Un abuelo rojo y otro abuelo facha

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vi.

Francisco Brines describió la inquietud de escribir en unos versos que seguramente hablaban de otra cosa: «Y besar, con los labios del niño rescatado, / este mundo tan viejo, / que hoy no alcanzo a saber / por qué, si el amor no se ha muerto, / me quiere abandonar». Fue el primer escritor de verdad que se parapetó tras un atril para que yo lo escuchase.

Tengo dieciséis años, como la poeta que ha ganado el premio. En este momento, ella acaba de nacer y yo soy un adolescente con camiseta negra que empieza a robar horas al estudio para leer y escribir. El salón de actos del Severo Ochoa de Tánger es un hervidero hormonal que huele a calcetines y a vestuario de polideportivo, no existe WhatsApp pero nos lanzamos mensajes escritos en papeles los unos a los otros, tengo a mi lado a mi novia Fanny y ella exige toda mi atención y ensortija los dedos entre mis greñas. Magia, porque todo lo que pienso está debajo de su ropa y no deseo otra cosa que deslizar un dedo bajo el tirante de su camiseta, que la adolescencia es un hambre de piel ajena mientras la propia se intoxica con granos rojos y repugnantes.

Cuando el viejo poeta sube los peldaños del cadalso ya estamos haciendo bromas sobre él. Nos reímos porque lleva un traje marrón que nos recuerda al del profe de geografía, porque nos saluda hablando muy bajito y el micrófono se acopla y pita como las alarmas de nuestras braguetas, porque es calvo y tiene la cabeza gorda, pero sobre todo nos reímos porque ahora se va a poner a leer poemas, y nuestra timidez escandalosa, que es una ruborescencia púber, nos obliga a presentar batalla de carcajadas contra su intimidad.

Pero Pilar es una centinela. Mi profesora de literatura murió, pero ahora puedo ver su cabeza como un casco que se levanta y desfila hasta el estrado. Desde ahí arriba nos impone el pavor de ser descubiertos en nuestra inanidad, su mirada severa silencia los conatos de rebeldía y de chanza. «Paco Brines es el poeta más importante de su generación», nos confiesa, a un tiempo cómplice e imperativa. Así que por un instante dejaré de meterle mano a Fanny y le echaré un vistazo al viejo con otros ojos. Él romperá a recitar sus versos y se sacará de la boca palabras enteras, sin morder, sin saliva, puras y grandes. Juan Carlos Suñén me dará años después la definición de poesía más precisa que he oído: poner palabras donde el lenguaje no había logrado hacerlo por sí mismo. Las de Brines, esa mañana de instituto, son armas que apuntan al lugar donde se fragua mi porvenir. Al poco tiempo aplaudimos cada estrofa como focas ante el cubo de pescado. Brines no se lo puede creer, pero es cierto: el auditorio ha cambiado de bando y ahora está de su parte. Los que marchaban a la Bastilla a guillotinar la cabeza del rey se han hecho monárquicos de repente al trasponer la puerta de su dormitorio.

Concluido el recital, corro a mi casa. Escribo un poema a toda prisa en un papel amarillo y vuelvo al instituto galopando. Encuentro a Brines en la sala de profesores y con toda la valentía del mundo se lo doy. Él lo lee muy rápido, de un vistazo. Su voz suena amarga cuando me recomienda que lea más, pero la encuentro muy dulce cuando me anima a seguir escribiendo para pulir mis errores de juventud. Aunque la vanidad ya rige mi destino, recuerdo cierta tristeza en sus palabras. Ataviado con mi camiseta negra de Marilyn Manson pienso que lo decepciona mi poema mediocre, pero hoy, cuando ya conozco el mundo que nos abandona aunque el amor no se haya muerto, sospecho la auténtica razón de su abatimiento: Francisco Brines sabe que ha envenenado a un joven inocente con el virus de la escritura.

Será a partir de ese día cuando la palabra escritor se separe de las otras en mi diccionario cerebral y se eleve como la carroza de Medea, de la que, por cierto, tiraba una jauría de serpientes voladoras. Ocupará el lugar antagónico de la palabra España, proscrita y entumecida, y con el espejismo en las retinas marcharé a Madrid, no con el plan de ser periodista como les he asegurado a mis padres, sino para abrirme camino en los corrillos del café Gijón capitalino, cuyos parroquianos ya no visten chaqueta con lamparones ni soplan el café con leche, sino que han pasado del modernismo a lo moderno y de Recoletos a Malasaña. Loco por aparecer, por que me vean, por que me lean, por ser el centro de la fiesta, me lanzaré tras ellos por las cloacas de la noche. Querré caminar por la estela de mis contemporáneos como un imitador de Jesús marchando sobre las aguas. Durante el día, José María Calleja trata de despertarnos el interés en las aulas de Periodismo, pero no le hago caso y escribo. Empiezo muchas novelas y termino un par, condenadas a conocer las profundidades de la papelera. Por las noches me veréis merodear alrededor de los escritores madrileños, con sus copas en vaso de tubo, por las tardes los otearé en las presentaciones de libros tratando de discernir entre humanos y editores. A los últimos los veré como criaturas mitológicas, deidades proveedoras de la gloria, la ruina y una clase de indiferencia digna de la de Barbara Stanwyck en Perdición. Todavía no conozco el significado de la palabra distribuidora, ni lo vital que es el Excel para este negocio que yo imagino tan elevado. No he oído hablar sobre los cinco o diez mil lectores reales que quedan en pie en España, país cuyos misterios ni siquiera se acercan a interesarme.

El proceso de aprendizaje de un escritor es divertido y humillante, porque los chicos tardan más años en formarse de lo que les gustaría. A lo largo del camino nos vencen las prisas: mire, por ejemplo, a ese muchacho que escribe en su cuaderno a la vista de todos en el bar, sosteniéndose la frente con la palma de una mano, con el codo apoyado en el papel. Creo que tiene veinte recién cumplidos y está escribiendo una novela, ¡una novela! Estamos a viernes, ¿verdad? Pues el lunes, tras un fin de semana desenfrenado, el chico despertó a las dos de la tarde sobrecargado de arrepentimiento. La ventana de su habitación de piso compartido filtraba la luz cadavérica del patio de luces, por el que subía el cacareo de dos vecinas y un olor a legumbres y coles hervidas. ¿Por qué los llaman patios de luces si solo se filtra un resplandor enmohecido y pálido? ¡Deberían llamarlos patios de ruidos o patios de pestes! El chico dedicó sus primeros pensamientos al sentimiento de culpa por no escribir suficiente y salir demasiado de fiesta, pero aun así le costó mucho trabajo decidirse a salir de la cama.

Antes de quitarse el pijama ya se había propuesto quedarse encerrado hasta terminar el quinto capítulo de su novela. Se levantó tiritando y encendió su ordenador. Para cuando se activó el procesador de textos, el chico había decidido abandonar el quinto capítulo y empezar otra vez el cuarto. Poseído por una extraña fuerza que encorvaba su espalda y lanzaba impulsos espasmódicos a sus dedos, tuvo el nuevo capítulo escrito solo dos horas después. Entonces releyó lo que había hecho mientras las tripas del ordenador emitían ruidos mecánicos, como si les costase digerir todo aquello. Su parrafada no tenía ninguna relación estilística ni temática con los tres primeros capítulos. Era pura inspiración, sin orden ni concierto, pero qué bonito quedaba. Tendría que empezar, pues, otra vez desde el principio. Y sin embargo dudaba: ¿cómo había alcanzado ese estado de gracia que le permitió escribir tantas páginas sin pensar en nada, sin parar a preguntarse dónde iba la metáfora y dónde el adjetivo? Sospechó que un ángel había estado con él, antes de irse volando por la ventana y escabullirse por el patio de ruidos.

Pero hay que seguir de cualquier forma, se siente furioso y amenazado como un personaje de Don Carpenter. Presiente que todos los demás lo adelantarán pronto, conoce a otros escritores principiantes como él y teme que lo avisen en cualquier momento, tan contentos, de que ya han terminado sus libros. No podría superar el golpe de que otro consiga la celebridad antes que él. Todos los escritores noveles tienen la aspiración de ser hijos únicos, y él está tan preocupado por terminar una novela que hace bastante tiempo que no lee. Cuando coge un libro, lo primero que hace es calcular la edad a la que su autor publicó su ópera prima. Ahora va a su estantería con el propósito de torturarse: Rilke se hizo famoso siendo un crío, Mary Shelley publicó Frankenstein con veintiún años, con veintitrés Scott Fitzgerald ya había publicado A este lado del paraíso, Hemingway se estrenó a los veinticinco, a misma edad con la que Goethe publicó su Werther, y no hay que irse tan lejos en la línea del tiempo: Bret Easton Ellis dio la campanada con American Psycho a los veintisiete años, pero había publicado su primer libro a los veintiuno. Con veintiuno, es decir, el año próximo, el chico no solo habrá terminado su novela, sino que esta lo consagrará, quedará ganadora o finalista del Premio Herralde, será celebrada por la generación de moda, por sus adversarios y por un estupefacto Javier Marías. Se van a enterar de quién es él. Así que ahora está en el bar, donde lo miramos y nos llena de ternura porque toma notas a la vista de todos, y de vez en cuando levanta los ojos para comprobar que lo estamos mirando, que lo esperamos. Quiere que mañana seamos sus lectores.

Escenas como esta se repiten, con ligeras variaciones, en un buen montón de novelas protagonizadas por escritores. La tradición marca comienzos duros que tienen su recompensa al pasar los años y exhibe a los triunfales genios juveniles para espolear a los que solo conseguirán cierto predicamento a base de trabajo, prueba y error. Pero la teoría ha caducado. Demasiadas cosas han cambiado radicalmente. Durante mis años de formación, el progreso humano estaba descalabrando los libros y a los escritores por las escaleras, sin ningún disimulo si observamos lo ocurrido en España. Para cuando mi generación consiguió ponerse guapa para la fiesta y se encaminó al parnasillo literario, encontró allí demasiados invitados, demasiado ruido y muy poco de beber.

 

En Madrid conocí a Alberto Olmos, el primer escritor de verdad con quien hice amistad, y él, cuando le iba con mis penas de autor genial sin novelas publicadas, siempre me prevenía de que sacar un libro ya no era para tanto. No le creía porque el escritor inédito se aferra con reverencia a sus ilusiones, y además Alberto siempre estaba un poco amargado, resfriado y taciturno. A la búsqueda, siempre a la búsqueda, al año me hice amigo de Ignacio Merino. Él necesitaba compañía y yo necesitaba ánimos, así que hicimos un pacto y Merino me aceptó como aprendiz. El viejo lobo de la novela histórica vivía como un rey vendiendo sus libros y tenía una fe desmesurada en que este mundo sobreviviría a todas sus enfermedades. Cuando yo estaba a punto de tirar la toalla, él me animó a seguir escribiendo y me hizo prometerle que lucharía hasta que alguien publicase Siberia. Paralelamente, tiró de sus contactos para que yo empezara a ganar algún dinero publicando artículos en la revista Tiempo, donde iba a conocer al hombre que dignificaría mi idea adolescente de la profesión periodística: Luis Algorri.

Hice buenos amigos entre los aspirantes a escritores de Madrid. Alejandro García Ingrisano es un tipo con tanto talento para contar historias que abandonó la escritura y se hizo empresario; Juan Gómez Bárcena se convertiría en el mejor novelista de mi generación con su segundo libro, El cielo de Lima, aunque se tiene que ganar el pan sin gluten dando clases; Guillermo Aguirre, sin duda el genio vivo entre nosotros, y un hombre que aparenta más años de los que tiene en la prosa y en la cara, vive detrás del mostrador de una escuela; o Manuel Astur, que después de mucho complicar la vida de su mejor amigo con los lamentos propios de un autor inédito, se ha convertido por fin en una de las mejores plumas con el ensayo sentimental Seré un anciano hermoso en un gran país. La cuestión es que, mientras nosotros nos formábamos en la bohemia, pasaba el tiempo con esa rapidez que gasta cuando un idealista corre en la dirección equivocada.

Todos recibimos las primeras noticias de la crisis económica mundial sin asustarnos demasiado: a mí acababan de darme trabajo en la empresa de publicidad online donde trabajaba Olmos, este había ganado un premio y Merino vendía proyectos muy lucrativos a editoriales, revistas y hasta a una bodega de vinos. Sin embargo, el suelo desaparecía bajo nuestros pies sin que nos diéramos cuenta. En unos pocos meses, las editoriales más respetables se levantaron las faldas para enseñar sus agujeros financieros y supimos que no los había taladrado la crisis, sino los gusanos de una burbuja empresarial que las devoraba desde dentro. Consecuencia: los anticipos en concepto de derechos de autor disminuyeron como el contenido de una botella de whisky en manos de un alcohólico. En paralelo, los grandes periódicos expulsaban a buena parte de sus trabajadores como aviones a los que se les incendia un motor y han de desprenderse del peso prescindible, de manera que las secciones de cultura adelgazaron como si hubieran enfermado de anorexia. Los suplementos de libros se deshojaron, en parte por la caída de ventas pero también porque el público ya no se fiaba de una caterva de críticos que anunciaba cualquier folletín como el acontecimiento literario del año. Y así fue como los trabajos del ramo literario adaptaron sus salarios a los tiempos de la miseria. Hoy son legión famélica los periodistas culturales y los escritores que no cobran o que ven apenas cuatro duros por su trabajo. No solo íbamos a descubrir que el optimismo de Merino estaba injustificado: es que además el pesimista Olmos se había quedado muy corto.

Todavía hay quien se hace una pregunta ridícula mientras pide limosna vendiendo libros: el problema de este sector ¿es la economía? Diré que no a mendigos y curiosos. Durante los primeros metros de la caída hubo quien se consolaba pensando que la causa de que los editores ya no vendieran libros era la pobreza, como si los españoles fueran personas con muchas ganas de leer pero sin pasta suficiente para ir a la librería. Otros auguraban que las aguas volverían a su cauce tarde o temprano, como si la lectura de novedades fuera una necesidad del pueblo y alguna vez se hubieran leído todos los libros que se compraban. Un tercer grupo se preocupaba de que el e-book desatara una ola de piratería como la que había devorado a las discográficas y reivindicaba no sé qué rollos del olor a tinta de los libros de toda la vida, de nuevo como si el problema tuviera causa pecuniaria y no de escasez de otra riqueza mucho más trascendental para el lector: el tiempo. Pero la crisis mundial iba a mostrarse como la comparsa de nuestra tragedia literaria. La expansión enloquecida del entretenimiento gratis por internet y la popularización de los teléfonos inteligentes y conectados en red tenían asignado el papel protagonista.

Hubo quien perdió la esperanza cuando se percató de que la gente ya no lee libros en el metro, sino que se alumbra la cara con el móvil. Cuando Merino tuvo que dedicarse con todas sus fuerzas a la supervivencia, que es el más arcano de los secretos de los escritores, el verdadero rostro de la ruina libresca se perfilaba ya con los trazos claros y contundentes de una escultura de Miguel Ángel: hay demasiados escritores, muchos nefastos, publicando demasiados libros que son jaleados por algunas voces de la prensa y leídos por muy pocos pares de ojos. Pude saborear el clima de desconcierto que se ha instalado entre los lectores más avizores cuando di un curso a aspirantes de escritor y estos me confesaron que no habían leído a Alberto Olmos, Elvira Navarro, Manuel Vilas, Sara Mesa ni Andrés Barba. ¡Apenas conocían la existencia de cinco de los autores más brillantes del momento unos chicos que querían convertirse en escritores!

Pero las constantes vitales de la literatura española siguen interrumpiéndose a medida que nos alejamos de la librería y nos aproximamos a la universidad, que se demuestra una y otra vez inútil para separar lo bueno de lo malo y pescar del torrente caótico de novedades los libros que deberían pasar a formar parte del canon, de la historia. Desorientados y muy posiblemente tan decepcionados como el resto de los lectores, la mayoría de los doctorandos se refugian a investigar a los clásicos, exploran el exotismo de los autores extranjeros o se fingen fascinados por movimientos pseudoliterarios, como el que en España llamamos posmodernidad, compuesto por libros y autores tan áridos que no sobrevivirían ni quince minutos en manos de un lector que busque claridad o evasión de las cosas mezquinas de su vida. Unos estudios de literatura avanzados como los de Norteamérica, Francia, Alemania o Inglaterra parecen incompatibles con los paraninfos rancios y miopes de la universidad española.

Y en cuanto a usted, qué puedo decir. Usted ha tragado ya tanta basura por culpa de su necesidad de seguir leyendo que se ha vuelto desconfiado y rencoroso. No perdona al autor que lo decepciona a no ser que le tenga mucho cariño, lo cual es muy comprensible. Comprar un libro y leerlo consume mucho más tiempo que ver una película y hasta una serie de siete temporadas. Lo saben muy bien los escritores consagrados, que en los tiempos de la tele con dos canales encontraron una paciencia y una confianza suficientes para permitirse algunos bodrios a lo largo de su trayectoria. Pero también ellos se han dado cuenta de que, después de tanto tiempo, los lee mucha menos gente que antes. Su influencia ha disminuido en un ambiente cultural que se decanta por la gastronomía pija, la moda pijísima o la parafernalia más pija todavía de eventos como ARCO. Algunos, antes vacas sagradas, han protagonizado caídas tan aparatosas que casi resultan cómicas, de manera que los supervivientes temen perder su lugar de dominio cultural y se muestran reacios a leer y promocionar a los autores nuevos, en quienes no ven novatos inocentes sino rivales arribistas.

De manera que a los autores de mi generación solo les queda fantasear con abrirse camino hasta el circuito de las traducciones internacionales, forma en que se manifiesta para nosotros esa emigración forzosa que ha lanzado a tantos jóvenes españoles a países con unas condiciones laborales más dignas. Sin embargo, cuando la novela de un compañero salta a otro idioma no siempre se alegran sinceramente los que siguen publicando en castellano. Sin un horizonte de progreso a la vista, los egos engordan y las personas adelgazan, y por todas estas cosas, después de convertirme en escritor, la palabra que había sido casi sagrada para mí perdió toda la dignidad que tuvo en los tiempos de camisetas negras, con Pilar y Francisco Brines.

Y sin embargo, ¡qué satisfacción provoca escribir una novela!

vii.

Si todos los españoles nos reclinásemos al mismo tiempo en el diván de un psicoanalista para buscar en nuestra mente colectiva el origen de nuestros complejos, la primera conclusión que yo extraería es que algún chalado está construyendo divanes de proporciones exageradas. Mucho más grandes, en cualquier caso, que el que tenía en su despacho Sigmund Freud, que según Billy Wilder era de un tamaño más bien liliputiense. Antes de ser cineasta, Wilder fue joven y periodista, y movido por estas dos fuerzas demoníacas quiso entrevistar al padre del psicoanálisis. Armándose de valor y convencido de ser una criatura con encanto de sobra para seducir a un forense onírico, llamó al timbre de Freud y compuso su sonrisa más radiante. Cuando se abrió la puerta vio ante sí a un viejo barbudo que le preguntaba por qué diablos lo estaba molestando. Le dijo que quería hacerle una entrevista, ensanchó su sonrisa y, cuando estaba a punto de soltar su fórmula de cortesía más galante, recibió un portazo en las narices. Todo lo que había logrado vislumbrar de Freud, aparte de sus barbas y su cara de vinagre, fue el célebre diván originario, el padre de todos los divanes, que Wilder seguiría describiendo muchos años después como un mueble decepcionante. Tras un fracaso de esta categoría cualquier otro periodista se habría marchado a casa para ahogar las penas en barbitúricos, pero Wilder ya tenía entonces el poder de condensar personajes enteros en una sola frase. Lo que diría sobre Freud es que había construido la teoría psicoanalítica usando como materia prima los sueños de gente enana.

Algo tenemos en común con Billy Wilder los españoles y es nuestra capacidad sorprendente de sacar petróleo del infortunio.

Siempre me he preguntado por qué usted y yo nos recreamos en los males de España en lugar de buscarles solución. Quemamos lamentándonos la misma energía que gastan los extranjeros en presumir de los logros de sus atletas olímpicos. Algo he viajado, algo he leído, y no he visto otro país cuyos pensadores hayan vertido tanta tinta y llevado a rastras sus neuronas durante tantos kilómetros de papel en una misión tan poco constructiva como describir de la forma más devastadora posible la personalidad de sus compatriotas. De hecho, creo que si un Pérez-Reverte de New Hampshire, pongo por ejemplo, escribiera alegremente un ensayo sobre la obesidad mórbida y la estupidez del norteamericano medio, la Asociación Nacional del Rifle, varias cofradías baptistas y no pocos congresistas demócratas se echarían a la calle con antorchas y horcas para pedirle explicaciones. Los españoles, por el contrario, disponemos de una versión propia del patriotismo que se basa en la contemplación morbosa de nuestra fealdad. Sin darnos cuenta, cuando nos quejamos de lo mal que va España empleamos una técnica de escapismo muy sofisticada que nos permite estar al mismo tiempo dentro y fuera de la caja fuerte que tiramos al mar.

Donde los italianos tiran del tanto l’Italia è cosí nosotros nos vamos a una fórmula mucho menos concreta: Spain is different, que sirve tanto para justificar nuestro atraso como para presumir de lo bien que nos queda la tortilla de patatas. ¿Qué significa? ¿En qué se diferencia? Y si es diferente, ¿a qué se parece? El sentido de España se pierde en las tinieblas de la vaguedad y en su búsqueda nunca llegamos a ninguna parte. Uno puede hacer un viaje hasta los confines más remotos del planeta y no encontrará un solo pueblo que pase tantas horas al día palpándose los michelines ante el espejo sin decidirse a empezar con la dieta y el deporte. ¿Qué es un español?, se pregunta el vecino del 4.º A con la cara apoyada en el cristal de la ventana. De la ventana de enfrente no llega una respuesta, sino otra pregunta: ¿qué no es un español? Solo hay que abrir cualquier mañana los periódicos para encontrar más: ¿los catalanes son españoles? ¿Qué partido político es más español? ¿Son los andaluces más españoles que los catalanes? ¿Es un andaluz en Cataluña más español que otro que vive en Sevilla? ¿Es español Picasso? Y así, perdidos en un laberinto de preguntas elementales, después de cinco siglos de historia ni siquiera tenemos del todo claro si haber nacido aquí es más condena o bendición.

 

Los franceses saben que son franceses y punto, por eso se dedican a escribir libros deprimentes, recordar el olor del té y las magdalenas, guillotinar gente, embotellar vino, venderlo como si fuera el mejor del mundo y volcarnos los camiones de fruta. Los ingleses saben que son ingleses y punto, así que han tenido tiempo para colonizar medio planeta, azotar hindúes con varas de verdillo, construir buenos buques, inventar el pop, beber ginebra, cultivar el ingenio, espigar la ironía y aún les queda tiempo para buscar en nuestras cunetas el esqueleto de Lorca mientras se achicharran al sol. Los alemanes saben que son alemanes y punto, y como ser alemán es sinónimo de ser eficiente han construido la democracia liberal más eficiente, el fascismo más eficiente, el totalitarismo comunista más eficiente, el federalismo más eficiente, las lavadoras y los coches más eficientes y hasta las salchichas más eficientes. De hecho, cuando las corrientes filosóficas de la época (es decir: el hambre) han llevado a los alemanes a hacerse la misma pregunta que nos hacemos siempre los españoles, se han puesto a la tarea de responder con una meticulosidad tan temible que por poco no lo contamos en el resto de Europa. ¿Y qué decir de los norteamericanos, tan jóvenes, guapos y seguros de que ser norteamericano no es otra cosa que molar mucho y enseñar a los demás a imitarte? ¿Y de los rusos, suficientemente orgullosos como para que su presidente aparezca luciendo pectorales en los periódicos de medio mundo sin sonrojar demasiado a la mayor parte de sus vasallos?

Pero nosotros vagamos desorientados porque medimos España en función del número de pérdidas y no en el de conquistas. Siempre nos salen las cuentas a pagar, como si nuestro país no solo tuviera una deuda económica sino también existencial. Los herederos de los Reyes Católicos malograron las colonias americanas y así perdimos nuestro imperio glorioso. Cuba y Filipinas se independizaron y perdimos nuestro imperio moral. El Sáhara se escapó sin mediar un tiro y así perdimos nuestro imperio residual. Y luego murió Franco, y los cuarenta años de cuentos con los que habían enseñado a nuestros padres que España era un gran país se cubrieron de incredulidad. La verdad cruda sobre nuestra historia nos arrebató el último imperio que nos quedaba: la fantasía. Ahora hay quien echa un vistazo a nuestro pasado y aparta la vista con sentimiento de culpa.

¿Paraliza a los norteamericanos la responsabilidad de que sus tatarabuelos mataran a tiros a todas las naciones indias desde Alaska a Nuevo México? Pues generan el mito de Acción de Gracias, colocan a los indios supervivientes en reservas junto a sus lugares sagrados, y a celebrar las figuras individualistas y aventureras del cowboy y el pionero. ¿Sienten pesar los franceses por haber declarado la guerra al mundo en tiempos de Napoleón? Pues entérense ustedes de que Bonaparte fue el mayor héroe militar de todos los tiempos y de que llevaba consigo los principios morales de la Revolución Francesa, así que quien no los adoptó, tonto que fue. ¿Avergüenza a los ingleses haber sido la tiranía más longeva y expoliadora del mundo moderno? Pues déjenme decirles a sus señorías que además somos la democracia parlamentaria más antigua, así que ya pueden aprender un poco de nosotros y respetarnos por conducir por el lado contrario de la carretera, porque como se pongan tiquismiquis nos vamos de la Unión Europea y ahí se quedan ustedes con sus pamplinas.

España necesita urgentemente un libro de autoayuda para países; es una lástima que no los hayan inventado. Imagino un anuncio en la Casa del Libro de Gran Vía: ¡Desarrolle al máximo sus potencialidades nacionales por medio de nuestro método de superación basado en los Trece Escalones! ¡Descubra el lado bueno de las batallas perdidas! ¡Conviértase por fin en una potencia cultural! ¡Adáptese a la civilización moderna sin complejos! ¡Memoria histórica y equilibrio emocional por fin juntos! Un panfleto de esta clase nos proporcionaría eso que tanto combate la izquierda española: un relato mítico con que limar los callos que dejaron las canalladas de nuestros antepasados en las paredes del tiempo. Así, tal vez, se animaría un poco ese sindicalista taciturno que rumia avergonzado por las barbaries que cometieron en Perú unos tiparracos con ojos de Klaus Kinski, y ese manifestante con barba dejaría de pedir clemencia al plato de almendras por la brutalidad de los legionarios que decapitaban moros en Marruecos, y con toda seguridad esa vegetariana de los piercings frenaría en seco la redacción de encíclicas para disculparse en nombre de todos por la Década Ominosa de Fernando VII. Somos un pueblo que busca el sentido de ser pueblo y lo pierde por el camino, como si buscásemos las llaves antes de salir de casa, las encontrásemos, las metiéramos en el bolsillo del abrigo y al cerrar la puerta nos percatásemos de que no lo llevamos puesto.

Pero, al contrario de lo que podría parecer, repetirnos los unos a los otros que vivimos en un país de mierda nos da más alegrías que pesares. En la escala de placeres nacionales, el gusto de ver a un visitante con cara de pasmo solo puede compararse a un gol de Iniesta contra Holanda. Nos avergüenza que los extranjeros se lleven mala impresión, y al mismo tiempo nos satisface. Si The New York Times llama corruptos a nuestros políticos, sentimos la fascinación morbosa de quien decelera el coche al pasar junto a un accidente de tráfico.

Tiene que ver con nuestro carácter abierto y expansivo. Para nuestras intimidades somos herméticos como teoremas, reservadísimos; pero para las curiosidades, vicios, manías, denuncias, mudanzas, chanzas, usos y costumbres españolas nos explayamos con cualquiera hasta resultar cargantes. Lo percibe con total claridad un inglés que está de viaje en Madrid. El rubicundo visitante ha venido a España con la idea de ver cuatro museos y, cuando lo anuncia a un grupo de parroquianos de bar, rápidamente se ve rodeado de españoles deseosos de hablarle de España, como le pasó a George Borrow cuando vino a regalar biblias luteranas montado en su burrita o al guiri imaginario que paseó con Larra en el artículo «Vuelva usted mañana». Seguramente huirá pronto, aburrido de un pueblo que se muestra sistemáticamente encantado de hablar de sí mismo y describirse en los términos más autocompasivos.

Pero esta autocompasión tiene una cara oculta que le da sentido: la feliz autoindulgencia que nos proporciona. Cuando un español se convence de que en España tenemos los políticos más corruptos e incultos, los taxistas más estafadores, los jóvenes más borrachos, ignorantes, escandalosos y desconsiderados, los funcionarios más incompetentes, los constructores más jesugilianos, la policía más pegona y los maridos más machistas, antes de preguntarse si el superlativo está justificado ya tiene una coartada para otras cosas que van mal y dependen exclusivamente de él. Vivir en un país donde la chapuza está establecida como estándar es cómodo para quien no tiene ganas de hacer bien un trabajo, así que en nuestros pecados no llevamos la penitencia, sino el perdón. Cuando me di cuenta de lo poco exigentes que eran consigo mismos algunos tipos que siempre llevan el Spain is different y el mohín de disgusto en la boca, supe que, a veces, decir que España y los españoles no estamos tan mal es más un acto de exigencia que de presunción.

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