Yehudáh ha-Maccabí

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Aunque no había sitio en las gradas, Matityáhu y sus hijos se las arreglaron para situarse en la zona exterior de los atletas junto a las sogas que separaban al público de la pista de carrera. Era el final de la jornada y aunque estaban en zona prohibida para ellos, nadie reparó en la llegada de la familia, puesto que solo atendían ya a los preparativos y desarrollo de la última de las pruebas y la clausura de la competición. Se trataba de una carrera muy exigente porque combinaba la resistencia, con un alto ritmo de marcha y la potencia para sortear obstáculos. Por estas razones era la preferida de todos.

Allí estaban los diez mejores atletas clasificados. Con sus cuerpos desnudos y perfectamente entrenados se cuidaban al detalle no solo para exhibirse ante el público sino también para intimidar a los contrincantes con su fortaleza física y buena preparación para el desafío.

Entre ellos había un conocido de la familia. Se trataba de Jagáy, amigo de los hijos mayores de Matityáhu. Era hijo de Zejaryáh, un saduceo de familia muy acaudalada que se había helenizado. Jagáy se había convertido en la gran esperanza para Yerushaláyim y para los yehudím. Era el hijo mayor de Zejaryáh. Podía ya participar en los juegos, lo cual se consideraba un acto de gran estatus social para los amigos de lo helenístico como era este saduceo. Jagáy reunía imponentes condiciones físicas y se había entrenado a conciencia. Otra prueba de amistad a los ideales griegos había sido practicarse la dolorosa epispasmos, para disimular la circuncisión. En sus ejercicios de calentamiento previo, al pasar junto a Matityáhu y su familia no pudo evitar sonreírles y mostrar su alegría al verlos. Sintió el impulso de ir hacia ellos y saludarlos. Pero se le congeló la mirada al cruzarse con la de Matityáhu. Cubrió su vergüenza con las manos y siguió su calentamiento en dirección contraria.

Una campanada alertó a los atletas para que empezaran a disponerse en la línea de partida. Matityáhu señalaba a sus hijos todos los detalles sacrílegos, las actitudes, las palabras que se oían, las formas de unos y de otros, la mezquindad de Jasón, quien detentaba el cargo de ha–Cohén–ha– Gadól que aún ejercía su hermano Joniyó III. En el centro de la tribuna estaba Jasón, ejerciendo como gran autoridad del Pueblo, vestido con ketónet y mitsnéfet en lugar de la migbáat que le era lo propio, pues no era ha–Cohén–ha–Gadól, pero hasta ahí alcanzaba su descaro e irreverencia. (3) En fin, Matityáhu advertía a sus hijos acerca de tantas aberraciones como observaba con profunda tristeza. Estaba consternado por el espectáculo y se afanaba en instruirlos.

El juez anunció la salida y explicó al público que los atletas darían diez vueltas a la pista de dos estadios de cuerda. (4) Se habían dispuesto los preceptivos obstáculos: dos muretes de unos dos amót y medio de altura por casi dos de ancho, construidos con balas de heno. Al final de cada barrera había una pileta de agua de unos dos palmos de profundidad y una longitud de aproximadamente ocho amót de largo y el mismo ancho de la empalizada. Podían apoyar los pies en el obstáculo para saltarlo, lo importante era superarlos.

Yehudáh había perdido un poco el hilo de la instrucción de su padre, ensimismado en la explicación del juez y ante el reto que esos jóvenes, bien preparados para estas pruebas, iban a afrontar. Sentía sus corazones palpitantes porque el suyo también lo estaba. Matityáhu y sus hijos habían terminado ocupando un lugar privilegiado, pues estaban a menos de un cuarto de estadio de la salida. Sonó la señal y salieron corriendo los diez atletas clasificados. Dibujan una postura perfecta. Corrían descalzos, levantando el polvo al pisar la ceniza con la que se alfombraba el suelo para las pruebas. Braceaban unos con otros, se empujaban y trataban de hacerse paso para ocupar lo antes posible la cuerda, la parte interna de la pista.

Pasaron por delante de la familia de Matityáhu dejando tras de sí una nube de polvo y ceniza. El propio Matityáhu calló por un momento, porque en ese instante quiso morirse. Su pequeño Yehudáh cerraba el grupo de corredores. Había saltado a la pista para correr con esos atletas al tiempo en que la carrera pasaba por delante de ellos. Iba recogiéndose la ropa para que no impidiera su zancada y su progresión. A mitad de vuelta se le soltaron las sandalias y continuó descalzo como los demás. El público empezó a reír y a señalar al niño, otros comenzaron a increpar a los jueces encargados del orden de la prueba para que lo sacaran de allí y no molestara el curso de esa prueba final. Pero Jasón vio en ello un gesto simpático del que podía obtener ventaja, porque era la viva estampa del yehudí que se rinde al atractivo de la cultura helena ejemplificado en los juegos. En aquellos años, Joniyó III solía ausentarse de Yehudáh y de la Ciudad Santa pues consideraba necesario contar con el apoyo del rey para evitar todo el sufrimiento posible al Pueblo. Pero Jasón aprovechaba cada ausencia de su hermano, el legítimo Cohén-Gadól, para suplantarlo en el cargo y también para llamar la atención de Seléuco sobre su persona como la más indicada para ostentar la distinción de Sumo Sacerdote. Se mostraba, por tanto, servil a la política helenística hasta sus últimas consecuencias. Sin lugar a dudas, organizar algo genuinamente helenístico como estas pruebas, iba a granjearle grandes ventajas para sus planes de usurpar el cargo. La gran participación del Pueblo demostraría que su compromiso con la helenización era verdadero mientras que Joniyó perdía sus días en Antioquía clamando por los derechos de los yehudím. Este inesperado incidente del niño colmaba su alegría.

—¡Cohén-Gadól, haz una señal a los jueces para que detengan esta burla! —le decían sus secretarios.

—¡No, dejadlo! ¡Es una prueba de Zeus! ¡Un niño yehudí que no soporta más su esclavitud y se adhiere por fin a los valores griegos! ¡Daos cuenta! ¡Vamos, animad al chico! Además, se va a cansar en cuanto empiecen a doblarle en la segunda vuelta… ¡Lástima! ¡Aprisa, decid al pintor que dibuje esta escena, al menos que el rey la vea representada!

Matityáhu no sabía qué hacer. Estaba confuso, avergonzado y también asustado porque conocía las represalias que todo esto podría acarrearles.

Yehudáh seguía corriendo. Aunque iba el último de todos era capaz de sostener su ritmo. En el primer obstáculo tropezó debido a la gran altura que suponía aún para él y se llenó de paja y barro. El público estalló en carcajadas pero él se levantó y recuperó parte de lo perdido. En el segundo obstáculo, los dos primeros, que corrían en paralelo, se empujaron hombro con hombro y se desequilibraron yéndose al suelo ambos y haciendo trastabillar a casi todos menos a Yehudáh, que aún venía por atrás. Cuando se levantaron, el pequeño Yehudáh había llegado a la altura de los últimos y se reincorporaba al grupo. En ese momento los corredores se dieron cuenta de esta irregularidad. Se miraban atónitos y con gestos preguntaban a los jueces.

Sonó la campana que anunciaba el primer paso por la línea de meta. Comenzaba la segunda vuelta. Unos y otros seguían luchando por mantener la cuerda, el interior de la pista, ya que hacer las vueltas por fuera exigía más esfuerzo. Cuando Yehudáh se puso en paralelo con el décimo y undécimo, los representantes del Golán y Shomrón le cerraron el paso y salió dando trompicones. Pero no llegó a caer. Había perdido distancia nuevamente. En los obstáculos de la segunda vuelta hubo nuevas caídas en el foso y el idumeo no pudo levantarse. Había pisado en la batida y, cayendo en mala postura, se había fracturado la muñeca y tuvo que retirarse. En la pista quedaban nueve atletas más el pequeño Yehudáh. El agua de los fosos se había convertido en barro que teñía las piernas y los cuerpos de todos ellos.

Al paso para comenzar el tercer giro, Jasón, sus consejeros y los nobles que le acompañaban se sorprendían por la resistencia y la fuerza del infante. Los que venían de otras provincias preguntaban quién era ese muchacho y qué hacía allí, si era acaso una distracción preparada o un elemento de diversión más para el espectáculo. Pero miraban a Jasón con complicidad y lo aprobaban, ya que les parecía una excentricidad muy divertida. Jasón no paraba de regocijarse con este final de los juegos.

Yehudáh cada vez superaba mejor los obstáculos, estaba aprendiendo rápidamente la técnica para apoyarse durante la subida y caer casi desde lo alto sobre el agua embarrada sin que las rodillas o los tobillos se desestabilizaran. Pero aquello le requería un gran esfuerzo por su todavía corta estatura y porque aún le faltaba fuerza en las piernas. Con cada obstáculo perdía casi cuatro codos respecto a los demás.

Matityáhu estaba hundido, pues además veía a sus otros hijos disfrutar ingenuamente con lo que su hermano estaba haciendo.

Shim’ón, su hermano, gritó:

—Maccabáh, ají, ¡vas a ganar!, ¡corre!, ¡corre!, ¡por ha–Shem!

Los demás hermanos gritaban también animando a Yehudáh. Estaba rojo y su respiración era muy agitada, pero su mirada mostraba una determinación impropia del niño que aún era. Sus hermanos comenzaron a gritar al unísono jaleando su paso y así hicieron también los que había a su alrededor.

Todo estaba fuera de control para Matityáhu, su único consuelo era ver a Jasón disfrutando sin visos de querer castigar a Yehudáh. Miraba al Cielo y luego a Jasón y a su hijo. No podía creer que él hubiera dado lugar a esto.

—¡Adonay, perdóname! —repetía.

Sonaba el paso por el cuarto giro. El grupo de corredores parecía más compacto. Todos habían ido encontrando el ritmo de carrera que se iba imponiendo. Solo se extrañaban de ese intruso que les había aguantado ya cuatro vueltas. Cuando llegaban a la segunda curva del circuito, Yehudáh amenazó con rebasar al de Moáv que marchaba cerrando el pelotón de atletas tras el de Cilicia. En el momento en que el moavita sintió la llegada del pequeño, le hundió el codo en la boca y Yehudáh comenzó a sangrar. Acababa de recibir una dura lección.

 

Se oyó un lamento en el público. Yehudáh quedó nuevamente rezagado y como sin aliento, dudando si continuar o no. Entonces vio a su padre llorar. Se limpió la boca y arrancando un trozo de lino de su vestidura, lo mordió y continuó corriendo. Acababa de sonar el inicio del quinto giro.

Durante la quinta y sexta vuelta solo pudo aguantar a unos pasos muy por detrás de la cola del grupo sin perder más distancia. Los atletas, sin embargo, continuaban intercambiándose en la cabeza de la prueba, puesto que era un honor comandarla, aunque fuera fugazmente. Jasón y sus invitados se miraban encandilados por el emocionante regalo. Estaba siendo un espectáculo digno del rey. Era extraordinario y cuando se lo contaran a Seléuco, sería una grata noticia para él.

Los corredores comenzaban a aumentar el ritmo, sonaba la campana para la séptima vuelta. Lo apretado que iba el grupo mostraba la igualdad y excelente condición de todos. El ritmo de carrera seguía acrecentándose. El público se encendía mirando la lucha en la cabeza de carrera y la del niño Yehudáh que no se daba por vencido.

Antes de terminar el séptimo giro, en la recta de tribuna, Jagáy, el favorito por Yerushaláyim, fue derribado por el moavita y el representante antioquiano. Mediante señas y miradas cómplices, ambos se habían puesto de acuerdo para deshacerse del más peligroso contrincante. Mientras uno amagaba con rebasarle por el exterior, el otro se pegaba por detrás a sus piernas para provocar su tropiezo. Casi todos los seguidores pudieron esquivar a Jagáy que yacía en la arena. Pero el shomroní que, cerraba el grupo, no pudo reaccionar a tiempo y, después de chocar con el cuerpo de Jagáy, cayó hacia adelante y se rompió la nariz. El público lanzó una exclamación de gran decepción, expresando su lamentación y su desaprobación por la maniobra empleada para sacar de la carrera a Jagáy. Los yehudím veían desvanecerse las esperanzas depositadas en que uno de los suyos se coronase sobre todos los demás.

El shomroní (samaritano) abandonó la pista por su pie, pero estaba mareado y tenía un fuerte dolor por la fractura. Deambulaba aturdido intentando retirarse, por lo que el pequeño Yehudáh tuvo que sortearlo. Pasó entonces a la altura de Jagáy y, sin pensarlo, se entretuvo en darle la mano y ayudarle a levantarse. Jagáy solo había recibido una contusión, así que con la ayuda de su pequeño amigo se reincorporó lleno de furia a la carrera. El ánimo que este gesto insufló en el saduceo fue suficiente para intentar recomponer la prueba, aunque era muy difícil. Esta acción fue vitoreada por el público y el propio Jasón y sus invitados se pusieron en pie y comenzaron a aplaudir con locura, dando más alas a Jagáy para que siguiera luchando. Los espectadores no paraban de mostrar su júbilo con gritos de ánimo y celebración.

Tras el incidente, quedaban ocho atletas en carrera. Jagáy cabeceaba en un esfuerzo titánico por recuperar el ritmo de la prueba y la distancia perdida. Enseguida dejó atrás a Yehudáh.

Se marcaba el comienzo del octavo giro. Jagáy lograba enlazar con el representante de ha-Golán que cerraba ahora el pelotón. Aún estaba cuatro zancadas por detrás, pero había alcanzado al grupo en menos de una vuelta. El pequeño Yehudáh, sin embargo, seguía rezagado. Se completó el octavo giro sin más incidencias. Los corredores estaban de nuevo igualados. Habían pasado la recta de tribuna en un puño, con Jagáy a dos zancadas del último.

Tintineó la campana anunciando el noveno giro, la penúltima vuelta. El moavita y el antioquiano estaban imponiendo un ritmo infernal para todos pues temían que Jagáy pudiera disputarles aún los puestos de honor. Sabían que el esfuerzo realizado por el yehudí desde la caída, tendría que pasarle factura y pronto quedaría exhausto. Pero no paraban de mirar al grupo y asegurarse de la posición rezagada de Jagáy respecto a ellos, la cabeza de la carrera. Los representantes de ha-Galíl, Mitsráyim y Perea se mantenían en el grueso del pelotón que tras nueve vueltas cerraban tres atletas con visibles problemas para aguantar tan fuerte ritmo. Eran el representante del Golán, el de Cilicia y el nabateo. Inmediatamente detrás de ellos venía Jagáy.

El representante de Cilicia dio, entonces, un traspié y empujó al nabateo que iba a su lado, haciéndole perder el difícil equilibrio que ya mantenía de por sí en su forcejeo por mantenerse en el grupo. El nabateo no pudo sostenerse y terminó cayendo y desestabilizando también a Jagáy, al del Golán y al de Cilicia, causante del accidente. Finalmente, los tres pudieron sortear el riesgo, pero esta vez Jagáy había estado especialmente alerta y aprovechó la circunstancia para superar definitivamente tanto a uno como a otro.

Jagáy corría como un león a la caza del antioquiano y el moavita a quienes empezaba a hacerse eterno el final de la carrera. Comenzó a rebasar por el exterior al de Perea y al de Mitsráyim que cerraban ahora el grupo de los llamados a conquistar la corona. El galileo aún se resistía a ceder su posición. Esta disputa entre el galileo y Jagáy puso distancia con los perseguidores, el de Perea y el egipcio, y contribuyó a que se estrechara la ventaja desfavorable que ambos tenían con respecto a la cabeza de la prueba, el antioquiano y el moavita. En esta ocasión, no hubo empujones, ni codazos o zancadillas entre el galileo y el yehudí, sino una limpia competencia que el público apreció aplaudiendo con vigor y emoción.

Mientras tanto, el de Cilicia, ya desfondado y rezagado, abandonaba finalmente la carrera al igual que, poco antes, había tenido que hacer el nabateo. El de ha-Golán, que marchaba muy alejado del grupo, aguantaba a duras penas solo por el orgullo de cruzar la línea de meta.

Jagáy había superado los obstáculos de la novena vuelta con la ligereza de un caballo. Apuraba para llegar a la última curva de esa vuelta en posición de igualar al galileo. Durante todo el tramo intentó rebasarlo por fuera una vez más. Quería rebasarlo y cerrarse hacia la cuerda interior ya que, en toda su persecución desde la caída, todo su recorrido lo había hecho por la parte externa de la pista y esto suponía un mayor desgaste que el de sus contrincantes. El galileo no aguantó ese primer pulso y finalmente terminó cediendo su posición a Jagáy al finalizar la curva. De todas formas, no se había rendido y pasaron muy juntos la línea de meta completando la penúltima vuelta.

Sonó la campana marcando la décima y definitiva vuelta para todos salvo para los rezagados, el del Golán y el pequeño Yehudáh que seguía admirando al público con su pundonor.

En la primera curva del último giro, el representante de Perea que, junto al de Mitsráyim, marchaba por detrás del grupo de cabeza, sintió cómo le fallaba su tobillo. Aunque continuó corriendo, en el apoyo del primer obstáculo sufrió tal dolor que no pudo continuar. Era el quinto atleta que dejaba la prueba.

Jagáy, la gran esperanza local, estaba entre los cuatro primeros. El público seguía enfervorecido. El pequeño Yehudáh continuaba su particular prueba. Cada vez más asfixiado, veía cómo se alejaban los atletas, pero quería terminar. Además luchaba por superar al representante del Golán quien optó por abandonar la carrera antes de sufrir tal deshonra.

Jagáy aún marchaba en tercera posición, una zancada por delante del persistente galileo y tres por detrás del moavita y del antioquiano. El egipcio se había descolgado sin posibilidad de disputar ya los puestos de honor.

Llegaban al último obstáculo antes de la curva final. Los cuatro de cabeza lo pasaron sin problemas, pero Jagáy había recortado un codo más la diferencia con los dos primeros. Quedaba un cuarto de estadio para concluir la prueba. El antioquiano conservaba la primera posición y dos codos por detrás marchaba ahora el moavita. Los cuatro de cabeza corrían a tumba abierta. Con el aliento del público, Jagáy logró situarse a media zancada del moavita. También el galileo parecía haberse fortalecido en esta disputa con Jagáy. En mitad de la última curva, tanto Jagáy como el galileo estaban a la altura del moavita y a una zancada del antioquiano. El público gritaba enardecido y exultante de emoción. En la grada de honor todos estaban de pie ante el espectáculo.

Una vez más, Jagáy tuvo que abrirse para intentar rebasar al moavita antes de terminar la curva. Culminar la recuperación estaba siendo titánico para Jagáy. Encaraban la recta final y aún tenía que rebasar al moavita, seguir manteniendo por detrás al galileo y neutralizar la zancada con la que le aventajaba el antioquiano. Ver la línea de meta y sentir a sus conciudadanos gritando por él, dio ánimo y resistencia a Jagáy. Pero el moavita y el galileo seguían firmes. Los cuatro de cabeza habían salido de la última curva casi en paralelo. El antioqueño mantenía un codo de ventaja. Era la hora de la verdad para los cuatro. Enseguida arreciaron los manotazos y golpes con el codo por lo que Jagáy tuvo que relegarse ligeramente al cuarto puesto ya que no quería arriesgarse a sufrir una caída que arruinaría definitivamente su épica batalla en los amót finales.

En los rápidos gestos que intercambiaban, se entrevía complicidad entre los representares de ha–Galíl, Antioquía y Moáv. Querían asegurarse los tres puestos de honor y para ello tenían que volver a deshacerse del representante de Yerushaláyim.

Jagáy se había refugiado de los golpes abriéndose más en la pista, pero ahora tenía que cerrar el paso a sus contrincantes porque la diferencia entre unos y otros era mínima. A escasos amót de la meta lo empujaron a la desesperada y consiguieron que trastabillara de tal forma que sus zancadas eran extraordinariamente amplias, no por técnica, sino por supervivencia para no caer.

Finalmente, se desplomó hacia adelante dándose de bruces contra el suelo de la pista, pero justo cuando su cuerpo había tocado la seda roja que señalaba la meta.

Había llegado apenas una mano antes que el galileo, finalmente, clasificado segundo. El antioquiano fue tercero y el moavita, cuarto.

Jagáy el saduceo, el hijo de Zejaryáh y representante de Yerushaláyim, había vencido en una carrera de la que se hablaría mucho por todas las provincias. Era el héroe de todos. Poco después llegaron el de Mitsráyim, quinto, y Yehudáh el pequeño, sexto. Se le veía exhausto además de ensangrentado desde que en el inicio recibiera ese sucio golpe con el que le partieron el labio.

El público, enloquecido, había abarrotado la pista. Jasón se mantenía de pie aplaudiendo y con él toda la tribuna. Había sido una prueba insospechadamente delirante, en buena parte, gracias al pequeño Yehudáh. Algunos que lo veían, lo abrazaban, pero la mayoría estaba ya entregada al vencedor. Mientras agasajaban al campeón, los hermanos de Yehudáh habían llegado hasta él y lo besaban, limpiaban su boca y lo conducían fuera del tumulto.

Cuando llegaron con él hasta Matityáhu, su rostro estaba impregnado de lágrimas de rabia por lo sucedido y de amor a su hijo. No tenía fuerzas para regañarle. Un juez de pista le había entregado las sandalias de su hijo diciéndole que era un futuro campeón. Fue hacia él, lo abrazó en silencio, le colocó sus sandalias y se marcharon.

Mientras tanto, en el palco de autoridades, Jasón no se olvidaba de lo ocurrido. Mandó que sus guardias se enterasen de quién era ese niño. Lo quería ante sí. ¡Podría convertirle en alguien invencible! Sin entrenamiento ninguno, vestido, y de tan corta edad, ¡había competido con quienes la élite de entre los cuarenta mejores atletas del Imperio presentados a esa prueba! Este niño sería el gran estandarte del Pueblo si lograba educarle a su lado.

Así pues, los guardias del Cohén–ha–Gadól, al servicio de Jasón, siguieron con la vista el recorrido de Matityáhu con sus hijos según bajaban por el valle y llegaron hasta ellos.

—¡Detente! —le gritaron—. ¿Es tu hijo? —preguntaron.

—Son mis hijos —contestó Matityáhu.

—Ha–Cohén–ha–Gadól quiere conocer a ése —dijeron, señalando a Yehudáh.

—Jasón no es ha–Cohén–ha–Gadól. ¿Acaso traicionáis a Joniyó III? —Era una pregunta retórica—. Decid a vuestro Cohén que no apruebo lo que ha hecho mi hijo y que tan solo queremos regresar a casa para lavarle, curarle y pedir a ha–Shem que nos perdone.

Ante esta negativa, los guardias intentaron cerrar el paso a Matityáhu, pero él, que conocía bien cómo eran y no les temía, los miró con firmeza y les dijo:

 

—No oséis detener a un siervo de Di–s que va a ofrecer su sacrificio o Él hará que las víctimas seáis vosotros mismos.

Esta amenaza surtió efecto. Los guardias le abrieron paso, aunque lo miraban como si fueran perros a punto de estallar porque debido a esto irían con una negativa a Jasón que no le iba a gustar.

Percibiendo Matityáhu esa preocupación, les dijo:

—Decid a Jasón que soy Matityáhu de Mod’ín, él me conoce y no arremeterá contra vosotros.

Con esta información, los soldados parecieron quedarse más conformes y, dejando el camino expedito para los interrogados, regresaron a informar a Jasón acerca de la identidad del niño y de su padre. Cuando llegaron a la tribuna esperaron a que Jasón entregara los laureles a los primeros y una vez concluida la ceremonia con trompetas y música, se le acercaron para informarle de lo que Matityáhu les había dicho.

—¿Mod’ín? Sí, creo que sé quién es ese Matityáhu… Es cohén, claro, claro… ¡Cuánto tiempo…! ¡Y precisamente su hijo! —exclamó mientras se dibujaba en su rostro una sonrisa malvada.

Entonces, los soldados, viéndole conforme, recuperaron su tranquilidad. Parecía que habían cumplido con su misión y se retiraron sin mayor amonestación.

Jasón sabía quién era Matityáhu, porque habían compartido muchos años de formación y servicio en el beit–ha–Mikdásh, aunque nunca fueron buenos amigos. De hecho, Jasón codició siempre el poder y le gustaba sentirse importante en la organización del Templo. Fue él quien conspiró hasta conseguir que Matityáhu, a quien consideraba un contrincante a temer, fuera enviado a Mod’ín lejos de Yerushaláyim y del beit–ha–Mikdásh. Sin duda, conocía su firmeza y rectitud, por lo que no podría haber imaginado que un hijo suyo tuviera esos arrebatos de rebeldía. Pero esta posibilidad le llenaba de satisfacción y en su interior se mofaba de él imaginando la reacción de Matityáhu con su hijo. Era otro regalo para su espíritu siniestro en un gran día.

—¿Hemos llevado el ídolo griego a Mod’ín? —preguntó a los leviím que le acompañaban—. Enteraos de ello y si no se ha hecho, preparadlo —ordenó a su secretario.

Sin quererlo, con su acción irresponsable, el pequeño Yehudáh había precipitado el hecho que acabaría desencadenando la revuelta. Jasón sospechaba que Matityáhu nunca dejaría que su pequeño héroe fuera educado en el helenismo y como atleta. Suspiró y trató de olvidarlo, pero, en el peor de los casos, Mod’ín tendría su altar dedicado al dios griego y quizá aún podría arrebatarle a ese niño prodigio.

Matityáhu y sus hijos llegaron muy tarde a Mod´ín. Gracias a un carretero que regresaba de vacío y los recogió en las proximidades de beit-Iksa, pudieron hacer la mitad del camino sin andar y acortar tiempo. Primero lavaron a Yehudáh y después hicieron la plegaria de Arvít. Luego, Matityáhu dio su bendición de padre a todos, incluido Yehudáh, pero no tuvieron su habitual reunión. Matityáhu estaba muy afectado. Ninguno había abierto la boca. Nadie quería provocar comentarios sobre una situación que era desconocida para todos. Nunca se desobedecía al padre, estaban educados en el seguimiento de la Toráh y ello incluía, sin duda, como un mandamiento, la obediencia a los progenitores. Así pues, sin ganas de cenar, se entregaron al sueño.

A la mañana siguiente, cuando despertaron, nadie encontraba a Yehudáh. Se habían levantado para hacer la oración de Shajarít y el pequeño no estaba. Salieron a buscarle por la ciudad y no lo hallaron, ni tuvieron noticia de que alguien lo viera. Como tenían que regresar a hacer la plegaria y confiaban en que estaría por la ciudad, decidieron que luego continuarían la búsqueda. Avisaron a sus vecinos de la desaparición y les pidieron que estuvieran atentos a cualquier noticia del niño.

A media mañana, el pequeño apareció sonriente y decidido.

—Hijo, ¿dónde estabas? —preguntó Matityáhu, que ya no sabía cómo actuar con él.

—Estaba en ha–guiv’á, padre… —dijo, señalando a la colina a su espalda.

—Pero ¿qué hacías allí? ¡Nos has preocupado a todos, hemos salido a buscarte por todas partes! ¡Has faltado a Shajarít!

—Slijáh, padre, lo siento.

—Que ha–Shem nos perdone, hijo. ¿Qué has ido a hacer allí?

—Me desperté y oí una voz. La seguí y sin darme cuenta estaba en allá arriba.

—¿En la colina? ¿Una voz? Pero ¡tú no eres sonámbulo!

—Yo estaba despierto, abba, sabía lo que hacía. Me hablaba con claridad, aunque era una voz como interior, y decía, «ven y llora en Mis brazos, ven a Mí y te daré consuelo». No tuve miedo en seguirla porque daba mucha confianza y paz.

Mientras repetía las palabras con las que la voz le había guiado, Matityáhu miraba absorto a su hijo. Todas estas experiencias acumuladas en un día eran demasiado costosas de digerir. Sin embargo, las palabras de Yehudáh le daban calma. Se dio cuenta de que él mismo las había oído, pero las había confundido con un sueño. Ahora sabía que ha–Shem les había hablado en su compunción y les mostraba el perdón.

—Hijo… —se quedaba sin palabras—, hijo, ¿qué más te ha dicho?

Viendo la actitud serena de su padre, todos fueron dejando sus labores y rodearon a Yehudáh para escucharle.

—Me dijo que dejara mis ojos cerrados y no temiera. Que le hablara yo. Pero yo solo he llorado. No he hablado, pero Él sabía lo que yo sentía y lo que pensaba porque me dijo que, si quería ofrecerle un sacrificio en forma de mi ayuno durante tres días, Él lo aceptaba siempre que tú, padre, lo aprobases. Me dijo que tenía que obedecerte y que siempre acudiera a ti. También me dijo que volveríamos a hablar cuando yo fuera mayor.

—¿Viste un fuego, una zarza, un ángel…? —preguntaban intrigados los hermanos.

—No, era solo una voz, pero parecía que un padre y una madre me abrazaran en todo momento. También había una esfera muy blanca, cuando intentaba retenerla con mis ojos cerrados, se escapaba por arriba y desapareció de inmediato al abrir los ojos. Era cálida y me daba mucha paz.

Todos continuaron mirándole en silencio. Matityáhu lloraba.

—Padre —dijo Yehudáh—, ¿me perdonas? No volveré a causarte un problema.

—Hijo, si ha–Shem te ha perdonado, yo no soy nadie para no hacerlo, Suyos sois. Yo he recibido el honor y la responsabilidad de cuidar de vosotros en este mundo. Alabado sea Él que en Su Grandeza se ha acordado de nosotros, ha–Shem te ha hablado Yehudáh. También yo oí esa voz, pero mi mente madura no permitió que la siguiera, enseguida pensé que era un sueño o mi imaginación. En cambio, tu inocencia te hace puro y te dejaste llevar hasta Sus Brazos. Haré contigo ese ayuno. Ya te advierto que no va a ser fácil.

—¡Nosotros también, padre! —coincidieron los demás—. ¡También hemos pecado!

—No, hijos míos, solo manifestasteis vuestro amor por vuestro hermano. No pecasteis y os necesito fuertes para llevar el trabajo de la casa y del campo. Lo haremos Yehudáh y yo. Orad por nosotros.

Aquella fue la única vez en la vida de Yehudáh que desobedeció a su padre. Desde entonces, comenzó a modelar su carácter. Se tornó más introspectivo. Buscaba momentos en los que poder mantenerse con sus ojos cerrados en silencio y sentía más pureza en sus oraciones. Trataba de visualizar esa esfera de luz que tanta paz le había dado, pero no lo había vuelto a conseguir.

Pidió permiso a Matityáhu para ejercitarse cada día porque decía que necesitaba hacerlo y que, si ha–Shem no lo desaprobaba, a él le hacía bien.