Yehudáh ha-Maccabí

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Los rebeldes se habían organizado para inspeccionar los asentamientos y las poblaciones. Hacían un registro de todos ellos anotando la localización, número de hermanos y necesidades. Las inspecciones se hacían por parejas para no levantar sospechas. Dos podían esconderse bien. Las instrucciones eran: no provocar nunca el combate; en caso de caer, sabían que serían torturados y que de su fortaleza para no delatar a la compañía dependerían todos los demás y el futuro de los yehudím; en caso de ataque a una comunidad, uno se quedaría con ellos, incluso sacrificando su vida, y el otro trataría de huir para advertir del peligro al grueso del cuerpo de rebeldes y socorrer a los atacados.

Solo en los primeros meses hubo cerca de treinta rebeldes que habían sido sorprendidos o traicionados durante sus inspecciones. Ninguno de ellos traicionó la Alianza ni delató al ejército de Matityáhu, por ello fueron cruelmente torturados y luego degollados en público. Tal era su fidelidad a la Alianza y a sus hermanos de lucha. Dado que, en todas las tumbas de los caídos, se hacía grabar la oración: Mi Camoja ba’elímYh–á, Adonay, representada por las letras MCBI, se empezó a conocer a los rebeldes como los «Maccabím», aunque los seléucidas pensaban que era porque el Pueblo los consideraba el martillo que aplastaría a los enemigos.

Desde que Yehudáh y sus hermanos comenzaran el adiestramiento con estos antiguos oficiales seléucidas, todos habían progresado en su técnica y habían aprendido mucho de topografía aplicada a la guerra y estrategia. Se habían transformado en muy buenos soldados y llegarían a ser los mejores del ejército rebelde. Si bien es cierto que todos habían asimilado con devoción las enseñanzas militares de Daniel y Shim’ón, las habilidades de lucha cuerpo a cuerpo para su defensa personal las habían aprendido de Matityáhu. Dominaban el combate de guerrilla. Bajaban de las montañas y sorprendían al enemigo o lo emboscaban en desfiladeros. Siempre que se daban estas circunstancias, el éxito de la acción estaba asegurado con pérdidas mínimas de hermanos y acopio de armas y caballos.

La compañía se había ampliado a casi ochocientos hombres, provenientes de todos los puntos del territorio, desde Azáh, Gaza, en la costa filistea hasta Divón en Moáv; desde Jaffa hasta Tsidón, y también desde otros puntos de la Transjordania y Siria, pues los yehudím de todos los lugares estaban cada vez más castigados por los seléucidas. Los campesinos eran maltratados, las familias masacradas y los jóvenes buscaban la forma de expresar su oposición o de encontrar la familia que habían perdido, uniéndose al grupo rebelde.

Los Maccabím habían podido empezar a comerciar la compra de caballos egipcios gracias a las donaciones del Pueblo. Pero aún no disponían de monturas adecuadas para todos ellos, sino aproximadamente la mitad. De todas formas, las monturas eran más necesarias para el desplazamiento que para el combate, debido a que el único apoyo que el jinete tenía sobre el caballo eran sus propias piernas contra el cuerpo del animal y a la hora de enfrentarse a un enemigo era fácil perder el agarre y caer. También comerciantes amonitas les habían vendido espadas cortas y puñales. Todos estaban ya armados y era un gran avance, porque no podían continuar enfrentándose con palos e instrumentos de labranza. Esta no era forma de progresar en sus acciones y, menos aún, de dar lugar a una guerra.

El grupo de los jasidím estaba plenamente integrado. Habían aprendido con interés. Se mostraban entusiasmados con las enseñanzas y la experiencia de batalla que Daniel y Shim´ón les proporcionaban. Sin esta preparación nunca podrían enfrentarse al ejército seléucida puesto que, además, eran muy inferiores a su enemigo tanto en soldados como en dotación para la guerra.

Uno de los momentos más difíciles para Matityáhu y el grupo, fue el ataque que sufrió el pueblo de Levonáh. Allí vivía un familiar de Shim’ón el shomroní, cuya hija iba a ser tomada en matrimonio por un galileo perteneciente a una de las familias más antiguas de Naín. La familia tenía tierras abundantes que llegaban a la falda de har–Tavór y era propietaria también de un próspero negocio de alimentación. El galileo, de nombre Yehoshúa, había establecido en Levonáh una extensión de los negocios de su padre. Shim’ón y Daniel habían encontrado trabajo con Yehoshúa a la vuelta de su servicio al ejército y siempre habían agradecido su confianza.

Cuando llegó el día de marcharse para unirse a Matityáhu, se despidieron de Yehoshúa como si de un buen hermano se tratara. Shim’ón le había presentado, en su día, a Meráv, una bella mujer, hija de otra familia a la que también llevaba en su corazón. Shim’ón sabía lo que hacía, pues Yehoshúa quedó prendado de Meráv y ella sentía haber encontrado a su esposo.

El compromiso entre Meráv y Yehoshúa se anunció poco después. Shim’ón recordaba a menudo ese acontecimiento. Había acompañado a Yehoshúa a casa del padre de la novia, porque, según la tradición, era el primer paso para formalizarlo. Como su familia era pudiente y él era un gran trabajador y comerciante de éxito, portó una buena suma de dinero para la petición. Había subido incluso a Yerushaláyim para que las autoridades más doctas le prepararan por escrito el mejor shtar–irusín, donde constara su promesa o proposición formal de esponsales y los ofrecimientos que hacía, comprometiéndose ante Meráv y su familia a casarse con ella bajo la promesa de que nunca le faltaría nada. Shim’ón cargó, en su nombre, con dos pellejos de un vino exquisito. Cuando el padre y los hermanos mayores leyeron el contrato con todas las promesas asumidas por Yehoshúa, viendo su honestidad y disposición, no hizo falta discutir precio alguno para desposar a Meráv, porque la entregaban al mejor marido que podría tener. Así pues, se dieron la mano y bebieron juntos un trago de vino, guardando el resto en su bodega para la jatunáh, la ceremonia. A continuación, entró la novia y, mirando a su padre y a Yehoshúa, llenó otra copa, bebió y la pasó al novio para que bebiera de ella. Entonces pronunciaron la bendición y sus ojos sonrieron de felicidad.

Shim’ón estaba radiante porque amaba a los dos novios y Di–s había bendecido su acción de presentarlos. Asimismo, quería agradecer a Yehoshúa una vez más la confianza y la oportunidad que él les había dado cuando regresaron de la guerra y todo se les había puesto en contra.

Los futuros esposos habían vivido cada uno en sus casas durante el año anterior a la boda tal y como pedía la Toráh y conforme a lo fijado en su shtar–irusín. Con esta separación se buscaba que durante su período de esponsales fortalecieran su fidelidad y crecieran individualmente para compartir con más riqueza su unión. Yehoshúa estuvo construyendo, con ayuda de Shim’ón, una ampliación de la casa donde compartir su vida con Meráv. La prometida había abrillantado sus virtudes y estaba dispuesta para su papel de compañera y esposa.

El tiempo había transcurrido y llegaba el momento de celebrar su jatunáh. La kaláh (novia) se había sumergido cuatro días antes en el mikvéh, el baño ritual de purificación. Había sido una noche templada del segundo yom–shlishí de jódesh Tamúz. La bóveda celeste mostraba multitud de fulgurantes estrellas que acompañaron su paseo y su inmersión. Después se retiró a descansar y a esperar el día de la ansiada boda, el más feliz de la vida de cada uno. Según la tradición, la semana anterior no podían verse, de manera que su expectación por el reencuentro sería máxima. Ayunarían desde la mañana hasta después de la ceremonia, celebrando su Yom Kipúr, porque tanto el jatán (novio) como la kaláh (novia), recibirían el perdón por los errores pasados y podrían fundir sus almas en un alma nueva y completa.

Shim’ón recibió la noticia de la confirmación de la boda, estando ya con los rebeldes en Gufnáh. Habló con Matityáhu y revivió a su lado la felicidad con la que se había celebrado el compromiso y sonrió con ternura. Le contó su amistad con Yehoshúa y sus ganas de estar con él preparando el día señalado. Matityáhu no pudo sino compartir su alegría y darle su bendición.

Shim’ón estuvo muy pendiente de ayudar a los novios en todo lo que pudiera. Mientras, en el campamento, las enseñanzas de táctica y estrategia que impartían a los soldados rebeldes y el adiestramiento estaban bien organizadas y sus ausencias eran cubiertas por Daniel. Shim’ón nunca había faltado a las incursiones de defensa que constantemente hacían los rebeldes para frenar el hostigamiento de los seléucidas y de los soldados enviados por el corrupto Menelao, el usurpador ha–Cohén–ha–Gadól. Pero durante todo el mes de preparativos de la boda, se había dedicado a atender las necesidades de la pareja y sus familias.

Llegado el gran día al que Shim’ón se había entregado con la ilusión de compartir con todos la alegría del encuentro, pidió a Daniel que le acompañara como otro amigo del jatán. Se despidieron del campamento llevando la bendición de Matityáhu para los novios, familiares e invitados.

Era la tarde del tercer yom–revií de jódesh Tamúz.También esta fecha había sido prevista por el cohén del beit–ha–Mikdásh que había preparado el shtar–irusín (documento de compromiso matrimonial). La costumbre de prefijar la fecha no era cuestión baladí. Con este uso se evitaba que la boda se celebrarse en alguno de los días prohibidos y permitía los últimos detalles organizativos durante la nueva semana. Asimismo, el documento contemplaba que el jatán pudiera hacer alegación en referencia a alguna duda sobre la castidad de la kaláh. Si bien no era el caso, era una formalidad prevista por la Ley. Como la reunión del Sanhedrín era en yom–jamishí, el hecho de conocer los días en que podía celebrarse la boda, permitía que se pudiera resolver rápidamente sobre la alegación o cuestión que se plantease, ya que el Sanhedrín tendría tiempo suficiente para decidir y comunicarlo al interesado.

 

Todo era felicidad en las familias que llevaban con alegría el intenso calor del día, así que se dio la primera procesión de mujeres conduciendo a la kaláh a casa del jatán. Al caer la tarde, los invitados se entretenían en casa de la familia de Meráv esperando. Mientras, se daban repetidos anuncios de llegada de la procesión del jatán acompañado de sus amigos entre los que estaban Shim’ón y Daniel. Todos llevaban sus lámparas encendidas con aceite suficiente para iluminar su camino. Poco antes de la media noche llegaba la comitiva y el jatán se encontraba, por fin, con la kaláh y también con el resto de los invitados. Los contrayentes habían cumplido con la kabalát–paním la costumbre de saludar por separado a sus invitados. Ella como una reina sentada en su trono recibiendo a sus huéspedes. Él como un rey rodeado de invitados que cantaban para alegrarlo y calmar su desbordante emoción.

Las madres del jatán y la kaláh rompían el plato mostrando la seriedad del compromiso y simbolizando la imposibilidad de que una relación rota se reparase, al igual que ese plato hecho pedazos no podría restituirse.

Ninguno de los novios llevaba joyas, pues así expresaban mejor que habían adquirido su compromiso por lo que suponían el uno para el otro y no por sus bienes materiales.

Después, uniendo sus luminarias y candelas, todos se desplazaron de nuevo en una gran procesión festiva hasta la casa de Yehoshúa. Según la tradición, la comitiva se dirigiría a la casa del padre del jatán. Pero, como la familia del novio no vivían en Levonáh, fueron nuevamente a casa del propio Yehoshúa donde su padre les esperaba para simbolizar el rito. Allí celebraron el kidushín (la santificación del matrimonio) y el posterior agasajo. Palmas y ramas de mirto precedían a la pareja. Todo el que se topaba con la procesión se sumaba a la alegría. Algunos invitados esparcían granos a su paso y otros, monedas, todo en señal de prosperidad y así, al son de la música que iban tocando cuatro de los invitados, que eran buenos músicos, llegaban a la casa de Yehoshúa.

Dos amigos del novio, Shim’ón y Binyamín, que habían hecho las veces de intermediarios entre la pareja, ofrecieron sus regalos. Después, continuaron con su servicio a los novios ante la atenta mirada de Daniel, que solo conocía los ritos de las bodas griegas.

Entonces comenzó el kidushín. Leyeron un segundo y definitivo documento llamado ketubáh. Era ya el contrato matrimonial definitivo que guardaría la kaláh. En él se especificaban todas las promesas que Yehoshúa había pedido que se recogieran en el shtar–irusín. Una vez encontrado conforme, fue firmado por dos testigos y llevado a los padres de Meráv para que lo guardasen para ella.

Yehoshúa había efectuado una generosa donación al beit–ha–Mikdásh para conseguir que un sacerdote fuera autorizado a bendecir a los novios y oficiar en su jatunáh. El oficiante había sido recogido en Yerushaláyim unos días antes, por una sencilla comitiva enviada por Yehoshúa para este fin y en Levonáh, había sido habilitada una vivienda acorde a su dignidad. Allí pasaría los días hasta que la misma comitiva le condujera de regreso a Yerushaláyim.

Cumplidas las solemnidades, Meráv fue entregada a Yehoshúa pronunciándose estas palabras por el oficiante:

«Recíbela conforme a lo que está prescrito en el libro de Moshé, que manda dártela por esposa. Tómala y llévala sana y salva a la casa de tu padre. ¡Que ha–Shem os conduzca en paz por el buen camino!».

Bajo la jupáh, un palio alzado mediante cuatro varas cuyo velo cubría a ambos novios a modo de cielo y de techo, el Cohén les dio la birkát–jataním, la bendición de los esposos. Después de ello, salieron de la jupáh, si bien la kaláh debía mantener su hinumáh (velo de la novia). Cumplido el rito más importante, comenzaron las festividades de la boda y la pareja fue conducida a la jéder, su habitación nupcial, presidida por el tálamo nupcial. En ella se habían colocado dos coronas doradas como la tradición que Yesha’ayáhu y Yejezkél contaban respecto de las bodas de su época. (10) Allí aguardaban también los regalos que Yehoshúa había preparado para Meráv.

El matrimonio tenía por delante una semana en su cámara nupcial para estar juntos. Mientras Shim’ón y Binyamín aguardarían la señal de Yehoshúa para entrar y anunciar la consumación de su unión. Luego se extenderían durante todo un mes los días nupciales.

Pero la alegría se convirtió en llanto y muerte. Sin que nadie tuviera tiempo para advertir del peligro, una caballería infernal recorrió el Pueblo quemando casas e hiriendo o matando al que se encontraban. Iban siguiendo la estela de la boda y se ensañaron especialmente con los invitados.

Prendieron fuego a la casa de Yehoshúa con flechas incendiarias y después con bolas de zarzas ardiendo. La gente gritaba de pánico y cuando intentaba salir de la casa eran degolladas. Todo sucedió de forma repentina. Daniel había regresado a la casa de la novia en compañía de Gad uno de los hermanos de Meráv para buscar más odres de vino cuando oyeron el estruendo provocado por la irrupción de los casi doscientos jinetes. Gad, se había precipitado saliendo al camino a ver qué ocurría. Daniel, estaba aún entre los odres al fondo de la bodega cuando lo vio salir disparado hacia el exterior. Dejó los pellejos de vino y le siguió a toda prisa. Pero nada más dejar la casa, Gad fue degollado por uno de los soldados, que no le dio opción. Cuando llegaba Daniel, el cuerpo de Gad se desplomaba sin vida y el soldado seguía al séquito asesino. Ahora veía el espectáculo aterrador que se cernía sobre todos. Corrió hasta la casa de Yehoshúa y comprobó que no había escapatoria para nadie. Buscó su caballo y huyó raudo en busca de los rebeldes, pues él no podía enfrentarse a todos los soldados. Tenía que intentar avisar para que acabasen con toda la aldea.

Mientras tanto, los atacados luchaban por salir del fuego, pero los soldados disfrutaban viendo cómo gritaban y ardían. Había uno especialmente sádico que era jefe de todos ellos. Llevaba un amplio pañuelo negro con el que cubría su frente. Su rostro era pura maldad. Él indicaba a cada soldado dónde disparar la flecha. Dejó que el padre de Meráv saliera del fuego para degollarlo él mismo. El sacerdote del Templo, sin embargo, fue rescatado por los soldados si bien con críticas quemaduras en sus brazos. De aquel cohén que se llevaron los soldados, nunca más se supo.

Shim’ón había corrido hacia el cuarto nupcial a proteger a los novios. Cuando entró, ninguno de los dos estaba allí. La madera de la ventana y las cortinas eran llamaradas que caían sobre Shim’ón. En la casa quedaban ya pocos vivos. Entre la asfixia y las flechas, todos habían ido muriendo. En la confusión también había perdido de vista a Binyamín, el amigo que custodiaba la pareja con él, aunque creía haber visto su cuerpo abatido en la puerta de la casa. Shim’ón gritaba: «¡Yehoshúa!, ¡Meráv!, ¡Daniel!». Pero nadie respondía.

Empezaba a encontrarse mareado por el humo y los ojos le ardían. Cogió una porción de las sábanas del lecho que aún no habían ardido del todo y se tapó la cara con ellas. De inmediato, una viga se desplomó y partió la cama que ardía como una hoguera. El resto de las maderas de la casa comenzaban a caer una tras otra aplastando los cuerpos de cuantos quedaban en el derruido e incendiado interior. Intentó con sus escasas fuerzas arrastrarse hasta la puerta. Para Shim’ón era mejor morir a espada que abrasado sin luchar. Pero su esfuerzo fue inútil. El fuego era tan intenso que no podía ya moverse y cayó exhausto y ahogado por el humo y el calor. Su última visión fue la del jefe de los asesinos, dando instrucciones y alejándose con sus caballos.

El aire abrasaba y hasta en los árboles se reflejaba el dolor de la masacre. La belleza de la cúpula celeste vestida de luminosas estrellas para aquella noche había quedado desfigurada por las sombras de la muerte de inocentes. El virginal velo del palio nupcial había sido profanado por aquel perverso escuadrón.

Algunos vecinos, que se habían escondido, corrieron a la casa de Yehoshúa para apagar el fuego y evitar que se extendiera a todas las casas, graneros y establos. Uno de ellos vio a Shim’ón casi inconsciente luchando aún por salir. Entre cuatro se abrieron camino y sacaron su cuerpo. Su pierna derecha tenía quemaduras muy fuertes. No podía sostenerse en pie. Ningún otro superviviente se oyó. Llevaron a Shim’ón a una casa y limpiaron sus quemaduras. Dejaron su pierna al descubierto, pues cualquier tela se le adhería a la carne quemada.

Llegaron, entonces, los hombres de Matityáhu con Daniel guiándoles. Comenzaron a gritar el nombre de Shim’ón y uno de los vecinos salió a decirles que todos los invitados estaban muertos, salvo uno que estaba quemado en casa del herrero. Yehudáh, Daniel y Matityáhu fueron a verle e intentar interrogarlo y entonces vieron que era Shim’ón. Lo tenían incorporado en un camastro porque aún tosía con fuerza exhalando el humo aspirado. No pudo abrir los ojos y no vio que habían llegado sus amigos y hermanos, pero éstos le hablaban para consolarle y darle calma. Al oír su voz, Shim’ón lloraba y se desesperaba. Solo pensaba en la suerte corrida por Yehoshúa y Meráv.

Dieron las gracias al herrero y le dijeron que se lo llevaban. Volverían para ayudar a reconstruir las casas. El herrero les dejó su carro para transportar al herido hasta su refugio en las montañas.

Matityáhu y los que habían bajado con él se llenaron de tristeza al ver la aldea consumida por el fuego y bañada en sangre. Desde aquella noche, Levonáh nunca recuperó la alegría ni en los días de fiesta.

Regresaban al campamento abatidos porque aún no eran capaces de evitar estas desgracias para su Pueblo. Daniel marchaba abatido unos pasos por detrás del grupo. Iba aliviado porque Shim’ón había sobrevivido, pero conmocionado con la rapidez e intensidad del infierno vivido.

De repente, Daniel percibió unos sonidos provenientes de la maleza y enseguida pidió a todos que detuvieran la marcha, pero el sonido se apagó. Él sabía que lo había oído y le habían parecido sollozos. Desmontó y fue caminando aprovechando la claridad que la luz de la luna le permitía. Entonces pidió una antorcha y El’azár se la llevó.

—Somos amigos, no vamos a hacerte daño. Soy Daniel, estaba en la boda, no te escondas, los soldados se han ido…

Entonces brotó un grito y seguido prorrumpió un llanto desgarrador. Entre la maleza estaba Meráv, con el cuerpo ensangrentado de Yehoshúa. Temblaba de miedo y de horror. Su vestido blanco, empapado de la sangre de su esposo, estaba hecho jirones. Su solo aspecto hacía crecer el sentimiento de venganza en todos ellos. Un ansia que difícilmente apaciguaría Matityáhu. La perversa compañía de soldados había sido cruel y despiadada. Merecían el peor castigo de Di–s.

—Meráv, ¡Yehoshúa vive! Déjame cogerlo y cerrar su herida, venid con nosotros… —dijo Daniel, mientras les ayudaban a subir al carro donde estaba Shim’ón. Entre cuatro hombres colocaron a Yehoshúa ten-dido junto a ella.

Una vez en el carro, vendaron las heridas que Yehoshúa tenía en el costado y en el brazo para estabilizarlo y poder seguir camino hasta el campamento. No mucho después, llegaba la caravana con los heridos.

Todos los recibieron en silencio. Matityáhu mandó disponer una tienda para Shim’ón y otra para Yehoshúa y Meráv.

A los tres días de rezos y desvelos, Yehoshúa pudo comenzar a hablar. Meráv no se había apartado de su lado y había cuidado sus heridas con exquisita dulzura mientras procuraba superar el inmenso dolor de corazón mediante la oración. Ni siquiera había cambiado sus ropas de novia. Solo cuando Yehoshúa despertó y pudieron mirarse de nuevo, consiguió desahogar parte de su amargura.

Tras ocho días de curas permanentes, las heridas de Yehoshúa habían comenzado a cerrar porque eran cortes limpios y estaban siendo tratadas con la máxima limpieza para evitar infecciones, además del amor que Meráv ponía en ello.

Yehoshúa les contó que tuvo un presentimiento muy fuerte en su justo antes de los primeros fuegos en la casa. Sabía que tenía que salvar a su esposa y sin pensarlo la hizo salir con él por la ventana. Justo en ese momento llegaba a la parte trasera de la casa uno de los soldados. Mientras Meráv y Yehoshúa huían hacia el bosque, el soldado alertó a sus compañeros, soltó la antorcha y los persiguió con la espada desenvainada. Los alcanzó pronto y entonces Yehoshúa tuvo que enfrentarse a él sin armas.

El soldado le cortó primero en el costado, por suerte en diagonal sobre las costillas. Después, Yehoshúa se cubrió con el brazo y la espada le rebanó hasta el hueso. Ensangrentado, como un lobo que defiende a su manada, Yehoshúa se abalanzó sobre el asesino. Atónito por la reacción de un joven indefenso y herido de muerte, el soldado no pudo evitar ser derribado por el ímpetu de Yehoshúa y, al caer, ambos se golpearon contra una gran piedra. El asesino se llevó la peor parte, pues quedó muerto al instante.

 

Meráv había arrastrado el cuerpo de su esposo hasta refugiarse con su dolor y su llanto. Allí habían sido hallados por Daniel. Por fortuna, ningún otro soldado había reparado en la escena que quedaba alejada de la casa de Yehoshúa donde seguían los efectivos de la compañía asesina vigilando porque no hubiera supervivientes. El tumulto tampoco había permitido a los soldados advertir la persecución y posterior enfrentamiento entre Yehoshúa y el mercenario. Estas benditas circunstancias habían salvado sus vidas.

Shim’ón, por su parte, recibía atención constante pues las heridas de las quemaduras eran muy profundas y la infección podía causarle rápidamente la muerte. Él había permanecido consciente desde que la aciaga noche llegaran al campamento. Llevaba con vigor y resignación el dolor de la quemadura ya que su desconsuelo por lo ocurrido a Yehoshúa y Meráv, imponían una pena mayor en su corazón. Ciertamente, se habían salvado, pero habían perdido a sus familias y quedarían marcados para siempre. No podía olvidar el rostro de aquel asesino que vio entre las llamas mientras agonizaba.

Durante días, se le habían aplicado emplastes de clara de huevo que al poco de ponerse comenzaban a levantar grandes ampollas en la piel. Entonces se limpiaban con suavidad, a pesar de lo cual se aferraba a la cama para no gritar de dolor, y luego se cambiaban por otra capa y así hasta que, al final del cuarto día, comenzó a sentir algo de alivio. Las ampollas y vesículas eran terribles, pero el dolor era más llevadero. Después, empezaron a aplicarle hojas abiertas de ahál. Se las dejaban puestas en toda la zona quemada y se la protegían nuevamente tapándola con vendas limpias. Así, una vez tras otra hasta que las heridas fueron cerrándose y las quemaduras se tornaron en costra. Entonces le untaban una mezcla viscosa a base de ahalím con miel.

Re´uvén el idumeo era quien se ocupaba de atender a los heridos y enfermos en el ejército. Había sido el médico de la corte en Mitzráyim y pudo comprar su libertad. Cuando regresaba con su familia a Yehudáh, fueron asaltados por mercenarios ávidos de riquezas. Mataron a sus dos hijos y a su esposa. Él salvo la vida pero perdió la cabeza por el dolor que ese acto le causó. Deambuló por las provincias como un mendigo durante tres años. Un día se topó por casualidad con Yehonatán hijo de Matityáhu mientras ayudaba a los más desfavorecidos y vulnerables. Comenzó a ayudar como si fuera uno más y después Yehonatán le invitó a unirse al ejército rebelde. Unirse a Matityáhu le devolvió la esperanza de ser útil para los planes de ha-Shem. Nunca había perdido la fe ni sus costumbres como yehudí. Re´uvén había nacido en Idumea pero sus padres eran de Yehudáh. La familia había buscado refugio en Mitsráyim previendo la escalada de terror impuesta por los seléucidas al Pueblo.

En Mitsráyim pudo recibir estudios con gran sacrificio de sus padres y llegó a convertirse en un médico tan conocido entre las clases populares que acabó reclamado para atender en la corte ptolemaida donde, sin embargo, era tratado poco menos que como esclavo. Sus hermanos no habían completado sus estudios. Se convirtieron en buenos comerciantes y regresaron a Yehudáh tan pronto fallecieron sus progenitores. Re´uvén no estaba autorizado a abandonar el palacio y, mucho menos, el país.

Por fin, con las revueltas intestinas entre la familia real ptolemaida, pudo comprar su libertad y marcharse.

Re´uvén conocía muy bien su profesión y le apasionaba. En cuanto a las quemaduras, sabía que podían conllevar complicaciones muy serias más allá de la infección. Por suerte las de Shim´ón no iban a dejarle impedido pues lo peor eran las cicatrices sobre las quemaduras cuando éstas afectaban a zonas articulares del cuerpo. Aún era pronto para saber cómo iba a cicatrizar toda la piel de Shim´ón pero sí intuía que en nada se parecían a muchas que había visto antes. Había visto hombres llorando por la frustración ya que una vez curados de las quemaduras, las cicatrices aparecidas en la piel quemada cuando estaba sobre articulaciones (codos, rodillas, pies, etc.) habían afectado a la movilidad de la víctima y les habían dejado incapacitados.

Por su experiencia, estaba seguro de que Shim´ón podría continuar su vida normal. Calculaba que bien humedecidas y limpias las llagas, en unas cuatro semanas curarían sin temor a infección. Sin duda, el ejército rebelde contaba con manos que solo ha-Shem podría haberles enviado para cuidar de Sus hijos.

Toda esta convalecencia, consciente e inhabilitado no hizo mucho bien a Shim´ón, pues solo sentía sed de venganza. Matityáhu entraba cada día a verle para hablar con él procurarle ánimo. Le comprendía, pero estaba preocupado por la mirada encendida que mostraba.

—Veo sangre en tus ojos, Shim’ón.

—Solo quiero restablecerme y salir a por ellos.

—Ha–Shem es Justo y lo ha visto todo. Confía a Él tus actos y entonces serán no solo eficientes sino bendecidos.

—Ha–Shem no movió un dedo para que, al menos, pudiéramos enfrentarnos a ellos.

—Él manda Sus plagas cuando sabe que algo grande es irreversible para muchos. Si actuara en cada rincón del Imperio, el hombre no crecería por sí mismo, sino que nos adormeceríamos y no experimentaríamos ni nuestra fe, ni nuestra fuerza interior, ni nuestra evolución.

—¿Él quiere que lo pasemos mal y que nos maten?

—Claro que no, Shim’ón, pero respeta los actos de los hombres porque su Juicio no se hace aquí. Lo tiene que tolerar porque se comprometió con sus propias Leyes y una de ellas es el respeto a libertad de Sus hijos por más que hagamos sangrar Su Corazón constantemente. Por eso, no interviene y deja que nuestro juicio final sea cuando el Ángel de la muerte nos lleve ante Él.

—Pero entonces ya es tarde…

—Para el malvado sí, porque es enviado al Guihéna, pero para quien ha seguido Sus Leyes empezará la verdadera vida, desconocida para nosotros, pero no puede haber nada mejor que Su Presencia. Esa eternidad hará que lo vivido haya valido la pena pues Él lo colma todo. También debo decirte que tengo muchos años y he visto a hombres malvados cambiar su rostro y volverse a Di–s. Nos cuesta aceptarlo porque no tenemos ni Su Visión, ni Su Generosidad, ni Su Bondad, pero Él da una y mil oportunidades para que un pecador abrace de nuevo la Fe.

—No sé, Matityáhu, siento cólera, mucha rabia, me va a costar mucho entender estas cosas.

—Trata de pensar lo menos posible, sobre todo ahora que estás débil porque la debilidad hace que en la mente se dispare la negatividad… Descansa y fortalécete. Hemos tenido mucha suerte de encontrarte vivo.

—Gracias, Matityáhu, lo intentaré.

Las semanas pasaron. Los hombres iban y venían en sus inspecciones diarias. También bajaban a Levonáh y ayudaban con la reconstrucción y, por supuesto, con los enterramientos y los duelos de las víctimas. Habían devuelto su carro al herrero y habían empezado a tratar con él para que fabricase armas y escudos. Empezaban a conocerse otros hechos lamentables acerca de unos soldados que viajaban por todo el país dejando dolor a su paso. Quizá fuera la misma partida que había causado tanto daño a Yehoshúa y Meráv.

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