Mientras haya bares

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A hostias en la oscuridad



A todos nos dan, de un modo u otro, unas hostias todos los días. Y no pasa nada. En realidad, es una suerte. Nos ayudan a avanzar a oscuras, que es la única manera de avanzar y llegar a alguna parte. Somerset Maugham poseía una interesante teoría literaria según la cual, para escribir un buen libro, uno de esos libros imborrables, eternos, existen tres reglas que hay que cumplir. Nada más que tres reglas. ¿Cuáles? Ahí está el problema. Maugham completa la teoría señalando que, desgraciadamente, nadie sabe cuáles son. Este reduccionismo metodológico de gran espectro permite explicar cómo hay que hacer para forjar toda gran creación, sea en el ámbito literario, artístico, social, económico o etcétera.



En la vida, cualquier posibilidad de alcanzar la solución de un problema complejo pasa habitualmente por seguir al pie de la letra unas instrucciones que, por unas circunstancias u otras, no existen. He ahí la putada.



Tal vez no lo parezca, pero nuestra existencia consiste, en esencia, en una búsqueda de la manera de definir, nunca en más de tres instrucciones, cómo se conquistan los sueños. Este ambicioso plan para desentrañar en tres únicos pasos —cuatro serían muchos— los secretos del éxito brota de la convicción de que, en el fondo, creemos que el objetivo es sencillo. Por eso no trabajamos sobre un decálogo, por ejemplo. ¿Para qué dar diez pasos pudiendo dar tres? La cosa es tan fácil —pensamos— que con tres reglas basta. En la naturaleza íntima del individuo están la velocidad, que busca los caminos rectos y despejados para alcanzar antes la meta, y el principio de economía, que establece que las explicaciones nunca deben multiplicar las causas sin necesidad. Pero las reglas se resisten, y aunque sean elementales, y seguramente son elementales, se esconden.



Frente a la imposibilidad de conquistar una gran obra siguiendo tres míseras pautas que nos libren de fastidiosas y molestas peregrinaciones, vamos de un lado a otro buscando la llave que enciende la luz. Llevando hostias. Los tumbos, por llamarla así, es la metodología más común en las sociedades humanas. No resulta útil más que a base de insistencia, pero define a la perfección cómo se consuma el progreso humano: sin reglas, a hostias en la oscuridad contra la pared.





El gin-tonic es Dios



El señor que estaba a mi lado se levantó de la silla y llamó «payaso» y «mamarracho» a Balotelli, de una tacada. Tenía una copa de gin-tonic en la mano, llena, y aunque se levantó como un cohete y lanzó un manotazo al aire, en dirección a Ucrania, no derramó una gota. Ni siquiera tembló la ginebra dentro del vaso. Me admiró ese temple. Insultó al delantero sin despeinarse, con perfección técnica, por así decir. En ese momento pensé que, si pretendiese imitarlo, me vaciaría el cubata encima, o peor, sobre mi vecino de mesa, que medía dos metros, y otros tantos de alto. Yo era de los que creían a Frank Sinatra cuando decía que necesitamos dos manos para ponernos el sombrero correctamente. «La parte de atrás elevada —aseguraba— y un par de centímetros inclinado hacia la ceja derecha». No tenía nada de extraño que me asombrase ante un caballero que insulta con la mano derecha mientras con la izquierda preserva el fuego sagrado. Aquel señor sabía insultar de puta madre.



La última vez que aplaudí un insulto, el destinatario fui yo. Entonces trabajaba para un periódico local, en el que no había que estar fuerte en nada pero sí preparado para escribir en cualquier momento sobre sucesos, deportes, medio ambiente, sanidad, libros, fiestas populares, política o procesiones. Te recomendaban, además, saber limpiar un váter o arreglar una rotativa. Hacía tres días que me habían asignado la sección de tribunales cuando, después de publicar una información confusa, sonó el teléfono de mi mesa. «Quiero hablar con el comemierda que ha escrito en la página siete que me van a mandar a la cárcel». Enseguida advertí que querían hablar conmigo. Con la misma rapidez, intuí que seguramente me había equivocado y nadie iba a ir a la cárcel en la página siete. En ese instante, me pareció cobarde, pero prudente, decir que el tal Tallón tenía el día libre y que yo solo era un becario. Pero que si quería, tomaba nota del recado. «Dígale, por favor, que no vale ni para plantar cebollinos. Alguien así no debería escribir ni albaranes». Tomé nota y cuando colgué y me aseguré de que nadie me vigilaba, rompí el papel y enterré el asunto.



El exabrupto, entendido no solo como palabra injuriosa contra Dios, la Virgen, las personas o los objetos, sino como tratamiento de las circunstancias adversas, es decir, como técnica, me parece digno de estudio. Cada uno tiene su manera de resolver problemas. Recuerdo que la protagonista de Laura decía que no tenía miedo a los policías. «De pequeña me enseñaron a escupir cuando viese uno», explicaba. Ese escupitajo, en su caso, arreglaba muchas cosas. Los insultos también. Son herramientas para afrontar una realidad adversa. La grosería llega después de un hecho hostil contra el que hay poco que hacer. Despierta sensación de impotencia. Y nada más frustrante, cuando somos humanos, que admitir debilidades insolubles. Se agolpa, entonces, una carga interna que hay que bascular como sea. Es cuando llega la afrenta. No corrige el discurrir de los hechos, pero sí nos proporciona fuerza para asumirlos sin tener que hacer algo peor.



Lanzar una diatriba como la del señor contra Balotelli, y no verter el gin-tonic —porque el gin-tonic es Dios— exige un entrenamiento que a veces dura años. Pasa como en Niágara, cuando Marilyn Monroe se pasea por la calle con un vestido capaz de conducir a cualquiera a la locura, y alguien dice al verla que «para utilizar un vestido como ese hay que tener costumbre desde los 13 años».





Sesión vermú



Entre personas, se tiene la idea de que mientras el cuerpo respira, está vivo. Podemos darla por buena. Una sociedad, en cambio, necesita algo más que aire y algo de beber. En cierto modo, sabemos que un pueblo está vivo en función del pib, de las librerías por habitante, de la cobertura social o, por qué no decirlo, de las barras de los bares. Probablemente, un pueblo que pierde la capacidad para convocar una reunión alrededor de la barra es un pueblo muerto. Da igual que aún tenga habitantes. Como pueblo, es un cadáver. Ahora bien, si hay orquesta, si hay barullo, si hay música, si hay protestas y un grupo opositor lamentando los gastos, entonces el pueblo tiene vida para un siglo. Los detractores acérrimos son tan necesarios como los partidarios.



Nunca hay que despreciar a los que sostienen que no estamos para verbenas. Una sociedad necesita gente que eche agua en el vino, para rebajar la euforia. Incluso fiscalizar posibles atentados. Ningún drama evita que necesitemos fiestas. Las necesitamos. Aún no estamos muertos. En los peores momentos —incluso en los entierros— el sentido del humor acude a nuestro rescate. ¿Qué cabe esperar de una sociedad silenciosa, tranquila, que solo piensa en lo que hay que pensar y hace lo que hay que hacer? Nada, salvo la garantía del aburrimiento. Detrás de un pueblo reposado, inexpresivo, silencioso, solo puede esconderse un vecindario soporífero. En el comedimiento del que hace gala gente así, los días se vuelven rutinarios. Y a nada le tiene más horror la sociedad que a experiencias desabridas. En el siglo en el que la variedad de entretenimiento es la razón última por la que no estamos todos suicidándonos, el mayor pecado es caer en la espiral del tedio.



No importa que las cosas vayan mal, que la situación sea crítica. Ningún problema es irreversible si hay sesión vermú. Tomemos el ejemplo del Titanic. Sí, golpeó contra un iceberg, el choque le metió un boquete carajudo al casco, pero hubo fiesta. Hombre claro. La orquesta no dejó de tocar por que la embarcación se empinara y finalmente se hundiera. No hubo singladura más feliz, por mucho que acabara en tragedia. La lección es clara. Hay que aprender de la historia y, a toda costa, ponerse de fiesta. Los indicadores se hunden, como el Titanic, el paro escala, la democracia expira, la banca se forra, nosotros estamos contra las cuerdas, pero por suerte alguien pinchará rock and roll para amenizar el desastre.





Cabeza contra puerta de armario



Piensas que conoces tu casa y te levantas de la cama sin encender la luz, descalzo. Solo vas al baño. Está todo controlado. Caminas a oscuras, tanteando con la mano las paredes, para asegurar. Todo va bien. Solo quieres mear y después dormir una hora más. Ayer te acostaste tarde. Te quedaste leyendo y roncando a Italo Calvino en el sofá. Aún son las seis de la mañana. Estás amodorrado, así que te cogerá el sueño enseguida. Pero en el camino de vuelta se produce el accidente. Pie descalzo contra pata de cama. Pocos golpes hay más representativos de las desgracias caseras, si no tenemos en cuenta el «cabeza contra puerta de armario». De alguna manera, es como un Barça-Madrid o un Boca-River. En realidad, como siempre gana la pata de la cama, se asemeja más a un Liverpool-Everton. Bill Shankly, entrenador del Liverpool en casi ochocientos partidos, llevó al equipo a las mayores victorias y alimentó la rivalidad con el otro equipo de la ciudad, aprovechando que casi siempre le ganaban, a extremos críticos. «Cuando no tengo nada que hacer miro debajo de la clasificación para ver cómo va el Everton», decía. No soportaba el mal juego que ponían en práctica los rivales. «Si el Everton jugara en el jardín de mi casa, correría las cortinas para no verlo».



En este contexto, tu pie se bate contra la pata de la cama. Naturalmente, como en el caso del Everton, sale derrotado y doliente. En este tipo de trompadas emerge siempre el individuo oscuro e irreconocible que todos somos. En el dolor se advierte que cada uno de nosotros es varios. Como mínimo, dos. Nos pasamos la vida negando el lado de cada uno que, inevitablemente, emerge en las grandes hostias y en los desengaños. Cuando emerge, y hay testigos, estos quedan impresionados. No conocían esa parte de nosotros. No es tanto decepción lo que sienten, como sorpresa ante un descubrimiento mayúsculo. Recuerdo cuando en la final del Mundial de Fútbol de Alemania, Zidane se volvió hacia Materazzi, le dio un cabezazo descomunal en el pecho y lo derribó como si fuese un bolo. La humanidad quedó asombrada ante aquel gesto. Todos conocíamos a un Zidane e, inesperadamente, conocimos al otro. Estos hallazgos siempre tienen algo de iluminador. Producen confort porque evidencian la imperfección personal. Todos somos así en el momento en el que nos enfrentamos a un abismo íntimo.

 



Cuando, acostumbrado a la perfección de los textos de Borges o a su corrección personal, casi británica, descubro de pronto una impostura en el escritor argentino, experimento gran alivio. Hace poco, leyendo en el váter los diarios de Bioy Casares, encontré la entrada correspondiente al 23 de noviembre de 1951. Ese día, Borges abrió The Perfumed Garden y leyó en una de sus páginas: «Women (...) would succeed in making an elephant mount on the back of an ant, and would even succeed in making them copulate ». El jardín perfumado, escrito por el Jeque Nefzawi en el siglo xvi, es un manual árabe sobre erotismo, donde se trata el sexo con un elegante estilo poético. Cuando Borges acabó de leer aquel párrafo, miró a Bioy Casares y dijo: «Aquí está la versión oriental, y desprovista de gracia, de “con paciencia y con saliva el elefante se la metió a la hormiga”».



En el tratamiento del sexo Borges se mostraba especialmente desinhibido. Era otro Borges. Como el día que le propuso a Bioy, para una antología pornográfica, los versos de Alejandro Sirio: «La señora de Pérez y sus hijas/ comunican al público y al clero/ que han abierto un taller de chupar pijas/ en la calle Santiago del Estero».





Mándame verbos, Ernest



«Mándame verbos», le pedía el redactor jefe a Ernest Hemingway cuando el novelista redactaba crónicas desde Europa. Aquel periodista —como los escritores y los poetas— creía posible dar información sobre la realidad que hiciese entendible qué ocurría en la misma. De puta madre. Pero la realidad, incluso en aquellos años, ya nos había desbordado. El mundo venció al hombre. Lo aplastó. Aunque parece que no tengamos noticia de esa derrota. ¿Importa lo que recojan los periódicos? ¿Cambia algo el canto de los poetas? ¿Podemos detallar la realidad? Thomas Bernhard estaba convencido de que nunca consigues trasladar al folio lo que piensas o imaginas. «La mayoría —decía— siempre se pierde en el traslado. En el fondo no puedes comunicarte. Aún no lo ha conseguido nadie». La realidad posee un mecanismo superior que, cuanto más realista pretenda ser su descripción, menos posibilidades hay de alcanzar su entendimiento. Llenamos millones de páginas a diario, pero nos quedamos lejos de la comunicación. «Tantos versos y tan poca poesía», lamentaba Jules Renard.



No hay nada que contar que dé la medida verdadera de lo que pasa en el exterior. Recuerdo al novelista estadounidense E. L. Doctorow relatar que un día se vio en la necesidad de escribir una nota para justificar la ausencia de su hijo pequeño en la escuela, y no fue capaz. La escribió veinte veces porque, quien es verdaderamente escritor, hasta cuando escribe algo banal se enfrenta al problema irresoluble del lenguaje para entrar en el núcleo del mundo. Siempre habrá un mal adjetivo, un problema sintáctico, una coma mal puesta. Wittgenstein estuvo cerca de desnudar el misterio cuando se preguntó: «¿Cómo puedo saber sobre qué estoy hablando, cómo puedo saber qué quiero decir?».



En septiembre de 1985, Susan Sontag entrevistó a Borges, que le confesó que le asombraba que se hablara de ediciones definitivas. «¿Cómo puede ser que un autor no pueda arrepentirse de un punto incómodo o de un adjetivo? Es absurdo». Ni las cosas más simples permiten que nos acerquemos a ellas. Solo algunas personas se enteran. Tal vez una fuese D. H. Lawrence, autor de El amante de Lady Chatterley, novela donde los personajes de Constance y Mellors, para acercarse mejor a la verdad de su relación, bautizaron a sus genitales como John Thomas y Lady Jane.





El escritor debe seguir caminos de perdición



La idea que estoy teniendo últimamente es que la ignorancia produce grandes obras. Tal vez parezca una idea ridícula, equivocada, pero en el fondo es irreprochable y redonda. En una entrevista de hace dos años, Fabio Morábito sostenía que un escritor es, en rigor, alguien que no sabe escribir. Al principio no entendía qué quería decir, pero me pareció evidente que alguien que se pronunciaba en esos términos misteriosos estaba accionando una bomba invisible. La verdad, en ocasiones, es verdad porque no se entiende. Hice lo que conviene hacer en casos así: huir, pensar en otras cosas. No pensar. Como era previsible, el enunciado acabó regresando por su propio pie, pero esta vez claramente descrito. Morábito hablaba de la necesidad de trabajar con las herramientas que otorga la ignorancia. Un novelista tiene que desconocer dónde pone los pies. Una idea clara nunca puede ser superior a una duda, incluso a un error. Cesar Aira sostiene a menudo que cuando se comete un error, cuando algo sale mal, no hay que cambiarlo, no hay que corregir, sino seguir hacia delante. A veces, siguiendo adelante —añade— los errores se capitalizan y dejan de ser errores.



Un escritor debe acometer novelas que no sea capaz de abordar, que lo aboquen al fracaso. Hay que fracasar de nuevo cada vez. Ese es el programa del verdadero escritor. Acabar con todo aquello que lo haga sentirse seguro como novelista. Solo así, tal vez, no fracase. Trato de explicarlo en mi próxima novela, que deambula a la busca de editor. Probablemente estas condiciones sean las únicas en las que lo imposible puede hacerse realidad. En algunos oficios hay que encontrar la determinación y la fuerza necesarias para tomar siempre caminos de perdición. La dirección correcta es siempre la dirección equivocada. Entre dos caminos, elegir el que no es. Los aciertos que se siguen del conocimiento no deparan a menudo más que aburridas emociones.



Es imprescindible que un autor, en cada momento, sienta que no tiene nada que ver con lo que está escribiendo. La filosofía sería que, en ese instante milagroso previo a redactar las primeras palabras, el novelista declare la intención de escribir la novela que no tiene ni puta idea de escribir. En literatura, como en otras facetas de la vida, no conviene disponer de plan. Y si existe un plan, es imprescindible salirse de él. Juan José Becerra mantiene que escribir «es una secuencia donde uno escribe con la mano y borra con el codo». El hecho de borrar, en el sentido de escribir contra lo que uno sabe, le parece una operación obligada para cualquier escritor. Es en el naufragio, en la ignorancia frente a las decisiones que se deben tomar, donde el hombre está más seguro y próximo a acertar.





Las erratas se sigilosan



No tengo ningún problema con las erratas. En el fondo, creo que conspiran a favor del libro. Acabo de leer una crónica boxística de Normal Mailer, en una viejísima edición cubana, que no es tanto un homenaje a Mohamed Ali y Joe Frazier como a las cagadas del tipógrafo. Me creería si me dijesen que Mailer encargó el asesinato de ese individuo, incluso que se ocupó él personalmente, aunque eso no evita que aquel disparatado trabajo editorial me resulte simpático. Esto no es ningún sentir general. Hay quienes sienten mareos si descubren una errata en un texto. No digamos si ese texto es suyo. A Cortázar le molestaban por encima de su salud. Eso lo convirtió en un insigne teórico de la errata.



En Papeles inesperados —esa familia de libros que, cuando estás muerto, descubren en un baúl tus herederos— se incluyen varios episodios inéditos de Un tal Lucas, personaje alter ego del autor. En uno de ellos, se muestra como un tipo obsesionado con las erratas. Está convencido de que estas degeneran en ratas y encarga a un miniaturista japonés la elaboración de una ratera para erradicarlas. «Las erratas se sigilosan», sostiene Cortázar, «viven una vida propia y es precisamente esa idiosincrasia la que lleva a estudiarlas con lupa en mano y a preguntarse una noche de iluminación si el misterio de su sigilosancia no está en eso, en que no son palabras como las otras, sino algo que invade ciertas palabras, un virus de la lengua, la cia del idioma, la transnacional de la semántica…».



La literatura está plagada de millones de erratas, algunas célebres. Si tiene curiosidad, búsquelas por su cuenta. Confieso que si me he puesto a escribir es porque un amigo me ha prometido un gin-tonic. Personalmente, tengo devoción por Arroz y tartana, de Blasco Ibáñez, que en su primera edición decía: «Aquella mañana, doña Manuela se levantó con el coño fruncido». Feliz error. No qu