Aurelio Arturo y la poesía colombiana del siglo XX

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Tiempo cíclico y tiempo histórico

En ambos bloques del poema, en efecto, es posible advertir un tiempo cíclico. Ya la primera estrofa anticipa una estructura circular cuando a la dualidad /felicidad/ y /sufrimiento/ sucede la contrapuesta del /llanto/ y el /dulce sueño/. El ciclo de este primer bloque es, como recién se dijo, el del día y la noche. Los versos que lo cierran retoman ambos momentos, ya en un solo movimiento y después de cumplido el período: “Aquí los días fueron talleres, hachas y bosques. / Aquí huyeron los días como potros, / y se agotaron las noches como copas / llenas de néctares y estrellas” (vv. 27-30). El relato se ciñe a una secuencia en la que hechos y sucesos siguen sin mayores desviaciones el patrón idílico esperado, no solo por la ciclicidad misma –en todo caso tenue–, sino por lo que hay en ella: vida colectiva elemental e idealizada. El “buen afán en el corazón iluminado” (v. 10), los “alegres camaradas” (v. 11), los también “alegres vinos” (v. 14), las “gráciles mozas” (v. 15), los “fulgurantes caballos” (v. 18), entre otras presencias, perfilan sin ambigüedad una atmósfera de placidez. Por otra parte, una de las isotopías más presentes es la de la expresión lingüística: “cantar en los labios” (v. 8), “cordiales” y “fáciles” palabras (vv. 13, 17), “voces sensuales” (v. 15), gritos (v. 18). En ello, el poema sigue siendo fiel a la autorreferencialidad de la tradición idílica de pastores cantores.

El carácter cíclico del tiempo en el segundo bloque viene dado por la continuidad espacial de la vida de las generaciones. Realidades que en principio deberían resaltar el componente irreversible del paso del tiempo, como son la de la muerte de los antepasados y la del nacimiento de los descendientes, aparecen contiguas en virtud de la unidad de lugar y terminan contribuyendo a la cristalización de un tiempo unitario:

La unidad de lugar disminuye y debilita todas las fronteras temporales entre las vidas individuales y las diferentes fases de la vida misma. La unidad del tiempo acerca y une la cuna y la tumba (el mismo rinconcito, la misma tierra), la niñez y la vejez (el mismo boscaje, el mismo arroyo, los mismos tilos, la misma casa), la vida de las diferentes generaciones que han vivido en el mismo lugar, en las mismas condiciones, y han visto lo mismo (Bajtín, 1991: 376-377).

La unidad de este tiempo viene acentuada en el poema a partir de la pervivencia, a lo largo de las generaciones, de la esperanza en la realización de un ideal. La isotopía del anhelo es el recurso desplegado en las cuatro últimas estrofas. El hablante lírico apela en efecto al “ensueño” de su pueblo y de su raza (v. 34), al padre que “soñó” (v. 37) y a los hermanos que “soñaron y amaron una misma ilusión” (v. 39, énfasis mío); a su vez, dice de sí mismo: “aquí he sido iluso” (v. 44, énfasis mío) y “Aquí aprendí a amar los sueños –los dulces sueños– / sobre todas las cosas de la tierra” (vv. 46-47, énfasis mío). Esta comunidad del sueño recuerda el verso contemporáneo “Yo he soñado en fundar una gran ciudad sin cúpulas” (“El grito de las antorchas”, v. 16). En efecto, la connotación ideológica asoma en el semema “alegres camaradas” (v. 11, énfasis mío) y en la declaración “Aquí las noches fueron rojas” (v. 24, énfasis mío). Puede afirmarse con cierta plausibilidad que el hablante lírico activa en el sema /sueño/ –registrado por Moliner como “Cosa en cuya realización se piensa con ilusión o deseo” (2007: 2782)– los anhelos históricos de emancipación del colectivo y los sitúa como antecedentes de su actual utopía socialista.

Dicho sueño, dicha utopía supone, sin embargo, la confianza en la transformación social y en la evolución dentro del tiempo histórico. ¿Cómo se concilia en el poema la celebración del cambio histórico con el carácter circular del tiempo idílico? O, en otras palabras, ¿puede un poema en los márgenes del idilio dar expresión efectiva a un anhelo emancipador? En lo que sigue se da respuesta a estos dos interrogantes.

El campo y la ciudad

Raymond Williams ha mostrado cómo en diferentes épocas históricas la literatura pastoral apela a una antigua edad de oro o a un viejo orden tradicional como contrapartida de un desarrollo histórico presente. La nostalgia por los pretendidos valores rurales esconde no pocas veces la defensa feudal de jerarquías sociales señoriales y de ordenamientos morales represores (cf. Williams, 1973: caps. 4 y 5). José Luis Romero, por su parte, ha mostrado cómo el campo y la ciudad han dado lugar a ideologías propias contrapuestas. En su origen, la del campo es una “ideología conservadora, indiferente o acaso hostil al cambio”, la de la ciudad, a la inversa, es una ideología que lo saluda, que además ve al hombre independizado de la rutina y situado “en el camino de forjar su propio destino con la ayuda de su capacidad racional y de su voluntad” (Romero, 2002 [1978]: 347).

A la luz de lo anterior, la contradicción del joven Aurelio Arturo se puede formular como la contradicción ínsita a una militancia política y estética que acoge valores vanguardistas como el del culto al hombre nuevo (cf. “Canto a los constructores de caminos”), pero que al mismo tiempo se propone dignificar con el recurso al idilio un espacio eminentemente rural, escenario del orden cuya crisis esa misma militancia quiere acelerar. En efecto, el idilio no es el modelo literario idóneo para un registro simpatizante con los proyectos modernizadores, como ha sido señalado ya por Gutiérrez Girardot. El hispanista colombiano advierte de la contradicción que, por ejemplo, encarnó Andrés Bello quien, en el intento de legar un poema fundacional y de resolver con él el problema del “nuevo orden de las épocas” posterior a toda revolución (en este caso la de la Independencia), apela a la tradición bucólica virgiliana:

Pero el impulso utópico y, consiguientemente revolucionario, que animaba a Bello [...] se convirtió necesariamente en un impulso regresivo: lo contrario al presente reinante, el supuesto nuevo “ordo saeclorum” fuejustamenteelportador,a veces involuntario,del viejo orden feudal: el labriego, y con él, su señor. En el siglo XIX, el mundo bucólico virgiliano ya no podía ser utópico y menos aún revolucionario en el sentido de un “ordo saeclorum”; éste tenía que ser una utopía al revés, una restauración (Gutiérrez Girardot, 1978: 892).

El hablante lírico arturiano, ciertamente, no haría la invitación que hace el hablante lírico de “La agricultura de la zona tórrida” (Bello, 1979: 48): “¡Oh jóvenes naciones [...]! / honrad el campo, honrad la simple vida / del labrador, y su frugal llaneza” (vv. 351-355); la estrofa VIII de “Ésta es la tierra” celebra más bien las fuerzas combativas de la “raza” así como otros poemas celebran el tipo del guerrero rural (el caballero andante de las baladas) o el proletariado campesino. Con todo, tanto la unidad de lugar como el correspondiente tiempo cíclico que estructuran los sucesos del poema le otorgan, hasta ahora, un perfil idílico inconfundible. A continuación, paso a analizar si ocurre lo mismo con respecto a las instancias de mediación.

La individualización como acontecimiento

La distancia que el poema toma respecto del patrón idílico se hace perceptible cuando se considera el conjunto de los dos bloques. En el cambio de un narrador plural a otro singular ingresa la individualidad y con ello un principio de diferenciación ajeno al mundo del idilio comunitario. Este ingreso da paso a una consolidación gradual en el plano argumental a lo largo de todo el segundo bloque. En efecto, en las cuatro últimas estrofas el hablante lírico deja constancia de su paulatina individualización bajo la forma de progresivo desprendimiento respecto del colectivo.

Esto ocurre de la siguiente manera: el nosotros abstracto que interviene por última vez en la quinta estrofa –“Aquí gritamos mucho [...]” (v. 18)– cede el lugar en la estrofa octava a los sememas “mi pueblo” y “mi raza” (vv. 31, 33, 35, énfasis mío), ya con el posesivo de primera persona; “pueblo” y “raza”, por su parte, dan paso en la estrofa siguiente al grupo más restringido de la familia mediante las referencias a “mi padre” y a “los suaves hermanos míos” (vv. 38, 39); luego de nombrar acto seguido la comunidad, aún más reducida, con la amada (X), el hablante lírico habla de sí mismo sin mención de otras subjetividades y estrecha finalmente el radio de sus relaciones al vínculo con la tierra (vv. 44-50). De hecho, el relieve de la individualidad se eleva en la última estrofa por medio de verbos que denotan la actividad interior del sujeto: “amar” y “querer” (vv. 46, 48, 49). Incluso una fatalidad, como lo es la condición mortal del hombre, accede parcialmente al circuito de lo voluntario en el verso “Ésta es la tierra oscura en que quiero morir” (v. 49). Dicho relieve perfila al narrador como voluntad individual y lo retira de la inmersión en la experiencia colectiva.

Al guion idílico del tiempo cíclico el poema le sobrepone el guion de la individualización. Se trata de un recurso que se desvía del esquema ofrecido por el idilio. Dado que la desviación ocurre sobre todo como cambio en las características de quien narra, cabe hablar de acontecimiento en el plano de la presentación (Darbietungsereignis). Pero bien como subjetividad colectiva o bien como subjetividad individual, todo lo que se narra en el poema ocurre en relación con la “tierra”. Cerremos el presente capítulo con la descripción de la estrategia deíctica a la que apela el hablante lírico para narrar este espacio.

 

La deixis: aquí

La individualización de la instancia narrativa ocurre en relación con un espacio que permanece invariable a lo largo de todo el poema. No es tanto que, como es el caso para cada narración, haya un marco espacial que sirva de contenedor a los hechos y a los sucesos; se trata más bien de que todo lo que sucede es suplementario respecto del espacio, el cual ocupa el primer plano y concentra el protagonismo de la designación. No qué pasa, sino dónde pasa es la pregunta que determina el contenido y la expresión del poema. El recurso formal más ostensible es de lejos el uso anafórico del deíctico espacial “aquí”. Deíctico es también el sintagma con el que se titula el poema: “Ésta es la tierra”. Sumados, ambos encabezan casi la mitad de los cincuenta versos libres que componen el conjunto de las once estrofas, en la primera de las cuales, por ejemplo, se lee: “Ésta es la tierra en que hemos sufrido. / Aquí muchas veces lloramos” (vv. 2-3). Cabría hablar, incluso, de un “poema al aquí”, en cuanto que el adverbio figura por lo menos una vez en cada estrofa y en cuanto que en todas sus dieciséis apariciones –que constituyen por demás las dos terceras partes de las de la obra poética completa– la posición que ocupa dentro de los versos es precisamente la inicial.

Esta prelación se corresponde con el sentido de inmediatez espacial propio del adverbio. La relación entre el enunciado y la coordenada espacial de la enunciación es de completa cercanía.45 No se incurre en asociaciones peregrinas si adicionalmente se atiende a que la misma estructura fonética de la palabra contribuye al señalamiento inmediato del espacio denotado: mediante el tránsito quebrado de la apertura vocálica inicial al marcado sonido oclusivo con que irrumpe la sílaba tónica –a-quí– el deíctico proyecta en el plano sensible el anclaje del narrador a la coordenada que le da soporte.

¿Cuál es, ahora bien, el referente cuya cercanía señala tan repetidamente la deixis predominante en el poema? El espacio telúrico, esto es, la tierra americana que para el joven Aurelio Arturo significaba ante todo la franja tropical del continente americano, entendida como naturaleza digna de expresión artística. El poema mismo deja empero la referencia indeterminada en un gesto que denota, más que la apertura de lo posible, lo sobreentendido del referente. La inmediatez de esta tierra deja de ser tal en los poemas posteriores y la distancia comenzará a marcar la relación de la poesía arturiana con el espacio. En tanto que secuencia productora de individualidad, este poema anuncia no obstante el escenario donde se va a jugar la semantización de dicha relación.

***

El espacio del mundo narrado en los poemas de juventud de Aurelio Arturo es un espacio exterior predominantemente rural. Este espacio es representado en conformidad con la modernización de los años veinte en Colombia y, al mismo tiempo, como objeto de la dignificación literaria en términos de tierra americana. La designación “espacio telúrico” viene motivada por este segundo aspecto, el cual, a su turno, sitúa el proyecto poetológico arturiano en la tradicional preocupación continental por la auténtica expresión americana. La subjetividad expresada en las diversas instancias narrativas que tienen ante sí dicho espacio telúrico es una subjetividad colectiva a través de la cual se articula un proyecto político –y por tanto colectivo– de acción socialista y un proyecto estético –también grupal– de corte americanista.

El contexto literario colombiano en los años veinte le ofrece a Aurelio Arturo dos posibilidades contrapuestas de representación del espacio. La poesía de Rafael Maya se pliega a la tradición del idilio campestre y del locus amoenus mientras que los sonetos y la novela de José Eustasio Rivera tematizan la selva, virginal en un caso, escenario del locus horribilis en el otro. En el poema “Ésta es la tierra”, Aurelio Arturo toma elementos del paraje ameno del idilio y no, en cambio, del infierno selvático. El recurso al locus amoenus, que procede del interés programático en dignificar para el arte la tierra americana, choca con la militancia izquierdista que aboga por la transformación en tanto que el idilio, como en el caso de Maya, ha sido normalmente instrumento de la nostalgia conservadora por la sociedad señorial.

El tiempo cíclico y la unidad del lugar –características del cronotopo idílico– se contraponen tanto a la ideología del cambio político progresista como al cambio modernizador del espacio telúrico –por ejemplo, en la figura de la construcción de caminos–. Aurelio Arturo elude esta contradicción mediante un tercer elemento: opta por representar a nivel de la mediación la individualización de la instancia narrativa, su progresiva autonomía respecto del colectivo al que inicialmente pertenece. Con ello el poema anuncia una de las constantes de la segunda fase creativa, pues, como se verá, la relación con el espacio se ampliará en dirección de la ocupación intraindividual de la subjetividad consigo misma.

Segunda parte

Introducción

La representación del espacio, el desempeño del hablante y el contexto de la modernidad varían para la segunda etapa de creación de Aurelio Arturo. El espacio exterior que en la etapa de juventud se considera susceptible de modernizar y digno de poetizar –el espacio telúrico– no solo adquiere otras connotaciones, sino que además se convierte en apenas uno de los espacios del mundo narrado en el conjunto de las circunstancias espaciales. El hablante lírico mismo, por ejemplo, ingresa al catálogo de dichas circunstancias en la medida en que sucesos ocurridos “en su interior” comienzan a describirse mediante metáforas relativas al espacio. Que las circunstancias espaciales se amplíen con nuevos elementos tiene su correlato justamente en el hecho de que el hablante lírico intensifique la atención sobre sí mismo: la subjetividad colectiva en su condición de actor sociohistórico cede el lugar a una subjetividad introspectiva interesada sobre todo en su constitución individual.

De tales variaciones se sigue que tanto la representación del espacio como el desempeño del hablante ganan en complejidad, pero, además, se sigue que el entretejimiento entre lo uno y lo otro se acentúa. Por otra parte, los fenómenos de la modernidad social y literaria en las décadas del treinta al cincuenta se modifican, como es apenas natural, respecto de la modernización parcial y el americanismo de los años veinte que permearon los poemas de juventud.

Con el fin de corresponder en el análisis a la mencionada complejidad y al mencionado entretejimiento, es necesario ampliar el instrumentario conceptual que demanda la descripción de la representación del espacio y del desempeño del hablante. Para los fenómenos espaciales recurro a conceptos de la fenomenología (en el acápite “El espacio vivido”) y de la teoría de la imaginación poética de Gaston Bachelard (en los apartados “El espacio imaginado” y “El espacio metafórico”).

Con el concepto de espacio vivido procuro una categoría que dé cuenta de la variedad de la experiencia humana del espacio, la cual, según la fenomenología, no se agota en el modelo cognitivo del contenedor. La existencia es espacial y a esa espacialidad corresponden, pues, espacios vividos. Pero la subjetividad no solo vive los espacios, también los imagina. Con el concepto de espacio imaginado, como tercero, sintetizo el examen que Bachelard hace en su Poétique de l’espace de la dinámica de la imaginación espacial para ponerlo posteriormente al servicio del esclarecimiento de ciertas imágenes literarias del espacio presentes en los poemas arturianos. Cómo estas imágenes contribuyen a la representación metafórica de la subjetividad, procedimiento propio de dichos poemas, es el tema bachelardiano que, finalmente, abordo bajo la rúbrica de “El espacio metafórico”.

Para darle contornos descriptivos al ámbito que se abre con el desempeño introspectivo del hablante acudo a conceptos de la poética idealista (Hegel, Adorno) y de la psicología profunda (C. G. Jung). En el primer caso, el concepto desarrollado en “La subjetividad lírica” permite perfilar la interioridad en contraste con el mundo exterior; con el concepto de inconsciente, en el segundo, puede delimitarse el conjunto específico de contenidos psíquicos que acaparan la atención del hablante (“La interioridad como el inconsciente”). Tras estos dos apartados, todo el capítulo dedicado a la subjetividad finaliza en “El yo y el tú líricos”, con la precisión en torno al significado de llamar “yo lírico” a dicho hablante y en torno a su relación con las categorías de autor abstracto y tú lírico.

En cuanto al contexto histórico-literario entre los años treinta y cincuenta, destaco sobre todo el fenómeno sociológico de la diferenciación social. Después de mostrar la sintonía de la conducta introspectiva en la poesía arturiana con lo que la historia de las mentalidades registra a partir de la década del treinta (“El ethos introspectivo”), me sirvo en efecto de las categorías sociológicas de diferenciación y autonomización (“Diferenciación y autonomía en la República Liberal”) para traer a la luz ciertas características de la poesía canónica local que Aurelio Arturo tiene a su alrededor durante su segunda fase de creación. Los poemas y las poéticas de Eduardo Carranza (“La autonomía literaria en los años cuarenta y Piedra y Cielo”; “Características del piedracielismo”; “Eduardo Carranza: identificación entre el autor empírico y el hablante”) y de Jorge Gaitán Durán (“El grupo en torno a la revista Mito y la autonomía”; “Jorge Gaitán Durán: la búsqueda de la eficacia”) son puntos de referencia que permitirán perfilar, ya después del análisis de los poemas, la manera en que la obra arturiana integra la problemática moderna de la autonomía artística.

El espacio (II)
El espacio vivido

El espacio vivido (der gelebte Raum) se define como aquel que “se abre a la vida humana concreta” (Bollnow, 1963: 18).46 Se trata de un espacio que se diferencia claramente del espacio matemático tridimensional en la medida en que no constituye una idealización abstracta, sino que se experimenta de manera inmediata en la riqueza de relaciones vitales con el mundo. Según Bollnow, la característica básica del espacio matemático es la homogeneidad, lo cual significa que ningún punto se diferencia de otro, así como tampoco ninguna dirección se diferencia de otra: cualquier punto y cualquier dirección pueden asumir, respectivamente, el origen y el eje del sistema de coordenadas.

En el espacio vivido, en cambio, Bollnow identifica lo siguiente: (1) un “destacado punto medio” (ausgezeichnete[r] Mittelpunkt) que se corresponde con el lugar ocupado por el sujeto viviente; (2) un “destacado sistema de ejes” (ausgezeichnetes Achsensystem) que se corresponde con la postura erguida del cuerpo humano y su sujeción a la fuerza de gravedad; (3) la estructuración en “zonas y lugares” (Gegenden und Orte) cualitativamente diferentes; (4) “marcadas fronteras” (ausgeprägte Grenzen) en un conjunto plagado de discontinuidades, en lugar de “tránsitos fluidos” (fließende Übergänge) entre las diferentes regiones; (5) una finitud cerrada inicial que solo posteriormente puede desvanecerse en una amplitud infinita; (6) acentos valorativos de acuerdo con el estímulo o con la circunscripción al comportamiento vital; (7) lugares cargados de significado para el ser humano; y, finalmente, (8) un vínculo concreto del espacio con el ser humano, “pues el uno no se puede separar en absoluto del otro [denn beides ist voneinander gar nicht zu trennen]” (Bollnow, 1963: 17-18).

 

De acuerdo con Bernhard Waldenfels, el contexto en el que gana relieve este espacio vivido es el surgimiento, en el tránsito del siglo XIX al siglo XX, de un tercer paradigma topológico dentro del pensamiento occidental. Para la Antigüedad griega, la concepción del espacio viene determinada por la idea del cosmos entendido como “lugar común” (Gemeinort) de los seres vivos y de los elementos (Waldenfels, 2009: 15). Todo tiene su lugar natural (o tiende hacia él), incluso el ser humano, quien en un cosmos así se encuentra en casa. A este paradigma clásico lo sucede el paradigma moderno del “mundo natural cuantificable y dominable” (berechenbare und beherrschbare Naturwelt). En él se asienta el espacio matemático, en contraste con el cual Bollnow y, en general, la fenomenología, define el espacio vivido. Waldenfels describe con riqueza de detalles ilustrativos los contornos de dicho espacio moderno:

En lugar del topos social y cósmico se instala el esquema espacial vacío del spatium como un espacio intermedio entre las cosas. Surge un espacio homogéneo e isótropo en el que no se privilegian ni puntos ni direcciones. Este espacio se posa sobre las cosas como una red cuadriculada. La cercanía y la lejanía de las cosas se sustituye por la distancia relativa entre sí (distantia), y la grandeza o pequeñez cualitativas que encuentran su medida en nuestras posibilidades corporales ceden su lugar a la pura extensión (extensio). El espacio esquelético que perdió su carne cósmica asume la forma de un contenedor vacío. Nada de lo que se encuentra en ese contenedor espacial está en su lugar y nada comparte con otro ser un lugar común; todo está en alguna parte, en un sitio cualquiera, impulsado por un movimiento que se presenta como simple cambio de lugar (privado, pues, de finalidad). Diferencias cualitativas como derecha e izquierda, arriba y abajo, delante y detrás, pierden su sentido en el momento en que centros de orientación privilegiados se transforman en meros sitios en el espacio (Waldenfels, 2009: 16).47

Este espacio homogéneo, más pensable que habitable, pasa a ser, como mundo físico exterior, uno de los términos del dualismo en cuyo otro extremo se encuentra el mundo psíquico interior de “una entidad pensante, sin cuerpo [eines denkenden, körperlosen Wesens]” (Waldenfels, 2009: 17). Y es justo la corporalidad faltante en el espacio homogéneo la que constituye el punto de partida del espacio vivido, esto es, la contribución fenomenológica al cambio de paradigma topológico que empieza a producirse en diversas disciplinas a finales del siglo XIX.

Waldenfels sitúa dicha contribución en el marco del concepto husserliano del mundo de la vida (Lebenswelt). Pero quien propiamente acuña el concepto de espacio vivido es Karlfried von Dürckheim en sus Untersuchungen zum gelebten Raum (1932), donde se postula repetidamente la interdependencia entre sujeto viviente y espacio vivido. La relación entre uno y otro se da en términos de recíproca realización, dice Dürckheim. Por un lado, el espacio vivido es el lugar “en el que el hombre desplegado existe realmente, [...] en el que como sujeto personal que vive una vida se asegura y realiza vivencialmente” (Dürckheim, 2005 [1932]: 14);48 por otro, ese mismo espacio solo “se constituye bajo la participación del hombre completo y de su vida” (2005: 14).49 No se trata entonces de la coloración subjetiva de un espacio objetivo preexistente, sino más bien del vínculo actual y estructural entre el ser humano y su espacio. Estas mismas formulaciones vuelven a encontrarse en el ya citado Bollnow, quien de manera explícita ubica sus reflexiones en la línea fenomenológica de Husserl y Dürckheim.

Característica adicional del espacio vivido es su estructuración en lo que Waldenfels denomina “polaridad de lugar y espacio [Polarität von Ort und Raum]” (2009: 31 ss.). Waldenfels perfila los polos de la siguiente manera: el lugar, con todo y que puede ensancharse, no tiene partes; está además en estrecha relación con un yo “que se encuentra aquí [das sich hier befindet]” (2009: 32) y que hace del lugar un lugar ocupado; posee, aunque sea en mínima medida, un interior y, finalmente, se pliega en sí mismo sin constituir nunca una superficie plana. El espacio, por su parte, es divisible y medible y puede ser determinado desde diversos puntos de vista y de acuerdo con diversas prácticas como oficial, sagrado, cotidiano, euclidiano, riemanniano, etcétera (cf. Waldenfels, 2009: 33). Con el lugar se correspondería el cuerpo que somos (der Leib, der wir sind) mientras que con el espacio se correspondería el cuerpo que tenemos (der Körper, den wir haben) (Waldenfels, 2009: 34). Y, del mismo modo que “ambos” cuerpos son inseparables, lugar y espacio se entrecruzan y se reclaman constantemente en su diferencia.

En esta polaridad se refleja asimismo la polaridad del interior y exterior: un exceso de interior, como el que por ejemplo se expresa clínicamente en la claustrofobia, sería una experiencia espacial en la que el interior carecería de exterior, esto es, una experiencia de “carencia de espacio, en la que el lugar se contrae y pierde su entorno espacial” (Waldenfels, 2009: 56),50 mientras que un exceso agorafóbico de exterior, un exterior sin interior, equivaldría a una “carencia de lugar [...], en la que el espacio se extiende sin límite y el anclaje en el lugar se debilita” (Waldenfels, 2009: 56).51

Waldenfels también delinea la polaridad por medio de lo que él denomina la “escisión del aquí [die Spaltung des Hier]” (2009: 43), esto es, el desdoblamiento en el aquí del decir (un aquí performativo) y el aquí dicho (un aquí constatativo) en el contexto de la pregunta por el dónde. El primero es siempre nuevo, ocasional, vinculado a un ahora; el segundo, en cambio, reivindica un contenido veritativo y rebasa el aquí momentáneo a través de señalizaciones singulares como el nombre geográfico o la dirección del paradero. “Aquí en Múnich” es una respuesta que remite al aquí donde acaece la enunciación, pero también al aquí referido por el enunciado. Circunscribirse a la enunciación supone perderse en la fugacidad del instante, mientras que, de reducir el acto de habla al enunciado, no quedaría sino un simple registro desprovisto de espacio y tiempo. Así las cosas, quien responde está en su lugar y al mismo tiempo distribuido en un espacio: “Sin la necesaria tensión entre concentración en el lugar y distribución en el espacio, el aquí amenaza con volatilizarse y el espacio con solidificarse. Los correspondientes extremos se dejan caracterizar de modo enfático como lugar sin espacio y espacio sin lugar” (Waldenfels, 2009: 47).52