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Al compás que una sociedad vaya siendo más perfecta y bien organizada, el dinero irá adquiriendo una virtud más significativa (aproximándose a la infalibilidad) de que es inteligente, laborioso y precavido quien le posee. El dinero representará entonces el talento, el trabajo y otras muchas virtudes. El no tener dinero significará, casi equivaldrá a ser holgazán, ignorante y para poco. No hemos llegado aún, por desgracia, a este grado de perfección social, y hay aún muchas personas que adquieren mal el dinero. Mas como el confesar que el mayor número le adquiere mal, aun dado que esto fuera cierto, sería ocasionado a gravísimos peligros, y daría pretexto a los pobres para odiar a los ricos, todas las personas razonables y amigas del orden y del sosiego públicos, debemos creer y creemos que no hay dinero mal adquirido, mientras un tribunal no pruebe lo contrario. Por donde legítimamente, y echando a un lado la mala pasión de la envidia, el ser rico significa, y tiene que significar, que vale más quien lo es que el que es pobre. En resolución, el dinero es y tiene que ser la medida exacta del valer de una persona.

Cierto que hay algunas rarísimas virtudes y prendas superiores al dinero, que no traen dinero, y que, en el momento en que se tuviesen o ejerciesen con el fin de adquirir dinero, dejarían de ser tales virtudes; pero tales virtudes tienen su precio en ellas mismas. La virtud por excelencia es tan preciosa, que nada hay en la tierra que pueda pagarla. Por esto me ha parecido siempre ridículo todo premio ofrecido a la virtud. Quien se pusiera a ser virtuoso para ganar el premio, no sería virtuoso. Ni siquiera suelen ganarse con la virtud la fama y el respeto de los hombres, porque es difícil de averiguar si el virtuoso lo es por firmeza y rectitud de alma o por apocamiento, necedad o cobardía; y los hombres, como no sea la virtud muy manifiesta, procuramos siempre atribuirla a dichas calidades negativas. Así es que, en casi todos los idiomas antiguos y modernos, la palabra bondad, apartada de su sentido recto, significa simpleza, como dabbenaggine en italiano, euetheia en griego, bonhomie en francés, etc., etc. Pero como la virtud es y debe ser también superior a la vanagloria, el virtuoso, no sólo debe serlo aún a trueque de ser pobre, sino a trueque de pasar por un solemne majadero.

Ciertas declamaciones y diatribas contra los vicios, la corrupción y el lujo, me han parecido siempre más propias de la envidia o de la sandez que de un espíritu recto y juicioso. Cuando se dice, por ejemplo, el hombre de bien está arrinconado y desatendido y vive pobremente, y tal bribón habita en un palacio y da fiestas espléndidas; la mujer honrada anda a pie por esas calles, llenándose de lodo, y tal manceba va con sedas, encajes y joyas, en un soberbio coche; cuando esto se dice, repito, yo no puedo menos de reírme en vez de conmoverme. Pues qué, ¿se quiere que la probidad se pague con palacios, y la castidad con diamantes y trenes? Entonces los mayores galopines se harían probos para vivir a lo príncipe, y las suripantas echarían la zancadilla a Lucrecia y a Susana, a fin de conseguir por ese medio lo que por el opuesto logran ahora. La verdad es que el mundo anda menos mal de lo que se cree.

Mucho tiene que sufrir la virtud; pero si no tuviera que sufrir ¿sería virtud? ¿Qué mérito tendría? Y sin duda que la piedra de toque, en que se aquilata y contrasta el sufrimiento, es esta duda en que deja el virtuoso a los demás hombres acerca de si su virtud es tontería, impotencia o amilanamiento y poquedad de espíritu. Hombres hay que no resisten a esta prueba. Han tenido valor para quedarse pobres, pero no le tienen para pasar por tontos. Mujeres honradas ha habido que tienen valor para vivir con poco dinero, mas no para que crean que ha faltado quien se le quiera dar. ¡Dios nos libre de esta gran tentación de evitar la nota de mentecatos y para poco! ¡Dios libre a las mujeres honradas de esta gran tentación de evitar la nota de faltas de donaire y atractivo!

Fuera de estas excelencias y sublimidades de nuestro ser, apenas hay otra calidad en el hombre que no tenga por medida el dinero. La ciencia especulativa y la poesía más elevada se sustraen sólo a dicha medida. Ni la ciencia especulativa, ni la poesía más elevada, están por lo común al alcance del vulgo. Al sabio y al poeta rara vez la fama puede consolarlos de ser pobres, si lo son. Los pensamientos sublimes, y la delicadeza y el primor del estilo, son prendas que pocos saben estimar. La gloria es casi siempre tardía para este linaje de hombres. Pocos semejantes suyos aciertan a comprender lo que valen. Así es que su fama va cundiendo y acrecentándose por autoridad, disputada y contradicha a menudo, y tan lenta y pausadamente, que el sabio y el poeta suelen morirse sin gozar de aquel respeto y aun adoración que más tarde se tributa a su memoria.

El mismo sabio, y más aún el poeta, por excelente crítico que sea, no se pueden consolar con la conciencia y seguridad de su valer, por los demás hombres desconocido o negado. No saben a punto fijo si el juicio que forman sobre ellos mismos está torcido por el amor propio.

Una obra de ingenio es harto difícil de juzgar, y la buena reputación que adquiere se debe a pocos sujetos entendidos que logran imponer su opinión, a veces al cabo de muchos años, cuando no de siglos. Los demás hombres se someten a esta opinión por pereza, o porque habiendo ya muerto el autor de la obra, les importa poco que sea celebrado y ensalzado. La idea de que la fama de aquel autor redunda en honor de la patria o de la humanidad toda, contribuye a que, contenidos por cierto egoísmo, sean pocos los hombres que tiren a destruirla. Por lo demás, la gloria de los grandes escritores suele ser póstuma y sumamente vana. De cada mil personas que citan, por ejemplo, a Homero como al primer poeta épico, diez a lo más, en los países cultos, le han leído, y de estas diez, nueve se han aburrido o dormido leyéndole: una sola ha gustado acaso de aquellas bellezas y excelencias.

La poesía, pues, en su más elevada acepción, así como la virtud en su acepción más elevada, tiene sólo la recompensa en ella misma, en la creación de lo ideal, en la fijación y depuración de la belleza, que aparece escasa, mezclada con elementos extraños y fugitiva en el mundo, y a quien el poeta aparta y sustrae de lo feo, y da una vida inmortal, a fin de que gocen de ella las pocas almas que por su propia hermosura son capaces de comprenderla.

Entiéndase, con todo, que, salvo las mencionadas archi-sublimes excepciones, nada es más falso en cierto sentido que aquello de que honra y provecho no caben en un saco. Al contrario, cuando el público no honra es cuando no enriquece, y siempre enriquece cuando honra. El más o el menos de enriquecer depende de circunstancias que nada tienen que ver con la honra. En los países ricos y prósperos, el buen poeta que, por la condición de su ingenio, se hace popular y famoso, se hace también rico. Y, aparte el respeto que se le debe, Adam Smith se equivocó al suponer que los comediantes, cantores y bailarines, ganaban mucho dinero en compensación del decoro que perdían en su oficio, el cual, si fuese más honrado, sería ejercido por más personas hábiles, y esta concurrencia haría bajar el precio. Los susodichos artistas están mucho mejor mirados en el día que en tiempo de Adam Smith, y no por eso abundan los buenos, ni se venden baratos sus servicios. Se venden caros, porque hay pocos que sean aptos para hacerlos; y porque la manera de pagarlos se presta a que subsista la carestía, compartiéndose la carga entre muchísimas personas.

Resulta de lo expuesto, y aún resultaría más claro si me extendiese cuanto pide la magnitud del asunto, que por la misma naturaleza de las cosas, y sin que deba nadie quejarse de ello, ni hacer un capítulo de culpas a nuestro siglo, ni a los pasados, ni a los hombres de ahora, ni a los de entonces, lo más universalmente respetado, amado y reverenciado es el dinero, y por lo tanto, aquel que le posee. Aun las mismas almas celestiales y puras, enamoradas del amor, de la gloria y de todo lo bueno y santo, andan también enamoradas del dinero, como medio excelente de que tengan buen éxito aquellos otros enamoramientos etéreos.

La generalidad de los hombres ama más el dinero que la vida. Cualquiera persona, por poco simpática que sea, cuenta de seguro con unos cuantos amigos que aventurarían por ella la vida, que le harían el sacrificio de su existencia. ¡Cuántos salen al campo en duelo a muerte por defender a un amigo! Casi nadie, sin embargo, sacrificaría por un amigo su caudal, ni la vigésima, ni la centésima parte de su caudal. Se está un hombre ahogando, se está otro quemando vivo en una casa incendiada, y, dicho sea en honra de la humanidad, rara vez falta quien por salvarle se aventure, se arroje a las ondas embravecidas o a las llamas. Sin embargo, el héroe salvador quizás ha rehusado algunos días antes dar una limosna de dos reales a la persona salvada ahora tan generosamente. Viceversa, los agraciados estiman siempre más el sacrificio que se hace por ellos de una pequeña suma de dinero, que el de la vida misma. Y esto por mil razones muy justas. La vida se sacrifica o se expone por cualquiera cosa; el dinero no. No hay pelafustán que no tenga una vida que exponer como cualquiera otra vida; pero no todos tienen dinero que exponer o sacrificar. El funámbulo, el domador de fieras, el albañil subido en un andamio, el minero que penetra en una mina insegura, en fin, casi todos los hombres exponen su vida por cualquier cosa, por un miserable jornal, por una mezquina cantidad de dinero. ¿Qué hizo más Edgardo por Lucía de Lammermoor, qué hizo más D. Suero de Quiñones por la señora de sus pensamientos, que lo que puede hacer y hace a cada instante, con menos estruendo, el último perdido, por ganar unas cuantas pesetas? Por consiguiente, una considerable suma de pesetas vale más que los arrojos de Edgardo y que las bizarrías de D. Suero.

 

Es evidente que el pobre, aunque puede amar, no puede expresar su amor de un modo tan claro y tan brillante como el rico. Así es que los ricos suelen ser más amados que los pobres, aun por las mujeres desinteresadas.

El dinero da asimismo mérito intrínseco, y el no tenerle le quita, le merma o le anubla. El dinero da buen humor, urbanidad, buena crianza, y, como diría cierto diplomático, soltura fina. Nada, por el contrario, ata y embastece más que la pobreza. El pobre es tímido y encogido, o anda siempre hecho una fiera. Toda palabra en boca del rico es una gracia, por donde, la misma confianza que tiene de que sus gracias van a ser reídas y aplaudidas, le da ánimo e inspiración, para ser gracioso. El pasmo con que todos le miran, el gusto con que todos le oyen, hace que parezca gracioso, aunque no lo sea. Pero lo es, y no cabe duda en que lo es. Yo, por ejemplo, he oído en boca de un señor muy rico todos los cuentecillos más groseros y sucios que refieren los gañanes de mi tierra, y que ya ni el atractivo de la novedad debieran tener para mí ni para nadie, y sin embargo, me he reído como un bobo, me han hecho mucha gracia, y los he encontrado llenos de aticismo en boca de dicho señor. Creo, además que, en efecto, lo estaban, porque yo no me movía a reírlos ni a celebrarlos con falsa risa, ni por interés alguno. La seguridad, la superioridad, el magnetismo sereno, que trae consigo el tener dinero, producían este fenómeno.

No se debe extrañar, pues, que las personas ricas sean amadas y admiradas. En el día las amamos con más desinterés que antes. Nunca, por ejemplo, ha habido menos hombres mantenidos por mujeres que en esta época, si se exceptúa bajo la forma legítima, aunque desairada, del coburguismo. En otras edades era frecuente, casi general, y no estaba mal mirado el coburguismo ilegítimo masculino, desde Ciro el Menor con Epiaxa, reina de Cilicia, señora es de creer que ya jamona, a quien aquel héroe sacaba mucha moneda, hasta los galanes caballeros de la corte de Luis XIV y Luis XV.

Lo que es el coburguismo femenino, legitimo, o ilegítimo, sigue hoy como en las primeras edades del mundo, desde Raab y Dalila hasta la gallarda y elegante Cora. Este coburguismo es más disculpable que el masculino. Lope de Vega le disculpaba diciendo:

 
No estaba pobre la feroz Lucrecia,
Que, a darle Don Tarquino mil reales,
Ella fuera más blanda y menos necia.
 

Y Ariosto, con la leyenda El Perro precioso, inserta en el Orlando, le disculpa mucho más. Yo no le disculpo, pero le excuso, aunque no sea más que por el desinteresado amor y la admiración sincera que infunde el hombre rico, como no sea una bestia, aun en las almas más escogidas y nobles.

El hombre rico se hace en seguida gran conocedor de las bellas artes y de la literatura, y las protege, remedando a Lorenzo el Magnífico y a Mecenas; adorna y hermosea su patria con soberbios monumentos, como Herodes Atico; y hace, por último, otros cien mil beneficios.

Aunque no haya sido muy moral ni muy amante del orden antes de ser rico, luego que lo es, el mismo interés le presta por lo menos una moralidad y una religiosidad aparentes que no dejan de ser útiles.

Infiero yo de todo lo dicho que no debemos achacar a corrupción de nuestro siglo, ni a perversidad del linaje humano, este amor entrañable que todo él profesa al dinero. ¿Qué otra cosa ha de amar en la tierra, si no ama el dinero, que las representa todas, las simboliza y las resume? Lo cierto es que casi todo lo útil, lo conveniente, lo práctico que se hace en el mundo, se hace por este amor. El dinero es la fuerza motriz del progreso humano, la palanca de Arquímedes que mueve el mundo moral, el fundamento de casi toda la poesía, y hasta el crisol de las virtudes más raras. La mayor parte de los hombres que desprecian o aparentan despreciar el dinero, lo hacen por despecho y envidia; imitan a la zorra, diciendo: no están maduras. Los que aman con sinceridad la pobreza, los que la creen y llaman dádiva santa desagradecida, o son locos, o son santos: son Diógenes o San Francisco de Asís; a no ser que entiendan por pobreza cierta virtud magnánima que consiste en poseer y gozar todas las cosas con desdén y desprendimiento, como si no se poseyesen ni gozasen.

No hay nada en este mundo sublunar que proporcione más ventajas que el tener dinero. Los pocos inconvenientes que trae, o son fantásticos, o son comunes a toda vida humana, o se van allanando o disipando con la cultura.

Era antes el principal, como ya he dicho, el peligro de muerte en que se hallaba de continuo el acaudalado, como no ocultase mucho sus riquezas. Para ser impune, paladina y descuidadamente rico, era menester ser tirano, señor de horca y cuchillo, o algo por el mismo orden, que diese mucho poder y defensa. Este inconveniente va desapareciendo ya casi del todo.

Otro inconveniente, que encuentran en el dinero los corazones extremadamente sensibles y los espíritus cavilosos, es fantástico y absurdo. Consiste en el temor de ser amado por el dinero y no por uno mismo. Nada más ridículo que este temor. Ya hemos probado que el dinero es más que la vida. El dinero es, por consiguiente, una parte esencial de la persona. Un filósofo alemán diría que el dinero se pone en el yo de una manera absoluta. Más necio es, pues, atormentarse, porque quieren a uno por el dinero, que atormentarse porque quieren a uno porque es limpio, bien criado, elegante, instruido etc.; calidades todas que se adquieren artificialmente lo mismo que el dinero; que se deben al dinero en más o en menos cantidad. Acaso no sea yo mejor que el último mozo de cordel de Madrid, ora física, ora intelectual, ora moralmente considerado, y con todo, suponiéndome soltero, cualquiera linda dama podría tener aún el capricho de enamorarse de mí, sin que nadie lo censurara; pero, si del mozo de cordel se enamorase, todo el mundo tendría esta pasión por una extravagancia o por una locura. Luego, en último resultado, lo que mueve a amar, a no ser extravagantísimo el amor, es el dinero, o algo que representa dinero, o que se adquiere con dinero. Lo que yo he gastado en instruirme, pulirme, asearme y atildarme, no es más que dinero.

Finalmente, la mayor y más envidiable ventaja que el dinero proporciona, es la autoridad y respetabilidad que da a quien le tiene, y la justa confianza que quien le tiene inspira.

III.

De estas consideraciones sobre el influjo del dinero o de la riqueza en el individuo, quisiera yo pasar a discurrir con mayor extensión sobre el influjo de la riqueza en la cultura y poder de las naciones; pero no haré más que consignar aquí algunos ligerísimos conceptos. Me arredra el temor de extraviarme, y la conciencia de mi poquísimo saber en Economía Política, ciencia que, al cabo, después de mucho cavilar, han venido todos los autores a coincidir con Aristóteles en que trata del dinero, o, en general, de la riqueza, por donde la llama Crematística el sabio de Estagira. Y es mayor infortunio aún que el de mi propia ignorancia, el de que,

 
Después de haber revuelto cien mil libros
De aquesta ciencia enmarañada y torpe,
 

nadie logra saber a las claras lo que es riqueza. Todas las definiciones son discordantes; y resulta que la ciencia empieza por no saber definir, determinar y declarar el objeto de la ciencia misma. Ni está más adelantada en la definición de las otras palabras científicas, como valor, precio, capital, industria y cambio; lo cual no es extraño, porque ignorándose aún lo que es riqueza, que es la idea o palabra fundamental, por fuerza se ha de ignorar o se ha de estar en desacuerdo sobre lo restante.

Malthus decía: «Después de tantos años de investigaciones y de tantos volúmenes de descubrimientos, los escritores no han podido entenderse hasta ahora sobre lo que constituye la riqueza; y mientras que los escritores que se emplean en este negocio no se entiendan mejor, sus conclusiones no podrán ser adoptadas como máximas que deban seguirse.»

Dedúcese de aquí, por sentencia y autoridad de Malthus, que no debemos seguir las máximas ni hacer caso alguno de cuantos economistas le precedieron en los siglos xvi, xvii y xviii, y en el primer tercio del presente. Todos estos economistas no sabían lo que decían, según Malthus; y cuenta que entre ellos están Smith, Say, Storch, Ricardo, Gioja, Mac-Culloch y otras eminencias. No han adelantado más posteriormente otros sabios en dar estas definiciones. Stuard Mill desiste de definir lo que es riqueza, y dice que basta que en la práctica lo entendamos, con lo cual sigue adelante. Bastiat se enreda en sus Armonías con otros economistas rivales, y trata de probarles que son unos ignorantes o unos necios que desconocen lo que es el valor.

En efecto, uno de estos economistas se empeña en demostrar que el valor de una cosa consiste en el obstáculo vencido para producirla; de lo cual deduce que, mientras más fácil se haga la producción, disminuyendo los obstáculos, menos valor tendrán las cosas; de modo que, mientras más cosas haya, seremos más pobres. Conviene, pues, crear obstáculos para la producción, a fin de que, costando mucho el producir, valgan mucho también las cosas producidas, y seamos ricos. Imposible parece que tales ideas se sostengan, y hasta que se impugnen con seriedad. Entre tanto, Bastiat, que está razonable en este punto, entiende luego el cambio, no como es, sino como debiera ser; y sobre este cambio modelo, ideal y fantástico, levanta todo un edificio científico que trae enamorados a nuestros jóvenes economistas. En el cambio, no cabe duda que debe darse siempre lo superfluo por lo necesario, y ganar, por lo tanto, todos los cambiantes. Pero ¿es esto lo que en realidad acontece? ¿No es, al revés, frecuentísimo el que, por vanidad, por moda, por capricho, o por extravagancia, demos lo necesario, no ya por lo superfluo, sino hasta por lo dañino? Se dirá que ambos cambiantes satisfacen una necesidad, y que en este sentido ganan. Pero si por necesidad se entiende un vicio, una manía, una mala costumbre, un apetito bestial, ¿cómo hemos de convenir? Pues que, ¿ganan los chinos comprando opio para envenenarse con él? ¿Ganan y prosperan los jornaleros que, de los cinco o seis reales que tienen de jornal, emplean dos o tres en vino y uno en tabaco, matando quizás de hambre a sus mujeres y a sus hijos? ¿Gana el marido, débil o vano, que se empeña para que su mujer tenga palco en la Opera? ¿Gana, en suma, el que no ahorra, el que consume más de lo que produce, el que sobre sus rentas gasta su capital, el que tiene habilidad para adquirir diez y tiene necesidad de consumir treinta o ciento? Claro está que no gana, sino que pierde, y al fin se arruina. Y lo que sucede con los individuos, ¿no puede suceder, y no sucede también con las naciones?¿Así como hay individuos poco hábiles para producir y muy hábiles para gastar, no puede haber, y no hay, naciones con las mismas cualidades? La holgazanería, el despilfarro y la ineptitud, ¿no pueden darse en una nación como se dan en un individuo?

Yo no temo que ninguna nación europea, por muy plagada que esté de los mencionados achaques, venga al fin a perderse y a destruirse, como se destruyeron y perdieron aquellos imperios colosales del centro del Asia; como se hundieron aquellas poderosas civilizaciones, asombro del mundo antiguo. Yo no temo que a Madrid, a Sevilla, a Lisboa o a Florencia, les venga a suceder lo que a Sidon y Tiro, Susa, Ecbatana, Nínive, Bactra y Babilonia. Aunque consumiesen mucho más de lo que produjesen, el castigo se limitaría a largos períodos de forzada abstinencia y de lastimosos apuros, a que el atraso con relación a otros pueblos de Europa fuese mayor, y a que siguiesen arrastrándonos y llevándonos como a remolque las demás naciones. Pero tal es la fe que yo tengo en la virtud progresiva, en la energía vital de la civilización europea, que ni siquiera puedo concebir que muera una nación que esté en su seno poderoso y vivificante. Sin embargo, la abstinencia de que hemos hablado, los apuros, el ir a remolque y la vergüenza del atraso y de la inferioridad, no dejan de ser rudo castigo.

Para discurrir, partiendo de un punto fijo, sobre estos asuntos tan difíciles, convendría primero explicarse el por qué de ciertos fenómenos que ofrece la moderna civilización europea, fenómenos al parecer contrarios a todo aquello que en las antiguas civilizaciones se notaba; de donde proviene el que haya hoy sentencias, que se dan por axiomáticas, y que son enteramente contrarias a otras sentencias que poco ha pasaban por axiomáticas también.

En lo antiguo, y al decir en lo antiguo no vamos muy lejos (Miguel Montaigne y Machiavelli pensaban así), la rudeza y la pobreza se creía que daban bríos y nervio a las naciones mientras que la riqueza y la cultura las enervaban. Pobre era Alejandro y venció al rico Darío; pobres y rudos eran los romanos y subyugaron los ilustrados, cultos y ricos reinos de Macedonia, Siria y Egipto. Cuando los godos invadieron la Grecia, se refiere que intentaron quemar todas las bibliotecas; pero un astuto y discreto capitán de los godos hubo de persuadirles de que con las bibliotecas los griegos se hacían afeminados, muelles y cobardes, y que así era conveniente dejarles los libros para tenerlos siempre bajo el yugo. De esta suerte las bibliotecas se salvaron.

 

En nuestros días, por el contrario, si una nación se propusiese debilitar a otra, procuraría hacerla ignorante y pobre. La ciencia y la riqueza, lejos de enflaquecer hoy a los pueblos, les dan energía y pujanza; pero, bien consideradas las cosas, no hay en esto la menor contradicción. En lo antiguo, solía ser uno de los más usuales modos de adquirir riqueza el despojar a los vecinos por medio de la guerra. En el día de hoy, si bien estos despojos, estos robos violentos siguen haciéndose, no se hacen en tan grande escala. Las costumbres más suaves no lo consienten. La guerra, además, este modo de despojar violentamente una nación a otra, se ha hecho harto costosa. Los gastos de producción suelen en la guerra moderna ser mucho mayores que lo producido, si producido puede llamarse lo que se toma contra la voluntad de su dueño. De aquí, en primer lugar, que apenas se emprenda ya guerra alguna con el propósito de enriquecerse; y en segundo lugar, que los pueblos enriquecidos sean los que tienen más medio de hacer la guerra y más probabilidad de vencer. Antes, los pueblos se hacían fuertes y guerreros a fin de enriquecerse; en el día los pueblos se enriquecen con el propósito de ser fuertes y guerreros. Sin duda que será un progreso más, cuando los pueblos se enriquezcan sólo para ser más morales, más felices y más ilustrados; pero esto aun está lejos. La manía de dominar y de prevalecer sobre los demás no se curará en muchos siglos.

Sostienen hoy no pocos autores, Buckle entre otros, tan celebrado por todo el mundo, que la Economía Política conspira de un modo incontrastable a que terminen las guerras sangrientas, a que la utopía de la paz perpetua venga a realizarse. Por esto, sin duda, y por otras razones no menos singulares, han llegado a tan loco extremo la admiración, la adoración y el fanatismo por la Economía Política. Para Buckle, Adam Smith ha hecho más por la humanidad que todos los sabios, que todos los profetas y que todos los genios inmortales que han nacido de madre y que han revestido carne humana en este pícaro mundo. Ni las leyes de Solon, de Numa y de Manú, ni todos los libros de filosofía, ni los mismos Evangelios, importan un pito comparados con la Riqueza de las Naciones. Según Buckle, la Riqueza de las Naciones es «el libro más importante que se ha escrito jamás; su publicación ha contribuido en mayor grado a la dicha del humano linaje que el talento reunido de todos los hombres de Estado y de todos los legisladores, de quienes nos conserva la historia un recuerdo auténtico.»

Todo esto podrá ser verdad; pero también lo es que, desde el año de 1776, en que salió a luz por vez primera el libro divino, salvador, redentor y pacificador, las guerras han sido tan frecuentes como siempre y mil veces más espantosas por los millones de hombres que en ellas miserablemente han perecido. Cuando no hay guerra, hay una cosa tan mala, tal vez peor que la guerra: la paz armada. El dinero se gasta desatinadamente en sostener ejércitos inmensos, y los hombres más robustos, jóvenes y fuertes de Europa, apartados de todo trabajo útil, están siempre con las armas en la mano, acechándose, espiándose y amenazándose. Cierto que la Economía Política y el libro maravilloso de Adam Smith no han puesto remedio a tanto mal. Si algo ha de ponerle remedio, ha de ser la filosofía, la religión mejor entendida que en otros siglos, y el exceso mismo del mal, que tal vez acabe por hacerle imposible.

Los medios de destrucción se aumentan por tal arte que es de temer que dentro de poco puedan matarse en un minuto millones de hombres; puedan dispararse en un segundo más bombas, balas y metralla que un siglo ha se disparaban en treinta o cuarenta años; y tales y tan estruendosos podrán ser los disparos, que el coste de uno solo baste a mantener durante un año a toda una familia. Horrorizados de tanto gasto y de tanta efusión de sangre, los hombres políticos clamarán, y claman ya muchos, por la paz y aun por el desarme; no porque Adam Smith y sus discípulos los hayan convencido. No creo yo que Napoleón III tenga el corazón de mantequilla y de jalea; pero el tremendo espectáculo del campo de batalla de Solferino, de tantos millares de cadáveres, hubo de oprimirle y angustiarle el corazón, decidiéndole a la paz, aun antes de cumplir su promesa de hacer libre a Italia hasta el Adriático. Adam Smith y todas sus teorías no tuvieron parte alguna en esta determinación.

Si algún pensamiento económico impide la guerra o la hace más difícil en lo venidero, es independiente de la ciencia: no es menester haber leído a los economistas para concebirle. El pensamiento es sencillo y claro: es el pensamiento de lo mucho que la guerra cuesta. Los Gobiernos, además, tienen casi siempre que acudir a empréstitos para hacer la guerra. Los que prestan el dinero tienen interés en que el del dinero prestado sea lo más crecido posible; por donde, aun sin contar con otras causas, el papel de la Deuda baja, y la fortuna pública padece.

Los que tienen que perder, los hombres acaudalados, son, por consiguiente, pacíficos; y como los que tienen dinero mandan en el día más que nunca y ejercen una influencia grandísima sobre la opinión, resulta que las guerras son condenadas por la opinión, cuando no hay un fuerte estímulo de egoísmo que induzca a hacerlas; como, por ejemplo, abrir un nuevo mercado para los productos nacionales; introducir en algún país poco culto la libertad de comercio, las obras divinas de Adam Smith, el opio u otra droga peor, a cañonazos y a bayonetazos; entretener y recrear y embriagar al pueblo con gloria para que no se fastidie y se subleve; y tal vez deshacerse, siguiendo las doctrinas de algún economista, de aquella parte de la población que está de sobra, que no tiene cubierto preparado en el festín de la vida, que turba o rompe el justo equilibrio que debe haber entre el producto y el consumo, entre los que subsisten y los medios de subsistencia.

Además de la guerra material y sangrienta, ha tomado en nuestros días más auge que nunca otra guerra que trae a la humanidad infinitos bienes, y que la lleva en volandas, no ya por el camino real del progreso, sino por una trocha o atajo. Pero, como no hay atajo sin trabajo, de esta otra guerra, que es la industrial y comercial, nacen temerosas perturbaciones, duros padecimientos, horribles desengaños y desconsoladoras ruinas. No me incumbe explicar esto ni hacer aquí la sátira del modo de ser de las sociedades modernas. Remito al lector a los socialistas, hijos legítimos de los economistas y sus más crueles y acérrimos adversarios. Aun que la Economía Política no tuviese más pecado que el haber criado a sus pechos al socialismo, no podría ser absuelta del todo. Por lo demás, el socialismo, salvo que hasta hoy no es más que un conato, un desideratum, una aspiración, es, según algunos, esto es, será con respecto a la empírica y pedestre Economía Política, lo que son las matemáticas sublimes con respecto a las cuatro reglas de la Aritmética. La ciencia social o dígase la Sociología (¡híbrido y ridículo vocablo!) está aún por inventar, aunque sostengan lo contrario los positivistas. Lo malo es que los problemas que esta ciencia ha planteado y no ha resuelto, y la crítica audaz, inteligente y destructora con que ha hecho vacilar la fe en el orden social existente, tienen a los hombres todos llenos de recelo, dentro de cada Estado, presumiendo siempre que pueda sobrevenir la violencia a resolver los intrincados problemas de la ciencia novísima; a desgajar de sus cimientos todo el edificio de la sociedad con el fin de fundarle sobre otros mejores y más sólidos. De aquí el que no haya sólo guerra o paz armada entre unos Estados y otros, sino también guerra o paz armada, esto es, peligro y sobresalto constante, dentro de cada Estado. En todo lo cual no parece que ha puesto remedio la Economía Política, sino que ha venido a empeorarlo.