Un abuelo rojo y otro abuelo facha

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iii.



En Siberia escribí una descripción de la adolescencia de la que siempre me he sentido muy orgulloso: es la grasienta transformación del niño en adulto.



Cuando yo era uno de esos surtidores de sueño y grasa, me daba un reparo terrible esa palabra. Mi amigo José Ignacio y yo nos mandábamos cartas entre Tánger y Alcantarilla y en los sobres no escribíamos esa palabra sino, sarcásticamente, Reino Visigodo, Joseignachistán, Espina, Espuña, Pañal, Hispania, Península Ibérica, Periferia de Euskadi, Periferia de Catalunya, Espanya, Ese País. Por esa época conocí a mi primer amor que, como Andrea, era una catalana. Catalana que entonces, adolescente y menos novia por tocamiento que por correspondencia, había cambiado su nombre, Lola, por Nekane, porque ser catalana le parecía poco pudiendo fingirse vasca.



Hoy puede parecer sorprendente que una joven nacida y educada en el pujolismo como Lola fuera a buscar rebeldía al monte Gurugú teniendo la estelada tan a mano, pero recordemos que, a finales de los noventa, Madrid y Cataluña no tenían una relación tan tirante como la de hoy. Eran tiempos de abrazos cordiales en los que prevalecían las cosas que los políticos de ambos territorios han tenido siempre en común: Pujol robaba en Barcelona y en Madrid robaba un PP con la economía en manos de Rodrigo Rato.



—Soy de Tánger —dije con orgullo a los amiguetes murcianos cuando las vacaciones me obligaron a soportar su compañía en Águilas. ¡Soy de Tánger! Lo revelé con orgullo a esos chicos que veía como españolitos incultos, atrasados e ignorantes pero que eran en realidad chicos risueños, atléticos y gamberros. Quería mostrarme superior, viajado y cosmopolita, y ellos, como represalia, me apodaron Juan el Moro, mote que todavía oigo de vez en cuando en Águilas, y miro a un lado para descubrir que me saluda un hombre risueño, entrado en carnes y gamberro, que todavía me recuerda como el antisistema vascomoro y catalanofílico que fui a los dieciséis.



Euskadi era un país sin estado y a los chicos de mi época que jugábamos a ser rebeldes nos parecía un proyecto de futuro, mientras que España era imposición y absolutismo, algo tétricamente parecido a la vida de un adolescente cuya impaciencia por crecer se estrella contra la autoridad de sus padres. Euskadi era un sueño de libertad y España el instituto donde nos obligaban a tragar las ruedas de molino de la literatura de España, los muertos putrefactos de la historia de España, las peñas secas de la geografía de España, las agujas de pino de la botánica de España, los cuernos de cabrón de la zoología de España y hasta los números primos de las matemáticas de España. En aquel imperio adolescente en el que había que recogerse por narices en cuanto se ponía el sol, vivíamos sometidos a una guardia civil paterna que daba golpes en la pared del dormitorio para que bajásemos el volumen de Kortatu. Euskadi representaba crecer. España, que nos tratasen como a unos críos.



Esta visión de mi propia adolescencia me ha impedido tomarme en serio las reivindicaciones de los nacionalistas catalanes y vascos, por los que he ido cultivando una simpatía y una comprensión de las que hablaré en otro capítulo. Vivo, amo y trabajo en Cataluña en la época equivocada. Si fuera todavía adolescente, los discursos de los políticos independentistas que comparan a España con un padre autoritario y a la República catalana con una chica guapa con ganas de salir del redil habrían ido directos a mi corazón. Para desgracia mía, a los dieciocho años se me abrió de piernas una ciudad mucho más directa y experimentada: Madrid, y enseguida me di cuenta de que estar cerca de la Corte no es como cuentan en el Parlament.



Madrid fue la libertad del DNI de adulto recién estrenado y me condujo a un reino de perversiones y de vicios con los que tampoco le abrumaré, pero, paradójicamente, esa discoteca descomunal, ese viaje al fin de la noche fue el primer peldaño de mi regreso a casa. En el alegre desorden de Madrid, de fiesta en fiesta y de resaca en resaca, siguiendo los pasos de los escritores que caminaban, creyéndose alados, hacia el abismo, me fui dando cuenta de lo equivocadas que eran las nociones sobre mis padres y sobre España que me habían dictado la intuición y la impaciencia. Si no me volví nacionalista español tras ese flechazo fue gracias a que este sentimiento me parece tan adolescente como el de los catalanes.





iv.



Dicen que el primer amor nunca se olvida y que tamiza todos los que vienen después. A mí esta afirmación siempre me ha parecido de una cursilería y un conservadurismo dignos de terminar en el diván del psicoanalista, pero si quiero ser sensato y justo tendré que aceptar que el mantra, por odioso y condicionante que sea, tiene algo de verdad.



Las frases lapidarias, como los sueños o el horóscopo, están para interpretarlas y solo adquieren sentido reflejadas en el espejo del yo. Alcantarilla es el pueblo murciano en el que me vi obligado a permanecer hasta el viaje sanador al moro. No dejó en mí más que asco y resentimiento, porque allí pasa como en tantos pueblos feos y aburridos de España: hay que comportarse de un modo discreto porque está muy mal vista la extravagancia. ¡Ay! Los atributos físicos que me repartió la diosa Biología en la etapa del estirón me condenaron precisamente a la extravagancia: orejas desplegadas, delgadez extrema, cabeza enorme, un problema del acné comparable a los efectos de la radiactividad y, para colmo, el vicio de andar con los pies torcidos hacia dentro. Mis esfuerzos por resultar normal y corriente no obtuvieron resultados satisfactorios, especialmente cuando venían precedidos de una etapa de hidrofobia que me mantuvo alejado de la ducha el tiempo suficiente como para que me llamasen Soto Pestes en la escuela. Dado que fracasé en la búsqueda de una pandilla de amigos que me permitiera pasar desapercibido, los nativos del colegio, al verme solo, decidieron que mis deformidades transitorias eran mérito suficiente para concederme el cargo de pringado, figura que siempre necesitan los niños populares para su correcta diversión. Años después encontré en Falstaff una vuelta de sentido que me hubiera ido muy bien entonces:



La gente ordinaria se ríe de mí



y se vanagloria de ello;



pero, sin mí, estos con tanta jactancia



no tendrían ni un pellizco de sal.



Soy yo quien los hace astutos.



Mi argucia crea la argucia de los otros.



Por desgracia, no solo ignoraba yo por esas fechas quién era Verdi, sino que aquellos abusones consideraban que Camela, los Backstreet Boys y las Spice Girls eran los hitos más altos de la música en la historia de la humanidad, de manera que hubiera resultado contraproducente ponerme a cantar óperas ante ellos en mi intento desesperado por ser normal. Tuve que pasar la infancia en mi habitación jugando con los muñecos y cultivando la soledad. Esta existencia de Gollum me arrastró paulatinamente al vicio de dibujar cómics que al inicio eran plagios de Star Wars y Ultraman pero se fueron haciendo más intrincados, hasta convertirse en mamotretos de trescientas páginas que cimentarían mi futura carrera literaria.



Creé mi propia editorial a los once años, MP, siglas cuyo sentido he olvidado pero que debían de significar algo como Magic Productions o Master Pieces, palabras en inglés, eso seguro, porque siempre estaba pensando en mi futura expansión internacional. Poco después inauguré mi propia revista de reseñas, donde las viñetas eran pasadas por la picadora inmisericorde de la autocrítica y me dedicaba a mí mismo elogios pero también desprecios descarnados. Vivía, pues, en la tensión creativa y con el miedo a los críticos de la cabeza, y el resto del tiempo libre consistía en torturar a mi hermano pequeño Paco, a quien secretamente culpaba de todos mis males. Mi madre y mi padre eran los únicos destinatarios de las producciones de MP. Mis primeros lectores.



Pero cuando cumplí trece años ocurrió algo que en un primer momento no supe calibrar correctamente. Empecé a notar que, en paralelo al circuito de cómics para enseñar a mamá, iba proliferando una industria similar, una suerte de underground lleno de porno donde las historias versaban sobre pajas cubanas y la seducción satisfactoria de mi primera musa onanística, una pobre chica llamada Lorena a la que pido perdón desde aquí por las innumerables fantasías húmedas a las que la arrastró mi mente enferma. En mi defensa diré que las hormonas habían levantado su estandarte de guerra y que, en cuestión de meses, ni siquiera los cómics pornográficos que dibujaba y destruía podían calmar mi necesidad de ser considerado por el sexo contrario como un homínido apto para la reproducción.



Empecé a ansiar el reconocimiento, una sed que más tarde sería la gasolina necesaria para empezar a escribir en serio. La vida en Alcantarilla se convirtió en un laberinto asfixiante pero el destino, compasivo, se apiadó del pajillero. Me mandó a Lola/Nekane y creo que tardé quince segundos en darme cuenta de que estaba enamorado.



Era rubia, pero sobre todo era catalana, es decir: Lola no pertenecía a mi pequeño mundo aburrido y hostil. Comparada con las rubias de Alcantarilla, ella era una explosión de exotismo y desenfreno que galopaba con sus palabras bien dichas a lomos de su personalidad. Mientras las niñas de mi curso hablaban de pintarse las uñas, ella discutía de política; mientras los críos de mi clase disertaban sobre los tubos de escape de las motos, ella leía libros y los citaba de memoria; mis idolatrados abusadores comían gofres y cantaban canciones de Camela, pero Lola era vegetariana y escuchaba música estrambótica. Para colmo, llevaba tras su nombre un apellido holandés que serpenteó y martilleó durante años en mi pueblerina imaginación.

 



Lo más divertido que me pasó con ella queda registrado en el apéndice —por cierto, a Lola le habían extirpado el suyo y la cicatriz todavía provoca cosquilleos en mi memoria—, pero es el hecho de que fuera una chica de Barcelona lo que la ha traído sin su consentimiento a esta parte de la narración. Si la leyenda de que el primer amor tamiza todos los demás me parece una gilipollez supina, también tengo que admitir que el amor me ha arrastrado a Barcelona muchas veces, y que la última y definitiva vino precedida por el juramento de que jamás volvería a pisar esta ciudad.



Como les ha pasado a tantísimos españoles de provincias, Barcelona fue mi primer contacto con las grandes ciudades en un momento en que mi experiencia más cercana a cruzar Grand Central Station habían sido las escaleras mecánicas de El Corte Inglés de Murcia, y lo más parecido a las luces de Las Vegas, el anuncio de Movierecord que pasaban en el cine que había frente al Malecón. Cuando Lola me hablaba de Barcelona, yo ansiaba estar allí. Sin haber viajado nunca demasiado lejos, ya me consideraba un ciudadano del mundo y un extranjero en Alcantarilla. Mi municipalísima concepción del universo no fue obstáculo para que comprendiera que la gran ciudad no es una arquitectura, sino el espíritu inquieto que se refleja en los modales de los urbanitas. Había una forma de ser de pueblo y otra forma de ser de ciudad. Lola cogía el metro sola, no tenía miedo a hacer el tonto por la calle, no se quedaba mirando fijamente a la gente que vestía raro y decía sentarse en el suelo de las plazas para beber cerveza con unos amigos llamados Nil o Pau que tocaban instrumentos y que a mí me provocaban unos celos murcianos muy difíciles de soslayar. Conocerla supuso una epifanía en la que vi que todas mis rarezas tenían una explicación. Su mundo era el planeta del que yo procedía y del que me había extraviado como el cachorro de Superman. Yo era de Barcelona. Mi nacimiento al otro lado de Levante era un error que había que solucionar.



He ido comprobando más tarde que el amor nos convierte en imitadores. Bajo la influencia lolística, dediqué mi último año en Alcantarilla a dejarme una melena que me tapase las orejas y los granos y di inicio oficial a las hostilidades adolescentes contra mis padres, que al principio solo consistieron en un bloqueo comercial a la compra de zapatos y en promover mi derecho sagrado a llevar camisetas negras. Mi lucha por alcanzar una posición de dominio cultural provocó un choque de trenes que hoy me recuerda la pugna de los diputados de Podemos con los demás grupos por la manía de ir deschaquetados y con rastas entre las corbatas de la Cámara. Si yo hubiera sido diputado de Podemos a los catorce años, seguramente me habrían visto ustedes en el periódico con mi camiseta negra de los Simpson parodiando el baile de Full Monty.



De cualquier forma, los abusones de Alcantarilla no quedaron deslumbrados por mi transformación. Mi último intento de adaptación al medio había fracasado, pero unos meses más tarde mi padre me dio la noticia de que nos íbamos a vivir a Tánger. Aunque al principio me rebelé (¡que me quería quedar en Alcantarilla, joéee!), en Tánger me esperaba una existencia dulce que me convertiría en el guay de clase. Allí iba a encontrar a mi segundo amor y, en medio de tantos éxitos, mi personalidad alcanzaría el punto más vergonzante de la metamorfosis: el odio a España, el odio a mis padres y la intoxicación ideológica por ingesta masiva de basura contracultural, combinados con el deseo cursi y afectado de convertirme en escritor.



Lola y yo nos distanciamos en cuanto se me cruzó la novia tangerina, pero el influjo de Barcelona iba a quedarse agazapado en alguna capa inferior de mi sistema linfático. Allí esperaría su momento, nutriéndose de glucosa y de alcohol, hasta convertirse en un impulso gigantesco que me lanzaría una vez y otra a Barcelona, una ciudad de la que todavía no he aprendido a ser ciudadano por más que lo intento. Pero aunque no he vuelto a ver a Lola, siempre que paso a curiosear por una manifestación indepe fantaseo con verla a lo lejos entre la gente, guapa como cuando tenía trece o catorce años, agarrada a su estelada con las dos manos en una postura tan sensual que hasta el españolista más recalcitrante se haría amigo de Carles Puigdemont.





v.



Pero cuando me voy a vivir a Tánger quedan quince años para que las porteras conozcan el nombre del sucesor de Artur Mas. Hay una niebla densa en el Estrecho. Está como una hoja recién sacada de un paquete nuevo de quinientos folios y el ferry se abre paso estilográficamente en dirección contraria a las ballenas, los delfines y las pateras. Mi padre me ha prestado un libro de Paul Bowles pero yo no leo. Nunca leo. No me gusta leer, y menos si el libro me lo da mi padre, ¡soy adolescente! ¡Y todavía soy murciano! Desde la cubierta ferruginosa oigo un ruido raro y lo tomo por un muecín en su mezquita, sin saber que es la primera nota del canto de sirena que después, durante años, ha hecho que me estrelle una vez y otra contra la misma piedra. Porque en Tánger me espera el vicio de la literatura, que en 1999 ya luce en España con el resplandor de una vela entre los exvotos.



Escribir en Madrid fue llorar en los tiempos de Larra y morir en los de Miguel Hernández. Hoy no matan a nadie por el argumento de su novela, y el llanto es una reacción demasiado intensa y liberadora que tiene poco que ver con lo que significa hacer literatura en España en el siglo xxi. Ahora la experiencia se parece más a vivir en una casa de la que vas a mudarte en un par de semanas. Llorar, lo que se dice llorar, no lloras, pero todo te estorba y te fastidia. Reconoces el sillón donde leíste a tus anchas tantas tardes de otoño, pero ahora te sientas y ya no puedes concentrarte porque te preguntas dónde lo colocarás en la casa nueva. Esta duda te lleva a otra, y te pones a seleccionar los muebles que transportarás y los que dejarás tirados, y calculas cuánto mide la pared del despacho nuevo y si casa bien con la longitud de las estanterías. Así que dejas en el sillón el librito que habías cogido con la idea de leer y lo miras como a un enemigo: pronto estará en una caja, habrá muchas cajas destinadas a ir a alguna parte. Das vueltas por tu casa que ya no es tuya como un preso en la celda los últimos días de su condena. Los ojos no miran, miden, y aunque te rodean tus posesiones favoritas parece que acechan con aires amenazadores. Todo se transforma en tiempo y peso, aprendes que todo lo que amas pesa, pero al mismo tiempo te inquieta que algo se extravíe en la mudanza. Aunque podrías disfrutar los últimos días de la casa donde fuiste feliz, hay algo dentro de ti que se ha mudado. Vives sin vivir en ti.



Intento enderezar un texto como un par de raíles por los que el pensamiento pueda deslizarse hacia el sentido de las cosas, pero apenas agito un poco los dedos en el teclado se cuela en mi cabeza el día de mañana y esta palabra me muda, me enmudece. A mi amigo Víctor Balcells le pasa algo parecido. Tiene Víctor la elegancia de los vampiros románticos y una mirada penetrante de ajedrecista. Pasar un rato cerca de su melancolía es bueno para mi salud mental. Hablábamos de algunos autores misántropos franceses que dicen escribir sin pensar en el lector. Víctor me anima a que me deprima como ellos. Me recomienda que odie el mundo y lo desafíe, pero le digo que no pertenezco a esa cofradía: soy simple, simpático y tratable. No puedo evitar las atenciones con la prensa y los lectores, aunque me entristezca el espectáculo que estoy dando. Quisiera volverme ceñudo y borracho como Bukowski, un eremita; entender la escritura literaria como un ejercicio de consagración del yo por encima de toda esa gente despreciable, pero en cuanto llevo un rato dándole a la tecla pienso en usted y me paraliza el miedo a encontrar su buzón cerrado. Supongo que hay dos tipos de escritores: los que se creen profetas y los que envían cartas con la esperanza de que alguien se alegre al recibirlas. Yo soy de los segundos.



No soy apocalíptico, pero me pregunto cuál será el papel de la literatura en un mundo adicto a lo inmediato y con tantas formas entretenidas de estar solo. Hoy hacen el bachillerato esos chicos que llamamos nativos digitales, como si hubiéramos desembarcado en una isla remota y los hubiésemos encontrado allí; como si no fueran el producto de nuestro progreso enloquecido o la consecuencia de galopar sobre nuestras máquinas sin preguntarnos adónde nos llevaban. Estos bachilleres siguen estudiando con libros, viven obligados a la compañía del libro, pero hay quien dice que muestran menos interés por ellos que mi generación, que ya es decir. Me da entonces por ver a los protohombres del futuro como chicos y chicas mucho más evolucionados que nosotros y nuestros mayores: sacerdotes que dan misa y repican para millones de congéneres en un lenguaje vernáculo que todavía no ha encontrado su propia vertiente literaria, para un dios que no nos comprende y al que ni siquiera somos capaces de ver.



Pero no es el espíritu de los jóvenes lo que ha cambiado, sino la época en la que les toca crecer y madurar. Andrea nos dijo ayer a Víctor y a mí que había preguntado a sus alumnos de bachillerato si les gustaba la literatura, y que los chicos se habían convertido en un coro contundente y unánime para responder que no. Es natural: a ellos los fuerzan a aprender nombres de escritores y corrientes literarias con el método del profesor de gimnasia que te obliga a correr en torno a la pista de fútbol bajo el sol. Lo que me preocupa no es la unanimidad del «no», sino que nuestro tiempo, que ya es el tiempo de ellos, va a ser un enemigo feroz de la concentración.



Esto nos afecta a todos. Entre mis amigos escritores son multitud los que abandonan temporalmente sus perfiles de Facebook para leer a gusto. Profundizar más allá de la corteza de un ensayo o una novela hasta alcanzar la gloria cálida de su tuétano es más difícil ahora que hace veinte años. No digo nada nuevo, sé que antes que yo lo dijeron otros: al libro le fueron apareciendo enemigos en las ondas de radio y los rayos catódicos de la televisión. No ha habido una sola camada de escritores que no se quejara de que el pueblo lee muy poco y hasta del apocalipsis de la cultura, que es nuestra forma de patalear contra nuestro voto obligatorio de pobreza. En la vanidad de los escritores siempre está el hecho de creerse una raza extinta (ex-tinta), un fin de raza, dicho con la voz engolada de Michi Panero en El desencanto.



Pero, sin pronosticar la muerte de la lectura de libros, aceptaremos esto: ahora el enemigo es más letal que el peor monstruo imaginado por McLuhan. ¿Cuántas veces ha mirado usted Facebook, Twitter, Gmail o WhatsApp desde que empezó a leer estas pocas páginas? Dese un azote y una ducha fría por cada una. No, no lo haga. Usted no tiene la culpa, ¡si supiera cuántas veces lo he hecho yo desde que empecé a escribir todo esto! Internet no es un medio, es un órgano. Una parte de nosotros mismos. No es una ventana que se abre y se cierra como la televisión, sino que se parece más a una lentilla que nos pusimos un día y ahora ya no podemos arrancar de nuestros ojos. Le hemos entregado una parte sustancial de nuestra identidad, y desde ahí hay algo nuestro que nos llama y nos interrumpe en la lectura, en el paseo, en el amor. Un amigo mío me dijo que tenía un problema: el deseo de mirar las actualizaciones del móvil le provocaba gatillazos durante el coito. Si a algunos las redes les interrumpen el sexo, ¿qué será de la lectura? Los informes de las instituciones que velan el cadáver de la lengua culta coinciden en que en los últimos diez años hemos alcanzado un punto extremo de deslectura, que es una clase de deslealtad hacia nosotros mismos. Y todavía no sabemos muy bien a qué le estamos profesando fidelidad. Si internet es un nuevo dios, está claro que no es un dios antropomorfo. Si desea rehacernos a su imagen y semejanza, antes tendrá que destruir lo que hemos sido.



Los editores sienten que el Cthulhu ha empezado por ellos y repiten en petit comité algo que no se atreven a decir en público: en toda España no quedan más de cinco o diez mil lectores de verdad. ¿Y qué es un lector? ¿Usted me lo pregunta? No su tía Marisa, que lee tres o cuatro libros al año, sino quien siente un interés morboso por las novedades literarias y querría perseguir a sus escritores favoritos, como en Misery, pero sublima la manía y se contenta con lanzarse con avidez sobre su última novela. Sobre los huesos de lectores así, y no sobre los de escritores brillantes, está construida la historia de la literatura. Han sido ellos, ustedes, quienes ordenaron a los autores en las estanterías de la tradición y descartaron a los mediocres, quienes construyeron el edificio de las bibliotecas con su ejercicio de lectura silenciosa o académica, para que la siguiente remesa de lectores pudiera seleccionar sus presas en el coto de la Literatura Universal.

 



Tal y como he planteado el capítulo, uno diría que, si esta clase de lector fuera un animal con las orejas puntiagudas y cubierto de pelo naranja, los ecologistas nos advertirían de que se encuentra en peligro de extinción. Pero si vuelvo a mirar a los adolescentes de hoy, a esos que supuestamente no leen, a los de la pantallita, como dicen despectivame

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