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La cordobesa mira con desdén todo esto, o bien porque le es habitual y no le da precio, o bien por su espiritualismo delicado. Sin embargo, algunas señoras ricas se esmeran en cuidar frutas y en aclimatar otras poco comunes hasta ahora en aquellas regiones, como la fresa y la frambuesa. Asimismo suele tener la cordobesa un corral bien poblado de gallinas, patos y pavos, que ella misma alimenta y ceba; y ya logra verse, aunque rara vez, la desentonada y atigrada gallina de Guinea. El faisán sigue siendo para mis paisanas un animal tan fabuloso como el fénix, el grifo o el águila bicípite.

Donde verdadera y principalmente se luce la cordobesa es en el manejo interior de la casa. Los versos en que Schiller encomia a sus paisanas, pudieran con más razón aplicarse a las mías. No es la alemana la que describe el gran poeta: es la madre de familia de mi provincia o de mi lugar:

 
Ella en el reino aquél prudente manda;
Reprime al hijo y a la niña instruye,
Nunca para su mano laboriosa,
Cuyo ordenado tino
En rico aumento del caudal refluye.
 

¡Cómo se afana! ¡Cómo desde el amanecer va del granero a la bodega, y de la bodega a la despensa! ¡Cómo atisba la menor telaraña y hace al punto que la deshollinen, cuando no la deshollina ella misma! ¡Cómo limpia el polvo de todos los muebles! ¡Con qué esmero alza en el armario o guarda en el arca o en la cómoda la limpia ropa de mesa y cama, sahumada con alhucema! Ella borda con primor, y no olvida jamás los mil pespuntes, calados, dobladillos y vainicas que en la miga le enseñaban, y que hizo y reunió en un rico dechado, que conserva como grato recuerdo. No queda camisa de hilo o de algodón que no marque, ni calceta cuyos puntos no encubra y junte, ni desgarrón que no zurza, ni rotura que no remiende. Si es rica, ella y su marido y su prole están siempre aseados y bien vestidos. Si es pobre, el domingo y los días de grandes fiestas salen del fondo del arca las bien conservadas galas: mantón o pañolón de Manila, rica saya y mantilla para ella; y para el marido una camisa bordada con pájaros y flores, blanca como la nieve, un chaleco de terciopelo, una faja de seda encarnada o amarilla, un marsellé remendado, unos zahones con botoncillos de plata dobles y de muletilla, y unos botines prolijamente bordados de seda en el bien curtido becerro. Sobre todo esto, para ir a misa o a cualquier otra ceremonia o visita de cumplido, se pone mi paisano la capa. Sería una falta de decoro, casi un desacato, presentarse sin ella aunque señale el termómetro treinta grados de calor. En efecto, la capa, como toda vestidura talar y rozagante, presta a la persona cierta amplitud, entono y prosopopeya. No es esto decir que en mi tierra no se abuse de la capa. Me acuerdo de un médico que nos visitaba en el lugar, siendo yo niño, el cual no la abandonaba jamás; iba embozado en ella y no se desembozaba ni aun para tomar el pulso, tomándole por cima del embozo. Claro está que quien no se quita jamás la capa, menos se quita el sombrero, sino en muy solemnes ocasiones. Hombre hay que ni para dormir se le quita, trayéndole hacia la cara para defenderla del sol o de la luz, si duerme la siesta al aire libre; así como se le lleva hacia el morrillo o cogote, sosteniéndole con la mano, para saludar a las personas que más respeto y acatamiento le merecen. Pero volvamos a nuestra cordobesa.

Pobre o rica se esmera, como he dicho, en la casa. En algunas hay ya habitaciones empapeladas, pero lo común es el enjalbiego, lo cual será grosero y rústico si se quiere, mas alegra con la blancura y da a todo un aspecto de limpieza. La misma ama, si es pobre, y si no la criada, enjalbiega a menudo toda la casa, incluso la fachada. Esta manía de enjalbegar llegó a tal extremo, que una señora de mi lugar, algunos años ha, enjalbegaba su piano; el primero que apareció por allí. Ahora hay ya muchos y buenos, hasta de palo santo, y se cuentan por docenas las señoras y señoritas que tocan y cantan.

Los patios, en Córdoba y en otras ciudades de la provincia, son como los de Sevilla, cercados de columnas de mármol, enlosados y con fuentes y flores. En los lugares más pequeños no suelen ser tan ricos ni tan regulares y arquitectónicos; pero las flores y las plantas están cuidadas con más amor, con verdadero mimo. La señora, en la primavera y en las tardes y noches de verano, suele estar cosiendo o de tertulia en el patio, cuyos muros se ven cubiertos de un tapiz de verdura. La hiedra, la pasionaría, el jazmín, el limonero, la madreselva, la rosa enredadera y otras plantas trepadoras, tejen ese tapiz con sus hojas entrelazadas y le bordan con sus flores y frutos. Tal vez está cubierta de un frondoso emparrado una buena parte del patio: y en su centro, de suerte que se vea bien por la cancela, si por dicha la hay, se levanta un macizo de flores, formado por muchas macetas, colocadas en gradas o escaloncillos de madera. Allí claveles, rosas, miramelindos, marimoñas, albahaca, boj, evónimo, brusco, laureola y mucho dompedro fragante. Ni faltan arriates todo alrededor, en que las flores también abundan; y para más primor y amparo de las flores, hay encañados vistosos, donde forman las cañas mil dibujos y laberintos, rematando en triángulos y en otras figuras matemáticas. Las puntas superiores de las cañas, con que se entretejen aquellas rejas o verjas, suelen tener por adorno sendos cascarones de huevo o lindos y esmaltados calabacines. Las abejas y las avispas zumban y animan el patio durante el día. El ruiseñor le da música por la noche.

En el invierno, la cordobesa tiene buen cuidado de que plantas de hoja perenne hermoseen su habitación. Canarios o jilgueros recuerdan la primavera con sus trinos; y si el amo de casa es cazador, no faltan perdices y codornices cantoras en sus jaulas, y las escopetas y trofeos de caza adornan las paredes. En torno del hogar, casi en tertulia con los amos, vienen a colocarse los galgos y los podencos.

Todavía en las casas aristocráticas de los lugares suele haber uno como bufón o gracioso, que recuerda, si bien por lo rústico, al lacayo de nuestras antiguas comedias. Este gracioso posee mil habilidades; caza zorzales con silbato y percha, y jilgueros con liga o red, y pesca anguilas metiéndose en los charcos y arroyos, y cogiéndolas con la mano. Alguno de estos suele tener su poco de poeta; da los días a la señora en décimas, y compone coplas en su elogio, y sátiras contra los rivales o contrarios de sus amos. Acompaña también y entretiene a los niños, y sabe una multitud de cuentos, que relata con animación y mucha mímica.

La criada de lugar no deja de saber también muchos cuentos, y los cuenta con gracia. Los sabe de asombros, de encantos y de amores; y todos éstos son serios. Para lo cómico y jocoso atesora una infinidad de chascarrillos picantes.

Siendo yo pequeñuelo, no me hartaba nunca de oír cuentos que me contaban las criadas de casa. El más bonito, el que más me deleitaba era el de doña Guiomar, cuyo argumento, en lo esencial, es el mismo del drama indio de Kalidasa, titulado Sacuntala. Los árabes, sin duda, trajeron este cuento y otros mil, en la Edad Media, desde el remoto Oriente.

La criada que descuella por lo lista, amena y entretenida, se capta la voluntad y se convierte siempre en la acompañanta o favorita del ama, o de la niña o señorita soltera. Viene a semejarse a la confidenta de las tragedias clásicas, y aun puede hacer el papel de Enone. De todos modos va con su ama a visitas, a misa y a paseo, le lleva y le trae recados, y procura tenerla al corriente de cuanto pasa en el lugar.

A esto de saber vidas ajenas y de murmurar, menester es confesarlo, hay una deplorable afición en las hidalgas y ricas labradoras de por allí.

Por lo demás, si hay algo de cierto en el mordaz proverbio que dice: Al andaluz hacedle la cruz, y al cordobés de manos y pies, bien puede afirmarse que no reza con las mujeres; antes son víctimas las pobrecitas de lo levantiscos, alborotados y amigos de correrla que son generalmente los maridos. Ya dice uno que va al campo a ver las viñas o los olivares y a inspeccionar la poda, la cava u otra labor cualquiera; ya supone otro que va a cazar sub Jove frígido, tenerae conjugis immemor; ya éste tiene que ir a negocios a la cabeza de partido, o a Córdoba, o a Madrid por motivos políticos; ya alega aquél que debe ir a Jerez a llevar muestras de vino, o a alguna feria, a ver si vende o compra ganado: en suma, jamás carece ninguno de pretexto para estar ausente de su casa la mitad del año. Si el marido es mozo y alegre, suele pasar meses enteros lejos del techo conyugal. La tierna esposa, entre tanto, queda en la soledad y en el abandono, y si a menudo se ve asediada por los pretendientes, imita a Penélope y aun se le adelanta, pues al cabo su marido, ni fue a pasar trabajos y a aventurar la vida en la guerra de Troya, ni de fijo, salvo raras y laudables excepciones, se muestra más fosco y zahareño que Ulises con las Circes y Calipsos que en mesones, hosterías, fondas y otras partes se le aparecen.

Muy de maravillar y muy digna de alabanza es esta fidelidad resignada de la cordobesa. No negaré, con todo, que a veces agota la cordobesa la resignación y rompe el freno de la paciencia. Entonces estallan los celos como una tempestad. Me acuerdo de cierta parienta mía que supo que su marido tenía con todo sigilo a una muchacha en su casa de campo, adonde iba todas las tardes y aun se quedaba algunas noches, con pretexto de las labores. Apenas lo supo, mandó que pusiesen las jamugas a la burra, se hizo acompañar en otra burra por su confidenta, y sin que su marido lo notase, se fue por aquellos vericuetos hasta llegar a la casería. Terrible fue la entrevista con la pecadora, a quien echó de allí a pescozones.

Debo advertir que en este y otros casos se avivan los celos con poderosas razones económicas. Tal linaje de mancebas suele ser muy costoso, y remata en la perdición de pingües y desahogados caudales. No se origina el gasto, ni nace de las galas y dijes, coches y primores que hay que comprar a la muchacha, ni del boato y pompa con que es menester sostenerla; aunque todo es relativo y proporcional, y en algo de esto se gasta también. La hetera de lugar es menos exigente, pedigüeña y antojadiza que las Coras, las Baruccis, las Paivas y otras famosas heteras parisinas: pero aquéllas son solas, se diría que nacieron como los hongos, y la lugareña tiene un diluvio de parientes, que se lanza y abate sobre la casa y la hacienda del mantenedor enamorado, como bandada de langostas hambrientas y voraces. Los primos, los sobrinos, los cuñados, la madre, las tías, todos, en suma, se creen con derecho a cuanto hay: con derecho al trabajo; y por consiguiente, con derecho a la asistencia y a la holganza. El aceite sale de tu bodega, no por panillas, sino por arrobas; las lonjas de tocino vuelan de la despensa; las morcillas transponen; la manteca se evapora; los jamones se disipan. La parentela entera se alumbra, se calienta, come, bebe y hasta mora a costa tuya. Si tienes casas, las habitará alguien de la parentela y no te las pagará; si eres cosechero de vino o aguardiente, menudearán las botas, botijas y botijuelas, y entrarán vacías y saldrán rebosando.

 

No se crea, no obstante, que, siendo tan lucrativo este oficio, se dedican muchas mujeres a él y abaratan el mercado con la competencia. En todo el territorio de Córdoba ha vivido siempre gente muy hidalga y harto difícil en puntos de honra. Colonia en lo antiguo de verdaderos ciudadanos romanos, y no de libertos, como otras, mereció y obtuvo el título de patricia; cuando la invasión mahometana, no vinieron a poblarla rudos y plebeyos berberiscos, sino claros varones de pura sangre arábiga; los linajes más ilustres de Medina y de la Meca; los descendientes de los ansáres, tabies y muhadjires. Y por último, habiendo sido mi provincia, durante dos siglos, fronteriza con el reino de Granada, ha debido tener y ha tenido para custodia y defensa de sus lugares fuertes, y para tomar el desquite de cualquier ataque, entrando en algarada por los dominios del alarbe, talando sus mieses y haciendo otras mil insolencias y diabluras, una población de hombres recios y valerosos,

 
Todos hidalgos de honra
Y enamorados de veras,
 

como canta el viejo romance. Desde entonces no ha deslucido Córdoba su bien cimentada reputación: y no por vana jactancia, sino con sobra de motivo, lleva por mote, en torno de los rampantes leones de su limpio escudo: «Corduba, militiae domus, inclyta fonsque sophiae.» Lucano, Séneca, Averroes, Ambrosio de Morales, Góngora y mil otros dan testimonio de lo segundo. Acreditan lo primero, en multitud innumerable, los acérrimos y audaces guerreros que por todos estilos ha criado Córdoba; ya para pasmo y terror de los enemigos de España, como el Gran Capitán; ya para perpetua desazón y sobresalto constante de los españoles mansos, como el Tempranillo, el Guapo Francisco Esteban, el Chato de Benamejí, el Cojo de Encinas-Reales, Navarro el de Lucena, y Caparrota el de Doña-Mencía.

No es, pues, llano el que haya por allí mucho marido sufrido, mucho padre complaciente, y mucha interesada y fácil mujer. La que lo es se lo hace pagar caro, no tanto por la rareza, sino por lo que pierde. Sólo a fuerza de regalos y de espléndida generosidad, y deslumbrando con su lujo, se hace perdonar en ocasiones sus malos pasos. Aun así, es mirada con desprecio, y no suelen llamarla con su nombre de pila, sino con un apodo irónico, como, por ejemplo, la Galga, la Joya, la Guitarrita. Tal vez la designan con el nombre genérico del país de que es natural, como para designar su origen forastero; y de éstas he conocido yo a la Murciana, a la Manchega y a la Tarifeña.

Si alguna mocita soltera o alguna casada joven siente veleidades de dejarse seducir y sonsacar, hay con frecuencia un padre o un marido que la sana y endereza con una buena vara de mimbre. Ni debe estar muy seguro y descuidado el seductor, por mucho respeto que inspire. No basta a veces la inocencia, si es que infunde recelos algún galán. Cierto compañero mío de colegio, en el Sacro Monte, fue, años ha, a curar las almas en un lugar de mi provincia. Era gran teólogo, recto y virtuoso; pero bien hablado, elegantísimo, peripuesto y agradable; era hombre que en el siglo xviii hubiera figurado, en una corte, como el más delicioso abate. Pues bien, en el pueblo la tomaron con él, y, como vulgarmente se dice, le abroncaron. El brónquis que le dieron llegó hasta tirarle algunos tiros, pero con pólvora sólo, para asustarle. Él calculó que de la pólvora, si no surtía efecto, se podría con facilidad pasar a los perdigones, y se largó con la música y la teología a otra parte menos difícil.

Semejantes extremos son raros, por fortuna. La cordobesa no es coqueta, sino muy prudente y sigilosa, y a nadie compromete. Aunque sea de la más humilde condición, acostumbra a desahuciar al paciente enamorado, hablando de su honor, como las damas calderonianas. Cuando esto no basta, ni chilla, ni alborota, ni escandaliza; pero se defiende cual una Pentesilea; lucha, como el ángel luchó con Jacob, en las tinieblas de la noche; y robusta, aunque angélica, suele echarle la zancadilla, derribarle, y hasta darle una soba, todo con muda elocuencia y en silencio maravilloso. Y no se extrañe esto, porque en la clase de muchachas pobres, y aun en algunas acaudaladas labradoras, es notable la robustez. Son más duras que el mármol, no sólo de corazón, no sólo en el centro, sino por toda la perifería. Cierto día hicimos una gira de campo con las más garridas y principales mozas del lugar. Una de ellas, creyendo el asiento más alto, se sentó de golpe sobre un montón de tejas. Eran de las macizas y mejores de Lucena. Tres vimos rotas. Ella nos dijo con encantadora modestia que ya, antes de la caída, lo estaban.

No se entienda, por lo dicho, nada que amengüe o desfigure en lo más mínimo la esbeltez y gentileza de mis paisanas. Una cosa es la densidad y la firmeza, y otra el desaforado volumen. La moza que desde niña trabaja, anda mucho y va a la fuente que está en el ejido, volviendo de allí con el cántaro lleno, apoyado en la cadera, o con la ropa lavada por ella en el arroyo, es fuerte, pero no gorda. La fuente o el pilar era el término de mi paseo cotidiano, y allí me sentaba yo en un poyo, bajo un eminente y frondoso álamo negro. Al ver lavar a las chicas, o llenar los cántaros y subir con ellos tan gallardas, airosas y ligeras, por aquella cuesta arriba, me trasladaba yo en espíritu a los tiempos patriarcales; y ya me creía testigo de alguna escena bíblica como la de Rebeca y Eliacer; ya, comparándome con el prudente Rey de Ítaca, me juzgaba en presencia de la princesa Nausicáa y de sus amables compañeras. Nada de miriñaques ni ahuecadores en aquellas muchachas. El pobre vestido corto, sobre todo en verano, se ciñe al cuerpo y se pliega graciosamente, velando y revelando las formas juveniles, como en la estatua de Diana cazadora.

Por desgracia, las damas del lugar han adoptado, en cuanto cabe, casi todas las modas francesas, y van perdiendo el estilo propio de vestirse y peinarse. Todas usaron ingentes miriñaques totales, y ahora usan el miriñaque parcial y pseudo-calípigo que priva. El día menos pensado abandonarán la mantilla y se pondrán el sombrerito. Todas se peinan, tomando por modelo el figurín, y suelen llamar a este peinado de cucuné o de remangué, a fin de darle, hasta en el nombre, cierto carácter extranjero. Las faldas, en vez de llevarlas cortas, las llevan largas, y van barriendo con la cola el polvo de los caminos. En resolución, es una pena este abandono del traje propio y adecuado.

A pesar de tales disfraces, la belleza, o al menos la gracia, el garbo y el salero, son prendas comunes en mis paisanas. Tienen en el andar mucho primor, y más aún si bailan. Los rigodones y el vals y la polca se van aclimatando; pero el fandango no se desterró todavía. Hasta las señoritas salen a hacer una mudanza, si las sacan y obligan en cualquiera fiesta campestre, y se mueven y brincan con gallardía y desenfado, y repiquetean con brío las castañuelas. Mujeres hay del pueblo que, en esto de bailar y tocar las castañuelas, vencen a la Teletusa, celebrada por Marcial, en aquel epigrama que principia:

 
Edere lascivos ad Bætica crusmata gestus.
 

Si la mujer casada, como ya queda expuesto, es un modelo de paciencia conyugal, la soltera es casi siempre un modelo de novias. Puntualmente baja a la reja todas las noches a hablar con el enamorado, a lo que se llama pelar la pava. En cada calle de cualquier lugar de Andalucía se ven, de diez a una de la noche, sendos embozados, como cosidos a casi todas las rejas. Tal vez suspira él y exclama:

– ¡Qué mala es usted!

Y ella responde:

– ¡Pues no, que usted!…

Y exhala otro suspiro.

Así se pasan horas y horas.

Tiene tal encanto este ejercicio, para el hombre sobre todo, que no pocos noviazgos se prolongan más que el de Jacob y Raquel, que duró catorce años, sólo por no perder el encanto de pelar la pava. Las pobres muchachas lo sufren con paciencia, pero languidecen y se ponen ojerosas.

Verdad es que luego, cuando se casan, no sucede, como en otras partes, que la mujer sigue sirviendo, trabajando y afanando. Aunque sea el novio un miserable jornalero, procura que su novia, no bien llega a ser su mujer, salga de todo trabajo, no vuelva a escardar ni a coger aceituna, y sea en su casa como reina y señora. Si está sirviendo, se despide y deja de servir; y ya no cose, ni lava, ni plancha, ni friega, ni guisa, sino para su marido y para sus hijos. El hombre, salvo en raras ocasiones, es quien trabaja, busca y granjea o garbea lo necesario para el sostén de toda la familia.

La cordobesa, sea de la clase que sea, es todo corazón y ternura: pero sin el sentimentalismo falso y de alquimia que ha venido de extranjis. Nadie (vergüenza es confesarlo) ha pintado a la cordobesa del pueblo, verdaderamente enamorada y apasionada, como el novelista Mérimée. Su Carmen es el tipo ideal de la humilde y baja de condición, aunque sublime por el alma. Como reza el dístico del poeta griego, que sirve de epígrafe a la novela, Carmen sabe morir y amar; es admirable cuando se entrega por amor y cuando por amor muere; tiene dos horas divinas: una en la muerte; otra en el tálamo.

De atrás le viene al garbanzo el pico, según el decir vulgar. Desde muy antiguo es la cordobesa espejo, luz y norte de enamoradas. Sus ojos, como los de Laura, inspiran platónicos y casi místicos afectos, y hacen que un moro, como Ibn Zeidun, escriba canciones más finas que las del Petrarca, merced a la princesa Walada, que era asimismo poetisa.

Los amores de dos mujeres cordobesas han tenido un inmenso influjo bienhechor en el mundo: han contribuido, casi han sido causa de las más preciadas glorias para España, y de acontecimientos tan providenciales, que sin ellos la actual civilización europea no se explicaría. Sin Zahira, enamorada de Gústios, no hubiera nacido Mudarra, los siete infantes de Lara no hubieran tenido vengador; la flor de la caballería castellana hubiera perecido antes de abrir el cáliz; acaso no hubiéramos poseído al Cid, pues a no inspirarse en la espada de Mudarra y cobrar aliento con ella, no hubiera muerto al Conde Lozano ni dado principio a tanta hazaña imperecedera. Si doña Beatriz Enriquez no se enamorara en Córdoba de Colon, consolándole y alentándole, Colon se hubiera ido de España; hubiera muerto en un hospital de locos; no hubiera descubierto los nuevos orbes, cuya existencia había columbrado y vaticinado más de mil y cuatrocientos años antes un inspirado cordobés, y para cuyo descubrimiento le dio ánimo y bríos aquella apasionada e inmortal cordobesa.

Véase, pues, de cuánto son y han sido capaces mis paisanas. Dios las bendiga a todas.

Imposible parece que, siendo tan buenas, las descuiden y abandonen los pícaros hombres. Además de las peregrinaciones de que ya hemos hablado, las dejan para irse al casino, donde se pasan las horas muertas. Razón le sobraba al gran Donoso al tronar tanto contra el casino, en su elocuente libro sobre el Catolicismo. Es verdad que siempre ha habido casino, sólo que antes, para los ricos, se llamaba la casilla, y estaba en la botica, y para los pobres, el casino estaba en la taberna. Pero, en el día, ni las boticas ni las tabernas han acabado, y todo lugar, por pequeño que sea, pulula, hierve en casinos. Cada bandería, cada matiz político tiene el suyo. Hay casino conservador, casino radical, casino carlista, casino socialista y casino republicano. Las infelices mujeres se quedan solas. ¡No sé cómo hay mujer que sea liberal! Todas debieran ser absolutistas, y muchas lo son en el fondo.

 

La única compensación que trae a la mujer el liberalismo novísimo es que debilita bastante la autoridad conyugal y paternal, que antes era terrible y hasta tiránica. A la vara se le llamaba el gobierno de una casa; pero a la mujer briosa, como lo es la cordobesa, más le duele cuando la desdeñan que cuando le pegan: más la quebranta un desaire que una paliza.

De todos modos, la mujer cordobesa, como las demás españolas, conserva siempre un manantial purísimo de consuelo para sus sinsabores y disgustos: este manantial es la religión cristiana. No hay cordobesa que no sea profundamente religiosa.

Entre los hombres ha cundido la impiedad. El soldado licenciado, de retorno a su casa, ha solido traer algún ejemplar del Citador; los periódicos se leen, y no todos son piadosos; y por último, no falta estudiante que vuelve de la universidad inficionado de Krause y hasta de Hegel, y que echa discursos a los rústicos, a ver si los hace panteistas y egoteistas.

La mujer no entiende, ni quiere entender, tan enrevesados tiquismíquis, y sigue apegada a sus antiguas creencias. Ellas son el bálsamo para todas las heridas de su corazón: ellas le llenan de esperanzas inmarcesibles; ellas abren en su ardiente imaginación horizontes infinitos, dorados por la luz divina de un sol de amor y de gloria.

Hasta para menos elevadas exigencias y para más vulgares satisfacciones es la religión un venero inagotable. Casi todo honesto mujeril pasatiempo se funda en la religión. Si no fuese por ella, ¿habría romerías tan alegres como la de la Virgen de Araceli y la de la Virgen de la Sierra de Cabra? ¿Habría Niño Jesús que vestir? ¿Habría procesión que ver? ¿Habría paso de Abraham, Descendimiento, judíos y romanos, apóstoles y profetas, encolchados, ensabanados y jumeones, hermanos de cruz, y demás figuras que salen por las calles, en la Semana Santa? Nada de esto habría. No tendría la mujer jubileos ni novenas, ni oiría sermones, ni adornaría con flores ningún altar, ni engalanaría ninguna cruz de Mayo, ni se complacería tanto en el mes de María. Las golondrinas, que ahora son respetadas porque le arrancaron a Cristo con el pico las espinas de la corona, serían perseguidas y muertas, y no acudirían todos los años a hacer el nido en el alero del tejado o dentro de la misma casa, ni saludarían al dueño con sus alegres píos y chirridos. Todo para la mujer estaría muerto y sin significado, faltando la religión. La pasionaría perdería su valor simbólico; y hasta el amor al novio o al marido o al amante, que ella combina siempre con el presentimiento de deleites inmortales, y que idealiza, hermosea y ensalza con mil vagos arreboles de misticismo, se convertiría en cualquiera cosa, bastante menos poética.

Tal es, en general, la mujer de la provincia de Córdoba. Si entrásemos en pormenores, sería este escrito interminable. En aquella provincia, como en todas, hay mil grados de cultura y de riqueza, que hacen variar los tipos. Hay además las diferencias individuales de caracteres y de prendas del entendimiento.

He omitido un punto muy grave. Voy a tocarle, aunque sea de ligero, antes de terminar el artículo. Este punto es el filológico: el lenguaje y el estilo de la cordobesa.

La cordobesa, por lo común (y entiéndase que hablo de la jornalera o de la criada, y no de la dama elegante e instruida), aspira la hache. Tiene además notable propensión a corroborar las palabras con sílabas fuertes antepuestas. Cuando no se satisface con llamar tunante a cualquiera, le llama retunante; y no bastándole con Dios, exclama: ¡Redios! En varios pueblos de mi provincia, así como en muchos de los pueblos de la de Jaén, es frecuentísima cierta interjección inarticulada que se confunde con un ronquido. La cordobesa, por último, adorna su discurso con mil figuras e imágenes, le salpimenta de donaires y chistes, y le anima con el gesto y el manoteo.

El adverbio a manta se emplea a cada instante para ponderar o encarecer la abundancia de algo. Las voces mantés, manteson, mantesada y mantesonada, mantesería y mantesonería, salpican o llenan tanto todo coloquio como en Málaga la de charran y sus derivados. Más singular es aún el uso del gerundio en diminutivo, para expresar que se hace algo con suavidad y blandura. Así, pues, se dice: «Don Fulano se está muriendito. La niña está deseandito casarse, o rabiandito por novio.»

En la pronunciación dejan un poco que desear las cordobesas. La zeda y la ese se confunden y unimisman en sus bocas, así como la ele, la ere y la pe. ¿Quién sabe si sería alguna maestra de miga cordobesa la que dijo a sus discípulas: «Niñas, sordado se escribe con ele y precerto con pe»? Pero si en la pronunciación hay esta anarquía, en la sintaxis y en la parte léxica, así las cordobesas como los cordobeses, son abundantes y elegantísimos en ocasiones, y siempre castizos, fáciles y graciosos. No poca gente de Castilla pudiera ir por allá a aprender a hablar castellano, ya que no a pronunciarle.

Sin adulación servil aseguro que la cordobesa es, por lo común, discreta, chistosa y aguda. Su despejo natural suple en ella muy a menudo la falta de estudios y conocimientos. Sus pláticas son divertidísimas. Es naturalmente facunda y espontánea en lo que dice y piensa. Amiga de reír y burlar, embroma a los hombres y les suelta mil pullas afiladas y punzantes, pero jamás se encarniza.

¿Qué otra cosa he de añadir? Una cordobesa es avara y otra pródiga, pero todas son generosas y caritativas. Cordobesa hay que lee todavía libros antiguos, devotos los más, que pertenecieron a su bisabuela, y que están como vinculados en la casa; v. gr.: La Perfecta Casada, del maestro Leon; El menosprecio de la corte y alabanza de la aldea, y el Monte Calvario, de fray Antonio de Guevara, y hasta las Obras completas (cerca de veinte volúmenes en fólio) del venerable Palafox. No lo digo fantaseando: he conocido lugareña cordobesa que tenía y leía estos y otros libros por el estilo. Otras leen novelas modernas de las peores. Otras no leen nada.

Mujeres hay que han estado en Sevilla o en Madrid, que han ido a Málaga y han visto la mar; y mujeres hay que jamás salieron de su pequeña villa, y se forman de Madrid idea tan confusa como las que yo me formo de las ciudades que puede haber en otro planeta. Casi ninguna está descontenta de su suerte. La buena pasta es muy común. El orgullo, además, las excita a menospreciar lo que no está a su alcance; y el amor de la patria, encerrado dentro de los estrechos límites del pueblo en que nacieron y se criaron, se hace más intenso, enérgico y vidrioso, y las mueve a amar con delirio aquel pueblo y aquella sociedad, prefiriéndolos a todo, y a revolverse casi con furor contra cualquiera que los censura.

Si hubiera yo de seguir contando y pintando circunstanciadamente las cosas, escribiría un tomo de quinientas o seiscientas páginas. Demos, pues, punto aquí: y, gracias a que este artículo no peque por largo, y a que tenga el lector la suficiente indulgencia, vagar y calma, para leerle todo sin enojo, fatiga ni bostezo.