Mientras haya bares

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Amor por la ferretería



Hay pocos establecimientos que me fascinen tanto como un taller eléctrico. Ese caos de hierros, la deconstrucción de la maquinaria, el mesianismo del mecánico, la ocupación que las piezas sueltas hacen del espacio, la atmósfera asfixiante, la inexistencia de huecos... Ahora mismo cambiaría la capacidad para descomponer sintácticamente una oración subordinada, que nunca me sirvió de nada, o los conocimientos sobre los presocráticos que almacené en la facultad, por saber arreglar una esmeriladora o una motosierra averiadas. Cada tarde paso por delante del taller eléctrico Ramón, y me detengo durante un par de segundos a observar el interior. Soy tímido, y miro el esplendor desde la acera. Ojalá deje de funcionar el taladro un día de estos y tenga una buena excusa para entrar.



Durante ese lapso de tiempo quedo atónito, como delante de un cuadro de Gustave Courbet, o frente a la Capilla Sixtina. También el taller eléctrico está plagado de detalles secretos. Creo que si el mecánico no pusiese mala cara, podría estar horas, semanas, años, estudiando las estanterías de las paredes, en las que se acopian miles de objetos de los que ignoro incluso el nombre.



Hay algo de enfermedad en esta admiración por la mecánica eléctrica. Witold Gombrowicz tenía una fijación parecida, tal vez más acentuada, con las ferreterías de Buenos Aires. En 1939, como se sabe, fue invitado con una embajada de escritores polacos a Argentina. Entretanto, Alemania invadió Polonia, y Witold optó por quedarse en Buenos Aires hasta los años sesenta. En ese tiempo, obtuvo un trabajo en el Banco Polaco. Una vez a la semana, después de abandonar la entidad, se adentraba en una ferretería de la calle Corrientes. Allí pasaba una hora estudiando el género, infantilmente. Nunca faltó a la cita. Llegaba el día, salía del trabajo, se dirigía a la ferretería, estudiaba en silencio los artículos, como buscando algo que no existía, y se marchaba. Ocasionalmente, compraba un tornillo, una rosca, un manubrio... No era un hombre de muchas palabras.



En una ocasión, un periodista, sabedor de esa contención expresiva, le preguntó si podría «definir en pocas palabras su filosofía, su actitud frente a los problemas del arte literario». Witold respondió: «Lo lamento. Tengo ocho volúmenes referentes a eso. Quien domine idiomas extranjeros no tendrá dificultad en conseguirlos. Además Ferdydurke, uno de mis libros más explícitos en ese sentido, puede encontrarse en las librerías de viejo de esta ciudad por el módico precio de cinco pesos».



Existe el espécimen contrario. Tengo un amigo alérgico a las ferreterías. Mataría con gusto a un ferretero. Solo lo detiene que tendría que hacerse con una pistola, y odia las armerías. Cuando precisa algo, envía a algún pariente. Hace seis meses, por una casualidad, mi amigo encontró su título universitario. Ya no recordaba que era licenciado en Filología Clásica. Nadie, en la tintorería en la que trabajaba, le había pedido jamás que demostrase una cosa así. Inopinadamente, experimentó la necesidad urgente de ver el título colgado de una pared. Pero no encontró el martillo por ningún sitio. Y el hijo se había marchado de excursión con el colegio.



No tuvo más remedio que acudir en persona a la ferretería. «Un martillo, por favor», pidió. Entonces descubrió que había martillos de mil familias. Él solo quería uno que empujase el clavo a través de una superficie dura, y se quedase quieto. Desgraciadamente, lo atendió un dependiente áspero, que había detectado su alergia a las ferreterías en cuanto entró por la puerta. Lo humilló con preguntas que no supo responder. Probablemente, si lo hubiese hecho, hoy sería juez. Cuando mi amigo confesó que solo quería colgar su título universitario, y no el Guernica, el dependiente le sugirió que se dejase de martillos y comprase un taladro, tacos y alcayatas. Mi colega tuvo la sensación fría y desagradable de que el ferretero sabía demasiado, y que no estaba tan interesado en venderle un martillo de mierda como en humillarlo. No compró nada. En cuanto llegó a casa, cogió un tornillo, y en la desesperación de no tener con qué golpearlo, tomó una figura que le había regalado su suegra, pensando que era de mármol. Pero era de Sargadelos... La historia acabó mal, y empeoró por la noche, cuando llegó su mujer a casa. En todo caso, esto es secundario. Quedémonos con la alergia y con que las ferreterías tienen amantes y detractores. Personalmente, elijo los talleres eléctricos.





Prohibido tirar libros al retrete



El lunes por la noche dejó de funcionar la cisterna. Naturalmente, se originó cierta psicosis en casa. Nunca es buen momento para una eventualidad así. Figúrese. Justo es el tipo de avería a la que más se teme en un hogar. Cualquiera preferiría quedarse sin agua caliente antes que descubrir, cuando ya es tarde, que tirar de la cadena no surte efecto. No sé por qué, pensé que podría repararla. En una maniobra elemental, retiré la tapadera. Si había sido capaz de escribir un libro, que posteriormente leyó medio centenar de personas, tal vez podía arreglar la cisterna, que en alguna medida también tenía que ver con la lectura.



Hubo un caso célebre, que Ilyá Ehrenburg narra en sus memorias Gente, años, vida. El periodista soviético cuenta que llegó a Moscú desde la Guerra Civil española, donde estaba como corresponsal, y se asombró al encontrar en el ascensor de su casa un cartel que decía: «Prohibido tirar libros al retrete». Al parecer, la posesión de ciertos libros era peligrosa y, en ocasiones, había que deshacerse de ellos aunque fuese a costa de atascar las cañerías.



Miré hacia aquel abismo desde arriba, y me pareció contemplar un complejo universo de tubos y palancas que solo Dios podía explicar. Me dio la impresión de que estaban rotos los topes de la válvula de descarga. No ocultaré que me puse algo nervioso, incluso me emocioné, como cuando adviertes que si mueves el alfil a f6, haces jaque mate. Me pareció demasiado fácil como para no sospechar que la facilidad debía ser una trampa de la cisterna para que me animase a sustituir la pieza personalmente, y luego provocar una avería mayor, irreversible. Tenía recientes algunas experiencias, como cuando intenté montar un mueble de Ikea con un martillo, pensando que avanzaría más y mejor que con la llave Allen. También recordaba cuando quise agujerear la pared para fijar un perchero, y empleé la broca equivocada. No necesitaba hurgar más en el pasado. La facilidad siempre es un señuelo, como ciertas luces de neón, o la música deliciosa de las tragaperras. Había aprendido la lección. Busqué en Google un fontanero, y llamé. Le expliqué que la cisterna bla bla y que, según una observación primaria del escenario, etcétera etcétera. «Mañana a primera hora estamos ahí», dijo rápidamente, como si tuviese prisa por llegar. «Sin falta», añadió. Apareció a la una de la tarde, el muy hijoputa. Entretanto, tuve que bajar dos veces al váter del bar Mundial 82.



Cuando llamó a la puerta le abrí entusiasmado, ansioso, como si yo fuese Pepe Isbert en Bienvenido, Mr. Marshall, y el fontanero un miembro destacado de la comitiva americana que llega a Villar del Río. Lo estudié de arriba abajo. Medía un metro noventa. En una mano llevaba una llave inglesa y dos destornilladores. La otra la tenía metida en el bolsillo. «¿Dónde has dejado a tu socio?», pregunté, dando por sentado que alguien tendría que portar la caja de herramientas y las piezas de relevo. «¿Qué socio? Yo trabajo solo. Se discute menos». Me pareció un razonamiento demoledor, y me callé.



Como sospechaba que esta gente factura seguramente por minuto, y por eso camina siempre con tanta lentitud y habla tan despacio, yo me había tomado la molestia de sacar la pieza rota. De hecho, el fontanero solo tuvo que llegar al baño y decir: «La válvula de descarga está rota». «Tendrás que poner una nueva, entonces», arriesgué. «No he traído», alegó. «Tendrás que ir a buscar una, ¿no?», deduje. «Sí, pero no me va a dar tiempo», pretextó, para a continuación añadir: «Vamos a tener que dejarlo para la tarde». No era con lo que yo soñaba, así que puse ciertas condiciones: tendría que ser a primera hora. «A las cuatro sin falta», afirmó. Apareció a las siete. Llevaba de nuevo una mano en el bolsillo y la pieza nueva encajada en la axila. A partir de ahí, todo ocurrió a velocidades vertiginosas. En dos minutos colocó la válvula, cerró la tapadera, accionó el tirador para probar y todo volvió a la normalidad. Perfecto. «¿Cuánto es?», pregunté feliz, creyendo que el precio guardaría proporción con la dificultad. «Setenta euritos, por favor», dijo con la voz muy dulce. Tenía educación. Me quedé blanco, sin habla, como Pepe Isbert cuando los americanos pasan de largo. Máxime teniendo en cuenta que la pieza costaba doce euros y podía instalarla un repetidor de segundo de la eso. Cualquiera. Yo inclusive. Antes de pagar, pregunté con ingenuidad si no me daba una factura. «Es que no he traído», se disculpó. «Pues yo tampoco he traído dinero», estuve a punto de decir. Pero no quise montar un espectáculo en mi propia casa.





Yo siempre llevo la droga encima



Esto es lo que ha pasado: acabo de recordar que hace seis meses, cuando me mudé de ciudad, me marché sin pasar por la tintorería a recoger una chaqueta azul marino que había dejado para limpiar. Era mi chaqueta favorita, pero no la he echado de menos hasta esta mañana. En ocasiones, las cosas importantes pasan completamente desapercibidas. No es una tragedia. Ni siquiera una cuestión de vida o muerte. Tal vez, como dijo a propósito del fútbol Bill Shankly, entrenador del Liverpool entre 1959 y 1974, es algo mucho, mucho más importante que eso. Cuando vestía aquella chaqueta cambiaba mi perspectiva de la realidad. Nada me parecía demasiado grave, ni solemne, ni relevante. Era como leer If, de Kipling, donde se te revelaban, de pronto, verdades en las que no habías creído. Es difícil de explicar. En realidad, es difícil de entender. Aquella chaqueta actuaba como escudo, pero también como un cristal deformante que me ofrecía la mejor panorámica posible de lo que tenía alrededor.

 



Imagino que desde que la llevé a la tintorería, la chaqueta no ha dejado de dar vueltas en ese circuito cerrado que hay en estos negocios, en el que presionando un botón, el mecanismo va moviendo las prendas en círculo hasta que llega a la chaqueta o el pantalón o lo que sea, que el cliente haya venido a recoger. En parte, la vida va de eso, de dar vueltas sin parar, como un idiota, sin ningún sentido especial. No creo que nunca, cuando regrese a Madrid, sea capaz de pasar por la tintorería. ¿Cómo me mirarían? No. Descartado. No sabría enfrentar el contacto con la chaqueta.



El escritor estadounidense Hunter S. Thompson contó una vez en una entrevista en un periódico de Boston, que cierto día recordó, un año después de abandonar un apartamento de alquiler en San Francisco, que había olvidado, escondidos en una baldosa del piso de la cocina, 250 gramos de hachís. ¡Nada más que un cuarto de kilo! ¡Hachís! Cuando echó en falta aquel botín y quiso regresar para recuperarlo, descubrió que en el apartamento ahora vivían dos agentes de policía. Fue un error infantil ocultar la droga en un punto recóndito, y hacerlo, probablemente, cuando estaba borracho. Borracho y drogado, supongo. Yo siempre llevo la droga conmigo. Es vital tenerla cerca. Nunca sabes cuándo vas a necesitarla de urgencia. Naturalmente, Thompson tuvo que abandonar sus pretensiones. Pero aprendió una lección. En mi caso, ahora sé que nunca hay que quitarse la chaqueta favorita. Si es necesario, duermes con ella, comes con ella, follas con ella.





Hegel y los negocios decadentes



En todos los sitios, en una ciudad, en una aldea decadente, en una carretera solitaria, hay una tienda en la que nadie compra. Ni siquiera entra. Pero misteriosamente, resiste. No necesita a la sociedad. Lleva ahí toda la vida. Se acostumbró al vacío, a que la puerta no se abra, a que no haya cambio en la caja registradora, al beneficio cero. No necesita clientes. Tal vez si un día comenzase a entrar y salir gente del negocio, a hacer transacciones, a facturar, a realizar devoluciones, a anotar pedidos, en definitiva, a vivir al revés de como vivió en los últimos cuarenta, cincuenta o sesenta años, no tendría otro camino que cerrar. Algunas cosas solo funcionan siguiendo la dirección contraria, dejando de funcionar. Hace meses que observo una ferretería cerca de mi casa. Cada vez que paso por delante, espío el interior. Nunca hay nadie, excepto el propietario. En dos ocasiones entré y encontré lo que buscaba. Pero el dueño me miró como cuando pasas diez años solo en una isla deshabitada del Pacífico, y una tarde de verano aparece un tipo en chanclas y bermudas.



También hace tiempo que observo una tienda de filatelia, minerales y numismática, no lejos de la ferretería, en la que nunca entra nadie. Cuando se tienta a la suerte, se asoma alguien por la puerta y pregunta si tienen baño, o dónde puede encontrar una farmacia. Inexplicablemente, hace décadas que la tienda permanece en la brecha, como si se tratase de un negocio boyante, en continua expansión. Es muy raro. Supongo que a la dueña, una señora gruesa y bajita, con gafas y pelo blanco, le va bien así, y que entre unas cosas y otras, le cuadran las cuentas a final de mes. El dinero es muy caprichoso. Cuando no lo tienes, a veces es cuando más abunda; no sabes qué hacer con él. Yo nunca sufrí tantas penurias como en la época en que ganaba cinco mil euros al mes y me pasaba el día gastando sin sentido. Mi madre no entendía que llamase a casa para que me ingresaran 300 euros de cuando en vez, y yo no sabía explicárselo, sinceramente.



La tienda se acostumbró al silencio, a que la puerta no se abriera, a que los paraguas no gotearan en el suelo cuando llueve, a que no hubiera cambio en la caja registradora. Los días que me coincide pasar por delante, miro a través del escaparate y la dueña siempre está reclinada, con las tetas sobre el mostrador. Su gesto es de una desgana profunda. Parece lejanamente triste, con la mirada exiliada. Tal vez rece para que no entre nadie a molestar y que la máquina de hacer dinero no se detenga. En mi idea cándida de los negocios, temo que si un día se invirtiese la dialéctica, y de repente empezase a existir movimiento en el local, y gente entrando y saliendo con las bolsas llenas, que obligase a facturar, y a realizar más pedidos, y a contratar personal, la tienda iría a la quiebra sin remedio. Y sería muy triste.



Existen negocios que están más allá de la economía de mercado. No precisan establecer intercambios comerciales. El silencio y el vacío bastan. Anida en ellos algo absolutamente fértil. En cierta medida, son como ese ejemplar de Fenomenología del espíritu de Hegel, en el que reparo cada vez que entro y salgo de la biblioteca. Siempre está en la misma posición, tieso, frío, invulnerable a la indiferencia de los usuarios. Eso no evita que sea inmortal. No necesita que lo lea nadie. Fue suficiente con que Hegel lo escribiera. Y como mucho, que después Marx reflexionara sobre él.





Peine en el bolsillo



Hablemos de esos individuos que van de un lado a otro con un peine en el bolsillo, como si fuese un revólver. No es tanto la presencia del peine lo que me causa desasosiego, que también, como la capacidad del sujeto para peinarse sin espejo, mientras evoluciona por la acera a paso ligero. Alguien que se desplaza con un peine en el pantalón, o en la camisa, siempre está en guardia, a la expectativa, para ser el primero en disparar. Si en algún momento coincide usted con uno —lo cual no es fácil— observe que nunca está relajado. Se mueve como si tuviese prisa o, simplemente, algo que esconder. Portar ese peine... En el fondo, se trata de un modo más de andar armado.



Hay objetos turbadores. Parecen simples, bien diseñados, pero ofrecen mala compañía. Digamos que desprenden mal aliento. No importa lo inofensivos o hermosos que resulten. De hecho, la inocuidad multiplica el peligro. No digamos la belleza, que desde Rilke no es si no el comienzo de lo terrible. Olvide, por medio minuto, la sombra alargada del peine. Piense en un libro. No en cualquier libro. Piense en El guardián entre el centeno, y luego retroceda al 8 de diciembre de 1980, frente al edificio de apartamentos Dakota, en Nueva York. Van a ser las once de la noche cuando Yoko Ono y John Lennon bajan del coche y caminan hacia el portal. En ese instante irrumpe Mark David Chapman por detrás y dispara cinco balas de punta hueca con un revólver calibre 38 especial. Después de matar a Lennon, el asesino se sienta en la acera y saca del bolsillo, como si fuese un peine, su ejemplar de El guardián entre el centeno, y lee tranquilamente hasta que llega la policía.



Supongo que ahora la novela de J. D. Salinger ya no le resulta tan inocua. Ciertas combinaciones, como la de Chapman y Salinger, le otorgan a los objetos más pacíficos un aire sospechoso. Cuando descubro un peine sobresaliendo del bolsillo de una camisa, como me ocurrió ayer, tiemblo. No hace falta decir que si el fulano saca el peine y se peina, como también ocurrió ayer, corro, corro mucho, corro sin mirar atrás, corro hasta que llego a otra ciudad, cojo una habitación en un hotel discreto, y espero. No sé a qué.





No empecemos



Cuando te vas de casa tus padres nunca te dicen que tengas cuidado con los halagos. Prefieren prevenirte contra los carteristas, contra las drogas y —aquí se ponen serios— contra esa puta manía tuya de hacerte el gracioso. A lo sumo, cuando ya has salido por la puerta, tu madre te pregunta si llevas pañuelo, y cuando ya estás a veinte metros, si has cogido un paraguas. Nada más. Comienza la vida. Pasan los meses, los años. Las hostias. Tienes problemas con algunas drogas. Los superas. Te roban dos o tres veces en el metro. Para compensar, tú robas en el quiosco y en el Carrefour. Te estrellas contra la realidad por tu soberbia. Pero te levantas siempre. Aprendes a esquivar las trompadas. Lejos de los padres, a veces aprendes algo de una película, del mismo modo que Albert Camus aprendió del fútbol. Un día viste Pulp Fiction. Durante meses, te repetías los chistes, pero cuando estos se fueron desgastando, descubriste debajo las lecciones. La más útil, a propósito de las lisonjas y el ombligo, te la proporciona el Sr. Lobo, cuando interviene para enfriar la euforia que embarga a Vincent y Jules: «No empecemos a chuparnos las pollas todavía». ¿Una ordinariez? Más bien un mandamiento. Claro que en el fútbol tampoco falta quien solo vea a 22 mercenarios corriendo detrás de un balón para patearlo. Ya nos previno John Baynton contra esa tentación, cuando señaló que reducir el fútbol a eso «es como decir que un violín es madera y tripa y Hamlet papel y tinta».



Los halagos son un peligro. Siempre acabas creyéndotelos. De hecho, solo tú te los crees. No existe defensa posible contra una mamada insoportable y pringosa. Cada vez son más habituales. En Faceboo