Un abuelo rojo y otro abuelo facha

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viii.

En la infancia siempre estamos lidiando con amenazas. La más acuciante en Alcantarilla eran los gitanos que vivían detrás de las vías del tren, capaces de robarme varios relojes Casio al año. Sin embargo, había muchas formas de estar a salvo de ellos: calles seguras y populosas y compañías que actuaban como un talismán contra el peligro terrorista. Otro riesgo constante eran las reprimendas suaves de mis maestros, cuya gravedad se redoblaba si llegaban a oídos de mi padre, pero sortearlas también era muy sencillo: bastaba con permanecer callado en el aula, por mucho que encontrase cosas interesantísimas que decir sobre los globos de agua o las cacas de perro en medio de una clase de matemáticas. Había otras amenazas domésticas, como morir electrocutado o partirme el cuello en una mala caída, pero gracias al celo materno disponía de protocolos de seguridad suficientes para liquidar estos riesgos. Y luego, por supuesto, estaba el miedo irracional a criaturas de ultratumba, pero esto me causó pocos problemas porque desarrollé una táctica que me servía para ahuyentar a los cenobitas de Hellraiser, al payaso de It o a Freddy Krueger: sabía que era mi responsabilidad estar asustado en la cama por haber visto una película de miedo, así que me concentraba en la idea de que ya sería demasiada casualidad que vinieran a aniquilarme justo la noche que yo los había visto por la tele.

Pero había un terror de otra clase en mi infancia, tan colosal que pasaba por encima de la protección de mi casa, mis padres o las tretas psicológicas: entre los ocho y los doce años, el telediario fue el emisario de este tipo de pánico insoslayable.

Cada vez que Ana Blanco se ponía seria y describía con sus modales maternales y serios los asesinatos en masa de Yugoslavia o los bombardeos de Irak de la primera guerra del Golfo, yo daba un respingo y salía disparado a mi habitación con cualquier excusa. El pánico al noticiario era tan atroz que ni siquiera me atrevía a mostrarlo ante mis padres; pero no lo ocultaba por vergüenza, sino porque creía que la confesión empeoraría las cosas. Temía que, al darse cuenta ellos de que yo era consciente de lo grave que era un conflicto internacional, mi sinceridad les induciría a hablarme con franqueza espeluznante y compartirían conmigo la verdad que yo advertía detrás de las noticias, es decir: que pronto empezarían a volar los misiles atómicos sobre nuestras cabezas, detonarían en forma de hongos en las grandes ciudades y dispersarían una lluvia de ceniza radiactiva por el resto del planeta. En ese momento las aguas quedarían contaminadas de cesio y partículas de plutonio, los isótopos pasarían a la cadena trófica de los animales y todo, desde las verduras a la carne pasando por el agua del grifo, se convertiría en veneno. Estaba al corriente de la existencia de refugios subterráneos para la población civil, pero la idea de ser seleccionado en los sorteos y vivir en lo profundo de las antiguas minas tampoco me parecía demasiado halagüeña. Además, nadie podía estar seguro de que las partículas radiactivas respetarían la corteza terrestre. Cualquier gotera allí abajo podría erradicar lo que quedase de especie humana.

A los nueve años estaba tan familiarizado con este asesino invisible que era capaz de calcular la radiactividad liberada por las 17.000 cabezas termonucleares. Mi convencimiento de la inminencia del Armagedón nuclear era indiscutible, y lo único que no sabía era qué día de la próxima semana se iba a producir. Puesto que no me atrevía a mencionar el tema delante de mis padres, concentraba todos mis esfuerzos en cerrar los oídos a los heraldos. Ana Blanco daría la noticia del ataque masivo en cualquier momento, así que me escondía. Temblando en mi cuarto como una gelatina en la cuchara de Michael J. Fox, caía preso de la histeria y proyectaba una película sobre las consecuencias, al estilo El día después. Sería una suerte caer en el perímetro de la explosión, que proporcionaba una muerte instantánea, pero yo vivía en Alcantarilla. ¿Quién iba a acordarse de mi pueblo a la hora de seleccionar los objetivos? Dibujaba sobre un mapa tres círculos concéntricos con el compás, del hipocentro al epicentro, colocando la aguja en Valencia, Alicante y Murcia. Era evidente que la onda expansiva se iba a quedar muy corta y que a la familia Soto Ivars le iba a tocar la peor parte: el invierno nuclear. Me daba pánico que mis padres sucumbieran antes que yo a los efectos de la radiación y me dejaran solo en un mundo condenado. Me asomaría a la ventana para ver mi calle, libre de los gitanos aficionados a los atracos infantiles pero irradiada de ceniza blanca y desierta bajo la nube atómica. Como la parte racional de mi cerebro no ofrecía ningún consuelo, la ponía a trabajar buscando la mejor forma de suicidarme cuando el viento soplara.

La expresión del viento no es poética, sino documental. La semilla del terror fue una película de animación que mi madre, de un temperamento pedagógico cariñoso y creativo, tuvo a bien grabar para mí en una cinta VHS. Cuando el viento sopla narra la corrosión de dos ancianos ingleses en su propia casa bajo los efectos de un ataque termonuclear a Gran Bretaña. Hace poco volví a verla con Andrea porque quería que mi mujer comprendiera por qué pasé la infancia pensando en adquirir comprimidos de yodo o de cianuro. A mitad de la película noté esa extraña humedad y blandura del aire que percibimos cuando la persona que tenemos al lado se ha puesto a llorar. Ya habíamos cumplido los treinta años, la tensión de la Guerra Fría estaba más que superada, pero Cuando el viento sopla conservaba todas sus propiedades aterradoras.

Mis padres nunca me ocultaron que el mundo es un lugar peligroso, ni que los hombres son capaces de convertir en armas letales los triunfos de la investigación científica. Muy pronto supe que la bomba atómica es hermana de la electricidad barata, que los misiles intercontinentales son primos de la exploración del cosmos, que los bombardeos sobre población civil son cuñados de la aviación comercial y que el despliegue de submarinos nucleares con capacidad de ataque es sobrino de los vídeos de calamares fascinantes que viven en las simas oscuras del océano. Antes de valorar el papel disuasorio de las bombas atómicas ya sabía tantas cosas sobre su diseño —la parte mecánica del artefacto no es mucho más compleja que una máquina de pinball—, su capacidad —la de Hiroshima era un peta zeta comparada con las B61 que ensamblan en Texas—, su conservación —las soviéticas son más inestables que las norteamericanas— y, sobre todo, las consecuencias de los ataques, que si me hubiera tocado ser niño en la era de la Wikipedia los iraníes me habrían contratado antes de que me diera tiempo a echar el primer polvo.

Pues bien: aunque recuerdo mi preocupación permanente por el desastre atómico, por más que exprimo el contenido de mis meninges no soy capaz de averiguar en qué momento me di cuenta de que los españoles habíamos vivido una guerra de verdad.

Los niños de mi generación aprendimos a desenvolvernos en un mundo sobreprotegido y pacífico. El canto del cisne del militarismo español había sonado años antes de que naciéramos o tuviéramos la capacidad de sentir respeto por un tricornio, y además estábamos destinados a librarnos del servicio militar obligatorio. Nuestra relación con el ejército iba a ser muy diferente a la de generaciones enteras de españoles que lo habían percibido como una institución peligrosa para la democracia, como ocurrió con los romanos de la época de Septimio Severo. Para nosotros, las fuerzas armadas profesionales se parecerían más a una ONG, siempre en supuestas misiones humanitarias. La idea de que nuestro propio ejército se sublevara contra el Estado y aspirase a gobernarnos nos parecía tan remota como la posibilidad de una revolución comunista. Y sin embargo, el as de espadas y el as de bastos fueron los naipes en juego solo cincuenta años antes de que naciéramos. Cuando mi generación creció, la Guerra Civil se acercó lo suficiente a nuestro sistema de valores como para que hoy haya treintañeros que piensan como si todavía no se hubiera terminado del todo. Me refiero a esas personas que han elegido un bando para articular a su alrededor la idea de una España inexistente a la que se abrazan con fanatismo.

El destino no solo me puso fuera del radio de una posible explosión termonuclear, sino que me colocó más allá del diámetro del maniqueísmo de las dos Españas. No he recibido mayor enseñanza contra el fundamentalismo político que haber tenido dos abuelos que padecieron bajo el franquismo y otros dos que habían ansiado que ganase el general.

ix.

Mi primera noción de nuestra guerra debió de venir de mi yaya Virginia Rubio, que conservó esa herida fresca hasta el día de su muerte. Sin embargo, oír sus historias no me asustaba: me aburría. Bajo el epígrafe «tiempos de guerra» se contaban unas anécdotas fofas de hambre y de miseria incongruentes para mí, porque la protagonista, que pasaba frío y se veía obligada a comer mondas de mandarina, era la misma mujer que ponía a tope el brasero debajo de la mesa camilla y me deslizaba en el bolsillo infinitos billetes de mil pesetas. Además, sus penurias carecían de los efectos especiales de las guerras de la tele, lo que las despojaba de cualquier tipo de interés para un crío adicto a Star Wars. La guerra de mi yaya siempre se desenvolvía en el mismo paisaje gris, quieto y enfermizo, del todo carente de escaramuzas trágicas, hazañas heroicas y tiroteos. Cuando mi yaya se echaba a llorar en medio de sus propios recuerdos, yo la abrazaba y le daba palmaditas en la espalda para consolarla pero por dentro pensaba que era una exagerada, porque su guerra no había sido para tanto. Después de todo, mis cuatro abuelos habían sobrevivido. ¡Qué distinta habría sido su suerte si les hubiera tocado una guerra atómica de verdad como las que me aterraban a mí!

 

Uno de los atributos más memorables de mi yaya Virginia era la forma tan solemne que tenía de dar consejos a sus nietos. Poseía un corazón de tamaño suficiente para querernos a los trece —hasta la muerte prematura de mi prima Loreto fuimos catorce— con desesperación. A mí, como fui ateo desde niño y en la adolescencia me vio afiliado al bando de sus hijas rojas con mis camisetas negras, me daría quince millones de veces un consejo que mis primos más religiosos no deben de haber oído jamás: que nunca, nunca, nunca me metiera en política.

Buena parte de los abuelos de mi generación repitió este mantra a sus nietos, pero el dramatismo con que lo hacía mi yaya es insuperable. Me hizo prometerle un millón de veces que no me afiliaría a ningún partido, y su cara adoptaba siempre una expresión de pánico cuyo recuerdo me llevaré a la tumba. Era como si en lugar de un nieto tuviera delante una bomba de relojería y todo el amor pudiera convertirse en sufrimiento en cuanto yo la desobedeciera. Esa cara reflejaba el miedo a la democracia de los niños de la guerra. Según dicen algunos historiadores, fue esto lo que hizo de nuestra Transición un proceso sin venganzas pero fracasado en la conquista de las libertades. Cuando la veía así, yo reaccionaba jurándole sobre el libro rojo de Mao que la obedecería, pero si he cumplido la promesa no ha sido por los motivos que le obsesionaban a ella. A mi yaya, meterse en política no le parecía peligroso porque un ciudadano suela convertirse en gilipollas nada más afiliarse al partido, sino porque para ella aparecer en las listas electorales era sinónimo de figurar en las de las checas.

Para ver llorar a mi yaya, solo había que preguntarle qué había pasado la noche remota en que los milicianos fueron a buscar a su padre para darle el paseo. Mi bisabuelo fue un capitán de la Guardia Civil flaco y orejudo y un hombre de severas ideas monárquicas. Según mi yaya, había enchironado a muchos ladrones. Uno de estos criminales debía de tener convicciones republicanas, porque en cuanto la sublevación fracasó en Mogente, el ratero llamó a la puerta de la casa de mis bisabuelos con la culata del fusil.

No dieron con el guardia civil a quien buscaban. En cuanto mi bisabuelo supo que estaba en la lista negra, huyó a zona nacional, donde pasó la guerra a salvo sin un rasguño. Eso sí: dejó a las mujeres de la casa solas y asustadas. Mi bisabuela cayó gravemente enferma. Mi yaya seguiría describiendo siempre a su padre como el hombre más bueno del mundo, pero yo siempre lo he considerado también un cobarde. La noche en que echaron la puerta abajo, los comisarios políticos encontraron a una niña pequeña —mi yaya—, a una adolescente —mi tita Finita— y a una anciana prematura, mi bisabuela, enferma y metida en la cama. Frustrados, trataron de arrancar a la vieja de las sábanas con intenciones homicidas, pero las niñas tenían toda la valentía que le faltaba al padre y se lanzaron contra sus botas dispuestas a luchar con el poder de sus lágrimas y sus mordiscos.

—Déjala, si ya está medio muerta —dijo el ladrón al que mi bisabuelo había metido preso. Los milicianos a sus órdenes dejaron a las mujeres llorando, se subieron al remolque del camión militar y cerraron el compartimento con una lona en la que habían pintado la hoz y el martillo. Mi yaya Virginia conservaría esa imagen en lo más profundo de su subconsciente. No tenía más de diez años y el comunismo ya le parecía la peor de las pestes de la humanidad. La victoria de Franco, tres años después, iba a significar el reencuentro con su querido padre.

¿Cómo hubiera podido nadie convencer a mi yaya de que la represión en la zona nacional había sido igual de espantosa durante la guerra e infinitamente más cruel después de la victoria de los sublevados? ¿Por qué ella, que siendo niña vio cómo los comunistas intentaban matar a su padre y a su madre, tendría que soportar una historia objetiva de la contienda nacional? No exijo heroísmo a mis seres queridos. La compasión se impone cuando conocemos a los demás, así que voy aún más allá: ¿qué le hubiera importado a ella que Franco matara rojos, cuando lo que vio fue que los ladrones que su padre metió en chirona se convertían en policías y buscaban a los hombres justos para fusilarlos? A menudo, cuando hablamos de nuestra Guerra Civil, olvidamos que nos oyen los niños traumatizados de los dos bandos, gente común y corriente que sufrió sin tener ninguna responsabilidad por lo que estaban haciendo los adultos.

De mi yaya aprendí algo muy importante: a no poner mis principios por delante de la realidad. Los dos bandos, el justo y el injusto, el que defendía a los pobres y la legalidad y el que defendía de forma ilegal y salvaje a los señores, atacaron a la gente que queremos. La historia de nuestro país es demasiado compleja como para estar cómodos en el maniqueísmo o en las grandes consignas. Esto ha estado siempre para mí por encima de mis consideraciones políticas y de mi visión de la historia, obviamente antifranquista.

Pero la grandeza de las enseñanzas de mi yaya radica en que su forma de ser y su forma de pensar eran totalmente incongruentes. Mi yaya era una mujer de derechas, lo que hoy llamaríamos una señora franquista, pero al mismo tiempo ejerció un feminismo práctico y cultivó la tolerancia comprensiva hacia los demás. Siempre me contaba una anécdota que dará idea de otro de sus atributos más valiosos: su sentido íntimo de la justicia y su valentía cuando tocaba reclamar un derecho a la autoridad.

Después de la guerra, a mi yaya le gustaba coger a escondidas un caballo del cuartel. No debía de ser una jinete demasiado brillante, porque en uno de sus paseos el potro la tiró al suelo y le provocó unas heridas que hicieron necesario llevarla con urgencia a Madrid para que se repusiera en un hospital militar. Por aquel entonces, Franco había decretado que los militares que se hubieran quedado en zona nacional serían prejubilados por exceso de cupo. Mi bisabuelo, aunque había salvado el pellejo, fue arrojado a una ociosidad enfermiza y cayó en un estado depresivo que, para mí, no es más que otra muestra de esa debilidad de carácter que mi yaya nunca hubiera estado dispuesta a admitir.

La experiencia de la guerra la había hecho madurar a toda prisa, pero en el fondo seguía siendo una niña mimada, el ojito derecho de unos padres cansados y poco estrictos. En Madrid le tocó estar sola, nunca he sabido por qué nadie la acompañó. Me la imagino entonces como una adolescente con ideas románticas en la cabeza, recluida en el hospital desangelado donde mueren combatientes heridos en una ciudad conquistada y vencida, destrozada por los bombardeos. Imagino sus tardes largas rodeada de monjas enfermeras que pululan en silencio entre los moribundos, e imagino también sus noches abismales en una cama de hierro y sus desayunos de ración mohosa de pan y manteca, y sus lecturas desesperantes mientras el tiempo pasa al ritmo geológico de los huesos que se están soldando. En las jornadas interminables del hospital militar, mi yaya ignoró lo que sucedía al otro lado de los muros decrépitos. Mientras ella se recuperaba, mientras leía y mordisqueaba un mendrugo de pan, la represión galopaba sobre los hambrientos resistentes de Madrid, sobre los vencidos, aplastados ahora por las botas militares mientras los rezos y los cuidados proliferaban en las galerías polvorientas y los salones blanquecinos del hospital.

Allí dentro, en aquella paz engañosa, conoció a una mujer sin hijos que velaba a su esposo, un coronel llamado Miquel, moribundo con un tumor en la cabeza. Muchos años después seguiría recordando a esa señora con la arrogancia de una adolescente que se encariña con una mujer mayor que está muy sola. A la esposa del coronel Miquel le hablaba mi yaya de su padre con candor. La prejubilación por exceso de cupo era una injusticia y su único tema de conversación. La esposa del coronel Miquel decidió que era urgente poner a trabajar de nuevo al padre de Virginia. Tiró de los contactos de su marido y consiguió que un general de Justicia Militar diera audiencia a la jovencita en cuanto pudiera valerse por sí misma.

Poco a poco, Virginia se recuperó y se acercó el momento de poner a prueba su personalidad y su valentía. El día que le dieron el alta se armó de valor y marchó hasta el edificio de la Comandancia. Traspuso sus puertas de hierro forjado y se encontró sola en mitad de una estancia aterradora y enorme. Fue interrogada por los guardias y estos le permitieron subir peldaño a peldaño unas inmensas escaleras de mármol. Atravesó arcos de piedra, cruzándose con burócratas militares que la repasaban con miradas indolentes. Debía de oír el eco de sus pasos rebotando en los techos amenazantes. Al fin alcanzó un despacho dominado por una mesa de proporciones geológicas. Al fondo la esperaba el general de Justicia Militar. En los primeros tiempos de la dictadura, tras la derrota republicana, un hombre con ese cargo no solo adoptaba una apariencia temible: también era dueño del destino de los hombres, dominador de la vida y de la muerte, un semidiós color caqui. Pero mi yaya tragó saliva y le dijo con voz clara aquello que había ido a decirle:

—Usted es general de Justicia Militar, y yo vengo a pedir justicia para mi padre.

Solo tenía dieciséis años y su valentía dio frutos. Su padre fue readmitido de inmediato, y ella aprendió una de las lecciones más importantes que me daría a mí, mucho tiempo después, con su voz solemne de dar consejos:

—Tú derecho al jefe, que si te dicen que te lo arreglan se pierden los papeles por el camino. Derechico al sitio, sin miedo. Habla siempre con quien manda, no te conformes con menos, aunque no conozcas a nadie y te sea difícil llegar. Derecho al sitio.

En su consejo no solo hay una inteligencia práctica, sino un convencimiento moral de que lo justo está por encima de los escalafones de rango y del papel que la sociedad atribuye a los hombres, las mujeres y las niñas. Ella siempre se abriría camino con fiereza, convencida de la justicia de sus ambiciones. Ya casada, abriría en Yecla el primer negocio regentado por una mujer, una academia de corte y confección, y además sería la emperatriz de una tienda de telas que su único hermano intentó arrebatarle. El comercio sobrevive en los tiempos de H&M gracias al trabajo duro de su hija Virginia Ivars.

Desde que murió mi yaya, muchas veces tengo la sensación de que algunas personas de mi edad, rabiosamente antifranquistas desde un punto de vista ideológico, no han tenido la suerte que tuve yo: conocer gente de derechas que, en contra de los prejuicios, demuestran una actitud humanitaria y una mentalidad abierta. De hecho, la persona más desprejuiciada que yo he conocido en mi vida posiblemente votó a Falange en las últimas elecciones. Es el marido de mi yaya, mi yayo Juan Ivars, que hace poco cumplió los noventa años y sigue bebiendo vino a mansalva y fumando puros recios sin parar.

El yayo condensa todas las contradicciones y falacias del mito de las dos Españas. Puedes preguntarle qué piensa de la homosexualidad y te dirá que a los maricones hay que tirarlos a la acequia para que se ahoguen, pero si profundizas averiguarás que uno de sus mejores amigos era gay aunque según mi yayo solo un poco mariposo. Después puedes interrogarlo sobre la situación política española y seguramente te diga que Pablo Iglesias es un totalitario sin el más elemental sentido de la bondad, pero si vuelves a profundizar más allá de la palabrería es posible que te cuente cómo salvó él mismo de la miseria y el ostracismo a un comunista del pueblo que ni siquiera era su amigo, a quien metió como socio en su fábrica de pantalones —uno de sus célebres negocios fracasados— convencido de que un hombre inteligente siempre se merece la prosperidad. A continuación, puedes indagar en lo que piensa mi yayo del reparto de la riqueza que idearon Engels y Marx. Es muy posible que responda con una confusa teoría que culmina en que el marxismo es la puerta abierta a la barbarie, pero si le dejas seguir hablando descubrirás rápidamente que, en el batiburrillo de su ideología personal, la defensa violenta de la unidad de España o el respeto a la Iglesia están muchos escalones por debajo de una sociedad donde ningún trabajador tenga que mendigar.

En casa de mis yayos, las ideas preconcebidas no computan ni sirven para nada. Tengo dos tíos, Paco y Manolo, que según mi forma de ver las cosas son un par de fanáticos religiosos. Podría dejar ahí la descripción y así usted se quedaría sin saber que, aunque cualquier conato de discusión política con ellos será sinónimo de gritos infernales al estilo de las películas de Fellini, yo he tenido la oportunidad de presentarles a muchas novias, chicas contestatarias y ateas, y ellos las han querido a todas con absoluta incongruencia hacia los tópicos de una moral derechista, sabiendo como sabían, además, que vivíamos en pecado mortal. Lo mismo que ha pasado siempre con mis yayos, que hasta muy entrados en la ancianidad se han mostrado siempre encantados de tener la casa abierta, llena de ruido y de gente diversa. Yo mismo soy un nieto querido gracias a la divina incongruencia de mis yayos con su sistema de pensamiento: cuando mi padre, profesor de instituto, se casó por lo civil con su hija pequeña, a la que había conocido cuando ella todavía estudiaba el bachillerato, mis yayos no tragaron saliva: hubo cacharros volando, silencios pétreos, condenas y admoniciones, y al cabo de poco tiempo mi padre se había convertido en el sexto de sus hijos y ahí no había pasado nada.

 

Solo sé dividir el mundo entre buenas y malas personas, y ni siquiera creo que pueda establecerse una línea inmóvil entre unos y otros, porque en esta división tan simple se esconden todas las subjetividades, los rencores o los afectos de las experiencias personales e intransferibles.

Pero en este punto es necesario hacer una aclaración: no soy relativista. A mis treinta y pocos, con el paso de las lecturas y la curiosidad por quienes viven peor que yo, he desarrollado una sensibilidad que, por mucho que algunos progres de carné insistan en llamarme facha por Twitter, yo considero de izquierdas. Digo sensibilidad de izquierdas y no ideología porque desconfío de los partidos de mi cuerda y de sus soluciones teóricas con tanto convencimiento como del optimismo neoliberal de los partidos de derechas. Mi pensamiento político es confuso y contradictorio, y me molestan por igual los fanáticos de las dos tendencias. La opresión ideológica del pensamiento, tanto si lleva escapulario como pañuelo palestino, me parece una forma injusta de tratar a las personas que no piensan como uno. Es cierto que, tal como yo veo el mundo, las ideas de mis yayos y de mis tíos católicos son equivocadas y resultarían nefastas para todos si se aplicasen a la sociedad. Creo que están equivocados con la misma firmeza que ellos creen que estoy equivocado yo. Pero escribo como español.

No es lo mismo escribir en España que escribir en Alemania. Aquí arrastramos las cadenas oxidadas de nuestra Guerra Civil y sus consecuencias, que han sobrevivido a la dictadura y a la Transición y vuelven a ponerse de manifiesto en los años de la crisis económica. El esquema de los vencedores y los vencidos sigue vigente, aunque ahora los vencedores y los vencidos ya no sean los mismos. Cuando un partido gana las elecciones quiere mandar como si hubiera ganado una guerra. Vivimos en un maniqueísmo de etiquetas que divide el mundo entre los que tienen razón en todo y los que no la tienen en nada. Muchos españoles hablan y se comportan como si quienes no piensan como ellos fueran sus enemigos, como si la malicia, la mediocridad intelectual y el arribismo no hubieran encontrado sillones mullidos y cómodos en las dos ideologías, la izquierda y la derecha.

A mí, tres décadas de alternancia bipartidista me han demostrado que la mitad de los españoles es de derechas y la otra mitad de izquierdas. Si seguimos tirando de la cuerda por los dos extremos nos vamos a quedar donde estamos. Y nuestras manos se cubrirán de ampollas.

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