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Acto V.– Todavía, ya en una extrema vejez, Fausto busca el bien supremo en la filantropía, en hacer la felicidad de sus semejantes, en los adelantamientos sociales. Con este empeño de adelantamientos, como el sonido de las campanas le fastidia, hace que el diablo queme la cabaña de Baucis y Filemon, emblema de la vida antigua, y queme además la ermita, que estaba al lado y donde sonaban las campanas; esto es, acaba con la religión, en nombre de lo cómodo y progresivo.

A pesar de su poderío, comodidad y bienestar, si bien Fausto impide que entren a visitarle en su palacio la Deuda, la Necesidad y la Miseria, no impide que el Cuidado entre y le aflija y le consuma.

En medio de sus proyectos benéficos de hacer la dicha de los hombres, de crear un pueblo libre, industrioso y lleno de virtudes, Fausto muere. La alegoría no puede ser más clara. Fausto ha deseado, ha buscado cuanto hay o puede haber de bello en la sociedad humana, en la mente, en la fantasía, en el arte y en la Naturaleza. Sólo no ha acertado a elevarse por cima de todo esto, en alas de la fe, y no ha buscado jamás en Dios el bien supremo. Pero Margarita (y aquí cesa la alegoría, y precisamente en lo más sobrenatural, vuelve el poema a parecer real y a ser por lo tanto más poético); pero Margarita, repetimos, que se ha salvado, ha intercedido por Fausto cerca de la Virgen Santísima, y Fausto se salva, a pesar del pacto con Mefistófeles, el cual queda burlado, aunque no muy desesperado, a la verdad. Mefistófeles era un diablo de buen humor, y sus bufonerías y chistes duran hasta lo último. Los ángeles tan bonitos que vienen volando para llevarse el alma de Fausto, le hacen muchísima gracia, y, si bien el pícaro no se siente inflamado de amor espiritual, lo que es profana y lascivamente, les echa mil piropos y les dice sus más atrevidos pensamientos y sentimientos. El acto, no bien desaparece Mefistófeles, termina con una escena mística, en una Tebaida celestial, donde los Padres del yermo, la Magdalena, la Samaritana, Santa María Egipciaca, la misma Margarita, y los doctores extáticos, seráficos y profundos, cantan dignamente de la caridad, de la redención, de la gloria y del amor divino, mientras el alma de Fausto sube al cielo en virtud de lo femenino eterno: expresión filosófica con que Goethe designa a la Madre de Dios o al concepto de que procede, y con que pone fea discordancia en los dichos cantares religiosos.

Tal es, en compendio, todo el poema de Fausto, del cual sólo la primera parte va aquí traducida.

Sería tarea interminable si nos pusiéramos a hablar de cada una de sus escenas y a buscar interpretaciones.

Sin interpretación alguna, como ya hemos dicho, todo tiene un sentido simbólico inmediato por demás trasparente. No hay que interpretar el poema hasta leerle.

Sus defectos están sobrepujados por sus bellezas. El sabio, el poeta, el filósofo, el corifeo del gran siglo de oro de las letras alemanas se muestra en este poema en todo su poder, y todo él con sus inmensas facultades.

Él solo pudo acometer empresa tan grande sin caer en algo digno de risa. ¡Ay del poeta inexperto e iluso que, sin medir sus fuerzas, sin tener el genio, la ciencia, la habilidad y la perspicacia crítica del poeta alemán, se atreva a seguirle al seno de las Madres y quiera traernos de allí a otro Fausto y a otra Elena! Lo más que nos traerá, con menos arte y paciencia que Paracelzo o que Wagner, será un Homúnculus ridículo, que jamás saldrá de su redoma, cuya luz no guiará a nadie por los caminos de lo ideal, y cuyo fuego amoroso, excitado por Galatea, no derretirá y fundirá el vidrio, derramándose en el seno del Océano.

Sólo nos queda que añadir que en una traducción, por fiel que sea, se pierden las dos terceras partes de las bellezas que estriban y se sostienen en la energía y tersura de la expresión original. Contentémonos, pues, con que, en nuestra fiel traducción, persista toda aquella belleza íntima, que reside en el fondo, y no en la forma, y que el lector atento sabe hallar y gustar, aunque la limpia y espléndida estructura, el metro resonante y el hechizo de la rima hayan desaparecido.

SOBRE SHAKSPEARE

Mi amigo el estudioso y entendido joven D. Jaime Clark me pone en un grande apuro. Publica una traducción de los dramas de Shakspeare y me pide que escriba yo un breve prólogo. Esta distinción honrosa, este aprecio que de mí hace D. Jaime Clark, me lisonjea por extremo; pero el apuro no es menor para mí.

¿Cómo, por breve que el prólogo sea, he de prescindir del autor traducido y he de limitarme a juzgar la traducción solamente? Fuerza es decir algo sobre Shakspeare, y esto es lo difícil, lo enojoso para mí, sobre todo en pocas palabras.

Shakspeare es el ídolo literario de Inglaterra. El influjo civilizador, la preponderancia política de esta gran nación, en todo el auge ahora de su fortuna, riqueza, prosperidad y brío, han difundido y acrecentado la gloria del poeta amadísimo entre cuantas naciones pueblan la faz de la tierra. ¿Qué podré yo añadir a las alabanzas de Shakspeare dadas en Alemania por Wieland, ambos Schlegel, Lessing y tantos otros críticos y poetas, que le aclaman el príncipe de los dramáticos y la fuente de inspiración de donde ha surgido el genio de la moderna y hermosa poesía alemana? ¿Cómo hablar, cómo escribir de Shakspeare después del encomio hecho por Víctor Hugo, ciclópeo monumento, serie de ditirambos desaforados, estatua colosal, fundida en una imaginación de fuego por un entusiasmo que raya en delirio, y abrillantada y retocada después por un cincel de diamante? ¿Cómo atreverme a desplegar los labios o a dejar correr la pluma, habiendo leído la apoteosis bellísima, el saludo sublime que Emerson envía a Shakspeare desde el otro lado del Atlántico?

Mi espíritu frío, tardo para los raptos de admiración, aunque no incapaz de ellos, harto indeciso y vacilante para no ver el contra al lado del pro, y tranquilo hasta la pesadez, es imposible que siga, ni desde muy lejos, el remontado vuelo encomiástico de los precitados autores.

Shakspeare, dicen, es inconcebiblemente sabio: los demás sabios que ha habido en el mundo dejan al menos que su sabiduría se conciba. Shakspeare ni esto deja. En punto a facultad creadora Shakspeare es único. No se puede imaginar nada mejor. Shakspeare está más por cima de Milton, Cervantes o el Tasso, que éstos del vulgo.

De la venida de Shakspeare al mundo no han hecho algo tan sobrenaturalmente importante como la encarnación de un Dios; pero han hecho más, según el gusto y forma con que tales encarecimientos pueden hacerse en el día. Shakspeare, dice Emerson, es en historia natural una producción del globo que anuncia nuevas mejoras; alguna casta nueva, con relación a la cual seamos los hombres de las demás castas lo que el mono es con relación al hombre.

Ni mi escasa anglomanía, ni mi poco fervor romántico, ni mis inveteradas preocupaciones en pro de la medida, orden, reposo y arreglo de los poetas griegos y latinos, ni mi amor a mi propia casta y nación y a los grandes ingenios que ha producido, entre los cuales Cervantes, y Lope, y tal vez. Tirso, se levantan a mis ojos sobre Shakspeare, consienten que yo adopte por míos tan superlativos encomios.

Me veo, pues, en la precisión de rebajar el mérito del autor, que mi amigo Clark presenta al público de España, en vez de ponderarle y sublimarle. Harto me aflige tener que hacer un papel tan ingrato; pero no me faltan consuelos.

En primer lugar me remito a Emerson y a Víctor Hugo para el que busque elogios. Añadir es casi imposible. Declaro con sinceridad que en España no creo que hay en el día más que un hombre que, si se pone a encomiar a Shakspeare, acierte a decir algo que supere a Víctor Hugo y a Emerson en epinicios agigantados y en hipérboles sonoras. Claro está que este hombre es D. Emilio Castelar, el Víctor Hugo de la cátedra y de la tribuna.

En segundo lugar me consuela la consideración de que, si yo rebajo a Shakspeare, siempre le dejaré bastante alto para los españoles, poniéndole, como le pongo, ya que no a la altura de Cervantes, al nivel de Calderon, y casi hombreándose con Lope.

En tercer lugar, por último, y como tercer consuelo, me parece que más bien acudo en favor del traductor asegurando a los lectores que Shakspeare no es impecable, que no presentándole como el limpísimo dechado, donde, sin lunar ni falta, resplandecen todas las bellezas poéticas, o como la joya soberana donde se han acumulado a manos llenas, sin mezcla de falsa pedrería ni de metales de baja ley, las perlas, los diamantes y el oro puro de la más acrisolada inspiración. Los lectores podrán hallar oscuridades, confusiones, rarezas, groserías y bufonadas en estos dramas y achacárselas al traductor. Sepan desde ahora que son del poeta. El traductor, escrupulosamente fiel, lo traduce todo con exactitud pasmosa. Nos hace un inmenso servicio. No nos da un arreglo de Shakspeare, suprimiendo y poniendo a su antojo. Nos da a Shakspeare tal cual es: con sus defectos y con sus bellezas; con sus aciertos y con sus extravíos; con sus bajezas y sus sublimidades. Por D. Jaime Clark va a tener el público español al propio Shakspeare, sin cambio, ni enmienda, ni disfraz alguno, en nuestra lengua castellana. Donde Shakspeare habla en prosa, Clark habla en prosa; donde en verso libre, en verso libre; donde en versos aconsonantados, en versos aconsonantados. El estilo del traductor se ajusta también al del autor, y ya es enérgico, conciso y sublime, ya culterano, ya natural, ya claro, ya oscuro, ya elegante y sostenido, ya bajo y rastrero. El Sr. Clark quiere, más que traducir, calcar a Shakspeare, y creo que lo consigue. Vamos, por consiguiente a tener a todo Shakspeare por primera vez en castellano. Menester será juzgarle, rápidamente al menos, pero con la misma imparcialidad que si fuera nuestro compatriota.

Disto mucho más que de los encomios exagerados de Víctor Hugo y Emerson, del desdén y de las burlas de Voltaire y su imitador Moratin. Confieso que el análisis que hace Voltaire del Hamlet me ha arrancado varias veces lágrimas de risa: mas no por eso he dado nunca la razón a Voltaire. Ya sé que lo sublime lo bello, lo grande es lo que se presta a la parodia.

 

Mi vacilación y mi duda están en otra cosa. ¿Hasta qué punto eran requisito indispensable, condición precisa de todo lo que hay de profundo y de íntimamente verdadero en el Hamlet, las rarezas de estilo, las excentricidades de que se muestra acompañado? ¿Serán defectos, reales defectos los que Voltaire y Moratin señalan como tales, consistiendo sólo la falta de estos críticos en no ver y reconocer en todo su brillo y hermosura los numerosos aciertos que hacen que toda falta se borre y se olvide? ¿Estos defectos, aunque inevitables, dados la época en que Shakspeare escribió y el público a quien se dirigía, son, a pesar de todo, defectos? ¿O por último, no son defectos los que Voltaire y Moratin señalaban, sino excelencias y perfecciones que no comprendían? Para responder a estas preguntas, para decidirme por cualquiera de estos términos, necesitaría yo mucho tiempo, larga meditación y escribir luego un tomo y no algunas páginas. Aun así no sé con certeza si cesaría mi vacilación y me aventuraría a dar un fallo definitivo.

Sea como sea, y sin dar el fallo, nadie niega que Shakspeare es un ingenio de primer orden. Ni Voltaire ni Moratin lo negaron.

La gloria de este poeta empezó cuando vivía y escribía sus dramas. Después no se ha eclipsado nunca y ha ido e irá creciendo cada vez más con el andar del tiempo. Pero la grandeza de las montañas no se ve ni se mide de cerca. Aunque se sabe poco de la vida de Shakspeare, parece probable que le conocieron y trataron muchos hombres eminentes de la brillante época en que vivió Raleigh, Bacon, el conde de Essex, Milton, Hales, Keplero, Belarmino, Alberico Gentile, Paolo Sarpi, Vieta y otros mil le conocían. Ninguno despreció su talento: ninguno dejó de estimar el mérito de sus dramas; pero ninguno tampoco le rindió aquel culto, aquella adoración que hoy le rinde lo más ilustre, instruido, inteligente y dichoso del linaje humano. Hasta que llegó el siglo XIX, exclaman sus más fervientes admiradores, hasta que llegó este siglo, cuyo genio es Hamlet viviente, no pudo haber lectores que entendiesen la tragedia de Hamlet. Ahora la literatura, la filosofía y el pensamiento todo, son Shakspeare. Su espíritu es el horizonte más allá del cual nada vemos, nada descubrimos, aunque nos esforcemos con ansia por columbrar lo venidero.

Singular sería que siendo Shakspeare tan adorado entre los extraños, lo fuese menos entre los propios; entre los ingleses, que son tan patriotas. En Inglaterra ha tenido el gran dramático multitud de biógrafos, críticos, comentadores y panegiristas. Los que en España han escrito sobre Cervantes son en número cortísimo comparados con los que en Inglaterra han escrito sobre Shakspeare. Nuestras alabanzas a Cervantes son tibias en comparación de las que se han dado a Shakspeare en Inglaterra. Por lo demás, mucho parecido en todo: hasta en ciertos infantiles y candorosos regalos que lo mismo se han hecho por allá a Shakspeare, que a Cervantes por acá. Ambos han resultado filósofos, médicos, abogados y buenos oficiales o maestros en casi todos los oficios; pero en verdad, ambos eran ingenios legos, y Shakspeare más que Cervantes, si bien todo lo sabían por penetración, por viveza de ingenio, por agudeza y perspicacia en la serena mirada para observarlo, abarcarlo y comprenderlo todo a primera vista.

En lo que no han tenido que afanarse tanto los eruditos ingleses como los españoles, es en averiguar quiénes eran, de dónde procedían los personajes que ponía en acción su poeta. Don Quijote, Sancho, Dulcinea, Sanson Carrasco, los Duques, Clara, Dorotea, Lucinda, Cardenio, Altisidora, Maese Pedro, y tantos otros, no tienen antecedentes, y es menester buscarlos con fatigosa diligencia en los archivos, y revelar luego al mundo la interesante verdad de que todos estos personajes vivieron vida real, y fueron bautizados en tal o cual parroquia. Pero los personajes de Shakspeare, así como las acciones que ejecutan o en que intervienen, están, antes que en sus dramas, en crónicas, poemas y leyendas, o en otros dramas, que Shakspeare refundía.

Pocos autores han tomado más de los otros que Shakspeare. Todo lo que le parecía bello, sublime, divertido, agradable, gracioso, lo tomaba sin escrúpulo donde lo hallaba. Ha dicho un discreto, que en literatura, no sólo se disculpa, sino que se glorifica el robo cuando le sigue el asesinato. Shakspeare sabía esta máxima, y no dejó de asesinar a cuantos robó. De los autores robados nadie se acordaría si no hubieran sido robados. Todos murieron: mas Shakspeare vive, y los personajes que aquellos autores crearon o evocaron a una vida vaga y como de sombra, y a una luz indecisa, crepuscular e incierta, han sido traídos por Shakspeare a la radiante y meridiana luz de la gloria inmortal, y a una vida más firme, más clara, más real que la de todos los héroes de la historia.

Este es, sin duda, el mayor mérito, el mayor misterio, el encanto más poderoso del genio de Shakspeare. Por este lado, y este lado es el más importante, pocos poetas se le adelantan en todas las modernas literaturas. Eminentes han existido algunos que, en mi sentir, sólo han logrado personificar las virtudes o los vicios, producir tipos o símbolos con habla y figura humana: el hipócrita, el avaro o el misántropo; pero la fuerza creadora para no limitarse a la abstracción, a la generalización, a un concepto destilado y extraído de lo real por medio del discurso, y vestido luego de cuerpo por la fantasía, y sí para producir individuos verdaderos, definidos, determinados, complejos en su carácter y condiciones, como son todas las criaturas humanas, y con más vida y más perfecta vida que la vida que da naturaleza: este don, este arte, pocos le han tenido como Shakspeare. Ofelia, Desdémona, Julieta, Miranda, Beatriz, Hero, Lady Macbeth, Otelo, Hamlet, Shylock, Falstaff, Yago y tantos otros, viven en la mente de los hombres con mayor firmeza y consistencia, que los más ilustres y claros varones que fueron en realidad: que todos los gloriosos sabios, héroes, políticos y capitanes que vivían en el mundo, mientras que estos personajes fantásticos iban saliendo del cerebro de Shakspeare, provistos ya del elixir de perpetua juventud y vida, desde el año de 1589 al de 1614. Después, lejos de evaporarse, lejos de desvanecerse tales creaciones, han adquirido mayor brío y virtud inmortal, se han bañado en nuevos fulgores de gloria, se han revestido de cuantos hechizos logra crear el arte humano. El escultor las ha fundido en bronce o las ha dado cuerpo en el mármol; el pintor ha empleado en ellas todo el primor de sus pinceles y las más ricas tintas de su paleta; el grabador ha agotado la finura y maestría de su buril, y el músico ha buscado y hallado, para expresar sus pasiones, las melodías más conmovedoras y las armonías más profundas.

Grande ha sido el valor de Shakspeare para conseguir esto: pero ha sido mayor su fortuna. ¿Quién duda, sin embargo, de que la fortuna es el más poderoso elemento del valor?

Fausto, Margarita y Mefistófeles, y Werther y Carlota, en la literatura alemana, y sólo D. Quijote, Sancho, Dulcinea y D. Juan Tenorio, en la española, son los personajes que por la notoriedad, la fama, y el fulgor glorioso, pueden compararse a los personajes de Shakspeare, en las otras literaturas europeas.

Pero ¿depende esto de que en los dramas de Lope, Tirso, Calderon, Moreto, Alarcón y Rojas, de que en todo nuestro gran teatro español no haya más personajes que D. Juan, con tanto aliento de vida, con tanta predestinación para la inmortalidad, como los héroes shakspearianos? La verdad es que no hay en nuestro gran teatro español otros personajes que vivan como aquellos. ¿Fue mengua de nuestros poetas o de la fortuna?

Shakspeare escribió para un pueblo que empezaba a ser grande, que iba a extender su imperio, a mejorar su civilización castiza y propia, a difundirla y a hacerla valer por todas las regiones del mundo. Como escribió para el pueblo, escribió inspirado y lleno de los pensamientos y sentimientos del pueblo, y su mente y sus obras están henchidas de lo porvenir; contienen en germen todo el espíritu de Inglaterra en el día. Nuestros dramáticos escribieron también para el pueblo, inspirados y llenos de los sentimientos del pueblo, pero de un pueblo que moría, de un pueblo cuya civilización castiza y propia iba a desaparecer, y cuyo espíritu de entonces no había de ser el espíritu de ahora. De aquí que aquellos héroes hablen una lengua que apenas entienden ya los españoles, y expresen sentimientos e ideas de que los españoles mismos ya no participan. ¿Cómo, pues, han de entenderlos los extranjeros, cuando los españoles no los entienden ya?

Aquellos poetas, con todo, eran también soberanos; pero ni ellos, ni sus héroes, pueden hoy vivir como Shakspeare y los suyos. Vista y reconocida su grandeza; no se les puede negar otro destino, que ya empieza a cumplirse. Para el vulgo de otros países, y aun para no pocos de sus más eruditos escritores, no sólo la potencia política, sino la potencia intelectual de España, se ha extinguido ya. La Revista de Edimburgo, encomiando a Fernán Caballero, supone que en Quevedo acabó nuestra literatura, y que después, hasta Fernán Caballero, nada hemos tenido digno de mentarse. Taine asegura que la literatura española feneció a mediados del siglo XVII. Considerada, pues, nuestra literatura como una literatura muerta, y nuestra civilización como una civilización pasada, es de esperar que los eruditos, arqueólogos y humanistas, nos desentierren o nos acaben de desenterrar, para hacernos justicia, y que, ya que no vivan nuestros poetas como Shakspeare, ni unos héroes como otros, sean Lope y Calderon, como Esquilo y Sofocles, y valgan y vivan sus personajes, como Prometeo y Edipo y otros anticuados personajes del teatro griego.

Por lo pronto, ocurre una cosa muy triste, pero inevitable, que se explicará con un ejemplo. Tengo yo un amigo pintor. Ha pintado lindamente a Fausto y Margarita, y a Julieta y Romeo. Varias veces le he rogado que pinte algo tomado de nuestra literatura dramática. Ha contestado, sin consentir réplica ni hallarla yo: nadie entendería mi cuadro, nadie reconocería los personajes, nadie sabría la acción, como no diese yo de antemano a cada espectador del cuadro un pliego de papel escrito, donde se explicase todo por menudo. Mi amigo el pintor tenía razón de sobra.

En cambio la vida de Shakspeare y de sus héroes es clara, notoria y contemporánea vida. La generalidad del público conoce ya de fama a muchos de estos héroes, o los conoce por imitaciones o por estampas y pinturas, o por las óperas en que aparecen cantando. Bueno es que los conozca tales como son, en su primitiva fuente, en Shakspeare mismo.

La traducción de D. Jaime Clark vale para esto como pocas traducciones. Para quien no sepa con toda perfección la lengua inglesa, y sea nacido en España, esta traducción será más útil y mil veces más agradable que el original inglés y que toda traducción francesa por buena que sea.

Creo que debo terminar felicitando a mi amigo D. Jaime Clark por su excelente trabajo.

FIN.