nada o casi nada primoroso. Nuestro orgullo, además, nos impide buscar salida para nuestras mercancías, encomiándolas, presentándolas y ofreciéndolas con insistencia. Casi todos los españoles tenemos por artículo de fe y por norma de nuestra conducta mercantil aquello de que el buen paño en el arca se vende, y cuanto paño fabricamos nos parece bueno.

Deduzco yo de todo lo dicho que en España pudieran por ahora salir fallidas las leyes del libre cambio, porque al fin no hay ley ni regla sin excepción, y que, a no ser por otra ley más poderosa, la ley de afinidad europea, que nos hace seguir el movimiento ascendente de toda esta gran república o confederación de naciones, las agonías que pasamos pudieran convertirse en muerte. Entre tanto, es indudable para mí, y para todo el que no esté obcecado por vanas teorías, que España consume hoy mucho más de lo que produce. Y esto, no sólo el Estado, sino también la sociedad. En balde nos afanamos por enjugar el déficit. Es menester trabajar mucho más o gastar mucho menos. Es menester, sobre todo, no pedir prestado; no seguir trampeando.

Prescindiendo de la honra de España que ha sido puesta en la picota y sacada a la vergüenza en muchas casas de contratación, las condiciones con que nos dan dinero son espantosas, judaicas, usurarias por modo heroico. Cada millón nos cuesta más de cuatro, que si hoy son nominales, podrán ser efectivos, si por un milagro de la Providencia llegamos a salir de la miseria presente. Hacemos un contrato aleatorio; jugamos con nuestro porvenir; de suerte que, si alguna vez tenemos el gusto de mejorar de fortuna, este gusto se acibarará con el disgusto de deber realmente cuatro a quien no nos prestó más que uno; de proporcionarle una moderada ganancia de 400 por 100 en el capital. Entre tanto, los intereses que pagamos son por lo menos de un 12 por 100. Tal vez nos arreglemos por tal arte que sean de un 16 o de un 18.

Cualquiera trato o negociación que se haga, o se haya hecho o se esté haciendo, para obtener dinero, disimulará tal vez el sacrificio a los ojos profanos; pero no le mitigará. Es seguro que el dinero que tomemos, por enrevesado que sea el método de tomarle, nos ha de costar lo mismo o más que por el método sencillo y expeditivo de emitir Treses. Trasmitida la operación al idioma pintoresco del vulgo, será siempre tirar de los pies a un ahorcado.

Dicen los que entienden de Hacienda, que es menester proporcionarse recursos y que no nos los podemos proporcionar con menos sacrificios. Si esto es así, Dios me libre de criticar al Sr. Ministro de Hacienda. Lo único que yo diré y digo es que el artificio de tomar prestado de un modo tan ruinoso no es muy ingenioso, ni muy sutil, ni muy peregrino, y que, si la ciencia de la Hacienda consiste en eso sólo, se puede suponer que no hay tal ciencia de la Hacienda, y que el último patán puede hacer lo mismo que el profesor más hábil.

He vacilado y vacilo aún en publicar esta Meditación, harto rara; estos desordenados pensamientos míos, que la angustia en que vivimos y el terror que infunde en algunos corazones la ciencia económica española, me han inspirado, sin poderlo yo remediar.

Repito asimismo que aquí no se aducen otras razones que las del mero sentido común más rastrero; y que desde la bajeza de este sentido común a la altura de la ciencia ha de haber una distancia infinita.

Todo esto lo reconozco y lo proclamo. Sin embargo, tal es el amor que tenemos a nuestros hijos, y la presente Meditación es hija mía, que aunque haya nacido enclenque y ruin; no he de atreverme a matarla. Más bien me atreveré a darle vida, aunque sea vida efímera y trabajosa, publicándola en un periódico, y exponiéndome por amor paternal a las iras o al menosprecio de los sabios, que tal vez hacen en este momento la felicidad de la patria. Tal vez murmuramos, como murmuraba la chusma a bordo de las carabelas la víspera de aquella feliz y memorable aurora en que por vez primera aparecieron a los ojos espantados de los europeos las risueñas y fecundas costas del Nuevo Mundo. Tal vez murmuramos, como murmuraban los israelitas en el desierto porque no llegaban a ver la Tierra Prometida; y eso que el Maná y las codornices que les daba su Moisés no costaban nada, y los millones que nos da nuestro Moisés cuestan mucho.

En fin, sea como sea, yo me atrevo a publicar esta endiablada Meditación. Al cabo, no soy esparciata para dar muerte a mis hijos enfermizos, aunque tenga que ser esparciata y tengamos que ser esparciatas todos los españoles para tragar la salsa negra, si siguen las cosas así.

Considere el pío lector que esta Meditación es como un entretenimiento y nada más, y sea verdaderamente pío, que harto lo exige el caso. Lea mi Meditación sobre el dinero como quien lee un libro de cocina cuando tiene hambre, y hallará en mi Meditación algún consuelo y alivio.

Si por dicha, que no es de esperar, mi Meditación no pareciese muy mala, tal vez me animaría yo a escribir otra sobre las contribuciones y los empréstitos de España, diciendo siempre lo que dice el vulgo y nada más que lo que dice el vulgo, sin meterme en honduras.

LAS ESCRITORAS EN ESPAÑA

Y ELOGIO DE SANTA TERESA.

Nada podría lisonjearme y agradarme más que el encargo que me habéis dado de contestar al bello discurso que acabamos de oír. Su autor, recibido hoy en el seno de esta corporación, está unido a mí por lazos de parentesco, y, lo que es más estimable y grato, por amistad de mucho tiempo, jamás interrumpida hasta ahora y que promete no serlo nunca.

Si la disposición de ánimo, que de este afecto nace, no tuerce mi juicio, inclinándole a la benevolencia, me atrevo a afirmar que la obra literaria, que el nuevo Académico nos ha leído, corrobora las razones que para elegirle tuvisteis, siendo dichosa muestra de sobriedad, tersura y sencilla elegancia de estilo y cumplido dechado de crítica juiciosa.

Pero, por mucho que valga su discurso, el Conde de Casa-Valencia había exhibido antes otros títulos de más valer para aspirar a tomar asiento entre vosotros.

No pocas veces he discutido yo con él acerca de un punto importantísimo en la historia de toda literatura, y singularmente de la española, en nuestros días. Fundábase nuestra controversia en este aserto, que dábamos por sentado: en nuestra España apenas tiene el escritor el incentivo del lucro, o es tan ruin el incentivo que no debe suponerse que sea él y no el amor de la gloria quien a escribir estimule.

La controversia era, pues, sobre si tal carencia, ineficacia o escasez de incentivo, era un bien o un mal para las letras.

Como yo no vengo aquí a hacer pública confesión de mis culpas, no diré si por carácter vacilo; pero sí confesaré que, salvo en ciertas cuestiones de primer orden, en que sostengo siempre la misma opinión, rayando en tenacidad mi consecuencia, suelo en muchas otras, que considero secundarias, vacilar con demasía y no acabar nunca de decidirme, fluctuando entre los más encontrados pareceres. Percibo o imagino qué percibo cuantos argumentos hay en pro y en contra, y ya me siento solicitado por unos, ya atraído por otros, en direcciones opuestas.

En este asunto de las letras mal remuneradas me ocurre, mil veces más que en otros, tan lastimosa fluctuación.

Prescindo del interés que como escritor me induce a desear que los libros se vendan a fin de hallar en componerlos medio honrado de ganar la vida. Y libre mi criterio de esta seducción, diré en breves frases lo que en pro de ambos pareceres se presenta a mi espíritu.

Cuando era yo mozo, me encantaba la lectura de un tratado del célebre Alfieri, cuyo título es Del Príncipe y de las letras. Nada me parecía más razonable que lo que allí se afirma. Todavía, en tiempo del autor, los poetas, los filósofos, los que componían historias, todos los escritores, en suma, contaban poco con el vulgo, y esperaban o gozaban remuneración por sus trabajos de algún magnate, monarca, tirano o señor espléndido, que los protegía. Contra esto se enfurece Alfieri, declama con severa elocuencia y se desata en invectivas y en raudales de indignación. Para complacer al príncipe, magnate o tirano, a quien se sirve y de quien todo se espera o teme, importa adular, encubrir a menudo las verdades más provechosas al género humano y emplear un estilo sin nervio. El escritor, pues, que se respete y que estime su misión en lo que vale, es menester que se sustraiga y emancipe de la protección y tutela del tirano, que aprenda y ejerza oficio manual para vivir independiente, y que, de esta manera, escribiendo sólo por amor a la gloria y por filantropía, esto es, por deseo santísimo y purísimo de adoctrinar a los hombres y de hacerlos más virtuosos, componga obras merecedoras de pasar a la posteridad, para bien de las generaciones futuras, a quienes sirvan de guía y norte.

Todos estos razonamientos repito que me encantaban. Y yo daba gracias fervientes al cielo porque me había hecho nacer en una edad en que las cosas habían cambiado de tal suerte, que el escritor, contando con el público, para nada necesitaba de tirano a quien adular, ni a fin de no incurrir en su enojo se veía obligado a callar las más útiles y hermosas teorías.

 

Después vinieron la contradicción y la duda. Esto que hoy se llama público y que en lo antiguo con vocablo menos respetuoso se llamaba vulgo, ¿no es tirano también? ¿No es menester adularle si queremos ganar su voluntad? ¿No conviene decirle las cosas que le deleitan para tenerle propicio? ¿No se necesita callar las verdades más sanas para que no se enfade?

Si el público fuera en realidad equivalente al vulgo, si el público y el pueblo fuesen la misma entidad, aún se podría sostener que posee, si no reflexivo acierto para apreciar la bondad, la verdad o la belleza, instinto semi-divino y casi infalible que le lleva a fallar sobre todo ello con justicia. Pero, entre las muchedumbres que gozarán, a no dudarlo, de tan noble instinto, y el escritor que a ellas se dirige, siempre o casi siempre se interpone cierta capa social, aunque leve y sutil, muy tupida, donde la voz se embota y apaga o el escrito se detiene, sin llegar ante los ojos o sin penetrar en los oídos de ese vulgo o de ese pueblo, que exento de prejuicios y con certera candidez sabría decidir lo justo, si la voz o el escrito se pusiera a su alcance. Detenidos éstos en la mencionada capa social, sólo de ella pueden los escritores esperar hoy el galardón que apetecen. Lo malo es que las gentes que forman esta capa social son, a mi ver, poco a propósito para el fallo. Egoístas en grado sumo, se dejan arrastrar de la pasión o del interés del momento. Hasta lo más excelso y trascendental se subordina a la moda: ora por moda son creyentes; ora por moda son impíos. A la adulación se hallan tan propensos como el más engreído tirano. Y suelen carecer del buen gusto de que algunos tiranos, protectores de las letras, han dado pruebas brillantísimas. Bien puede ponerse en duda que haya habido jamás clase media bastante ilustrada para competir en tino, al proteger la poesía y las demás letras humanas, con Pericles, Augusto, Mecenas, Bembo, Leon Décimo, Lorenzo el Magnífico, Luis XIV de Francia y el Duque de Weimar. Ni sé yo, si se ahonda y escudriña bien este negocio, qué cosas tan útiles al linaje humano se hubieron de callar los protegidos por no incurrir en el desagrado de sus egregios protectores. ¿Qué prohibiría decir, por ejemplo, el Duque de Weimar a Herder, Wieland, Lessing, Goethe y Schiller? Yo me doy a entender que ellos dijeron todo lo que quisieron, y que, sin miedo de perder el favor del amable soberano que los hospedaba y regalaba con generosa magnificencia, permítaseme lo familiar de la frase, se despacharon a su gusto.

No se opone esto a que Alfieri en general tuviese razón; pero es menester hacer extensivo su argumento no sólo al escritor que se somete a un príncipe, sino también al escritor que al público se somete. Por donde vendrá a inferirse que la verdadera independencia y nobleza de quien escribe está en el propio ser de su alma y no en la circunstancia exterior de que viva asalariado por un príncipe o por un mercader de libros que le paga con lo que del público cobra.

Sea como sea, en el día este segundo modo de ganar algo con las letras es el único posible. Los príncipes no son señores de vidas y haciendas; apenas se halla tirano, amable o no amable, que pueda disponer de la fortuna pública para proteger a los poetas y literatos; y lo más natural es que éstos se hagan pagar por el público su trabajo; porque no se ha de confundir por ningún estilo el antiguo patrocinio de los príncipes con lo que hoy se llama protección oficial. Esto, por muchas garantías que se den y por más exquisitas precauciones que se tomen, tiene todos los inconvenientes de los otros dos modos de protección. En lo tocante a servilismo baja hasta lo ínfimo, pues no se trata ya de adular a los Médicis o al distinguido y simpático Duque de Weimar, sino al Ministro, tal vez zafio y oscuro, al Director, tal vez lego, y acaso, acaso, al triste Oficial del Negociado. Las elegancias cortesanas, los primores del estilo, la atildada compostura, que para ganar la protección de la Corte se requerían, están aquí de sobra. Por todo lo cual entiendo que de esta protección oficial, concedida en virtud de prosaicos expedientes, sólo nace una literatura enfermiza y enteca, como planta criada en invernáculo: libros de pacotilla, sin elevación ni libertad de espíritu en quien los escribe, y desprovistos además de aquella distinción y de aquella pulcritud aristocráticas, que siempre son un mérito, no existiendo otros de más sustancia.

Así, pues, yo propendo a creer que es inútil, si no por todo extremo nociva, la protección oficial a la literatura, y en particular a la amena, y sólo comprendo que proteja y subvencione el Estado ciertas producciones tan hondas, sutiles y tenebrosas, que se pueda presumir razonablemente que no cuentan en una nación, medio culta siquiera, con un público que pase de cien personas, como por ejemplo, un libro de matemáticas sublimes, erizado de fórmulas, signos y figuras, y atiborrado de cifras, misteriosas para el profano. Lo demás, o dígase novelas, versos, historia, política, y hasta filosofía, el público debe pagarlo, y si no lo paga, mejor es que no se escriba o que se escriba de balde.

Casi se puede afirmar que tal es el caso en España.

Aquí renace la cuestión. ¿Esto es un mal o es un bien? Yo, a pesar de mis vacilaciones, y a pesar del interés personal que me lleva a creer lo contrario, creo que es un bien.

Todo el que tiene o imagina tener algo peregrino, bello y nuevo que decir, de seguro que no se lo calla; lo dice, aunque no se lo paguen. Por decirlo es muy capaz de pagarlo, si tiene dineros. ¿Hay mayor hechizo que el de que nos escuchen o nos lean? Fiado en este hechizo, trazó Leopardi el gracioso y lucrativo proyecto de una compañía o sociedad de oyentes, que se haría pagar por oír a los autores. El filósofo que inventa un sistema, el vidente que percibe al numen agitando su alma, y el poeta a quien el estro hiere y aguija con invencible brío, escribirán sus filosofías, sus poesías y sus visiones, aunque nada les valgan. El escribir entonces será de veras sacerdocio: algo de devotísimo y sagrado que no se tomará por oficio. Se escribirán pocos libros medianos. Sólo se escribirán algunos buenos.

Y se escribirán muchos pésimos, por los alucinados de la gloria; pero esto no obsta, porque el rió del olvido los arrastrará en su corriente, a poco de haber salido a luz y sin dejar huella ninguna.

De que los libros no valgan dinero resultará que todos aquellos hombres de entendimiento, que sirven para algo, harán mil cosas útiles y no escribirán. Sólo escribirán los verdaderamente inspirados, los amantes de la gloria, los punzados e impelidos por el estro, los que tienen algo grande y nuevo que decir, o el que absolutamente no sirve para nada, y, como ha seguido carrera literaria, se hace escritor, desesperado de no poder ser otra cosa y para consolación en su desventura.

Infiero yo de aquí que no reflexionan derechamente los que, llenos de terror de que haya tanto letrado en España, dicen que deben dificultarse las carreras a fin de que muchos tomen oficio o se empleen en más humildes menesteres; porque nuestras aficiones hidalgas o señoriles no lo consentirán nunca; y, si el que estudia algo, aunque sea poco, se convierte hoy en autor, cuando no estudie nada, y no espere regalo y favor de las musas, como ya hacen muchos que no han cursado en las Universidades, se convertirá en hacendista, y las cosas empeorarán. Un poeta, por perverso que sea, es al cabo menos dañino que cualquiera aspirante a ministro de Hacienda, o a banquero o a director del Tesoro.