El pueblo judío en la historia

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Las dificultades no frenaron el desarrollo de instituciones políticas, económicas y sociales que en el futuro cimentaran con firmeza la construcción de un nuevo país. Muchos eran los inconvenientes, pero también las ventajas: entre ellas, la buena formación académica de numerosos inmigrantes, cuyo trabajo pronto contribuyó a elevar el nivel de vida. La asamblea constituyente, embrión del futuro parlamento israelí, asumió en 1920 la más alta representación política y desde el mismo año la Histadruth o Confederación General de Trabajadores ―de tendencia socialista― emprendió la defensa de los intereses sociales. El esfuerzo de cimentación nacional se benefició desde el exterior gracias al creciente apoyo de judíos de la diáspora, cada vez más convencidos de las ventajas de apoyar la existencia de un estado judío.

Era Gran Bretaña, sin embargo, quien gobernaba Palestina. Aunque desde 1944, en pleno Holocausto, miles de judíos participaron con el ejército inglés en frentes de guerra contra los países del Eje, Gran Bretaña continuó impidiendo la entrada de judíos en Palestina ―también en su propio territorio―, limitándola a 1.500 personas tras la llegada al poder del nuevo gobierno laborista. El rechazo progresivo por miembros del Yishuv a la política inglesa impulsó la formación de grupos judíos armados clandestinos, dispuestos a emplear medios violentos para acabar con el dominio británico y frenar la presión árabe.

Bandas extremistas y militantes eran la Organización Militar Nacional de Israel (Irgún Zwaí Leumí Be Israel), fundada en 1931 por disidentes de la Haganah, y desde 1940 los Luchadores por la Libertad de Israel (Lohamey Herut Israel, o Leji), grupo procedente del Irgún y dirigido al principio por Abrahán Stern (por eso los británicos también denominaban Stern al grupo). Tales bandas, insatisfechas con la estrategia de fomentar la inmigración ilegal desarrollada por las instituciones judías, optaron por la violencia. En respuesta a la represión del ejército inglés, en 1946 el Irgún hizo explotar las sedes administrativas civiles y militares del Mandato británico de Palestina, situadas en el hotel Rey David de Jerusalén, provocando la muerte de 91 personas de varias nacionalidades ―incluidos ingleses, árabes y judíos― e hiriendo a otras 46. El atentado careció del apoyo de las instituciones judías en Palestina y fue muy criticado por los dirigentes sionistas.

A pesar de la presión interior, el mayor impulso para la fundación de un estado judío independiente llegó de fuera. Como adelantamos, el Holocausto fue la prueba principal de la necesidad de resolver urgentemente el «problema judío» ―que era sobre todo, a la vista de los escasos apoyos, un «problema para los judíos»― de la manera menos mala: con un estado propio. «Sin Hitler, Israel no existiría», llegó a escribir el historiador alemán Sebastian Haffner; aunque también es cierto ―añadimos nosotros― que, si los deseos del dictador nazi se hubieran cumplido, no habrían quedado judíos para fundarlo. Entre otros, George Steiner recuerda esa relación entre el Holocausto y el nacimiento del estado israelí:

«Shoah es el viento negro de la matanza. Pero Ben Gurión lo dijo claramente: el estado de Israel surgió de la catástrofe de la Europa judía. Y aunque todavía no se comprenden los detalles (los archivos todavía no están abiertos), si la Unión Soviética de Stalin reconoce a Israel inmediatamente (como los Estados Unidos) es porque la Segunda guerra mundial había creado una situación única, singular, que permitía que este estado aspirara a la legitimidad.»

El gran problema de esa decisión era que, en parte de esas tierras, se encontraba ya una población asentada. Esta, sin embargo, nunca gozó de autonomía política porque, como indicamos, a su secular dependencia del Imperio otomano había sucedido el dominio británico. Pero Gran Bretaña se vio superada por los acontecimientos, mostrándose incapaz de controlar el clima de violencia creado por algunos ingleses, árabes y judíos. El 14 de febrero de 1947 el gobierno británico, enfrentado con los intereses de ambas partes en conflicto, hizo público por medio de su ministro de asuntos exteriores Ernest Bevin su propósito de «remitir el problema en su conjunto a las Naciones Unidas».

La Asamblea General, en su primer período extraordinario de sesiones (abril de 1947), decidió constituir una Comisión Especial para Palestina (United Nations Special Committee on Palestine, UNSCOP). La mayoría de sus 11 miembros propuso dividir Palestina en un estado árabe y otro judío, reservando Jerusalén a la jurisdicción internacional. Poco después, una subcomisión redujo escasamente la parte asignada al futuro estado judío. El 29 de noviembre de 1947 la Asamblea General de Naciones Unidas aprobó la Resolución 181 (II) por 33 votos a favor, 13 en contra y 10 abstenciones. En virtud de dicha resolución, Palestina quedó dividida en tres partes: el 56,4% para un estado judío, el 42,9% para un estado árabe y el 0,7% ―correspondiente a Jerusalén― declarado «zona internacional» y administrada por las Naciones Unidas. Además, la ONU fijó el fin del Mandato británico a mediados de mayo de 1948.

¿Cómo reaccionaron a estas decisiones las partes más implicadas? Aunque Jerusalén quedó fuera del control judío, el organismo judío aceptó la resolución. No ocurrió igual con los dirigentes árabes que, de inmediato, promovieron un ataque sistemático contra los judíos y sus intereses. Gran Bretaña, que tampoco quedó contenta, declaró su disconformidad con el dictamen de la ONU. Tras la aprobación del texto de Naciones Unidas, la lucha armada se intensificó y se generalizó el clima de violencia. El Plan de Partición de Palestina quedó sometido a los resultados de los enfrentamientos entre árabes y judíos, sin fuerzas internacionales que intervinieran para hacerlo cumplir.

El 14 de mayo de 1948 Gran Bretaña renunció a su Mandato sobre Palestina y retiró sus tropas. El mismo día David Ben Gurión, máximo representante de la comunidad judía, leyó en Tel Aviv el Documento de Independencia que declaraba «el establecimiento de un estado judío en Palestina, que será denominado estado de Israel». Unos 650 mil judíos vivían entonces en el nuevo país, así como y 1.300.000 árabes. Para los primeros las palabras de Ben Gurión suponían el cumplimiento de un sueño y para muchos, además, la oportunidad de superar las vejaciones nazis.

Tras casi dos milenios, la Tierra Prometida del pueblo judío volvió a ser realidad. Como afirma el escritor argentino Mario Satz, «con la creación del estado judío, aquellos que quisieron y pudieron hacerlo se deslizaron de la coordenada del tiempo a la del espacio». Para ellos comenzó entonces una etapa nueva, en la que desde el principio pudieron percatarse de la dificultad de resolver el que sigue siendo el mayor problema de los israelíes: el rechazo de quienes ocupaban antes parte de esas tierras.

Mucho sufrimiento hasta la paz

El 14 de mayo de 1948 el Consejo Nacional, que representaba a la comunidad judía en Palestina, proclamó la creación del estado de Israel en el territorio asignado por la Resolución 181 (II) de 29 de noviembre de 1947, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Muchos palestinos y varios estados árabes opuestos a la resolución de la ONU iniciaron sus ataques para acabar con Israel. Desde entonces, el conflicto árabe-israelí acompaña la existencia de millones de habitantes de la zona. La negativa de los dirigentes árabes a reconocer la nueva situación política degeneró en una espiral de violencia continua, tan perjudicial para los ciudadanos de Israel y el desarrollo de su país como para los habitantes de los estados limítrofes y sus economías.

Horas después de su nacimiento, los israelíes hubieron de enfrentarse a las tropas dirigidas por el mufti de Jerusalén y a los ejércitos de Egipto, Jordania, Siria, Arabia Saudí, Iraq y Líbano. A pesar de la escasez de recursos y de la inferioridad numérica, las defensas israelíes rechazaron los ataques y controlaron nuevos territorios, entre los que se encontraban algunos asignados al estado árabe en el Plan de Partición de 1947. Según la ONU, cerca de 750 mil palestinos abandonaron sus tierras y se convirtieron en refugiados. En 1949 la ONU consiguió el cese de las hostilidades, tras la firma por separado de acuerdos de armisticio entre Israel y los países árabes implicados a excepción de Iraq, que rehusó la negociación. Uno de los enclaves ocupados por Israel fue la parte oeste de Jerusalén, convertida desde diciembre de ese año (1949) en capital del estado, quedando la zona oriental de la ciudad en poder de Jordania. Excepto unos meses, esta situación territorial se mantuvo hasta la guerra de 1967.

El 29 de octubre de 1956 Israel inició la segunda guerra árabe-israelí, también llamada Campaña del Sinaí. La crisis que condujo al conflicto comenzó tras la orden del panarabista egipcio Abdel Nasser de cerrar el canal de Suez y los estrechos de Tirán, para convertir Israel en un gueto sin intercambios con el exterior. Además de esta decisión, la acumulación en los países árabes de armas procedentes de la Unión Soviética, la firma de una alianza militar entre Egipto, Jordania y Siria, y el deseo de Gran Bretaña y Francia de vengarse contra Nasser por el cierre del canal de Suez impulsaron al primer ministro israelí Ben Gurión a pactar en secreto con esos dos países europeos. Israel ocupó la península del Sinaí y la franja de Gaza, que abandonó al año siguiente por presiones de Estados Unidos, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y la ONU. A cambio se abrieron los estrechos de Tirán, fundamentales para el comercio exterior israelí y la importación de petróleo, entre otros bienes.

A mediados de 1967 estalló una nueva guerra entre Israel, de una parte, y Egipto, Jordania y Siria de otra. Como en anteriores ocasiones, la prehistoria del conflicto se remonta años atrás. Desde 1963, a la tradicional incomprensión se sumó la incompatibilidad de los proyectos jordano e israelí sobre el control de las aguas del río Jordán y sus afluentes. Agresiones y represalias aumentaron por ambas partes en número y gravedad, y el ambiente se hizo cada vez más insoportable.

 

El 15 de mayo de 1967 las tropas egipcias de Nasser empezaron a concentrarse en el Sinaí, y el 22 de ese mes los estrechos de Tirán se cerraron a los barcos con rumbo a Israel. El día 30 el rey Hussein de Jordania firmó en Egipto un tratado de cooperación militar. Mientras fuerzas militares de Iraq, Arabia Saudí y Kuwait se concentraban en Jordania, los medios de comunicación árabes azuzaban el sentimiento antiisraelí entre la población. El plazo para negociar solicitado por Estados Unidos, que durante días aceptó Israel, solo reforzó la posición árabe. El fracaso del esfuerzo diplomático israelí también se debió a las simpatías soviéticas por la causa árabe, así como a la nula reacción de los países occidentales.

Israel, aislado en el concierto internacional y en una difícil situación, prefirió atacar antes que ser atacado. Comenzó entonces la Guerra de los Seis Días, así llamada por el tiempo que duró la operación militar. El 5 de junio de 1967 aviones israelíes inutilizaron aeródromos y cientos de aeronaves de combate enemigas en incursiones en Egipto, Jordania, Siria e Iraq. Inmediatamente después se emprendió la batalla terrestre en el Sinaí, que en poco tiempo quedó fuera del control egipcio. Allí el ejército israelí apresó a miles de soldados árabes y dejó a otros miles desprovistos de lo necesario para subsistir. En el frente oriental el rey Hussein de Jordania ordenó comenzar las hostilidades atacando la parte judía de Jerusalén. Durante el contraataque Israel se hizo sucesivamente con Jerusalén este y con Cisjordania. Desde el día 9 se contestaron los bombardeos del ejército de Siria, hasta la invasión de parte de su territorio de los Altos del Golán. La derrota de los países árabes fue rápida y total.

El 22 de noviembre de 1967 el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobó por unanimidad la Resolución 242, que puso las bases para alcanzar la paz en Oriente Próximo. El documento exigió a Israel la retirada de los territorios recientemente ocupados y proclamó el necesario «reconocimiento de la soberanía, integridad territorial e independencia política de cada uno de los estados del área», subrayando «su derecho a vivir en paz dentro de fronteras seguras y reconocidas, libre de amenazas o actos de fuerza». También reafirmó la necesidad de «lograr una solución justa del problema de los refugiados».

Egipto, Jordania e Israel aceptaron la resolución, pero con importantes diferencias. Los dos países árabes pretendían conseguir la retirada de Israel de los territorios ocupados antes de la celebración de negociaciones, mientras el estado judío quería tratar esa cuestión y el problema de los refugiados pactando directamente con los estados árabes y concertando un tratado general de paz. Siria, por su parte, rechazó la Resolución 242 por considerar que supeditaba la salida de Israel de los territorios ocupados a las concesiones árabes, y la OLP también se opuso con rotundidad a ella alegando que reducía el problema palestino a la cuestión de los refugiados.

Abba Eban, ministro de Asuntos Exteriores de Israel en 1967 y testigo o protagonista de excepción de los acontecimientos narrados, describió años después la situación de su país tras la Guerra de los Seis Días:

«El de 1967 fue el verano inolvidable de Israel. Tras seis días de lucha, los centros poblados de Israel quedaron separados de los ejércitos hostiles por una franja de territorio de tres veces la superficie anterior de Israel. Israel había soportado un duro ataque diplomático. Su red de relaciones internacionales se extendía a todos los continentes del mundo. La Diáspora judía, que había estado atemorizada por la perspectiva de la aniquilación de Israel, se tornó más solidaria y generosa para con el país. En los territorios que habían pasado a estar bajo control israelí había un conflicto profundamente arraigado, pero también una medida sorprendente de tranquilidad cotidiana. En Israel había incomodidad ante la perspectiva de gobernar un pueblo extranjero. Pero en la política y doctrina de Israel esto fue considerado como una paradoja temporaria que se resolvería en el futuro, dentro de un contexto de paz.

«A primera vista, todo en Sión llamaba a la tranquilidad. Pero esa misma sensación de mayor seguridad instó a los israelíes a volver sus miradas sobre sí mismos. Ser o no ser no era ya la cuestión. Cómo ser y cómo no ser –era esa la cuestión. Ya no se relacionaba con el hecho de la existencia misma, sino con la naturaleza y calidad de la sociedad. Los israelíes comenzaron, pues, a plantearse profundos interrogantes, muchos de los cuales han seguido reverberando por varias décadas. ¿Cómo debía Israel reconciliar sus intereses de seguridad con su deseo de no dominar a otra nación? ¿Cómo debía Israel cerrar las brechas que parecían amenazar la cohesión nacional: la brecha entre la población ya veterana y los nuevos inmigrantes, la brecha entre las nuevas clases opulentas y los que vivían en las barriadas? También estaba la brecha generacional: la brecha entre los fundadores del estado y las nuevas generaciones que no habían conocido el drama del Holocausto ni la lucha de Israel por la independencia.»

Otra consecuencia de la guerra de 1967 fue la importancia política que alcanzó la cuestión palestina, hasta entonces centrada en la situación de los refugiados y el reconocimiento entre Israel y los demás estados árabes. Ya nos referimos al rechazo de la Resolución 242 (1967) por la OLP. Fundada en 1964 para promover la existencia de un estado palestino, autoproclamada representante legítimo del pueblo palestino y financiada por la Liga Árabe, la OLP se radicalizó tras la ocupación israelí de Gaza y Cisjordania (1967). Un año después quedó bajo control de Yasser Arafat, por entonces máximo dirigente del grupo guerrillero Al-Fatah (Movimiento para la Liberación Nacional de Palestina). En su Congreso Nacional (1968) la OLP se pronunció a favor de la lucha armada como instrumento más eficaz para la desaparición de Israel, aprobó las acciones de los comandos terroristas y decidió impulsar la guerra de liberación popular. Paralelamente Egipto inició una guerra de desgaste contra Israel en la zona del canal de Suez que, por fin, acabó con el alto el fuego de 1970, tras numerosas e inútiles pérdidas de vidas humanas.

Se sucedieron después años de tranquilidad relativa, en los que la sociedad y el ejército israelíes percibían, por contraposición a los constantes sobresaltos anteriores, mayor seguridad. Las fronteras ampliadas en 1967 alejaban las zonas de peligro de los núcleos de población más importantes, y la victoria de ese año hizo suponer que los ejércitos árabes carecían de preparación suficiente para enfrentarse con éxito a las fuerzas de Israel. Así lo confirmaban también las persistentes pero teóricas amenazas del presidente egipcio Sadat. Por eso la concentración de tropas egipcias en el canal de Suez se interpretó como una operación de maniobras, y el servicio de información militar israelí comenzó a acostumbrarse a la falsa alarma.

El 6 de octubre de 1973, cuando en Israel muchos judíos celebraban la jornada religiosa del Yom Kipur (Día de la Expiación), Egipto y Siria iniciaron un nuevo ataque. Las tropas egipcias cruzaron el canal de Suez y se adentraron en el desierto del Sinaí, mientras los soldados sirios se lanzaron sobre los Altos del Golán. A pesar del factor sorpresa y de la superioridad numérica árabe, la reacción israelí fue inmediata y eficaz. En pocos días, su ejército forzó la retirada de las milicias sirias a 32 kilómetros de Damasco, quedando la línea de guerra en Egipto a sólo 70 kilómetros de El Cairo. Anwar el-Sadat, presidente de ese país, pidió el alto el fuego.

Como entre otras razones la situación en Oriente Próximo afectaba a buena parte del planeta, las superpotencias y otros países intervinieron en los acontecimientos. En una época en que la Unión Soviética y Estados Unidos capitaneaban bloques opuestos, el conflicto árabe-israelí se convirtió en ocasión para aumentar las tensiones. De hecho los soviéticos enviaron armamento a sus aliados árabes y dispusieron tropas para acudir en su ayuda, y otro tanto hicieron los estadounidenses con Israel. La Europa sedienta de petróleo presionó para acabar la guerra. El 22 de octubre el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó la Resolución 338, que instó al cese de las hostilidades y a la aplicación de la Resolución 242 (1973). Israel aceptó el alto el fuego siempre que los árabes también lo cumplieran y hubiese intercambio de prisioneros. Pero la guerra prosiguió, porque Egipto tardó varias horas en responder afirmativamente a la demanda de la ONU y porque Siria optó por continuarla.

A petición de Egipto, cuya situación bélica empeoró con rapidez, el Consejo de Seguridad se reunió de nuevo. El 23 de octubre se aprobó la Resolución 339 (1973), que reafirmó la anterior. A falta de acuerdo entre la Unión Soviética y Estados Unidos, la primera de esas superpotencias partidaria de cesar el fuego, como quería el presidente egipcio Anwar el-Sadat, y la segunda opuesta a ello, el Consejo de Seguridad de la ONU se reunió otra vez. El nuevo proyecto de resolución, respaldado el día 24 por un grupo de terceros estados, reiteraba la petición de alto el fuego y solicitaba al secretario general de la ONU el aumento de observadores internacionales y el envío de fuerzas de emergencia a la región. En esa fecha Siria aceptó el alto el fuego, finalizando la guerra. Al día siguiente (25 de octubre) el proyecto patrocinado por esos países fue aprobado como Resolución 340 del Consejo de Seguridad. Se creó entonces la segunda Fuerza de Emergencia de Naciones Unidas (FENU-II) para mantener la paz, que supervisó la retirada de tropas.

Había terminado la conflagración, pero el balance de las bajas humanas y las pérdidas económicas fue lo suficientemente importante en ambos bandos para que ninguno pudiera proclamarse vencedor. Además, creció como nunca el descontento de la población israelí, se temió la posibilidad de tener que devolver los territorios ocupados en 1967, el país quedó sumido en una crisis política y 25 países africanos rompieron las relaciones diplomáticas con Israel.

Balance de la guerra árabe-israelí de 1973

• Siria: 30.000 bajas (entre 11.000 y 12.000 muertos) soportadas por Siria e Iraq, 500 prisioneros, 180 aviones perdidos, cerca de 1.000 vehículos blindados destruidos o capturados y 8 barcos lanza-cohetes hundidos.

• Egipto: 25.000 bajas (de ellas, casi 8.000 muertos), 8.000 prisioneros, 250 aviones perdidos, 500 carros de combate destruidos o capturados por Israel y 4 lanchas lanza-cohetes hundidas.

• Israel: 6.000 bajas (de ellas, 2.521 muertos: 609 oficiales, 1.154 suboficiales y 758 soldados), 120 aviones perdidos, 620 vehículos blindados destruidos y 600 prisioneros capturados por los árabes.

La guerra de 1973 contribuyó sin embargo al prestigio internacional de la OLP. En 1974 la OLP fue reconocida representante de los palestinos por la Liga Árabe. Y en septiembre del mismo año 56 estados miembros de Naciones Unidas pidieron que la «cuestión de Palestina» se incluyera en el programa de la Asamblea General, en el que continúa desde entonces tras aprobarse la propuesta. Igualmente la Asamblea General aprobó la Resolución 3236 (XXIX), de 22 de noviembre de 1974, en la que se reafirmaron los derechos del pueblo palestino a la libre determinación, a la independencia y soberanía nacionales, así como al regreso de los refugiados a sus hogares y a recuperar sus bienes. Su contenido, desde entonces, se ha ratificado anualmente.

El mismo día, la Asamblea General decidió mediante una nueva Resolución [3237 (XXIX)] invitar a la OLP a participar en sus reuniones «en calidad de observadora», categoría que se extendió después a las demás instituciones de Naciones Unidas. A pesar del apoyo internacional al pueblo palestino, Israel siguió negándose a reconocer sus derechos, entre otras razones porque ni los representantes palestinos (la OLP) ni la mayoría de los estados árabes aceptaban la existencia del estado judío, decidida desde 1947 por la ONU.

Como consecuencia de los hechos anteriores aumentó la inestabilidad en Oriente Próximo, aunque más en unos lugares que en otros. El empeoramiento fue especialmente intenso en la frontera entre Israel y el Líbano, cuya inmigración de palestinos procedentes de Jordania creció desde 1970. Dos años después, en represalia por las incursiones palestinas en su territorio, el ejército israelí atacó los campamentos de refugiados palestinos en el Líbano. El gobierno de este país solicitó entonces la mediación de la ONU para acabar las hostilidades, operación que fue supervisada por observadores militares internacionales de Naciones Unidas. A pesar de ello, entre marzo y junio de 1978 el ejército de Israel invadió el Líbano y desde entonces la frontera entre ambos países siguió siendo inestable.

 

Gracias a la mediación diplomática norteamericana, las negociaciones entre árabes e israelíes produjeron entretanto algunas satisfacciones. Aunque la intransigencia del gobierno sirio imposibilitaba cualquier avance con ese país, la actitud conciliadora de los egipcios dio sus frutos en 1977 con la visita de Anwar el-Sadat a Jerusalén. En septiembre de 1978, bajo el amparo de Estados Unidos y con la total oposición de numerosos estados árabes y de la OLP, Egipto e Israel concertaron los históricos acuerdos de Camp David, en virtud de los cuales se firmó un tratado de paz entre ambos países (marzo de 1979). Egipto reconoció el derecho de Israel a existir y ofreció estabilidad en la frontera; a cambio, el estado judío se retiró del Sinaí (abril de 1982). Israel también aceptó en Camp David iniciar conversaciones con Jordania y los palestinos para el autogobierno de los habitantes de Cisjordania y Gaza por un periodo de cinco años previo a un acuerdo definitivo, así como un tratado de paz jordano-israelí. Sin embargo, la negativa de los dirigentes palestinos convirtió este proyecto en un fracaso.

A pesar de ello, los Acuerdos de Camp David probaron que era posible el entendimiento entre árabes y judíos. Aun así, el problema principal seguía siendo la cuestión palestina. ¿Por qué Israel se negaba a un estado palestino? Parte de esa culpa correspondía a la OLP, opuesta a posturas conciliadoras y cada vez más fuerte. Esta entidad ya disponía de mayores ingresos, porque las ayudas de estados árabes aumentaron tras el alza en los precios del petróleo; además su posición política era más fuerte porque, entre otras razones, Arafat consiguió más apoyos de países del Tercer Mundo difundiendo las ventajas del idealismo socializante. En ese momento, desde luego, el robustecimiento de la OLP fue perjudicial para la paz, porque a juicio de Arafat la afirmación de los palestinos como pueblo implicaba necesariamente la destrucción de Israel, incitando a la guerra y al terrorismo como medios eficaces para conseguirlo.

Entretanto las difíciles condiciones de vida de los campamentos de refugiados palestinos en los territorios ocupados por Israel ―que tampoco los grandes capitales árabes se esforzaron demasiado por mejorar―, el crecimiento de asentamientos judíos en fronteras no reconocidas por nadie y la necesidad del petróleo árabe para el desarrollo económico condujeron a un casi total aislamiento internacional de Israel. Este, empeñado en usar todos los medios a su alcance para subsistir, siguió recurriendo en ocasiones a la expansión territorial para reforzar su seguridad, práctica que también comenzaron a cuestionar muchos judíos de la diáspora.

Para eliminar la infraestructura de la OLP, suprimir esa amenaza cerca de sus fronteras y responder al intento de secuestro de su embajador en Gran Bretaña por el grupo terrorista dirigido por el palestino Abú Nidal, en 1982 el gobierno de Israel ordenó a su ejército invadir el Líbano. Durante más de dos meses Beirut fue asediada y las falanges libanesas aliadas de Israel asesinaron a cientos de civiles palestinos en los campos de refugiados de Shatila y Sabra. El gobierno israelí trató de justificar ante su opinión pública la invasión denominándola «Operación Paz para la Galilea», porque así lo consideraba. Por eso, a pesar de la petición de la ONU para que se retirara [Resolución 509 (1982)], el ejército israelí permaneció en Líbano como fuerza invasora hasta 1985, año en que emprendió su repliegue.

De todos modos, en la zona libanesa fronteriza con Israel se instaló el llamado «Ejército del Líbano meridional», aliado del estado judío y asesorado por fuerzas de defensa de Israel asentadas en el territorio. Dicho espacio libanés fue considerado «zona de seguridad» por Israel que, en repetidas ocasiones, ha asegurado que no tiene el menor interés en apropiarse de territorios o recursos libaneses, sino que solo quiere garantizar la seguridad en su frontera septentrional. A pesar de ello, las reiteradas provocaciones del grupo islámico radical Hizbulá condujeron en 1993 y en 1996 («Operación Uvas de la ira») a sucesivos ataques del ejército israelí y a una situación de alerta permanente. Por fin, entre el 17 de abril y el 2 de mayo de 2000 el ejército israelí se retiró tras la línea territorial determinada por Naciones Unidas.

Nuevamente en 2006 el ejército israelí repelió con dureza los ataques perpetrados por Hizbulá desde el Líbano. Las hostilidades de la llamada «Segunda Guerra del Líbano» o «Guerra de julio» comenzaron el 12 de ese mes, cuando miembros de Hizbulá mataron a varios soldados israelíes y secuestraron a otros en la frontera israelo-libanesa. Desde entonces el ejército israelí contraatacó con fuerza y, a su vez, Hizbulá lanzó más de 4.000 misiles contra blancos civiles israelíes, provocando 44 muertos y cuantiosos daños económicos.

Las muertes de civiles y militares del conflicto en el Líbano cesaron por fin tras adoptarse el 11 de agosto de 2006 la Resolución 1701 del Consejo de Seguridad de la ONU y entrar en vigor tres días después. La resolución pidió a ambas partes el cese de las hostilidades, exigió a Hizbulá la liberación de los soldados secuestrados, resaltó la importancia de que el gobierno libanés controlara todo su territorio y le instó a desplegar sus fuerzas conjuntamente con la UNIFIL (Fuerza Provisional de las Naciones Unidas en el Líbano). A su vez, la Resolución 1701 solicitó negar la venta de armas al Líbano ―excepto con autorización del propio gobierno libanés― y pidió a Israel la entrega de los mapas de minas terrestres en el Líbano que estuvieran en su posesión.

Desde el cese de las hostilidades en 2006 hasta 2013 Hizbulá mantiene su rechazo a Israel y, según numerosos informes internacionales, ha logrado rearmarse lo suficiente como para convertirse de nuevo en un factor de preocupación para el gobierno israelí. Además, la precaria situación política de Siria e Irán, países tradicionalmente soportes de Hizbulá, puede contribuir a desestabilizar un movimiento ya de por sí radical y aumentar las tensiones en la frontera israelo-libanesa.

Años antes, en diciembre de 1987, las difíciles condiciones de vida en los territorios ocupados de Cisjordania y Gaza habían provocado el comienzo de una insurrección popular palestina que se prolongó hasta 1993. La sublevación, que recibió el nombre de Intifada (Levantamiento) y cristalizó en huelgas, protestas, resistencia a pagar impuestos y otras formas de rebeldía contó con el apoyo masivo de la población. Utilizando piedras como armas arrojadizas y aprovechando cualquier oportunidad, los jóvenes palestinos se lanzaron al ataque de las tropas israelíes de ocupación.

Según el profesor francés Gilles Kepel, especialista en el mundo musulmán, la primera característica de la Intifada fue precisamente «la emergencia de la juventud como figura política autónoma, [...] que ninguno de los dirigentes palestinos de cualquier tendencia supo prever». A falta de ejército regular, las piedras fueron los medios para rechazar la ocupación militar de una potencia extranjera y los asentamientos israelíes en sus tierras. La represión israelí produjo graves violaciones de los derechos humanos, contándose por centenares las víctimas palestinas y por decenas los muertos israelíes.