Za darmo

Algo de todo

Tekst
iOSAndroidWindows Phone
Gdzie wysłać link do aplikacji?
Nie zamykaj tego okna, dopóki nie wprowadzisz kodu na urządzeniu mobilnym
Ponów próbęLink został wysłany

Na prośbę właściciela praw autorskich ta książka nie jest dostępna do pobrania jako plik.

Można ją jednak przeczytać w naszych aplikacjach mobilnych (nawet bez połączenia z internetem) oraz online w witrynie LitRes.

Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Crimen espantoso es también la muerte de Valentín dada a mansalva por Fausto; pero era inevitable; se justifica estéticamente. Además, aquí se perdonaría cualquiera defecto en el poeta, en caso de que le hubiese, en gracia del carácter del rudo y honrado militar, hermano de Margarita. El orgullo y la jactancia que le inspiraba ella, antes de su caída; la rabia que le causa la pérdida de su honra; las palabras todas que pronuncia antes y durante el duelo; y sus terribles reconvenciones a Margarita, cuando está ya moribundo, todo esto es real y bello a la vez. Goethe en tres o cuatro hojas, levanta una figura viva, que no se borra nunca de la mente de nadie. Hablando con franqueza, Don Diego de Pastrana queda muy por bajo de Valentín, en ser individual y propio.

Lo que ocurre en el aquelarre, donde Mefistófeles lleva a Fausto para distraerle, sería en gran parte, no ya impertinente, sino también inconveniente, si el drama fuese sólo drama, y no drama y poema trascendental. Choca ver a Fausto bailando con una bruja joven, en indecente jaleo y cantando coplas picarescas y lascivas, después de haber muerto traidoramente al hermano de su querida y hallándose ésta en el mayor peligro, desconsuelo y abandono.

El intermedio que lleva por título Las bodas de oro de Oberon y Titania, es más extraño al drama, y estamos por decir que a todo el poema trascendental, que El curioso impertinente al Quijote, y que el Canto a Teresa al Diablo Mundo; con la diferencia de que El curioso impertinente y el Canto a Teresa son dos obras de gran valer, y que las tales Bodas de oro valen poquísimo. Son unos epigramas alusivos a cuestiones literarias y científicas de entonces, que sospechamos no perderían su frialdad aunque se conociesen hasta los ápices de las circunstancias y razones que movieron a Goethe a escribirlos.

Después de este mal traído intermedio, la acción se acelera y precipita, como debe, llegando a su término en la escena más patética, sublime, apasionada, llena de verdad y de poesía, y más hondamente conmovedora que jamás escribió poeta dramático en el mundo: la escena del calabozo. Shakspeare lo haría tan bien; pero mejor jamás pudo hacerlo. El terror de la próxima muerte en un patíbulo, los remordimientos, la vergüenza, combaten el alma de Margarita. A todo se sobrepone el amor, apenas vuelve a ver a Fausto. La lucha de sus afectos, su dulzura, el extravío de su razón, la vacilación entre quedar allí para morir, o seguir a su amado y salvar la vida, todo resalta natural, apasionada y divinamente en sus palabras. Quiere seguir a Fausto y cree notar que la mano de él está manchada con la sangre de Valentín; quiere salvarse y se ofrece a su pensamiento que ella ha asesinado a su madre y ahogado a su hijo. En todo el diálogo, cada exclamación, cada frase es una joya poética. El tiempo pasa, y crece el peligro en la demora. Mefistófeles aparece para dar priesa. Margarita se llena de espanto al verle, y prefiere la muerte a aquella libertad espantosa. Margarita se entrega resignada a las justicias divina y humana, y pide a los ángeles que la protejan contra su amado, que viene a salvarle la vida. El hombre a quien tanto ha amado le inspira entonces horror. Los ángeles dicen desde las alturas:– ¡Está salvada!– Mefistófeles se lleva a Fausto solo, y el drama o la primera tragedia termina.

Los caracteres meramente humanos del drama están trazados y aun acabados de mano maestra: parecen más reales que la realidad. Marta y el fámulo Wagner son dos personajes cómicos que pueden servir de modelos. Margarita y su hermano están llenos de alta poesía, y no por eso dejan de pertenecer a una humilde posición social y a una época en que no estaba tan extendida como ahora la cultura.

La sencillez y naturalidad de ambos hace más distinta, viva, honda y persistente la impresión que dejan.

Fausto es ya criatura harto más complicada. Lo sobrenatural y lo trascendental influyen en la formación de su carácter, y entran en él como elementos lo alegórico y lo simbólico, pero despojándole imaginariamente de estas condiciones, queda un ser verdadero, noble, real y simpático, a pesar de sus errores y delitos. Se diría que Goethe, cuya defensa hemos hecho y a quien no creemos malo, allá en los momentos de mayor severidad contra sí mismo, cuando más descontento se hallaba de su pensamiento y de su corazón, hundió en él la mirada aguda y escudriñadora, hizo cruel examen de conciencia y sacó de allí las malas pasiones, las iras, las envidias, las concupiscencias, los demás apetitos viciosos, las tempestades, los desórdenes y las otras negras tintas con que traza la figura moral de su héroe. Claro está que por cima de todo ello, hay cierta esencial nobleza, cierta radical excelencia en el alma de Fausto, y tal abundancia de motivos para atenuar humanamente sus pecados, que nos mueven a desear el perdón del Cielo para ellos y a conservar al pecador nuestra simpatía. Y claro está igualmente que para que este perdón se logre, dada la violencia inicial con que sale disparada el alma de Fausto en su extravío, es menester aún mucho a fin de que describa la curva que debe describir en su movimiento. Así, pues, al terminar la, primera parte, se ve que no termina más que un episodio. El drama queda aún a gran distancia del desenlace.

Mefistófeles, por último, es un personaje extra-natural. Goethe no creemos que tuviese tratos con él, pero le pinta tan a lo vivo, que cualquiera diría que le conoció de cerca. La índole de este diablo y su consecuencia en palabras y en acciones, desde el Prólogo en el Cielo hasta el fin de la segunda parte, acreditan la firmeza con que Goethe trazó su imagen y atinó a prestarle vida. Mefistófeles tiene además el mérito de ser el diablo fino de nuestra edad, el diablo que corresponde a un Dios benévolo, el diablo de los optimistas y de los progresistas pacíficos y por medios lentos y legales.

Lejos de ser un monstruo horrendo, si bien con toda la majestad de quien estuvo cerca de Dios, y con toda la soberbia de quien aspiró a vencerle; lejos de ser un revolucionario titánico casi un anti-Dios como el Satán de Milton, apenas es malo de veras. Es un tuno, un galopin, un bufonzuelo y poco más. El Padre Eterno confiesa que no le odia, que le tolera y hasta que se divierte con él. En vez de creerle dañino, le considera útil para los hombres, los cuales se echarían a dormir y no harían nada memorable ni poético, si no se entregasen al diablo con frecuencia. Mefistófeles, como Dios, gusta de oír sus epigramas y chistes y le emplea en sus altos designios de promover la actividad humana, anda bien avenido con Dios, suele hacerle visitas, y sale muy satisfecho de que Dios le trate con cordialidad y confianza.

Por lo que se ve, el mal para nuestro poeta es chico mal y está subordinado al bien al cual concurre, a pesar suyo. Así, Mefistófeles es chico diablo. Aunque sabe y puede bastante, está en una posición relativamente humilde, en la jerarquía de los espíritus.

Se columbra que Goethe comprende a Dios por cima de la naturaleza, y llenándola toda e infundiendo en ella la hermosura y la vida. Para esto ni para nada necesita ministros; pero es mayor riqueza y magnificencia tenerlos; y así hay espíritus, inteligencias y genios, monadas más o menos poderosas, unidas por lazos de amor divino, que crean, mueven y cambian los mundos y cuanto en ellos hay. Cualquiera de estos genios vale y puede mil veces más que Lucifer y que todos sus diablos. No es el genio del Universo, no es el Espíritu del Macrocosmos el que se aparece a Fausto. El que cede a su evocación y se le aparece es sólo el espíritu de este nuestro pequeño planeta. Y con todo, este espíritu es tan superior, tan inadecuado a la flaqueza del espíritu humano más valiente y atrevido, que Fausto, al sentirle, se aterra, está a punto de morir y reconoce que no puede entrar en relación con él. El Espíritu de la tierra es quien da a Fausto la desesperada conciencia de su debilidad y quien le provoca al suicidio. Los cánticos por la resurrección del Salvador le traen de nuevo a la vida. Toda esta parte de la tragedia, mientras no aparece Mefistófeles, está como en más altas esferas. La aparición de Mefistófeles trae las cosas a una esfera más baja. No se trata ya de infinitas aspiraciones, de sentir y de comprender en ambiciosa mente humana a la naturaleza, a sus genios y a Dios, si no se trata de algo más práctico y terreno.

Mefistófeles no es sobrenatural; es, según hemos dicho, extra-natural. No es un espíritu dominador, creador y superior a todo o parte de la naturaleza, sino un espíritu, semejante al humano, en lo que tiene de más vulgar; astuto, travieso, grosero, cuya misma grosería no le distrae de lo que es útil y le lleva a burlarse de lo bello y de lo sublime. Por eso domina a los espíritus humanos, que no se elevan: pero a los que se elevan, jamás los domina, aunque los sirva, deseosos de dominarlos.

En vez de anonadar a Fausto, como le anonadó con el Espíritu de la tierra, Mefistófeles le hace reír con su aparición, al salir del cuerpo del perro, rendido a los conjuros y amenazas. Cuando Fausto le obliga a que él mismo se defina, Mefistófeles se define una parte de aquella fuerza que siempre quiere el mal y que hace el bien siempre.

Mefistófeles quiere destruir, viciar y corromper; mas como sólo puede hacer esto al por menor, concurre al bien general y a la creación entera y continua, muy contra su gusto.

Fausto, al firmar con él un pacto, le trata como superior a inferior; como un amo a un lacayo; y está casi seguro de que el diablo no ganará nunca la apuesta; no le dará lo que él desea. No sólo no cae, por decirlo así, bajo la jurisdicción y poder del diablo mucho de lo deseado por Fausto, pero ni siquiera está comprendido por el espíritu diabólico; porque está en regiones superiores, hasta donde dicho espíritu jamás se encumbra. En el numen, que vive en Fausto, hay una fuerza interior mil veces más pujante que todas las potencias del diablo. Lo malo es que esta fuerza no se ejerce fuera de Fausto mismo. En él, crea de un modo ideal cuanto quiere: fuera no puede nada. Pero de esas cosas ideales, que Fausto crea en sí, concibe y apetece, el diablo sólo las mínimas y de menos valía puede realizar en el mundo exterior: otras, ni siquiera las entiende.

 

Aunque Mefistófeles, gracias a la fantasía del poeta, tiene ser propio y personalidad independiente, todavía, para concebir nosotros mejor su esencia, podemos figurárnosle como un resultado del análisis psicológico del alma de Fausto. Es la parte más bestial y terrena de dicha alma, la parte astuta y lista, que sirve para proporcionarse goces, riqueza, poder, autoridad e influjo en este mundo; parte que Fausto había descuidado y hasta atrofiado y desechado, a fin de entregarse a sus altas sabidurías. Desengañado de estas altas sabidurías, y ansioso de todo lo que por ellas había despreciado, se diría que vuelve a él aquella parte más ruin de su alma, bajo la forma y con el ser de diablo.

Esta inferioridad diabólica respecto a Fausto y respecto a los demás espíritus superiores, no se desmiente nunca. La ciencia, el progreso, la subida de nivel de las almas humanas, han hecho del diablo un personaje de poco más o menos. Su poder incontrastable no se ejerce ya sino en un mundo ruin, entre brutos, que se empeñan en jugar y en ganar dinero para parecer hombres, y en que por casualidad les salga algo bien para que se diga que tienen entendimiento, y entre viejecillas ignorantes y viciosas, que poseen algunos secretos y recetas, ignorando el por qué y el cómo, de los mismos prodigios que obran, como son la bruja y los gatos y los monos que la sirven y acompañan.

Fausto se siente tan rebajado de apelar a la inmunda poción de la bruja, a fin de recobrar la mocedad, que casi está a punto de quedarse viejo y de romper desde el principio el pacto con Mefistófeles sospechando lo poco que el diablo puede, y vale y lo más poco que de él puede esperar un noble espíritu.

El bien del diablo vale tan poco como el mal. Por cima del diablo, así como hay bien, hay mal inmensamente mayor de que Mefistófeles no podrá jamás curar el alma de Fausto. Fausto, para recibir algún bien del diablo, así como para someterse a su dominio, tiene que ahogar esa aspiración superior de su alma. Cuando vive y alienta con ella, el diablo no le da el menor alivio para los tormentos que produce; pero también el alma se sustrae por completo a todo influjo del diablo, y se ríe de todos los pactos.

En la rara teogonía de Goethe, el diablo, no sólo está por bajo de lo sobrenatural, término y mira de las aspiraciones del alma de Fausto, sino también muy por bajo de lo natural, en cuanto lo natural tiene de creador y de divino. Por esto, en la plebeya y estúpida sociedad del aquelarre, donde Fausto por un momento se encanalla, Mefistófeles se pavonea y triunfa; pero, en la segunda parte, cuando, por el esfuerzo de la voluntad y por los milagros del saber y de la inteligencia de Fausto, aparecen los genios antiguos, que imaginó Grecia, todos aquellos poderes personificados de la naturaleza creadora e inteligente, Mefistófeles se encoge, se humilla y casi se acobarda; Mefistófeles tiene que esconderse y disfrazarse bajo la fea apariencia de una de la Forquiadas. No sólo en poder, sino hasta en fealdad, superan a Mefistófeles aquellas antiguas creaciones.

Aunque sea rápidamente, sin la detención que tan grande asunto reclama, y a fin de no extralimitarnos y dar a este trabajo una extensión impropia del objeto a que se destina, algo debemos decir de la segunda parte del Fausto.

Varias personas han llamado al Fausto completo la Biblia del panteísmo. Nada nos parece más injusto. Goethe no era resuelto panteísta; pero, si en alguna obra suya se inclina al panteísmo, no es por cierto en el FAUSTO, donde más bien le contradice.

Es verdad que para afirmar esto debemos dar por sentado que entendemos la segunda parte, y es opinión muy común que nadie la entiende. Tal vez, los mismos que la llaman Biblia del panteísmo, lo cual, en buena lógica, presupone que la entienden, la apellidan libro de los siete sellos, delirio, laberinto, enigma perpetuo. Nosotros, aunque parezca paradoja, y se nos impute a arrogancia, afirmamos lo contrario: que todo está clarísimo en la segunda parte.

¿Dónde, si no, está la oscuridad? ¿En qué consiste? ¿De qué procede? El estilo terso, conciso, lapidario, epigráfico, y lleno de precisión de Goethe, llega, en esta segunda parte, al último límite de la nitidez, de la elegancia desnuda de hojarasca e inútiles adornos, y de la sobriedad significativa e intencionada. ¿Cómo, pues, decir con tal estilo lo vago, lo incierto, lo indeciso, lo que nadie entiende, ni tal vez el poeta que lo escribió? Esto no puede ser.

La supuesta no inteligencia de la segunda parte, sólo puede explicarse por dos maneras. Y por ambas, no ya el Fausto, sino la obra más clara y más llana vendrá a ser ininteligible. El Quijote, pongamos por caso.

Aunque no creemos en la epopeya trascendental, comprensiva y omni-docente, creemos que el poeta canta a veces lo que no se dice; va más allá del punto a que llega el hombre científico con la reflexión y con el estudio; y adivina y vaticina, y se eleva a esferas inexploradas, adonde el saber humano no llegó todavía; pero si todo está en el ritmo o en la poesía pura, es inútil traducirlo en prosa. No es inútil, es imposible. En prosa será inefable. Sería tan necia pretensión como la de querer explicar el efecto de la mejor sinfonía, y aun producirle igual, haciendo un discurso sobre la sinfonía. Pero si lo importante no está en el ritmo, y dialécticamente se revela en la frase, todo el mundo lo entenderá, sin que se traduzca o comente. Al que no lo entienda, podrá decírsele lo que el hidalgo manchego o el cura dijo una vez al barbero que se quejaba de no entender a cierto poeta: «Ni es menester que le entienda vuesa merced, señor rapista.»

La poesía y aun obras en prosa de carácter poético, pueden encerrar hondas verdades, bajo el velo de la alegoría o del símbolo; pero, una de dos: o el símbolo y la alegoría son trasparentes o no lo son. Si lo son, todo se ve claro. Si no lo son, podrán escribirse mil y mil comentos, y cada comentador imaginar que el poeta quiso decir esto, aquello, lo de más allá, y aun cosas que al pobre poeta no se le ocurrieron en la vida.

Comentos tales se han hecho ya del Quijote. ¿Por qué extrañar que se hagan del Fausto? Y si al Fausto se le culpa por esto de ininteligible, ¿por qué al Quijote no se le pone defecto igual?

No está, pues, lo ininteligible de una obra en lo misterioso, exotérico o recóndito que se aspire a hallar en ella. Basta con que lo exotérico, el sentido directo, tenga un valor y un significado. Y la segunda parte del Fausto le tiene. ¿Es ininteligible, es oscuro, es tenebroso el Cantar de los Cantares? Para un profano cualquiera nada hay más inteligible. El Cantar de los Cantares es un idilio, una égloga, un poema de amor, donde el amado y la amada se requiebran de lo lindo, se dicen mil ternuras, se hacen mil finezas, se ensalzan y describen menudamente y con morosa delectación los primores y gracias corporales de él y de ella, y se pintan los goces que han de lograr o ya logran ambos, besándose, abrazándose y queriéndose mucho. Pero, si esto es tan claro, entendido así, búsquese el sentido místico que dan al Cantar de los Cantares exegetas y teólogos y el Cantar de los Cantares habrá menester de comento, y aun con el comento nos quedaremos a oscuras, y apenas habrá quien entienda una palabra. ¿Por qué no afirmar lo mismo de la segunda parte del Fausto, si es lícito equiparar en algo lo sagrado con lo profano?

No es de suponer tampoco que la difícil inteligencia del Fausto dependa de la erudición previa que para entenderle se requiere. Basta, a nuestro ver, con una cultura mediana. El comento erudito es inútil. Todos los personajes míticos están caracterizados tan bien, que el ignorante podrá ganar algo, allegar un caudal de erudición, si, con motivo de leer el Fausto, adquiere y hojea algún Diccionario manual de la fábula; pero lo que aprenda en dicho Diccionario añadirá poco a la comprensión del poema. Lo mismo puede decirse de las doctrinas cosmogónicas, geológicas, filosóficas etc., a que el Fausto alude. Lo que Goethe quiere decir lo dice por entero, y no es menester acudir a otros libros para explicarlos, a no ser que se desee saber de quién lo tomó o por qué lo dijo. En este caso es dable decir del comento erudito lo mismo que del filosófico: a saber, que dicho comento cabe tanto como en el Fausto en el Quijote. También en el Quijote hay quien investigue si tal pasaje se tomó del Amadís o del Orlando, si tal cuento o sentencia proviene de Conon sofista o de la Leyenda áurea.

Veamos, pues, sencillamente, no lo que se supone o columbra en el Fausto, sino lo que se dice, y esto en resumen y cifra brevísima, porque tememos que nos tilden de prolijos. Para mayor prontitud y claridad, marcaremos cada uno de los cinco actos en que esta segunda tragedia está dividida.

Acto I.– El destino de Fausto no puede encerrarse en el de Margarita. Fausto tiene aún muy larga carrera. Aspira a todo, y para satisfacer sus aspiraciones cuenta con varias potencias. Cuenta con Mefistófeles, esto es, con el espíritu de astucia y de conducta para la vida, que ya le devolvió la juventud y que podrá aún darle riqueza, poder, fama y deleites materiales. Y cuenta, por cima de Mefistófeles, porque la magia natural toca puntos más altos que la magia negra o hechicería, con la ciencia, que le revelará los arcanos del universo, y con la poesía y el arte, que realizarán para él la ideal hermosura.

No bien Fausto se recobra de sus violentas emociones, merced a un sueño mágico, arrullado por cantos de genios y de ninfas, en un fertilísimo y ameno vergel, las mencionadas aspiraciones empiezan sucesivamente a realizarse, hasta donde la condición finita de Fausto y del mundo lo consiente.

Fausto brilla en la corte del Emperador y encuentra que en ella puede ser lo que se le antoje, merced a su propio mérito y al diablo.

Esto, no obstante, no le satisface. De las damas no hay una sola que le haga impresión, y se enamora de Elena, personificación de la hermosura corporal perfecta.

El diablo no tiene poder para proporcionarle a Elena. Lleno de turbación le habla de las Madres, o dígase de las ideas ejemplares, de las formas puras antes de unirse a la materia prima y producir los diversos seres; las cuales Madres, cuyos misterios el diablo no entiende, viven en el vacío eterno, fuera del tiempo y del espacio, y sólo por medio de hondísima y solitaria contemplación, reconcentrándose en el meditar, y arrojándose en horribles abismos, puede llegar a ellas un ánimo atrevido. La empresa es tal, que el propio diablo no se atrevería a acometerla. Fausto, sin embargo, la acomete, y el diablo le ve partir con asombro, y duda de que vuelva del seno tenebroso, infinitamente más profundo que el infierno, adonde se ha lanzado.

En este viaje de Fausto a ver a las Madres está la clave del poema; el núcleo de la segunda parte. Nosotros creemos que el diablo tiene razón, y que Goethe no la tiene. Fausto no vuelve en realidad. El Fausto vivo y humano, el doctor melancólico, el remozado por la bebida mágica, el amante natural, como son todos los amantes; de la natural, viva y real Margarita, se queda por allá con las Madres, y sólo vuelve su sombra, su idea pura, un símbolo, una alegoría tan diáfana y clara, que más no puede ser.

De aquí que toda la segunda parte sea poesía, en virtud del estilo bellísimo del poeta, de la riqueza lírica y gnómica que derrama, de mil primores de todos géneros que sabe difundir en los pormenores; pero en el conjunto, la segunda parte, o no es poesía o es poesía al revés.

Sin duda que el poeta, allá en los tiempos antiguos, con inspiración inconsciente, con estro divino, agitado por un furor que le viene del cielo, crea personajes y acciones, que entrañan y simbolizan grandísimas verdades. Más tarde viene el crítico, el pensador dialéctico, el hombre frío y reflexivo, y va desnudando del símbolo las verdades en él ocultas, y deshace la poesía y crea la ciencia.

Éste, en nuestro sentir, es el procedimiento natural.

Pero Goethe procede del modo contrario. En la segunda parte del Fausto es un poeta al revés: demuestra prácticamente lo que al principio dijimos: que la epopeya trascendental y comprensiva es imposible ahora: que es delirio querer realizarla.

Por lo expuesto, nos pasma tanto el encarnizamiento con que censuran muchos de poco inteligible la segunda parte del Fausto. El defecto nos parece que está en lo contrario: en que se entiende de sobra; en que todo es símbolo; en que es una larga parábola de millares de versos; en que ninguno de aquellos personajes nos puede ya interesar, porque no son tales personajes, sino figuras alegóricas, que representan pensamientos religiosos, morales, filosóficos, físicos, químicos y geológicos del autor. Y francamente, una parábola, una alegoría tan continuada, sería insufrible, si no fuese de Goethe. Parecería, además, una puerilidad enojosa y cansada. ¿A qué esas imágenes, esos misterios, ese estilo figurado, para exponer doctrinas? Aunque se ven a las claras bajo el velo trasparente de la alegoría, aún se verán mejor sin ese velo.

 

La poesía se asemeja en esto a la religión. Imaginemos, por un instante, y Dios nos lo perdone, que la de Cristo es como la explica Hegel. Será así muy filosófica, muy profunda, muy interesante; pero, no bien se acepte la explicación de Hegel, tendremos un ingenioso y dialéctico trabajo, y lo que es religión no tendremos. Hegel, no obstante, está en su derecho (entiéndase que somos partidarios de la absoluta libertad de pensar); Hegel puede exponer racionalmente todos los dogmas, y reducirlos a filosofía.

Lo absurdo sería que después, emprendiendo la misma caminata en dirección inversa, agarrásemos la Idea, el Yo, el No-Yo, el Ser, el No-Ser, el Llegar-a-Ser, el Prurito, la Voluntad, la Vida, la Muerte, el Uno y el Todo, y convirtiéndolos en personas, fraguásemos la religión del porvenir, ya con las filosofías de Hegel; ya con las de Hartmann; ya con las de otro cualquiera. ¿Quién había de creer en religión semejante? ¿Qué apóstoles, qué confesores, qué mártires tendría? Y no es esto negar que la ciencia, la doctrina, la afirmación, despojada del símbolo inútil, sobrepuesto y anacrónico, no puede tenerlos.

Convenimos en que en religión, por razones largas de exponer aquí, resalta más lo absurdo de tomar al revés estos caminos; convenimos en que cabe en poesía lo alegórico, como gala de imaginación, como juego ingenioso, y hasta como medio gráfico de que hagan las verdades más impresión en el ánimo, y hasta como recurso mnemotécnico para que duren con más persistencia y distinción en la memoria. Pero aun así, no se comprende, parece producto del frenesí, parece una pesadilla, tan larga alegoría.

No obstante, la segunda parte del Fausto, por cima de todo lo alegado en contra, se lee con interés. Esto consiste, en que la alegoría poética tiene y seguirá teniendo siempre alguna razón de ser. La verdad, velada en la imagen o símbolo, seguirá siempre grabándose mejor en el alma de las muchedumbres, que la verdad, o la teoría que pretenda pasar por tal, expuesta con método didáctico rigoroso. Así la poesía será menos poesía, será menos bella, será más fría y más sin alma; pero podrá ser útil. Interesa además, e interesa principalmente la segunda parte del Fausto, porque el lector, acaso sin percatarse de ello, la convierte en una enorme poesía lírica, en una serie de ditirambos, en una obra, no épica y objetiva, sino subjetiva en grado sumo, donde ya no hay más héroe que Goethe; Goethe, disfrazado de Fausto, y empeñado en algo de monstruoso, descomunal e imposible. Saludemos, pues, al altísimo poeta con las mismas palabras con que saludaba a Fausto la profetisa Manto:

 
Den lieb' ich, der Unmögliches begchrt!
 

Yo amo a aquel que desea lo imposible.

Fausto, en este sentido, esto es, la sombra de Fausto, su idea, que Goethe lleva en sí, vuelve del seno de las Madres. En una fantasmagoría semi-real, en un teatro, delante del Emperador y de toda su corte, Fausto hace que Elena y Paris aparezcan. Cuando Paris roba a Elena, Fausto tiene celos, no puede contenerse, quiere quitar a Paris la beldad que lleva en los brazos, y deshace el encanto con una explosión, cayendo él como muerto.

Acto II.– Todo este acto es un aquelarre pagano y clásico en contraposición con el aquelarre romántico y correspondiente al cristianismo, que se lee en la parte primera. Si alguna vez nos olvidamos de la alegoría, y hasta nos parece que deja de haberla y que tocamos algo real, es porque Goethe, en virtud de sus monadas, de sus genios y espíritus elementales, de sus inteligencias misteriosas que mueven las cosas naturales, casi cree en los seres que evoca, por donde los seres que evoca toman cuerpo y dejan de ser figuras retóricas solamente.

Para explicar la doctrina de este segundo acto sería menester escribir tanto al menos como el acto contiene. Goethe es conciso y por consiguiente difícil de extractar. Baste saber que ya el diablo, según hemos dicho, hace aquí muy triste papel. Hasta Homúnculus, el engendro raquítico de la ciencia pedantesca de Wagner, sabe más que él y le sirve de guía.

Fausto, llevado de su anhelo incesante, penetra en el seno de la Naturaleza, quiere desentrañar sus arcanos y el origen de los seres. Su amor a Elena, esto es, su afán de poesía y de hermosura, no se entibia sin embargo. Nada distrae a Fausto de este amor. Halla al centauro Chiron, monta sobre sus espaldas, y corre en busca de Elena. La profetisa Manto le indica el modo de dar con ella: le dice por qué sendas debe bajar al reino sombrío de Plutón, en las más hondas raíces del Olimpo, adonde ya bajó y de donde nunca volvió Orfeo; Fausto con no menos brío que Orfeo, y con mejor fortuna, desciende al Orco en busca de su amada.

Acto III.– Aquí se advierte más aún el defecto de la realidad; lo frío de la alegoría. Nada más bello, sin embargo, como forma. Es todo dichosa imitación de la poesía griega antigua, combinada magistral y armónicamente con lo caballeresco, trovadoresco y galante de la poesía de los siglos medios.

Fausto tiene un castillo en la cima del Taigetes, y es capitán y príncipe de guerreros salidos del seno de la noche cimeriana. Elena, huyendo de Menelao, que la quiere sacrificar, se refugia en el castillo de Fausto, quien la recibe como Amadís hubiera recibido a Briolanja o a otra princesa menesterosa, que viniese a que la socorriera en su cuita. Fausto, con sus guerreros, destroza el ejército de Menelao, y con sus modales refinados enamora a Elena en seguida, que, por otra parte, como es sabido, no era una roca de firme ni un mármol de fría.

Después de este doble triunfo, Fausto y Elena se retiran a Arcadia, donde hacen vida bucólica. Allí tienen un hijo: Euforion. Remedo de Hermes, apenas nace inventa y toca la lira, y quiere sometérselo y apropiárselo todo y subir a los cielos.

Euforion se lanza en el aire y cae despeñado, cual nuevo Ícaro. Goethe celebra en Euforion a Lord Byron, y lamenta su muerte. Es un episodio de extraordinaria belleza. Euforion, además, es símbolo de la poesía moderna, nacida de la antigua belleza clásica y de la ciencia reflexiva de nuestra edad.

Muerto Euforion, el lazo que une a Fausto con Elena queda deshecho. Elena vuelve al Orco; pero antes de partir abraza a su esposo y le deja como prenda de amor la túnica y el velo. Estas vestiduras no son la misma deidad; pero son divinas y tienen la fuerza de elevar a quien las posee por cima de las cosas vulgares. En efecto, estas vestiduras envuelven a Fausto y le suben hacia las regiones etéreas.

Acto IV.– Prosigue en él la alegoría, y en nuestro sentir es el menos divertido de todos. El emperador lucha con un anti-emperador, y con auxilio de Fausto y de Mefistófeles le derrota. Fausto, que ha tratado ya de calmar su anhelo infinito con la ciencia, con la poesía, en el seno de la Naturaleza y en el seno de la belleza ideal, procura ahora satisfacerle con el poder y el dominio.