Yehudáh ha-Maccabí

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Daniel y Shim’ón conocían estas situaciones de ataque nocturno por sorpresa y decidieron actuar a su manera. Mientras se deshacían de otros soldados y esquivaban alguna que otra flecha, dándose instrucciones el uno al otro luchaban coordinados ante la avalancha de enemigos que tenían que neutralizar.

—¡El círculo, Daniel, no hay otra forma! —gritó Shim’ón.

—¡Tú por allí y yo por este lado! —contestó aquel.

Los seléucidas estaban intentando mantener a todos bajo control en el campamento para terminar rápida y fácilmente con ellos. Unos hostigaban y otros, más alejados, controlaban las huidas y lanzaban sus flechas. Solo los que salían del umbral de la luz producida por el fuego, tenían escapatoria pero los que permanecían bajo el resplandor eran blancos fáciles que acababan atravesados por una o varias flechas. Si no morían en la pelea con el soldado enemigo, los arqueros terminaban con su vida.

El combate no podía ser más desigual. Los rebeldes aguantarían muy poco más. Eran como una camada de conejitos sorprendidos que trataban de escapar sin posibilidad. Todos habían reaccionado tarde. Además, en el fragor de la persecución y el miedo, ni oían a Daniel y Shim’ón gritarles que huyeran hacia el río, ni encontraban con qué repeler el ataque. En medio de una gran agitación, llenos de pánico y confusión, los yehudím solo intentaban escapar de cualquier manera.

Shim´ón y Daniel se proponían dividir a los soldados enemigos y solo el fuego podía hacerlo. De esta manera muchos enemigos morirían y algunos de los suyos podrían tener opción de de escapar de la carnicería a la que estaban abocados. Extender el fuego alrededor del campo de batalla era un suicidio, pero obligaría a los jinetes a desmontar y sus caballos huirían de las llamas. Había que impedir que pudieran mantenerse en esa posición de retaguardia matando impunemente con sus flechas a los indefensos yehudím. Una vez a pie y sin el apoyo de los arqueros, todos ellos serían enemigos más asequibles. Unos y otros terminarían rodeados de fuego sin posibilidad de salir con vida. En más de una contienda en el pasado, ambos habían sido instruidos para sacrificarse, si era necesario, por el bien de las tropas. La táctica se había utilizado en situaciones desesperadas a fin de dar algún margen de escapatoria a parte del ejército en situaciones de inferioridad manifiesta. Realizar un círculo de fuego alrededor de los combatientes garantizaba que los atacantes no pudieran vencer por superioridad. Para enfrentamientos en situación de inferioridad, el fuego se convertía en aliado de quien supiera utilizarlo en su provecho. Era una maniobra que pocos utilizaban pues requería mucha disciplina y valor para ejecutarla. Pero siempre había resultado definitiva. Al fin y al cabo, los que luchaban en desventaja iban a morir irremediablemente. Era un sacrificio útil en pos de dar una vía de huída y salvación a los demás o de rehacerse de un ataque traidor como el que estaban sufriendo.

Daniel y Shim’ón fueron derribando las sukkót incendiadas y arrastrando sus palos y telas para unirlas y así cercar el campamento con el fuego. Varias flechas estuvieron a punto de acabar con ellos, pero su movilidad y el intenso fulgor de las llamas les daban cierta protección. Los caballos enemigos comenzaron a encabritarse derribando a algunos de sus jinetes. Por fin lograron dividir a sus atacantes. Como habían previsto, los caballos no se atrevían a cruzar el fuego y solo porfiaban por alejarse de las temibles llamaradas. Ante la falta de visibilidad y el riesgo de matar a sus propios soldados, no podían seguir disparando flechas. Algunos descabalgaron y atravesaron el perímetro de fuego que aún no se había cerrado por completo. En su intención de socorrer a los suyos, se habían metido también en la trampa mortal. La sequedad de los matorrales y la aridez del terreno, alimentaron las llamas y se esparcieron rápidamente.

Luchar en el interior de aquel incendio era asfixiante. Pero, por fin, se había conseguido que el humo y el fuego impidieran el ataque franco por parte de los soldados. Daniel y Shim´ón, que se habían cubierto el rostro para no inhalar el humo directamente, fueron aún capaces de acabar con la vida de diez hombres más. Todos los que intentaron salir se abrasaron en la huida.

Los enemigos que quedaban a caballo se debatían entre perseguir a los fugitivos que habían escapado o socorrer a los que hubiera dentro. Al contemplar el panorama de destrucción, el oficial al mando pensó que ya habían cumplido con su cometido y dio la voz de alejarse del campamento. El fuego terminaría de completar el trabajo de aniquilar a los rebeldes y nada podía hacerse ya por los suyos.

Mientras tanto, las llamas prendían cada vez más el interior y todos iban a terminar calcinados. De repente, dos planchas de madera cayeron sobre las llamas en uno de los sectores ahogándolas por un instante. Una voz gritó:

—¡Rápido, por aquí antes de que arda!

—¡Vamos! —repetían varias voces.

Soldados y rebeldes con graves quemaduras, lucharon por salir de aquellas llamas por la única vía facilitada. El fuego consumió pronto los maderos. Eran dos trillos de labor que fueron empleados para servir de puente.

Entre empellones, unos pocos se las arreglaron para salir. Todos los demás quedaron atrapados gritando. De entre los que pudieron atravesar las llamas, había soldados que, de inmediato, depusieron sus armas y se rindieron. Daniel y Shim’ón habían sobrevivido. Los enemigos eran dos guardias del Templo y un soldado.

El ataque había terminado. Aún no se sabía el resultado de este desastre, pero tenían que impedir que el fuego avanzase y lo consumiera todo. Con los utensilios de labranza que aún podían tener alguna utilidad, limpiaron alrededor de las numerosas zarzas que poblaban el terreno haciendo un cortafuego. Después de mucho trabajo echando tierra, golpeando las llamas con matas y llevando agua desde el arroyuelo, terminaron de aplacar el fuego intenso y, poco a poco, lo fueron sofocando hasta acabar convertido en débiles hogueras que iban extinguiéndose.

El aire volvió a hacerse respirable. Pudieron limpiar sus rostros ennegrecidos y empezaron a reconocerse unos a otros. Algunos de los yehudím que habían logrado huir al río, se reincorporaron al grupo en ese momento. Cabizbajos y hundidos por no haber podido hacer nada, contemplaban con horror los restos de su campamento y con pena los cadáveres de sus hermanos de lucha.

Empezaba a amanecer. Los prisioneros habían sido inmovilizados a la espera de que Matityáhu decidiera qué hacer con ellos. Matityáhu, aunque herido en el hombro, había sobrevivido. También sus cinco hijos que enseguida llegaron a su encuentro y se abrazaron con él y con los demás supervivientes.

La gran nube de humo se había despejado y daba paso a la luz. Ahora podían analizar lo ocurrido. Se abrazaban constantemente en el reencuentro pues así se insuflaban ánimo unos a otros. Empezaron por identificar a los caídos y deducir quiénes habrían logrado huir.

—Matityáhu —dijo Natán—, hemos reunido los cuerpos de treinta hermanos, todos con herida de espada, incluidos los que había dentro del anillo quemado. De los enemigos hay veinte cuerpos, diez de ellos muertos por espada dentro del círculo.

Natán era también de Mod´ín y se había unido a ellos desde el primer día. Tenía una gran fe y seguía a Matityáhu con convicción ciega. Se había convertido en un hermano de la máxima valía y confianza para el grupo.

—¡Adonay! —se lamentaba Matityáhu—, no hemos podido ni defendernos… Ha sido una matanza de corderos.

Miró entonces a Daniel y Shim’ón, los dos con fuertes quemaduras y heridas abiertas, elevó sus manos al Cielo y dijo:

—Bendice, Adonay, a estos hermanos que han dado su vida por nosotros. Yo les rechacé para defender la Alianza y Tú los mantuviste a nuestro lado. Sea Tu Voluntad manifestada en tan heroica reacción suya.

Y dirigiendo su mirada a los dos, les dio las gracias, los besó y les preguntó:

—¿Aún estáis dispuestos a dar vuestra vida por la Alianza luchando junto a nosotros?

—Más que nunca, Matityáhu —dijeron los dos—. Antes de sobrevenir el ataque habíamos estado hablando de ofrecerte nuestros servicios para formar a tus hombres —dijo Shim’ón el shomroní—. Confiábamos en que Di–s te hiciera una señal durante la noche, pero no podíamos pensar en tan trágico despertar.

—Como tú dices —siguió Daniel—, han sido ovejas en manos de lobos. Así no duraréis una segunda emboscada. Daos cuenta de que tan solo eran unos sesenta o setenta. Este caos no puede darse otra vez. Tus hombres necesitan armas, formación y entrenamiento militar si queréis ser útiles al Pueblo. Nosotros hemos sido sus oficiales creciendo en el seno del ejército seléucida desde que tenemos uso de razón. Conocemos todo de ellos. Hemos luchado en cada territorio del mundo que dominan. Somos dos retirados con que sufrimos una discapacidad y aun así hemos podido acabar con trece de ellos y tú con otros tres. También tus hijos se han defendido con valor, como los demás hombres. Pero hoy hemos tenido suerte. Los que nos han atacado no eran de los mejor preparados para el combate.

—Sus dioses nunca han movido nuestro corazón —añadió Shim’ón—, siempre sentí un gran vacío interior con sus ritos y ofrendas. No recuerdo haber dirigido plegaria alguna a sus estatuas.

—Es cierto, a mí me ocurría igual —confirmó Daniel—Pero hoy, cuando os escuchaba buscar el auxilio de ha–Shem durante el ataque mi sangre hervía al igual que cuando invocasteis Su Palabra durante el Arvít. Mi corazón estaba alterado en el fragor de la lucha. Pero puedo decirte, Matityáhu, que he sentido por primera vez que Él estaba con nosotros.

—Es hora de servirle a Él —dijo Shim’ón.

 

—Sed bienvenidos a nuestra familia —concluyó Matityáhu—. Os pido perdón y, de nuevo, doy gracias a ha–Shem por haberos traído hasta nosotros.

Dicho esto, los supervivientes fueron uniéndose por sus antebrazos en señal de hermandad.

Habían quedado ciento treinta y ocho de los doscientos. Con Daniel y Shim’ón completaban ciento cuarenta hombres. Se suponía que aquellos cuyos cuerpos no fueron encontrados, habían conseguido huir. Nunca se supo de ellos.

—Ahora recojamos las armas que nos sirvan y enterremos a todos —dijo Matityáhu—. Sacrificad a los caballos heridos. Hay que trabajar rápido, antes de que regresen. Querrán comprobar que estoy muerto y que su misión fue debidamente cumplida. Daos prisa en hacerlo y levantemos el campamento. Yehojanán, ve con otros dos hermanos y avisad a los demás en los asentamientos. Decidles lo que ha pasado y que nos reuniremos en las afueras de Yerijó. Voy al río, necesito retirarme a orar por todo lo sucedido. Debo pedir a ha–Shem que reciba las almas de estos hermanos. Otra vez he manchado de sangre mis manos y no podremos ni dar digna sepultura a los muertos… ¡Adonay!

Respetaron todos el momento de oración de Matityáhu y se emplearon con diligencia en cavar dos fosas, una para los suyos y otra para los enemigos. Cuando terminaron, lavaron sus manos y oraron por ellos. Después continuaron recogiendo las cosas que aún quedaban útiles para llevarse.

—¿Veis aquel árbol? —dijo Matityáhu al regresar al desolado campamento—. Grabad las letras M,C,B,´. Señalarán este lugar de dolor para que algún día sean sepultados con mayor dignidad nuestros hermanos.

Se leía «maccab´» y muchos creyeron que su significado era Matityáhu Cohén Ben Yehojanán (Matityáhu sacerdote hijo de Yehojanán), pero en realidad correspondía al acrónimo del verso quince de Shemót que él tanto amaba: «Mi Camója ba’elímYh–á», «Quién de entre los dioses puede compararse a Ti, Señor».

Afortunadamente para ellos, sus caballos no habían sufrido. Habían permanecido atados cerca del río. Aunque los animales se mostraban aún alterados por el fuego y el fragor de la lucha, estaban en buenas condiciones para la marcha.

—¿Dónde será nuestro nuevo campamento, padre? —preguntó Shim’ón, su hijo.

—Os lo revelaré por el camino —dijo mirando a los prisioneros—. Allí nos reorganizaremos y nos prepararemos. Esto ha sido mi responsabilidad, que ha–Shem se apiade de mí.

—Matityáhu, ¿qué hacemos con los cuerpos de los caballos muertos? —preguntó Natán.

—No podemos hacer nada, salgamos cuanto antes de aquí.

—¿Y los prisioneros? —preguntó Aharón el de Yerijó.

—Traedlos —dijo Matityáhu.

—Tú eres del beit–ha–Mikdásh, ¿verdad? —dijo a uno de ellos.

—Sigo las órdenes del Cohén–ha–Gadól Menelao —contestó.

—Cuando yo practicaba con vuestros padres, ellos se sentían servidores del Templo, vosotros habéis dejado que os conviertan en escoria. Sois una vergüenza para vuestro Pueblo y lo que es peor, para ha–Shem. Servir al beit–ha–Mikdásh es una labor sagrada. Servir a los hombres alejados de Di–s, por más que ejerzan o usurpen el cargo de ha–Cohén–ha–Gadól, os convierte en cómplices de su pecado y de ello responderéis a Di–s. Yo, Matityáhu ha–cohén, os lo aseguro.

—¡Dejadlos aquí! Nos vamos.

—¿No los matamos? —dijo Yitsják el de Beerót.

—No, Yitsják, que ha–Shem les juzgue desde hoy. No mancharé nuestras manos con más sangre.

Esto había ocurrido a poco más de media jornada a caballo de Yerushaláyim, así que tenían que alejarse con rapidez y situar su nuevo campamento mucho más lejos.

—Matityáhu —preguntó Shim’ón el shomroní—, ¿podemos hablar contigo?

—Claro, hagámoslo cabalgando —contesto él.

Matityáhu iba en el centro y a sus flancos estaban Daniel y Shim’ón, el cual continuó diciéndole:

—Soy shomroní, conozco bien a mi gente. Sé dónde podemos tener ayuda para organizarnos y hermanos que nos oculten. Necesitamos comida y armas. Hazme caso, vayamos a harei Efrayím, a las montañas de Gufnáh. (2) Allí podremos tener apoyo, instruir a los hombres y prepararnos para luchar.

—Sí, Matityáhu —dijo Daniel—. Aunque soy galileo, no tengo familia viva. Cuando regresamos juntos en el barco como oficiales del ejército licenciados y deshonrados, me quedé con Shim’ón en su tierra más de tres años. Pienso que sería un lugar seguro para todos. Tenemos que dejar los alrededores de Yerushaláyim o acabarán pronto con nosotros.

—Sería torpe —contestó Matityáhu—, no haceros caso. Recojamos a los demás en los asentamientos y cuando estemos reunidos en Yerijó les informaremos de los planes para el nuevo campamento al norte de Gufnáh. Las tierras de Shomrón también acogieron a nuestros padres, y ahora nos protegerán a todos.

Y espoleando al caballo dirigió a sus hermanos primero hacia Yerijó según habían acordado.

Llegaba el Shabbát tres días después de aquella noche infernal. Todos los hombres disponibles estaban en Yerijó. Fueron informados al detalle de lo sucedido y dieron gracias por el reencuentro. Allí celebraron pacíficamente su fiesta sagrada que les sirvió para descansar y rearmarse en el espíritu.

Concluido el Shabbát, Matityáhu se dirigió a sus soldados y hermanos.

—Estos son Daniel y Shim’ón, dos guerreros fuertes que nos va a ayudar mucho —comenzó diciendo.

—Han servido con honor y valentía al ejército que los cautivó desde niños y ahora quieren servir a la Alianza como yehudím piadosos. Tienen la preparación para la guerra que necesitamos y han tenido la generosidad de venir a ofrecernos su ayuda y a dar su vida desde la primera noche. Hemos hablado mucho y confío plenamente en su consejo. Nuestro campamento estará en Shomrón, en las montañas de Gufnáh. Partiremos todos enseguida. Tomadlos como hermanos que son y seguid sus indicaciones como si fueran las mías pues son por el bien de todos.

Algunos estaban extrañados porque Daniel era galileo y Shim´ón, shomroní. Pero todos miraron con admiración a aquellos hombres, pues Matityáhu no solía presentar a nadie de esa manera. Durante el camino tuvieron momentos para seguir sacando lecciones de lo ocurrido y aprender de sus errores. Aquello no podía volver a ocurrir, so pena de perder la vida.

Al final de la jornada dejaban las estribaciones de harei Yehudáh y llegaban a las de harei Efrayím. Cabalgaron y caminaron por las colinas adyacentes a Gufnáh, ciudad y área a la que los griegos llamaban Gofna. Poco después veían har–ha–Guerizím. (3) Matityáhu ordenó parar y descabalgó para hacer oraciones. Después de un largo rato, regresó al grupo y les dijo:

—Hermanos, aquél es un lugar santo para los yehudím. Cuando el Pueblo salió de Mitsráyim, Moshé Rabénu después que los israelitas cruzaran el nejar–ha–Yardén ordenó que fueran a har–Evál y har–Guerizím, y que las tribus permanecieran de pie sobre esas mismas laderas y pronunciaran las bendiciones sobre quienes guardaran la Toráh de Di–s. (4) Hagamos así nosotros en memoria de nuestros padres.

Descendieron todos y oraron allí. Después permanecieron en silencio rememorando ese sagrado pasaje de la historia hebrea recitado por Matityáhu.

Shim´ón el shomroní, aconsejó avanzar hasta que la falta de luz desaconsejara la marcha. Cuanto más se adentraran en la montaña, más protección tendrían.

A una voz de Shim’ón, pararon e hicieron vivac al abrigo de un denso pinar con abundantes matorrales.

Se organizaron por turnos para hacer las oraciones y las guardias. Llegaba el momento de descansar de un día muy largo y una dura experiencia vivida.

—¿Quién tiró los trillos al anillo de fuego? —preguntó Daniel.

—Yehudáh nos dijo que necesitabais un puente para salir —explicó Yehojanán—Entre todos los echamos y os gritamos para que vierais una salida.

—Fue una inspiración de Di–s. Si no es por ti no salimos con vida —remarcó Shim’ón palmeando en el hombro de Yehudáh en señal de reconocimiento.

—Al principio creíamos que nos iban a acribillar con sus flechas, pero no nos vieron —dijo Yehudáh—, y en cuanto vimos que se alejaban, corrimos a poner ese puente. Ha–Shem puso la imagen de esos trillos en mi mente.

Entonces interrumpió Matityáhu la conversación:

—Reposemos. Que ha–Shem os bendiga y nos procure recuperación. Mañana hay mucho que organizar. Paz y bendiciones para todos.

Y se entregaron al sueño reparador al abrigo de los árboles, las elevaciones de harei Efrayím y el Cielo.

CAPÍTULO V

Los fugitivos se organizan

Harei Efrayím, las legendarias montañas de la Tribu de Efrayím, el nejar–ha–Yarkón, los valles, cavernas, las estribaciones de la cordillera de ha–Carmél —el Carmelo—, sirvieron de cobijo a Matityáhu y sus hombres. Era una zona con abundantes arroyos y afluentes de los ríos tanto de la cuenca del Yardén como de ha-Yam-ha-Gadól o Tikón (occidental. Era rica en pinares, cipreses, acacias y algarrobos. En estas colinas reinó también Shaúl, el primer rey de Israel. Al oeste moraban los p´listím (filisteos). Al sur conectaba con harei Yehudáh y el límite entre ambos territorios: Shomrón y Yehudáh.

La tradición de los hijos de Israel también unía a los nevi´ím (profetas) Eliyáhu (Elías) y Elísha (Eliseo) con ha–Carmél. (1) A veces los rebeldes se movían hacia har Guerizím y har–Evál al norte de Gufnáh. Un poco más al norte se encontraba el estrecho valle de Shjem (Siquém), que limitaba, a su vez, con harei Guilboa y, en su lado oriental, conectaba con ha-emékha-Yardén, el valle que discurría paralelo al río.

En estos montes fue donde se consagró el culto de Baal, la divinidad del panteón de los cananeos, por causa de lo cual Moshé había dicho a los israelitas que cuando ha–Shem los introdujera en la tierra que iban a poseer, tendrían que dar bendición sobre har–Guerizím y la invocación sobre har–Evál (2). Esta instrucción de Moshé se cumplió tras la victoria en Haay y Yehoshúa edificó un altar a Di–s en har–Evál y copió en piedra la Toráh de Moshé. Las Tribus de Shim’ón, Leví, Yehudáh, Yisaskár, Yoséf y Binyamín estuvieron de pie enfrente de har–Guerizím. Las de Re’uvén, Gad, Ashér, Zabulón, Dan y Neftalí se dispusieron de pie frente a har–Evál. Desde estas cimas podía verse toda ha–Galíl y, en días claros, hasta el pico, a menudo nevado, de har–Jermón o Syrión en la frontera noreste de ha-Galíl y al sur de bikaat ha-lebanón, valle del Líbano. Al este también llegaba a divisarse Haurán o ha-Bashán al este de yam-Kineret (mar de Galilea), antigua tierra de los refaítas, los gigantes que vivían en Canaán desde antes de la llegada de Avrahám. Hacia el sur, como hemos dicho, se presentaba toda la región montañosa de Efrayím y Yehudáh, de donde venían Matityáhu y sus hombres. Finalmente, por el oeste, se extendía la llanura de Sharón, paralela a la costa de ha–yam–ha–Gadól, ha-Tikón (occidental) o Mare Nostrum, conforme lo llamaban los pueblos romanos. (3)

Las laderas rocosas de esta cadena montañosa y facilitaban la protección del grupo rebelde y lo hacían más inexpugnable al enemigo o a sus espías. No eran las elevaciones más altas de Israel, pues lo más que alcanzaban eran los mil ochocientos amót de altura, pero eran espesas en vegetación y apropiadas para establecerse. Har–Evál era la única montaña que llegaba a los dos mil amót de altitud. También eran abundantes las higueras, olivos y vides que proporcionaban ricos y copiosos frutos. Las laderas más bajas eran de pastos frescos y benignos para el ganado. La población podía vivir tanto del campo, como de la ganadería y también de la pesca, porque el nejar–ha–Yardén y sus afluentes así como del nejar ha-Ayalón y las corrientes que desembocan en ha-Yarkón, les proveían de abundantes peces.

En cierta ocasión Avrahám Avínu acampó en el valle que se encuentra próximo a estas montañas, cerca de los árboles grandes de Moré. Y también lo hizo Ya´akóv. (4) Esta tierra contaba con el mayor número de cabezas de bueyes y una gran población de asnos que eran de gran utilidad para los mercaderes y para el trabajo en el campo. También había numerosos rebaños de cabras y un notable mercado de camellos.

Ha emék ha-Yizreél (el valle o llanura de Yizreél) entre harei Guilboa y harei ha-Carmél así como el valle del nejar–ha–Yardén al este, garantizaban prosperidad para sus moradores. El citado valle de Yizreél constituía un pasillo de comunicación entre la llanura de ha-Sharón más pegada a la costa marítima, que progresaba de norte a sur, y la depresión del Yardén. En definitiva, constituía una discontinuidad entre las colinas de la Baja ha-Galíl y las elevaciones montañosas de Shomrón. El valle había sido devastado hacia el año 820 a. e. c., por Hazaél como castigo durante la guerra entre los reinos del norte y del sur. También lo hicieron más tarde los reyes asirios Salmanasar V y Sargón. Después, se ocuparon de recuperar los cultivos de tan rica tierra para su propio beneficio, porque eran abundantes en viñedos y olivares.

 

Ha–Sharón permitía amplias plantaciones y cultivos de cereales. Su acceso a ha-Tikón (el mar occidental) y la larga cordillera que se prolongaba por harei Guilboa hasta harei Efrayím y continuaba hacia el sur por harei Yehudáh, le daban una situación privilegiada y un clima benigno en contraste con el inhóspito del sur de la provincia.

En Shomrón se daban las tres regiones naturales de Israel: su llanura costera, la zona montañosa y la depresión del Yardén, que convertían definitivamente a Shomrón en la más fértil tierra del antiguo Israel. (5)

Shjem era la principal ciudad. Estaba situada al sur de Shomrón, entre har–Guerizím con sus generosas laderas y arroyos, y har–Evál o monte pelado, cuyas laderas empinadas estaban cubiertas de nopales y otra clase de cactus. En una larga jornada a caballo se podía llegar a Yerushaláyim. Era exuberante por su abundante abastecimiento de agua. Tenía magníficos huertos, campos de olivos, higueras, palmeras y manzanos. Se decía que era el único lugar hermoso desde Dan a Be’ér–Sheva.

Muchos acontecimientos recogidos en las escrituras habían acontecido en Shjem y en los lugares por los que moraban ahora Matityáhu y los suyos. Así, Ya´akóv había escondido los dioses extraños; fueron pronunciadas bendiciones y maldiciones sobre Israel. La experiencia de Avimélej hecho rey, que capturó y sembró de sal la ciudad. Rejav´ám, fue allí rechazado y el reino dividido. También el pozo de Ya´akóv estaba situado cerca de la base de har–Guerizím, a la derecha de donde se bifurcan los caminos que van de Shomrón a ha-Kineret, el mar de ha-Galíl. (6)

Estas y otras muchas extraordinarias experiencias se vivieron en este lugar y en estas tierras. Todas habían sido de gran relevancia para que Matityáhu tomara la decisión de establecerse allí siguiendo las recomendaciones de sus nuevos hermanos Daniel y Shim´ón.

En cuanto a la población de Shomrón, se había ido mezclando cada vez más con los extranjeros, pero siempre se habían afirmado como hijos de Israel. Tras la muerte del rey Shlomóh (928 a. e. c), el reino unido de David se dividió en dos: el reino del Norte, al que luego se llamó Israel, y el del Sur al que se conoció como reino de Yehudáh. Doscientos años después, el Reino del Norte comenzaría su desaparición a manos de los asirios. En el 726 a. e. c. Hoshéa Ben Eláh (Oseas), el último monarca del Reino de Israel, subió al trono y siguió haciendo lo malo ante los ojos de Di–s igual que habían hecho sus predecesores. Salmanasar V, el rey de los asirios, fue su castigo pues convirtió a Shomrón en nación tributaria. Pero Hoshéa siguió conspirando e incumpliendo con sus cargas por lo que, finalmente, se convirtió en enemigo del poderoso Imperio Asirio siendo borrado de la faz de la tierra. En el 722 a. e. c., Sargón II, tomó definitivamente Shomrón y se llevó a numerosos israelitas cautivos a Asiria. Más de treinta mil decían. Entonces, el rey de Asiria pobló de nuevo Shomrón con gente de Babilonia, de Ava, de Hamat y de Sefarvím. Desde ese momento, pasó a ser en una pacífica provincia Siria había ido perdiendo sus raíces más puras. Muchos shomroním, por tanto, descendían de colonos impíos desde hacía varias generaciones.

Después, las relaciones con los yehudím se tensaron a causa de no pocos desencuentros entre estas naciones vecinas. En época de Nejemyáh, Sambalát el horonita, gobernador de Shomrón, decidió construir un templo hebreo en la cima de har–Guerizím, que rivalizara con el de Yerushaláyim como afrenta porque no habían sido admitidos para colaborar en la reconstrucción del beit–ha–Mikdásh cuando los shomroním se ofrecieron para ello. En la cara noroeste de har–Guerizím llegó a haber un templo dedicado a Zeus, al que se accedía subiendo mil quinientos escalones desde el valle. También aquí se había dado el hecho histórico del discurso que Yotám, el hijo de Guideón, había lanzado a los terratenientes de Shjem desde un púlpito que permanecía levantado y era respetado por todos. (7)

La mayor tolerancia por parte de los shomroním hacia los seléucidas y la riqueza del territorio, hacía de Shomrón una tierra algo menos convulsa y de mayor progreso para los que terminaban estableciéndose allí cualquiera que fuera la causa.

Por todas estas razones de su historia, se revelaba un rechazo profundo entre los yehudím y los shomroním.

Matityáhu y sus hombres fueron, sin embargo, acogidos con reconocimiento a su valor, por lo que se les apoyó en cuanto necesitaron. Mostraron así su compromiso con la rebelión iniciada contra el tirano que quería enterrar la Alianza. Muchos shomroním, a su manera, deseaban mantener su fidelidad a ha–Shem y la irrupción de Matityáhu como defensor de la Alianza se ganó el afecto y la ayuda de todos los israelitas repartidos por el Imperio. También recibían sostén y auxilio de otros Pueblos que se consideraban descendientes de Ishmaél, así como del otro lado del Yardén, porque también querían zafarse del yugo seléucida.

En aquellas montañas, con ayuda de la población que les facilitaba comida, vestidos e incluso armas de muchos que ya no tenían fuerzas para empuñarlas, Daniel y Shim’ón formaron a su nuevo ejército. Algunos pocos, como eran soldados retirados del servicio, aprendían más rápido y decían que nadie les había enseñado tanto, se sentían más preparados para la guerra que cuando estaban en pleno uso de sus facultades.

Matityáhu pudo descansar porque veía el progreso de sus hermanos y daba gracias a ha–Shem por haber puesto en su camino a Daniel y a Shim’ón. Ahora él podía dedicarse más a las oraciones y a fortalecer espiritualmente a sus hombres. Daniel y Shim’ón participaban de todas las tefilót, les gustaba rezar en comunidad y asumieron el Shabbát como su día sagrado.

En Shabbát no había adiestramiento de combate, no entrenaban, ni practicaban estrategia. Se reunían durante horas entorno a Matityáhu y escuchaban la Toráh, comentaban la parasháh (8) y rezaban con verdadera devoción. También sus rostros estaban cambiados. Se les veía llenos de vida, más rejuvenecidos y fuertes.

Vivían en tiendas (9) y, mientras preparaban a sus hombres, defendían al Pueblo con incursiones permanentes que mantenían en jaque a los soldados e infundían ánimo al Pueblo. Prestaban también ayuda en sus tareas a los yehudím más vulnerables. Daban especial protección a las mujeres viudas y a las familias que habían sido rotas por la muerte del padre o el secuestro de sus hijos. Cada semana se veían obligados a realizar varias intervenciones para liberar a alguna comunidad hostigada. Los enfrentamientos a muerte con soldados, a menudo acompañados por guardias del beit–ha–Mikdásh, les hacían ser conscientes de la trascendencia de su instrucción militar.

Paulatinamente, las poblaciones rurales de Shomrón y ha–Galíl empezaban también a sentir con mayor fuerza la injusticia seléucida. Ya no se les permitía ser tolerantes ni simpatizar con el helenismo, sino que debían practicar exclusivamente la cultura y religión helenísticas. Esto dividió a la población. Unos se sumaron para evitar problemas, otros se dispusieron a sufrir muertes, quemas de campos y persecución. La presencia de Matityáhu les daba una esperanza y, a medida que conocían las numerosas ayudas que la población recibía por parte de los rebeldes, más aún los protegían y contribuían al engrandecimiento de su ejército apostando cuanto podían para la noble causa.