Yehudáh ha-Maccabí

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Después de un largo rato en el que todos sus compañeros habían seguido trabajando para disponer los enterramientos mientras él retomaba fuerzas, Yehudáh se levantó. Caminó hacia el lugar del martirio y vio, preparados para su purificación, los cuerpos descoyuntados de los sacrificados. No pudo contenerse. Brotaron lágrimas de sus ojos y se le cerró el estómago.

Yehudáh entonces pidió a los que allí estaban, que se ocuparan de enterrar juntos a los siete hermanos y a su madre colocándolos en una fosa contigua a la de El´azár. Entre ellos había un descendiente de una noble familia de filisteos de nombre Sami, que seguía la religión de los hijos de Israel y se había unido al grupo. Entre sus habilidades estaba la escritura y se había ofrecido a recoger en pergaminos todos los hechos vividos para informar al Pueblo. Yehudáh le llamó y le rogó que anotara sus palabras:

—Dice Moshé: «Todos los justos están bajo Tus Manos». Y ellos, que se santificaron por causa de ha–Shem, no solo fueron honrados con tal honor, sino también con el de lograr que los enemigos no dominaran a nuestro Pueblo y que el tirano fuera castigado y nuestra patria purificada. Pagaron por los pecados de todos. Por la sangre de aquellos justos y por su muerte propiciatoria, la divina providencia salvó a Israel. Así pues, ¡israelitas!, vosotros, que descendéis de Avrahám Avínu, ¡obedeced esta Toráh y observad en todo la piedad! Sabéis que la razón piadosa es dueña de las pasiones y de los sufrimientos tanto internos como externos. Por eso aquellos, al ofrecer sus cuerpos a los sufrimientos por causa de la piedad, consiguieron la admiración de los hombres y sus propios verdugos, preservando nuestra herencia divina. Gracias a ellos, algún día esta nación recobrará la paz, se restablecerá la observancia de la Toráh en nuestra patria y obligaremos a los enemigos a capitular.

Cuando terminó, se sentía aturdido, era como si esas palabras no fueran suyas, sino brotadas a través de él y nuevamente lloró.

Entonces se acercó Yehonatán y le dijo:

—Yehudáh, por mi culpa murieron. Si hubiera escapado antes y hubiera corrido más, esto podría haberse evitado… Tuve que parar varias veces porque me dolía el pecho, pero tenía que haber seguido. Estoy avergonzado ante vosotros y ante ha–Shem.Tenía que haberme quedado y tú, que eres el más fuerte y quien mejor corre, hubieras llegado a tiempo.

—Ají, hermano mío, no tienes nada que reprocharte o achacarte, no seas injusto contigo. Nadie hubiera corrido más que tú. Eres puro y me obedeciste. Yo, a lo mejor, no lo hubiera hecho y hubiéramos perdido nuestra oportunidad de escapar discutiendo y poniendo en riesgo nuestra vida. Ha–Shem te eligió y tú hiciste cuanto pudiste. ¡Y me has salvado! Si el cuerpo te obliga a tomar aire, nada debemos hacer. Paraste cuando no tuviste más remedio, no quebrantes tu paz con ello.

Y, mirando al cielo, se dirigió a Di-s y exclamó:

— ¡Oh, Adonay, ruego Tu Bendición para mi hermano, porque es humilde y le duele fallarte. Haz que la paz retorne a su corazón!

Se tomaron por los antebrazos, intercambiaron su mirada de amor y se fundieron en un largo abrazo.

Yehudáh pasó la tarde y la noche recuperándose mientras contaba los espeluznantes sucesos y execrables crímenes de Antíoco de los que fue testigo pero insistía en admirar el valor de sus hermanos de fe. Las quemaduras de su cuerpo no eran de las más graves, aunque sus heridas necesitaron cuatro semanas de curas constantes hasta que empezaron a crear costra y la piel comenzó a renovarse. Otros, sin embargo, vivirían el resto de sus vidas ciegos, mutilados o con dolorosas marcas en recuerdo de aquel drama.

No se cansaba de contar que los hermanos de esa comunidad habían mostrado una insólita. Habían mostrado una dignidad propia de los ángeles. Señalaba una y otra vez hacia ese punto del horizonte hacia el sureste del emplazamiento, y se preguntaba qué verían o qué les insuflaría valor allí.

—No sabemos, Yehudáh, lo que sí es cierto es que el martirio infligido solo puede predicarse de seres inmundos, no de hombres, por crueles que puedan llegar a ser… —dijo Shim’ón.

—Fijaos, los supervivientes están reunidos en silencio mirando hacia donde dice Yehudáh. ¡Preguntémosles! —dijo su hermano El´azár.

—No, hijos —se adelantó Matityáhu—, sea lo que sea, es su paz y su recogimiento. Hemos de respetarlo. Han pasado por un trance horrible. Barúj ha–Shem porque les da sosiego y consuelo en este día de oscuridad para todos. Después, me acercaré a interesarme por su estado y a conocer sus disposiciones para el entierro de sus hermanos de comunidad.

—Tienes razón, padre —dijo Yehudáh.

—Sí —añadieron todos—, unámonos en oración y descansemos.

Matityáhu levantaba su mirada al cielo una y otra vez buscando su propio consuelo para el desgarro que sentía en su interior por no haber llegado a tiempo de socorrerlos. Pero, en verdad, pedía una señal que le hiciera saber si sus actos podían ser bendecidos por Di–s o si, por el contrario, estaba liderando una causa contraria a Su Voluntad. Esta duda le perseguía y atormentaba sin cesar y cuantas más desgracias ocurrían, más hería su corazón. Necesitaba un retiro, pero no podía permitírselo porque los días eran frenéticos y violentos, ora luchando, ora huyendo, ora cambiando de campamento o trabajando con las familias. Cuánto añoraba la sinagoga de Mod’ín y cuánto le dolía no ser bienvenido en el beit–ha–Mikdásh, su casa y la Casa de Di–s.

Una vez logró apaciguar su mente, observó de nuevo a los supervivientes en la lejanía. Estaban a unos dos estadios de su posición. No se los oía. La noche empezaba a caer y el calor era algo menos sofocante. Decidió acercarse para interesarse por sus heridas y por el dolor de corazón que, con seguridad, sentían. Y entonces vio a alguien.

—¡Eres tú! ¿También estabas en las casas quemadas?

—Shalóm, Matityáhu. Gracias por vuestra ayuda. Estamos unidos con el espíritu de los hermanos que pronto iniciarán su camino hasta unirse a la luz de ha–Shem. Los ángeles del Eterno ya están aquí para llevarlos. Puedes sentarte con nosotros si lo deseas — dijo aquel hombre, cuyo rostro no se veía en la oscuridad de la noche.

Los demás continuaban en su silencio, con los ojos cerrados y su alma dirigida a Di–s que, verdaderamente, los estaba consolando.

—Estoy impuro, necesito un baño ritual y un retiro. Mi alma está compungida y mis manos manchadas de sangre. Te lo agradezco y lo haría con devoción, pero no puedo entrar en oración a vuestro lado. Ruega por mí, iré a hacer mis oraciones en soledad.

—En este mundo no podemos estar puros pero si vieras la luz como, en este momento, tengo el privilegio de verla, serías limpio al instante. Pero comprendo tu sentimiento —dijo aquel viejo conocido que lideraba a esa comunidad.

Matityáhu hizo un silencio que aquel hombre percibió y les recordó a ambos las muchas conversaciones que habían mantenido al respecto cuando los dos eran cohaním en el beit–ha–Mikdásh. Matityáhu seguía fiel a su creencia de que, tras la muerte, seguíamos unidos a la tierra durante un período de once meses y que luego ascendíamos al Cielo. Él sabía que aquel hombre no mentía, ni era un loco, por eso mismo le causaba inquietud. Él hablaba en un lenguaje que a Matityáhu le provocaba distanciamiento al tiempo que deseaba comprenderlo. Pero Matityáhu nunca había dudado de la rectitud de su judaísmo y de que el camino que agradaba a ha–Shem era el de perfeccionarse en el conocimiento de la Toráh. También esmerarse en controlar sus pasiones y abrillantar sus virtudes para ponerlas al servicio del Pueblo. Todo ello significaba la verdadera alabanza a Di–s. No era el momento para entrar en disquisiciones de fe con su viejo amigo. Así pues, por respeto, prefirió desviar la conversación.

—¿Os quedaréis aquí tú y los tuyos?

—Nos marcharemos al amanecer. Los llevaré al norte junto a otros hermanos. Allí tenemos animales y nuestros huertos. Aquí tardará la tierra en recuperarse.

—¿Y los heridos?

—En dos días estarán preparados para su traslado y entonces vendrán hermanos a por ellos.

—Sabes que puedo quedarme a su cuidado cuantos días necesiten y llevarlos donde nos indiques.

—Lo sé, mas debes seguir tu camino.

—No interrumpo más, Shalóm, barúj atáh, y bendita tu comunidad.

—Barúj atáh, y bendita tu misión —le contestó, conociendo la naturaleza del pesar que Matityáhu llevaba en su interior.

Las palabras de aquel extraño compañero de juventud habían desvanecido la oscuridad espiritual en la que vivía Matityáhu desde el día en que mató a aquellos dos hombres. El sacerdote y amigo, con el que antaño había tenido tantas conversaciones encontradas sobre el camino para agradar a Di–s, acababa de darle la paz que necesitaba. Se giró una vez más hacia aquella humilde y ejemplar comunidad de hermanos y percibió su gran espiritualidad. Apenas había sollozos. Pero las lágrimas caían por sus mejillas y la poca luz de la luna reflejada en ellas las hacía brillar. En muchos rostros solo había piedad y silencio. Una estrella fugaz cruzó el firmamento durante largo rato y se perdió en la dirección que Yehudáh indicaba una y otra vez. Ahora entendía Matityáhu adónde dirigían su mirada esos mártires.

La madrugada seguía siendo calurosa en el recinto calcinado, pero en esa trágica jornada en la que muchos hermanos habían sido asesinados y casi pierde a su hijo, unas pocas palabras de aquel viejo amigo bastaron para sanar a Matityáhu y ayudarle a recuperar la paz perdida.

A la mañana siguiente la comunidad había partido en silencio antes de que todos despertaran. Después de dar las gracias a los que estaban de guardia, se habían dirigido hacia el norte con las manos vacías una vez más. Pero poco importaba a quienes, como ellos, consideraban que esta vida era un mero tránsito de su existencia infinita, aunque habían comprobado que también estaba llena de dolor. Estos grupos de yehudím purificaban su espíritu en el sufrimiento. Aprendían día a día que el mal puede corromper la carne, pero no puede tocar el alma, que es la esencia de la persona. Por eso, a pesar de la gran tragedia vivida, de la pérdida de sus seres queridos y hermanos de comunidad, y de haberlo perdido todo, en sus ojos había paz.

 

Matityáhu dispuso que el grupo permaneciera allí hasta dar completa sepultura a los muertos y los heridos pudiesen caminar. Tenía la confianza de ha–Shem les protegería hasta culminar su santo trabajo. Sentados en shiv´áh, purificarían los campos con sus oraciones y rogarían el perdón del Cielo.

Matityáhu y sus hombres pasaron los días practicando kibúd–ha–met, honrando y respetando a las víctimas. Al día siguiente de la masacre, antes de Arvít, ya habían dado sepultura a todos los hermanos. Se habían afanado en cumplir con la prescripción de hacer el enterramiento sin demora. Concluido el trabajo, exhaustos, se dispusieron a orar. Matityáhu realizó la keriáh desgarrando su túnica para expresar el dolor por los muertos y, acto seguido, mientras alcanzaba con la vista a todas las sepulturas, había pronunciado su bendición diciendo:

—Barúj Atáh, Adonay, Elohénu, Mélej ha–olám, Dayán ha–Emét. (3)

Al tercer día, muy temprano, hermanos de la comunidad martirizada, vinieron a buscar a sus heridos. Todos bebían un líquido macilento y parecían recuperarse de su debilidad. Fueron subidos a diferentes carros y, mirando con agradecimiento a todos, se despidieron tras inclinar sus cabezas hacia ellos y hacia los cuerpos que allí quedaban para siempre.

Desde que se retiraron a las montañas y, previendo que iban a afrontar muchas circunstancias de guerra y de muerte, Matityáhu había preparado una jevráh kadisháh (4), que se encargaría especialmente de cuidar los cuerpos y de su preparación para el sepelio, así como para vigilar que el entierro se realizara siguiendo todas las prescripciones. Siempre, claro estaba, que las circunstancias de guerra lo permitieran. Estos elegidos no podían luchar salvo en caso de ser atacados. Entonces se les permitía defender sus vidas, pero no les era lícito salir a combatir porque tenían que preservar su más alto grado de pureza para una labor tan sagrada.

La aninút (5) se había llevado con gran silencio y recogimiento por parte de todos. No les era fácil reponerse de la congoja y la angustia por lo ocurrido a tantos hermanos, pero el cumplimiento de su mitsváh como deber sagrado, les insuflaba ánimo para hacerlo.

En grupos de tres, habían recorrido las aldeas adquiriendo tajrijím suficientes para vestir con la dignidad debida a todos los cuerpos y no pararon hasta conseguirlo para no demorar los enterramientos. Un grupo de veinte hombres había preparado incansablemente las fosas para la kevuráh, la sepultura, y otros, los integrantes de la jevráh kadisháh, habían cumplido con la taharáh, la purificación ritual, lavando cuidadosamente los cuerpos.

Durante los treinta días siguientes al entierro harían sheloshím comprometiéndose a no llevar a cabo acciones bélicas, sino solo a rezar por las víctimas. Recitarían Kadísh, la oración fúnebre, en sus servicios durante once meses. También acordaron que, en ese último día, regresarían al lugar y harían Yizkór, las oraciones conmemorativas, para homenajear a los muertos como si fueran su propia familia. El catorce de Elúl sería un día especial de observancias para conmemorar el aniversario de la muerte de quienes habían sido ejemplo para todos. Poco más podían hacer como rebeldes en guerra. Pero, ni en esas circunstancias, olvidaban su compromiso con la Toráh. Por otra parte, aquellos hijos de Israel muertos en condiciones tan tristes y dolorosas para ha–Shem, habían merecido la honra y dignidad que pudieron darles.

Había un conocido sepulturero a las afueras de Yerushaláyim, cerca del barranco de Ben Hinóm, al sur de la ciudad. Allí se había trasladado Shim’ón, uno de los hijos de Matityáhu, a fin de encargar la lápida que traerían días después para colocar en el campo de los mártires. Cuando el picapedrero y grabador conoció la historia, dio prioridad a este encargo y admitió solo la mitad del precio de su trabajo como muestra de respeto al servicio que los rebeldes estaban haciendo por todos los muertos. Era un pesado monolito de cuatro amót y medio de alto por casi tres de ancho. (6) Lo trajeron en carreta y hubo de ser manejado por seis hombres con gran esfuerzo. El encargo, el traslado y su colocación llevaron ocho días, pero los muertos quedarían honrados por siempre. Le pidieron que grabase las siguientes palabras como memorial para el Pueblo:

Aquí yace el venerable sacerdote El’azár junto a la viuda Danah y sus siete hijos. Fueron sacrificados por defender la Toráh por lo que son dignos hijos de Israel.

Víctimas de la violencia de un tirano que pretendió destruir a la nación judía, vengaron a nuestro Pueblo con la mirada puesta en ha–Shem y resistieron las torturas hasta la muerte. Libraron un combate santo junto a toda la comunidad de hermanos cuyos cuerpos descansan en este campo de dolor.

Como no podían colocar un manto en cada uno de los cuerpos sepultados, en señal de respeto a todos, colocaron la talít, manto de oración, con su tsitsít, sobre el cuerpo de El´azár, el cohén. (7)

Después levantaron un cercado con las maderas quemadas de las casas y se señaló el emplazamiento donde habían sido sepultados los cadáveres. En lo sucesivo se convirtió en un lugar venerado y la improvisada empalizada fue sustituida por un muro de piedra circundante de poca altura. La estela en honor de los muertos traída desde ha-Hinóm, presidía la entrada al perímetro y allí muchos se sentaban a encontrar fuerzas rememorando el valor y la fe de aquellos yehudím. La muerte de los inocentes no fue en balde, sino que vigorizó la esperanza del Pueblo. En mucho tiempo nadie osó poner sus manos sobre aquella tierra.

Desde aquel día, también se estableció en el campamento rebelde un retén de tefiláh (8) que rogaba a ha–Shem por la paz del Pueblo y para que les diera fuerzas y guía en la lucha contra el opresor y asesino. Durante las oraciones del día, todos se juntaban en una improvisada sinagoga y, al terminar cada rezo y lectura, Matityáhu disponía quiénes se mantendrían en oración. Una vez más, como los siete brazos de la menoráh, tantos serían los elegidos para iluminarles con su oración. (9)

CAPÍTULO III

Matityáhu y Yehudáh

Yehudáh era un joven fuerte, el tercero de los hijos de Matityáhu. Su madre se llamaba Rivkáh y había fallecido a consecuencia de graves hemorragias sobrevenidas tras el parto de Yehonatán y El´azár, los gemelos. Matityáhu asumió entonces la crianza, educación y cuidado de sus cinco hijos a quienes formaba en el amor a la naturaleza, las labores del campo, el cuidado de los animales y, sobre todo, en la piedad y en los valores del judaísmo.

Matityáhu descendía de una familia Cohén. Brillaba por su disciplina y capacidad de entrega al Pueblo. Eran espejo para muchas comunidades que hablaban de ella como unos yehudím ejemplares en el cumplimiento de la Toráh.

Desde su infancia, todas las noches, antes de retirarse a descansar, los hermanos se reunían alrededor de su padre para escuchar la Toráh y recibir la especial instrucción que Matityáhu dispensaba a todos en general, y a cada uno en particular, porque los conocía y aprendía de ellos. Con una mirada, sabía lo que uno y otro comprendían y también quién de ellos requería de algún midrásh que iluminase su mente.(1) Una vez sentía la paz en la mirada de sus hijos, Matityáhu daba gracias a Di–s por ayudarle a encontrar las palabras que ellos precisaban. Hablaban también de las costumbres judías, de la historia del Pueblo, de cómo los deportados de Babilonia habían decidido, a su regreso, dar nombre a los meses del año. Ellos preguntaban toda clase de curiosidades. Desde saber por qué había meses con dos rashey jódesh (dos días de inicio de mes), o por qué se ponían símbolos a los meses, como el cabrito en Tevét, el balde en Shevát, los peces en Adár, etc. Sobre cómo era el lugar santo del beit–ha–Mikdásh y cómo era la vida de los leviím (levitas) y los cohaním allí. También habían hablado muchas veces de las razones por las que estaban en Mod’ín y no en Yerushaláyim.

Matityáhu respondía con paciencia y claridad a las inquietudes de todos porque algún día tendrían que hacerlo ellos con sus hijos y esto era lo que había preservado durante generaciones la esencia yehudit y la Alianza.

Debido a esta comunicación tan cercana entre Matityáhu y sus hijos, cuando se inició la rebelión y huyeron a refugiarse al desierto y a la montaña, todos ellos se acostumbraron rápidamente a la vida nómada e incierta pues estar junto a su padre y cumplir la Ley era lo más preciado para cada uno de los hermanos.

La cabeza de Yehudáh presentaba una protuberancia en la parte posterior del cráneo, que daba una forma particular al hueso occipital. Las de sus hermanos, en cambio, eran de aspecto más redondeado o incluso cuadrado. Pero, además, Yehudáh era conocido por su insistencia y tenacidad. Desde niño, siempre que quería algo, por poco importante que fuera, insistía machaconamente hasta conseguirlo por sus propios medios o apelando a la ayuda de quien pudiera hacerlo. Lo que fuera menester para ver cumplido su objetivo. Su padre y hermanos le llamaban por todo ello maccabáh (mazo). Cuando querían jugar con Yehudáh, les gustaba tocarle la cabeza y le preguntaban una y otra vez qué guardaba ahí.

—¡Vale ya! —se quejaba—. ¡Me dejaré crecer el pelo hasta los hombros para que no me toquéis más!

Y así lo hizo. La amplia melena alcanzó a disimular su contorno, pero con los años comenzó a sentirse orgulloso de ser distinto y, en lugar de importunarle, hacía gala de ello. Desde entonces, tomó el gusto por recogerse el pelo, además, con una cinta en la cabeza que acentuaba su forma y le daba un aire de joven dispuesto a comerse el mundo.

De niño, Yehudáh había sido un estudiante normal. No solía destacar en la escuela, pero aguantaba cualquier disciplina que se le impusiera y mostraba unas cualidades extraordinarias de liderazgo. A menudo, comandaba a sus compañeros y hermanos en todo tipo de juegos y no tenía rival en las carreras, ya fueran mayores que él sus contrincantes.

Cuando tenía doce años, subió con su padre y sus hermanos a Yerushaláyim. Era yom–jamishí (2), de la segunda semana de jódesh Tamúz. Habían salido muy temprano de Mod´ín, pues prometía ser otro día muy caluroso del verano del 179 a. e. c. Un vecino les llevaba en su carreta y podían acortar a la mitad el tiempo de marcha hasta la Ciudad Santa que se encontraba a cerca de de ciento ochenta estadios de distancia.

Por aquel entonces, desde el beit–ha–Mikdásh se instaba a los yehudím a seguir las costumbres helenas y se promovía lo atractivo de esta cultura. En ese clima de favorecer el helenismo se organizaron unas pruebas de preparación para los Juegos Olímpicos que servirían de diversión para el Pueblo, siempre con el fin de que el rey se sintiera halagado con la demostración del compromiso adquirido por ha–Cohén–ha–Gadól en la conversión al helenismo por parte de los yehudím.

Como aún no se habían construido recintos para acoger y desarrollar eventos de ningún tipo, se prepararon pistas de entrenamiento y carreras extramuros, a la altura de la torre de los hornos de pan y la Puerta de Efrayím. Habían realizado un gran y costoso esfuerzo de preparación del recinto olímpico. No en vano, albergaría un acontecimiento único, convertido en un espectáculo para ganar adeptos al helenismo que cada vez se arraigaba más, porque siempre se mostraba atractivo, lleno de vida alegre y triunfante.

La jornada consistía en varias pruebas también preparadas para los yehudím renegados que representaban a la provincia de Yehudáh en competición con antioquianos, moavitas, nabateos, galileos, mitsrím (egipcios), shomroním (samaritanos), edomitas, celesirios, idumeos y de muchas otras naciones y provincias del Imperio. Jasón había conseguido que se considerasen las pruebas definitivas para ir a los juegos quinquenales de Tiro. La expectación era, por tanto, extraordinaria. Se veían por Yerushaláyim gentes que raramente venían por estas tierras. Seléuco IV era por entonces el rey, pero no podía asistir porque estaba en Macedonia intentando ganar aliados y financiación para sus campañas.

 

Ciertamente, repugnaba al Pueblo Yehudí ver a los suyos participando de esos juegos paganos en los que los atletas se ejercitaban en completa desnudez. Para mayor escándalo, con el fin de no ser repudiados por los helenos, habían llegado a encontrar la forma de disimular su circuncisión, considerada por ellos una sagrada distinción. Muchos conceptos y actitudes de la cultura griega eran inaceptables: la pluralidad de dioses y la banalidad con la que se relacionaban con ellos, los gimnasios, los ejercicios sin ropaje alguno por mera devoción al cuerpo humano, así como otras muchas costumbres y ritos. Se permitía que el beit–ha–Mikdásh, se convirtiera en un lugar al servicio de todo tipo de actividades, incluida la prostitución, el comercio y las más diversas relaciones.

Todo ello era una agresión para los yehudím piadosos, porque lo consideraban una herejía.

Los yehudím devotos más prudentes, intentaron que el Pueblo no estallara en una reacción violenta contra quien infamaba incansablemente lo más sagrado. Se temían que una guerra con los griegos podría acabar de exterminar a los pocos hijos de Avrahám que quedaban después de tantos siglos de sangrientas ocupaciones y destierros. Así que también hacían concesiones ante las autoridades para que, al menos, hubiera algo de paz aunque ello conllevara seguir su vida como yehudí de forma casi clandestina.

En semejante ambiente, este día declarado festivo por el beit–ha–Mikdásh, aportaba un cierto alivio a los habitantes de Yerushaláyim que se había abarrotado de visitantes agitados por ver a tantos pueblos diferentes enfrentándose en el campo olímpico. Tiradores de arco, lanzadores de jabalina, de pesadas piedras redondeadas y en forma de discos, saltadores de altura y en foso de arena, luchadores cuerpo a cuerpo y corredores eran suficiente atractivo para una sociedad que solo conocía el hostigamiento. Sin duda, era una oportunidad para descansar. Aquellos que no asistieran no se verían acosados ni castigados, porque estaba garantizada la presencia masiva de público en el recinto y era lo que importaba a las autoridades. Podrían, por tanto, reencontrar su paz y hacer vida normal en esa jornada mientras los demás se distraían. Aquellos otros que asistieran a estas fiestas eran bienvenidos. De una u otra forma, era una tregua para la ciudad.

Matityáhu y sus hijos habían subido a la Ciudad Santa para adquirir ciertos alimentos y ropas. Hacía muchos años que, por causa de las intrigas políticas y envidias en el seno del beit–ha–Mikdásh, Matityáhu se había visto forzado a dejar Yerushaláyim y marcharse a Mod’ín, so pena de embarcarse en una guerra de poder en la que nunca deseó participar. Desde entonces, siempre que regresaba tenía sentimientos contradictorios. La mezcla de alegría y pena le invitaban a procurar estar en la ciudad lo justo y necesario. Pero la algarabía que se vivía con motivo de los juegos echó por tierra sus previsiones y tuvieron que emplear toda la mañana hasta el mediodía para cumplir con sus objetivos. Debido a ello tuvieron que cambiar el plan inicial de estar de regreso para el atardecer. Al menos cumplieron con sus oraciones en el ezrát Israel, el atrio reservado para los yehudím varones del beit–ha–Mikdásh, tal y como les correspondía. No haber podido volver a orar en el ezrát cohaním, el atrio sacerdotal, seguía pesando en el corazón de Matityáhu.

Una vez terminaron su sagrado compromiso, bajaron por las calles de la desierta ciudad en dirección a la Puerta del Valle algo más alejada del tumulto festivo.

Cuando atravesaban la Puerta Vieja hacia la ciudad baja, se oyó un gran estruendo y multitud de voces gritando a la vez. Mediante una campanada se marcaba el paso de las vueltas de los corredores. Había comenzado la parte final de las carreras que clausuraban la jornada olímpica. Los más rápidos y fuertes de todas las fases eliminatorias competirían en la gloriosa final. Sonó de nuevo la señal poniendo fin a una prueba y de inmediato estallaron gritos de alegría por los vencedores y abucheos para los eliminados. Enseguida se anunciaba la última prueba de los juegos.

—¡Corred más o no llegaremos a ver la última carrera! —dijo alguien de un grupo de jóvenes servidores del beit–ha–Mikdásh, que se apresuraba hacia el recinto.

Yehudáh se quedó mirando cómo desaparecían entre la gente y sintió ganas de seguirlos y ver en qué consistía todo eso. Miró a su padre y le dijo:

—Padre, hemos terminado los encargos y hemos hecho nuestras oraciones, ¿podríamos ir a ver cómo es la olimpiada antes de regresar?

—Yehudáh, ya sabes que son cosas paganas con las que quieren envenenar al Pueblo. No puedo ver que desde el beit–ha–Mikdásh se promuevan estas ofensas a ha–Shem y repruebo que nuestra gente esté cada vez más apartada de la Toráh y más ensimismada en ritos y prácticas sacrílegas.

Mientras tanto, el resto de los hermanos se miraban el uno al otro y se debatían entre apoyar a su hermano para satisfacer la curiosidad que todos sentían, y la obediencia incondicional a su padre.

—¡Pero, padre, solo quiero verlo un poco…! —siguió.

—No, hijo.

—¡Abba, por favor…! —decía desesperado, porque veía alejarse su deseo.

—¡Ya basta, Yehudáh, no insistas!

La discusión había terminado y continuaron calle abajo. Matityáhu, no obstante, se había quedado pensativo. Al poco rato, pensó en la conveniencia de una lección práctica para sus hijos. Irían a ese recinto y así podría explicarles todo cuanto se oponía a las sagradas leyes y a las costumbres basadas en ellas. Prefería educar a sus hijos en la luz de las cosas que en las tinieblas, en el conocer también lo negativo para apreciar mejor lo positivo que ha–Shem nos da cada día.

—Vamos, Yehudáh, hijos, venid, os mostraré dónde no encontraréis nunca a Di–s.

Todos se sorprendieron y dieron media vuelta. Iban raudos y expectantes tanto por la lección que recibirían como por la novedad a la que asistirían.

Llegaron al improvisado estadio. Se trataba de una vaguada sobre la que se había proyectado el recinto olímpico aprovechando el marcado desnivel del terreno circundante a la muralla oeste de Yerushaláyim. Se había terraplenado el fondo del valle donde estaba la pista de competición hasta conseguir una planicie firme y consistente, mientras que, a su alrededor, la inclinación del terreno servía como gradas naturales para que el Pueblo pudiera asistir y seguir cómodamente el evento. Era como un gran día de campo para todos. Durante toda la jornada se compartió diversión e incluso comida.

Los graderíos naturales se levantaban por un lateral de la pista y los dos fondos que la cerraban. En paralelo y a lo largo de la recta principal, había montado un graderío de madera con una gran tribuna para las autoridades y las familias y visitantes más distinguidos. Entre esta grada y las gradas de fondo, había un área de separación que servía como zona de entrenamiento para los atletas y también para los encargados de cuidar la pista que tenían que entrar en ella después de cada prueba para aplanar las zonas levantadas. En los graderíos se arremolinaron más de diez mil personas entre habitantes de Yerushaláyim, viajeros venidos para la ocasión y comerciantes que se habían unido al festejo.

El acceso al circuito se cerraba mediante gruesas sogas dispuestas en tres líneas y tensadas cada diez amót mediante estacas fijadas en el suelo. Un vigilante por cada costado de la pista cuidaba que no hubiese altercados que afectaran al normal desarrollo de las distintas pruebas. El escenario, la música y los bailes con que se entretenía al público entre una y otra competición, unido a la presencia de los atractivos atletas y el alborozo generalizado, dotaban al día del mayor carácter festivo.