Mientras haya bares

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Amago de infarto

Lorenzo había sufrido un principio de infarto la semana anterior a Nochevieja y convalecía en el hospital de Ourense. Entretanto, en casa veíamos la tele, comíamos las uvas, las escupíamos en la mano y nos marchábamos a la cama, para no ser cómplices de nuestra decadencia. Por estos días mi familia se desmoronaba a la vez que descubría que la vida es cruel, aterradora y bella. En el último momento, sin atisbo de reflexión, varié mis planes, metí una botella de whisky en la mochila y me dirigí al hospital.

Entré por Urgencias. Allí la noche hacía equilibrios sobre una calma movediza. Casi era la una de la madrugada y, cumpliendo con una tradición oscura, no tardarían en llegar las ambulancias con las primeras intoxicaciones del nuevo año. Me acerqué a la ventanilla de admisión. A la administrativa le costó apartar los ojos de su teléfono móvil. Recé para que fuese una de esas personas que se ablandan ante las historias de seres humanos solitarios y tristes. Desconozco por qué, pero esa noche pensé que obtendría más provecho de la sinceridad que de una hermosa y grotesca mentira, así que le expliqué que venía a «enjuagar en un trago la Nochevieja más triste de un enfermo del corazón». No sé de dónde saqué una frase así. Ella me miró como a un pelele y me respondió: «Esto no es un bar, sino un centro hospitalario. ¿Te das cuenta, no?». No era la reacción que esperaba, pero aun así adiviné una grieta para la esperanza en el modo en que había pronunciado «bar», sin atisbo de burla o desprecio.

Me persuadí de que casi la tenía en el bote, y le expliqué que yo era lo más parecido a un familiar que tenía mi amigo. «Solo querría desearle feliz año nuevo, y que no piense que está solo como un perro en este mundo», exageré. Me estudió fijamente durante dos segundos. «¿Cómo has dicho que se llama?». Repetí el nombre. «Pues lo siento, pero ya está acompañado por un familiar». Me quedé helado. Lorenzo no tenía padre, ni madre, ni hijos, ni hermanos, ni sobrinos. Nada. Ni siquiera una tortuga. «¿A qué pariente se refiere?», pregunté. «A su esposa», me aclaró. Sonreí sin sonreír, para no ofender. Lorenzo estaba soltero, como acostumbra a decirse, de toda la vida. Algunos días alternaba con putas, pero sin llegar a casarse con ellas.

Me aparté un instante del mostrador. Me vendría bien pensar. Era obvio que no le había caído en gracia. Pero, aunque fuese, me resistía a no celebrar con Lorenzo que no había nada que celebrar. Sospechaba que necesitaba compañía. Y a mí tampoco me vendría mal. Pero, ¿cómo conseguirlo? La buena fortuna acudió en mi rescate. En un pasillo al fondo reparé en la presencia de Sandra Salvatierra, una radióloga con la que había tenido un rollo un par de veces, sin que a los dos nos quedasen marcas. Le hice un gesto, sonrió, nos acercamos. Casi se me pasa por la cabeza intentar una tercera aventura, y olvidarme de Lorenzo. Le resumí la situación, mi cariño por mi amigo, lo solo que debía encontrarse en este momento en su habitación. En última instancia, me puse melodramático: «¿No te ha pasado alguna vez que has temido que a un amigo le quede una sola noche de vida, y que tal vez tú podrías ser la última persona querida que viese?». No sé si dio resultado, pero lo dio.

Sandra me condujo por un laberinto de pasillos y cuando estuvimos ante la habitación 215 me dijo: «Es aquí». Empujé la puerta y me dio en la cara una amplia y gruesa oscuridad. Me quedé paralizado. Unos alientos se tropezaban como si fuesen electrones, con suavidad, pero furia. La oscuridad se llenó con jadeos. Me retiré y me senté en el suelo a esperar no sabía bien el qué. Al rato, el pestillo de la puerta se movió y apareció una mujer altísima, negra, con pantalones ajustados y tacones imponentes. Creí ver cómo se guardaba unos billetes en un bolsillo. La seguí con la mirada mientras se alejaba, fascinado. Después entré en la habitación y descubrí a Lorenzo muy recuperado del amago de infarto.

La sorpresa fue mayúscula

No me gustan las sorpresas. Desconfío de la gente que disfruta con ellas. No menos que de la gente que rechaza un chupito de hierbas solo porque no le gusta. O de la que nunca saca el brazo por la ventanilla mientras conduce. Esas sorpresas que algunos tanto veneran, cuando te das la vuelta se traducen en adolescentes que abren eufóricos su regalo y encuentran —toma sorpresa— unos calzoncillos de otra talla o unos calcetines negros. O un libro. Gestionar esa decepción, de tal forma que parezcas entusiasmado, es la clase de cosas que te lleva a creer que la vida es una mierda.

Todavía lloro al recordar aquella Navidad que mi tía Elisa me regaló unas bragas rojas, con encajes y un pequeño pompón, ridículas incluso si yo hubiese sido mujer. Me había entregado, por error, el regalo de mi hermana. Cuando lo subsanó, me tocó una de esas cintas del pelo para hacer deporte. Hay días que creo que aquella confusión con las bragas me desgració la infancia.

En mi familia, cuando nos queremos hacer un regalo sorpresa, nos preguntamos qué necesitamos, para acertar. Nadie ha dicho nunca bragas rojas, ni calzoncillos, ni cintas para el pelo. Nos va bien así. Me acuerdo a menudo de la felicidad que embargaba a mi padre cuando la abuela, por el día de San Ramón, le regalaba todos los años un cartón de Ducados sin envolver. Ni siquiera dentro de una bolsa. Aquella ausencia total de sorpresa producía, sin embargo, un frenesí total en mi padre, que había nacido para fumar. Si eres fumador lo comprendes mejor. Kipling se aproximaba a esa experiencia cuando, con la mentalidad de su época, sostenía que «una mujer es solo una mujer, pero un cigarro es fumar».

En mi casa, un regalo nunca puede ser una sorpresa, solo una constatación. No nos desmayamos del asombro, pero tampoco nos alegramos por compromiso. Es cierto que en esta familia estamos muy escarmentados. Tenemos siempre presente la historia del primo Óscar, que en paz descanse. Trabajaba en la marina mercante y pasaba largas temporadas fuera de casa. En unas navidades, para dar precisamente una sorpresa a su novia, adelantó en un día su regreso. Cuando entró por la puerta, llamó tres veces a Beatriz. No contestó nadie. Supuso que su novia se habría entretenido en el hospital, o tal vez cambiado el turno con alguna compañera. Entretanto, él se acomodó. Solo tuvo sensación de estar en casa al abrir la nevera y sacar una cerveza. Los hogares se construyen en cierto sentido sobre las bebidas. En vista de que ella no daba señales de vida, se dirigió al apartamento de su vecino Abelardo. Necesitaba charlar con alguien. Encontró entornada la puerta. Le pareció raro. Nadie dejaba nada abierto, y menos la puerta de casa. Ni siquiera el paquete de tabaco. Avanzó sin llamar, con sigilo. Si alguien estaba robando, lo mejor era entrar en silencio y sorprender al ladrón. Avanzó de puntillas. No vio a nadie en la cocina. Ni en el salón. Cuando se asomó al dormitorio descubrió a Abelardo follando con una mujer de pelo largo y moreno. Estaba de espaldas. Mi pariente retrocedió muy despacio y con una gran sonrisa en la cara. Se alegraba horrores por Abelardo.

Cuando regresó a su apartamento se sentó en el sofá, puso los pies sobre la mesa y se consagró a las cervezas y la televisión. Media hora después, entró su novia en el piso. Vestía un pantalón muy corto y una camiseta de tiras, y calzaba chancletas. Se puso blanca al ver a Óscar en casa. Finalmente balbució unas palabras de desconcierto: «¿Pero tú no llegabas mañana?». No era la típica frase de alguien que se alegra de ver a su novio. «¿Y tú de dónde vienes?», preguntó a su vez Óscar, al que se le hacía un poco raro que su novia fuese a trabajar con aquella pinta al hospital. «Me quedé sin sal y le he ido a pedir una poca a Abelardo. Hemos estado un buen rato de cháchara». Mi primo se quedó de piedra. En efecto, la sorpresa fue mayúscula.

Yo nunca olvido un bigote

Los malentendidos aclaran a veces muchas cosas. Allí donde hay un malentendido, existe una posibilidad de progreso. Nadie, después de todo, tropieza hacia atrás cuando corre. Me lo recordó la emisión de Juegos de guerra (1983), de John Badham, ante la cual en mi generación deseamos por primera vez ser hackers suicidas. Acabar con el mundo es un sueño perseguido por cualquiera. ¿A quién le amarga un dulce? En esta película, Matthew Broderick, gracias a un malentendido, casi lo consigue.

Todos coleccionamos equívocos. Hace un año, en el metro de Madrid, alguien me tocó un brazo. Me volví enseguida, por miedo a que me lo robasen. Era el derecho. Y estaba escaldado. En tres meses había sufrido dos atracos. «¿Qué tal?», me preguntó de pronto un hombre con bigote, en el que no reconocí a nadie familiar. «Hola», respondí por precaución. Debió adivinar mi desconcierto, porque me preguntó si «acaso» no lo conocía. Se metió en medio un silencio que duró casi un año, pero de los breves, que pasan en dos segundos. «Por favor, cómo no te voy a reconocer. Qué tontería. ¿Y qué es de tu vida?». Le tendí la mano. Sé cómo es sentirse un completo imbécil cuando le hablas a alguien que no te reconoce, y sonreí. Confesar que no lo reconocía me pareció de mal gusto. Entretanto, pensaba quién cojones sería. Yo nunca olvido un bigote.

Hay gente muy irascible por ahí, a la que conviene seguirle la corriente. Eso hice. Me arrepentí enseguida, pero todavía era de peor gusto rectificar. En cambio, él no disimulaba. Hasta sus gestos sugerían que éramos conocidos, casi primos. Chasqueó los dedos, como cuando estás a punto de saber una pregunta del Trivial, y sacó a relucir la última vez que nos vimos. «Fue en aquel pub de Sabadell, hace diez años». No había estado en mi puta vida en Sabadell. «¿Seguro?», me permití dudar. Después de todo, la duda también favorece el progreso. «Segurísimo. Ese día me contaste que te habían contratado en la Seat». Afirmé con la cabeza. «En efecto». Ni que decir tiene que nunca había trabajado en la Seat. Ni siquiera en un taller mecánico. Lo más parecido a eso había sido mi etapa de periodista en un diario en el que, de vez en cuando, tenías que apretar los tornillos de tu silla con un bolígrafo. Empecé a sospechar que me tomaba el pelo. Hay hijoputas así. «Joder, tienes razón. Yo estaba recién operado», decidí mentir, para dar continuidad a la farsa. «¿Operado?». El fulano arrugó el gesto, no tenía ni idea. Qué raro, pensé. Tan conocido mío y no sabía lo de mi operación. «¿Operado de qué?», se interesó. «Una fístula», improvisé. En ese momento, miré al suelo y advertí que llevaba botas de cowboy. Temblé.

 

Faltaban todavía tres estaciones para mi parada. Después de otro silencio eterno y breve, cambió de conversación. Quiso saber si mantenía contacto con el viejo grupo de amigos. «Con algunos», señalé, sin grandes concreciones. Él recordaba a María, porque hacía tres años la había visto precisamente en un tren. Me reventaba la curiosidad por saber quién era aquel tipo. ¿Y si realmente yo lo conocía? ¿Y si había trabajado en la Seat pero no lo recordaba, porque había coincidido con mi etapa de cubatas de Larios? Se me ocurrió preguntarle por sus padres. Tal vez eso me facilitase alguna pista. «Mamá bien pero papá no demasiado. Murió». De hecho, agregó, yo le había enviado un telegrama de pesame. «¿De verdad no te acuerdas?». Claro que sí. «Es que hoy llevo un día horrible», alegué. «Por cierto, no quería dejar de felicitarte por el nacimiento de tu hija. No hay nada más hermoso que dar vida a una criatura», me dijo. Ahí reventé. Aquello era un despropósito. «¿Hija? No he tenido una hija en mi vida». Ahora era él quien estaba desconcertado. «Pero es posible que... —musitó—. ¿Tú no eres Alfredo Balaguer?». En ese momento se detuvo el tren. No era todavía mi parada pero me apeé. Las botas de cowboy me ponían nervioso.

La última batalla del bebedor

En la noche de todo bebedor existe un momento insignificante y a la vez crucial, cuando ya has aplazado tus tragos hasta el día siguiente, en el que te pones a prueba. No importa qué hayas hecho hasta entonces. Ahí, en ese fugaz segundo, con tu defensa ya bajada, te retratas. Existe un tipo de bebedor que siente el oscuro impulso, una vez deja de beber porque se hace temprano, de ir todavía más allá. Quieres jugarte el todo por el todo y llegar hasta el final. No eres muy distinto, después de todo, de esos tipejos que se ganan la vida dando cartas, o apostando su alma en una cuerda floja.

Llegada esa hora en la que abandonas en la barra el último vaso, solo hay dos clases de individuos. De un lado están los fulanos que liquidan la noche cuando entran en casa, lentamente se arrastran hasta el dormitorio y mueren sobre la cama, como elefantes. Eso es todo. No creen que haya nada importante después del último trago. Solo desean que el día acabe, enfrentar la resaca como samuráis, y esperar que pase pronto la semana, hasta el viernes. No tengo nada contra ellos. Muchísimas noches, de hecho, soy uno de esos, alguien en busca de una muerte rápida y reparadora.

Cerca pero muy lejos, están aquellos otros que después de una noche durísima, borrachos y arrastrados por el desierto que abre el whisky, libran la ofensiva final en la cocina. Es la madre de todas las batallas. Solo ellos y la nevera. Comer acarrea entonces la agonía perfecta, el estertor último, emocionante y bello, el instante en el que superas la escarpada ladera y ves el mar, donde la borrachera se hace feliz y dulce. Ese enfrentamiento te rehabilita. En alguna medida, restituye tu crédito, debilitado durante las últimas horas, con sus copas y fracasos. No hay derrota posible cuando te detienes, por ebrio y rendido que estés, y cenas al amanecer en soledad, previendo que ha vuelto a ser otra noche de mierda. Pero no importa porque tienes hambre y comes lo primero que encuentras. En ese momento, todo empieza de nuevo, florece. Es primavera. El pasado no pasó.

Hay un momento en la vida en el que dejas de saber por qué todavía sales los viernes. Y los sábados. En realidad, también algunos jueves. Es una ignorancia molesta, que sitúa ante ti un precipicio, a modo de espejo. Yo la supero diciéndome que salgo para llegar tarde, medio ebrio y cenar un buen desayuno. Durante una época disfruté saliendo con un amigo de un amigo porque después de beber toda la noche, él daba lo mejor de sí mismo al llegar a casa, en la cocina. En una ocasión, de camino a la cama, se empeñó en pasar por la pescadería. Yo sabía que había sobrado empanada del día anterior. Justo una empanada de congrio, fría y dura, es a veces todo lo que necesitas en la vida antes de entregarte de rodillas a la resaca para que acabe contigo. Le disuadí de comprar una docena de sardinas. No pude evitar que se llevase una merluza de quilo y medio. Al parecer la preparó a la bilbaína, mientras todo nos daba vueltas. No pude recordar nunca aquel episodio. Su madre, por los restos que descubrió al día siguiente, asegura que era a la bilbaína. Lo doy por bueno. No importa tanto cenar esto o aquello, como someterte a la cuerda floja de la cocina antes de irte a la cama. Hace años, en un sentido parecido, le oí contar a Stephen King que no recordaba ser el autor de uno de sus libros porque lo había escrito borracho. ¿Qué cojones importa eso? El caso es que fue aplaudido y recompensado por ello.

Matarratas con hielo

Mi amigo Z. empezó a salir con María a los 19 años. Al principio les fue bien. Es decir, durante las primeras horas. Pero al tercer día notó que el amor funcionaba mal. Había sido testigo de eso que William S. Burroughs denomina en El almuerzo desnudo el «instante helado en el que todos ven lo que hay en la punta de sus tenedores», pero prefirió torcer la cara. Pasaron los semanas y un día por otro no encontraba el momento idóneo para poner fin al romance. En el último instante, con el discurso de despedida que yo le había preparado en la cabeza —«me parece que quiero cortar, tía»—, siempre ocurría algo suficientemente estúpido que aplazaba lo inevitable. Z. se dejaba llevar y se adaptaba a la calamidad. Me recordaba a menudo a la madre del protagonista de La vida de Brian, cuando en un momento delirante de la película, Brian le pregunta: «¿Te violaron?». Y su madre le responde: «Bueno... al principio sí».

Hacía tres meses que salían cuando retomó la idea de dejarla. «No hay pasión, ni afinidades, ni nada», me dijo una tarde. «¿Te escribo otro discurso de ruptura?», le pregunté. Me sorprendió el modo en que me dijo «no». Fue esa clase de «no» que alegan los porteros de algunas discotecas para que te saques de su vista. Rotundo. Estaba decidido a dejarla y no necesitaba discursos ni hostias. Lamentablemente, en el último segundo recordó que eran las vísperas de la boda de su hermana. No quiso teñirle la fiesta de luto. Pasó el tiempo. Cuando se propuso retomar los trámites para que el idilio acabara, ella le presentó a sus padres por sorpresa. Le cayeron tan bien que no tuvo más remedio que enfriar la intención de abandonar a María unas semanas. «Cuestión de formas», alegó.

Por esa época encontró trabajo en un periódico. Entre los horarios y alguna compañera de redacción, María pasó a un tercer plano. No renunciaba a dejarla, pero «cuando la ocasión sea más propicia». Se trataba solo de una estrategia para seguir a la deriva. En ese escenario, un día llegó la propuesta de matrimonio de María. Z. no encontró las palabras para decir «no». Algunos monosílabos requieren una compleja construcción sintáctica. No te salen si no eres Marcel Proust. Aceptó y la boda trajo un nuevo aplazamiento de ruptura. «Tiempo habrá de divorciarse», me confesó, ebrio, el día de la despedida de soltero. «Hoy en día —añadió— es un trámite más o menos ágil». Le di la razón: «Cuestión de juntar cuatro papeles». Entretanto, se liaba con algunas periodistas de vez en cuando, a las que persuadía para no tomarse el lío en serio alegando que estaba casado. Pero un día pasa lo que sucede. Con Z. lanzado definitivamente a la ruptura, María se le adelanta y, en cuanto él llega del periódico, le dice: «Quiero el divorcio». Fue un momento supremo, feliz, en el que quedó a la vista la jugada perfecta de Z., que tenía algo sucio e inevitable que hacer, y había dejado que otro lo hiciese por él. Después de eso llegó el martes, los antros, el matarratas frío y la típica resaca de miércoles, que dura hasta el sábado.

Bragas en el tendal

En una etapa de mi vida me tocó escribir en una habitación con vistas a los tendales del vecindario. Cuando apartaba la mirada del texto, buscando un punto de agarre para continuar la escalada, solo se me ofrecían camisas, bragas, sábanas... Si tenía suerte, veía a la vecina del segundo tendiendo la ropa. Aquella mujer, en mi recuerdo, es un milagro de verano. Solo por verla merecía la pena ser un escritor, incluso de los malos, encerrado en una habitación tétrica, que se entretenía contando pinzas en el suelo, a la espera, en vano, de que un día llegase la verdadera literatura. Pero casi nunca tenía suerte.

Era su marido, cuando no su madre, el que se encargaba de tender y recoger la ropa. Por aquella época, tal vez como efecto de las vistas taciturnas e incomunicadas, sin horizonte, de los tendederos, mis personajes se suicidaban a menudo. Si alguno sobrevivía era porque su vida, en el fondo, resultaba tan desgraciada que ni merecía el alivio de la muerte.

El tono de los textos, la sedación incluso de mi estilo por entonces, corrían paralelos al hastío del tendedero. Nunca hay que esperar gran cosa de unos calzoncillos al sol. Ni siquiera de un sujetador push-up. En ese contexto, apenas son tejidos suspendidos en el vacío. A veces resulta más alentador el silencio que te devuelve una pared sin ventana. Creo que solo Roberto Bolaño fue capaz de convertir un tendal en una explosión de luz cegadora, capaz de transportarte a un lugar maravilloso sin desplazamientos. Ocurre en 2666. En la segunda parte, Amalfitano encuentra dentro de una caja de libros el Testamento geométrico, de Rafael Dieste, y toma la decisión de colgarlo en un tendal de ropa, como una camisa mojada. No lo cuelga porque previamente se hubiera humedecido, sino «porque sí, para ver cómo resiste la intemperie, los embates de esta naturaleza desértica», le explica a su pareja.

Es difícil calibrar en qué medida, si eres escritor, las cosas que te rodean se inmiscuyen en tu literatura por una ventana y la guían por ciertos caminos y no otros. Quizás aquellas bragas recién tendidas, goteando, o la vecina del segundo en el minuto de recogerlas, determinasen mi estilo más que la lectura y la digestión de Faulkner, Scott Fitzgerald o Borges. ¿Cómo saberlo? Imposible. Los acontecimientos decisivos de la historia son a menudo secretos. Cuántas veces no atribuyes a una acción la menor importancia, y de pronto, pasado un tiempo, descubres que cambia tu vida. O lo intenta.

En mis años interno en un colegio de mercedarios, cuando me tocaba servir la comida a los frailes, aquel escupitajo que dejaba caer en la fuente de la sopa, en el trayecto entre la cocina y el comedor, me pareció siempre un gesto insignificante, aunque balsámico. Era mi respuesta pueril a las hostias que recibía. Me ayudaba a dormir. Al final de aquel curso, sin embargo, un compañero de internado me obligó a redactar su trabajo sobre la ii Guerra Mundial a cambio de no revelar a los frailes todos los ingredientes del consomé. Las cosas importantes algunas veces son solo una suma de idioteces que requieren un largo período de gestación. ¿Cómo puedo saber que aquel tendal, más el escupitajo para dormir, más algún libro irrelevante que fui intercalando, más las hostias que recibí del Padre Felipe, no me convirtieron en el escritor que tal vez un día llegue a ser? Simplemente, no puedo.

To koniec darmowego fragmentu. Czy chcesz czytać dalej?