Yehudáh ha-Maccabí

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

A pesar del arrebato que esta situación le seguía produciendo, la tierna juventud del último de los hermanos le había conmovido. Mandó entonces a los verdugos que se lo trajeran a su presencia e intentó persuadirle con estas palabras:

—También tú, si desobedeces, serás torturado como un miserable y morirás antes de tu tiempo. En cambio, si observas mis preceptos, tendrás mi protección y recibirás la más digna y erudita educación para que, en su día, pueda confiarte los asuntos del reino. Joven, tienes un aire distinguido y atrayente. No malgastes tu vida siguiendo costumbres descabelladas.

Después de darle este consejo, no vio entusiasmo alguno en el niño, así que hizo traer a su madre para ver si ella, por conmiseración hacia sí misma ante la pérdida de tantos hijos, animaba a su último hijo a obedecer al rey y salvarse.

—¡Habla a tu hijo, mujer! Hazle entrar en razón si no quieres perder al único que te queda.

Entonces la madre le habló en la lengua del Pueblo para mayor escarnio de Antíoco. Le exhortó a que siguiera el ejemplo del anciano maestro y de sus hermanos pues Di–s estaba con él. Después de escuchar enternecido a su madre, el niño pidió hablar al rey, el cual quiso darle una oportunidad de rectificar.

—Habla… —dijo secamente Antíoco.

—¡Tirano sacrílego, demuestras ser el más impío de todos los malvados! La justicia divina te entregará a un fuego más ardiente y eterno y a unos tormentos que no te abandonarán en toda la eternidad. Eres una bestia salvaje que martirizas y torturas a tus semejantes, hombres como tú. El’azár y mis hermanos murieron noblemente y yo no renegaré del testimonio que ellos han dado. Pido a ha–Shem que sea propicio a nuestro Pueblo.

Ahora sí que no había lugar a la compasión de Antíoco. Él mismo bajó a la arena y, tras escupir sobre el rostro de la madre, ordenó poner de rodillas al niño y abrirle la boca para que uno de los soldados orinara en ella. Concluido esto, se alejó de la escena recordando a los soldados que cortaran primero su lengua, aunque ello le llevara a morir más rápido y sentenció:

—No quiero escuchar una palabra más de estos locos, ¿habéis entendido? Una palabra más y correréis su misma suerte.

Arrancaron también su lengua y lo golpearon en sus órganos vitales. Después, lo llevaron a la parrilla. El menor de los siete, se removía en el fuego abrasador buscando la Luz que a todos ellos daba fuerzas para resistir el martirio. Cada gemido de su pequeño desgarraba el corazón de Danah, su madre que rogaba a ha–Shem que se llevara ya esa última vida. A punto de desfallecer, pudo sentir cómo Ram encontró la paz y entregó su vida.

Destrozada por la pena y bañada en lágrimas, quedó la viuda Danah, que significa «la que juzga». Madre de estos siete jóvenes, había resistido el espectáculo macabro y doloroso de todos sus hijos torturados hasta la muerte. Ni la fiereza de los leones de Daniel ni la voracidad del horno de Mishaél podían igualarse al ardor del amor maternal en aquella mujer al ver masacrados a los siete frutos de sus entrañas ya muertos.

Entonces, para debilitar aún más su corazón, uno de los oficiales de Antíoco vino a aumentar el suplicio que estaba viviendo y se burló de ella diciendo:

—¡Triste de ti y mil veces desdichada! ¡Siete hijos trajiste al mundo y ahora no eres madre de ninguno! ¡Inútiles fueron tus siete embarazos, de nada sirvieron tus siete ciclos de diez meses y estériles resultaron tus cuidados, así como de nada valió que los amamantaras!

En vano soportaste los dolores de parto y las graves dificultades de la educación. Ya no verás a tus hijos ni tendrás la dicha de ser llamada abuela. ¡Ay de ti, mujer! Con tantos hijos y tan hermosos, quedas ahora sola en tu llanto. Tú ya no tienes remedio, pero tu Pueblo sí, hazlo por las madres que pasarán por esto si tú no lo evitas.

Danah se levantó entre sollozos e intentó dirigirse al Pueblo, pero un soldado tapó su boca para que no se irritara Antíoco. Pero el rey observó la escena y, una vez más, sintió curiosidad por saber qué iba a decir y le autorizó a hablar. Ella solo se dirigió al Pueblo, al que les dijo en su lengua:

—Hijos y hermanos míos todos, el combate es noble. A él habéis sido convocados para dar testimonio de nuestro Pueblo. Luchad con ánimo por la Toráh de nuestros padres. Sería una vergüenza que nuestro anciano maestro hubiera soportado los dolores por causa de la piedad y sin embargo los demás retrocediéramos ante las torturas. Ya habéis visto a mis hijos, ha–Shem los tenga en Su Gloria, Bendito Él. Recordad que, si por Di–s vinisteis al mundo y gozáis de la vida, por Di–s debéis soportar cualquier dolor. También Avrahám Avínu (7) se apresuró a sacrificar a su hijo Yitsják, y éste no se asustó al ver avanzar hacia sí la mano de su padre. O el justo Daniel que fue arrojado a los leones; y Jananyáh, Azaryáh y Mishaél que fueron precipitados en un horno de fuego. Y todos lo soportaron por ha–Shem. Así que vosotros, que tenéis la misma fe, no os turbéis. Todo el que conoce la piedad tendrá ánimo para afrontar los dolores.

La madre de los siete exhortaba con estas palabras a su comunidad y los animaba a morir antes de quebrantar el precepto. Pero como otro de los torturadores veía crecer la furia de Antíoco, a quien traducían las palabras de la mujer, se apresuró a golpearla en el estómago haciéndola caer. Antíoco había estado bebiendo, pues ni él soportaba tan sangriento y espeluznante espectáculo provocado por su soberbia y maldad.

Con un fuerte grito, el rey mandó que la amordazaran y la expusieran desnuda ante todos. Ordenó que la atasen y la dispusieran como si fuera un perro. En esa humillante posición, mientras ella pensaba en sus siete hijos asesinados, el criminal ordenó a siete soldados que la ultrajaran sin misericordia. Pocos eran los ojos no horrorizados por este hecho cruel en extremo. Incluso los consejeros de Antíoco y los sacerdotes apartaban su mirada y le pedían al rey que detuviese tan grave atrocidad, pero no lo hizo. Un cohén del beit–ha–Mikdásh, que no soportó más el horror, se precipitó contra uno de los soldados que la violaba, lo empujó y golpeó tratando de protegerla, mirando desafiante a Antíoco, que sonreía al ver cuán falsos eran sus cortesanos. Pero poco duró el desplante, pues de inmediato el sacerdote fue acuchillado por la espalda cayendo al suelo a un costado de la mujer. El cohén vio entonces amor en los ojos de Danah a pesar de la tortura y durante ese instante comprendió la grandeza de ha–Shem que en todos sus años de sacerdocio no había aún conocido.

—Perdóname, mujer —le dijo.

—Que ha–Shem te bendiga en la última luz que vean tus ojos… —le contestó ella.

En el momento en que el sacerdote expiraba, absorto en lo que nunca antes había sentido, ella era nuevamente golpeada y arrastrada por el pelo hasta la parrilla. Aguardaron los matarifes a que Antíoco diera la señal y con un gesto displicente y contrariado, ordenó que la arrojaran sobre ella. Al igual que las anteriores víctimas, Danah sollozó sin gritar. Buscó paz en ese horizonte hacia el que se extendía la larga hilera que formaban todos los miembros de la comunidad. Mientras las llamas y brasas terminaban de descarnarla, encontró su anhelado consuelo y pudo entregar su cuerpo a la muerte.

El silencio era aterrador, solo se percibían sombras de muerte en el campo de la colina. Entonces, Antíoco ordenó acuchillar finalmente a los verdugos desobedientes y levantar el campamento para continuar camino. Pero, como último acto malvado, mandó encerrar a todos en los pocos edificios que servían como graneros y establos, ya que ellos vivían en tiendas. Los introdujeron empujándoles con las lanzas, hiriendo a muchos. También mataban a los animales que se resistían y finalmente condenaron los portones y les prendieron fuego. A continuación, incendiaron las tiendas y los huertos.

Para cuando terminaron de prender el último de los graneros, Antíoco ya se había alejado del asentamiento, por lo que los soldados encargados de aniquilar a la población corrieron para reincorporarse a la comitiva dejando a sus espaldas sangre, dolor y maldad.

Las llamas se extendieron rápidamente incendiando la seca vegetación y las construcciones donde habían sido encarcelados. Los yehudím apilados en su interior, comenzaban a asfixiarse y se resignaban a morir abrasados.

CAPÍTULO II

Matityáhu

Poco tiempo atrás, en la ciudad de Mod’ín (1), distrito de Lod, había acaecido en ese año fatídico de 167 a. e. c., un suceso de los que se repetían por todo Yehudáh, Shomrón (Samaria) y ha–Galíl (Galilea). Ocurrió que los funcionarios del rey encargados de hacer conocer y vigilar el cumplimiento del decreto de apostasía, llegaron a esta ciudad. Iban acompañados por los guardias del beit–ha–Mikdásh enviados por el instigador Menelao, a la sazón, ha–Cohén–ha–Gadól.

Menelao, como anteriormente había hecho Jasón, su predecesor, hacía siempre méritos para ganarse la confianza y simpatía de los seléucidas. Ordenaba frecuentes invasiones que violentaban la tranquilidad de las comunidades, con el fin de cautivar a los enviados del rey mostrándose inflexible con los contrarios al helenismo. No dudaba en obligar a los yehudím a traicionar la Alianza, y los conminaba a ingerir alimentos impuros, a levantar altares, aceptar a Júpiter como el nuevo ídolo y alzar estatuas de los dioses griegos, que debían ser adoradas en cada población. Sus mandatos eran ejecutados con encarnizamiento a fin de asegurar el éxito de sus planes al servicio del rey. Algunos israelitas renunciaron a la Alianza y apostataron por temor, pero Matityáhu BenYehojanán ha–cohén y sus cinco hijos, se negaron. Entonces los funcionarios del rey que habían llegado a su pueblo, les dijeron:

 

—Tú eres una persona de autoridad, respetada e importante en esta ciudad, y tienes el apoyo de tus hijos y de tus hermanos. Acércate, pues, para ser el primero en cumplir la orden del rey. Así lo han hecho en todas las naciones y muchos en esta misma provincia, así como la gente que ha quedado en Yerushaláyim. De esta manera, tú y tus hijos formaréis parte del grupo de los amigos del rey, y seréis honrados con obsequios de oro y plata, y con muchos otros favores. De igual forma, vuestra ciudad será premiada con más construcciones que protegerán y engrandecerán vuestra condición de ciudad del Imperio.

Matityáhu respondió con voz potente para que todos lo escucharan:

—Pues, aunque todas las naciones que viven bajo el dominio del rey le obedezcan y renieguen de la religión de sus antepasados, y aunque acepten sus órdenes y sus envenenados regalos y reconocimientos, mis hijos, mis hermanos y yo seguiremos fieles a la Alianza que ha–Shem hizo con nuestros Padres. ¡No abandonaremos ni la Toráh ni los mandamientos! ¡No obedeceremos las órdenes del rey que injustamente vayan dirigidas a apartarnos de nuestra religión en lo más mínimo!

Pero, apenas había terminado de hablar Matityáhu, un judío se adelantó, a la vista de todos, para ofrecer un sacrificio sobre el altar pagano que se había levantado en Mod’ín. Al verlo, Matityáhu se llenó de indignación, se estremeció interiormente y no pudo evitar correr iracundo hacia aquel renegado con quien forcejeó hasta darle muerte sobre el mismo altar pagano. El funcionario que obligaba a los yehudím a ofrecer esos sacrificios, intentó acabar con la vida de Matityáhu atacándole por la espalda. Pero Matityáhu lo había advertido y se adelantó a su agresor derribándole. El desdichado funcionario se clavó su propia daga al caer y murió casi al instante. Ante la estupefacción de los demás guardias, vasallos y funcionarios, Matityáhu destruyó finalmente el altar. Solo entonces recobró la calma y fue plenamente consciente de lo ocurrido.

Cuando terminó, todo el Pueblo quedó sobrecogido y asustado ante las consecuencias de este acto. No sabían si explotar de alegría o correr a refugiarse por temor a la represalia que se tomaría contra ellos. Enseguida Matityáhu tomó fuerzas y se dirigió a sus vecinos exhortándoles con estas palabras:

—¡Todo el que tenga celo por la Toráh y quiera ser fiel a la Alianza es bienvenido a nuestra familia! No temáis rebelaros contra lo injusto cuando el bien que se quiere destruir es nuestra fidelidad a ha-Shem. Yo os digo que, quien por cobardía consiente la ruptura de la Alianza, se enfrenta a algo infinitamente más terrorífico en la eternidad.

Mientras pronunciaba esta arenga a la multitud, los enviados del rey y del Cohén–ha–Gadól, alarmados ante lo que se les venía encima, recogieron a toda prisa las mesas, registros y enseres que los acompañaban en sus viajes y huyeron cuidando de que no les persiguieran.

Matityáhu y sus hijos se rasgaron las vestiduras, se pusieron ropas ásperas y lloraron amargamente por lo acontecido pues habían matado a dos hombres. De inmediato, se esforzaron en dar rápida sepultura a los muertos, y rezaron por los dos.

Con el propósito de librar al Pueblo de la represalia que iba a conllevar esa acción, Matityáhu y sus hijos recogieron sin demora todo lo que pudieron cargar y abandonaron Mod´ín.

Dejaron su casa y entregaron al Pueblo los animales y todos sus bienes. Solo se llevaron un asno que cargaba con las pertenencias más básicas. Se refugiaron en el desierto y en las montañas. De esta manera, comenzaron su vida como fugitivos.

Matityáhu, hijo de Yehojanán y nieto de Shim’ón, era cohén y descendiente de Yehoyarív, originalmente de la casa de Jashmón (o Hasmón). Había nacido en Yerushaláyim, pero años atrás, se había establecido en Mod’ín. Sus cinco hijos eran: Yehojanán, Shim’ón,Yehudáh, El’azár y Yehonatán.

Como cohén y hombre piadoso, Matityáhu vivía con profundo desasosiego desde que Jasón comenzara a profanar el beit–ha–Mikdásh y después continuara Menelao la infame labor. Los tesoros recaudados gracias al esfuerzo y la fe de los yehudím eran utilizados para comprar voluntades en el entorno del rey y ganar el favor del monarca a cualquier precio. Ya durante la llevanza del Templo por Jasón se había ordenado colocar una estatua de Júpiter en el ezrát cohaním, el atrio de los sacerdotes del beit–ha–Mikdásh.

Joniyó III, ha–Cohén–ha–Gadól, pasaba largas temporadas en Antioquía en la corte. Su intención era la de mantener al rey alejado de Yerushaláyim y contribuir a rebajar el grado de anti-judaísmo que venía instalándose entre los seléucidas. Como ha–Cohén–ha–Gadól se preocupaba por que los yehudím pudieran vivir en paz. Se desvivía por procurarles tranquilidad y hacía cuanto estuviera en su mano, aunque para ello tuviera que poner en riesgo tanto su cargo como su propia seguridad. Era consciente de las consecuencias que podría acarrear que su ambicioso hermano Jasón cubriera el cargo durante sus largas partidas pues se comportaba como si ya hubiera usurpado el cargo. A fuerza de sustituir a Joniyó en la llevanza del beit–ha–Mikdásh, se encendió en Jasón un deseo apasionado de detentar esa dignidad.

Jasón terminó consiguiendo su propósito y fue nombrado ha–Cohén–ha–Gadól en detrimento de Joniyó.

Quien fuera en los momentos en que desempeñó el cargo como sustituto de Joniyó, como después en su condición de dignatario, Jasón se esforzaba siempre por que llegaran al rey muestras de su lealtad. Disfrutaba llevando a cabo actos relevantes en el beit–ha–Mikdásh y en la ciudad, de forma que cuanto trascendiera y llegara a oídos del monarca, le hiciera ver que él era su mejor y verdadero aliado para dominar a los yehudím. Tal era su oscura disposición que organizaba fiestas paganas durante los días más señalados: Yom Kipúr, Pésaj o incluso Shabbát.

Las irreverentes celebraciones, el expolio de los tesoros del beit–ha–Mikdásh que consintió, ya en tiempos de Seléuco IV, así como los asesinatos cometidos para acallar cualquier protesta contra su administración, eran parte de los mensajes de amistad que Jasón enviaba a la corte. Una vez Antíoco sucedió a Seléuco y se publicó su infame edicto contra los yehudím, se desvivió, además, por hacerlo cumplir y en señal de fidelidad, levantó, una estatua de Zeus Olímpico en el beit–ha–Mikdásh. Esta ofensa contra los yehudím era día a día fue superada por el ilegítimo Cohén–ha–Gadól Menelao que después del incidente de Mod´ín ordenaría la muerte de Matityáhu y sus hijos.

Todo ello había dejado a Matityáhu profundamente conmocionado porque muchas eran las injurias que se hacían a Di–s en la Ciudad Santa y el beit–ha–Mikdásh. Por eso, un día en el que había ido a Yerushaláyim a rezar en la Casa de Di–s, al reencontrarse con el sacrilegio cometido por el Cohén–ha–Gadól, se marchó triste y llorando de impotencia. Caminó cabizbajo por las calles hasta desembocar en la Puerta de Efrayím por la que saldría de la ciudad. Ante la extrañeza de los guardias de la muralla, se detuvo y, levantando su vista al cielo, exclamó:

—¡Qué desgracia! ¡Haber nacido para ver la ruina de mi Pueblo y de la Ciudad Santa, y tener que quedarme con los brazos cruzados mientras que ella cae en manos de sus enemigos y el beit–ha–Mikdásh queda en poder de paganos!

Aquella herida había rebrotado en su espíritu con el suceso de Mod’ín. Lo ocurrido con Matityáhu, se calificó de revuelta ante el man-do militar en Yerushaláyim. Buscando la intervención inmediata contra los rebeldes, magnificaron la tragedia elevando el número de muertos. Se advirtió de que se trataba de una banda organizada de insurrectos levantados contra el rey. La muerte del funcionario y del apóstata había sido una demostración de enemistad contra el helenismo. Los delatores consiguieron instar a las autoridades para que tomasen la mayor de las represalias contra Matityáhu y los suyos.

Pocos días después ya se había organizado una columna de soldados para ir en su persecución. Durante su búsqueda causaron muertos y destrucción en los pueblos y comunidades que cruzaban, porque querían dar un escarmiento a la población. Para ello, además, esperaban al Shabbát, porque así se aseguraban de que los yehudím no les tirarían ni una piedra, sino que preferirían morir con la conciencia limpia ante ha-Shem que era testigo de cuán injustamente les perseguían y quitaban la vida.

Como rebeldes perseguidos, cada vez que Matityáhu, sus hijos y sus amigos sabían de lo que se estaba haciendo con el Pueblo, derramaban lágrimas de amargura. Comenzaron a temer por la extinción del Pueblo de Di-s. Tuvieron que plantearse que si no luchaban contra los paganos, pronto perecerían sin que generaciones venideras pudieran conocer el santo significado de la Alianza.

Matityáhu, un cohén piadoso, necesitaba resolver un dilema de gran trascendencia para él: defender la Alianza dejándose sacrificar, o defenderla protegiendo al Pueblo, aún a costa de asumir el pecado de no respetar el Shabbát.

Para Matityáhu, las leyes no eran solo normas a seguir, sino que estaban en su corazón y eran su vida. No podía respirar, comer o descansar, si no era con la satisfacción de estar siguiendo los dictados de Su Creador. Este era su único objetivo y sentido en la vida. Gracias a ello era un yehudí útil para su Pueblo. En medio de todas las dificultades de una existencia tan difícil, marcada por las muertes, la persecución y la soledad, el fiel cumplimiento de la Toráh era su fuerza y el Shabbát constituía el núcleo de su vida. El Shabbát era el día en que se dedicaba con más devoción a su unión con ha–Shem. Sin duda era la decisión más difícil que podría tomar y todos esperaban una respuesta de su líder.

Al finalizar aquel día, Matityáhu comunicó al incipiente ejército rebelde lo que había meditado durante horas, aunque llevaba mucho tiempo sopesando sus reflexiones:

—Si alguien nos ataca en Shabbát, nos organizaremos para que algunos de nosotros defiendan a quienes están cumpliendo la Toráh y todos rezaremos por la limpieza de esos nuestros hermanos a los que les corresponda defender al Pueblo. Así pues, el enemigo nos encontrará alerta para defendernos y evitar que seamos asesinados y sacrificados como corderos según han hecho con nuestros hermanos. Ruego a ha–Shem el perdón de nuestro pecado y que solo vea nuestra entrega por Su Pueblo y la Alianza. También os digo, que sois libres de seguir o no mi decisión acerca de nuestra situación durante el Shabbát. Lo entenderemos y lo bendeciremos.

En poco tiempo se fueron uniendo hombres a su causa. También lo hizo un grupo de jasidím (devotos), israelitas valientes, todos decididos a ser fieles a la Toráh. Estos se habían escindido de otro grupo mayor, porque no creían ya en su líder y temían caer en combate inútilmente sin haber conseguido otra cosa que su propio sacrificio. También pedían su ingreso en el grupo de Matityáhu muchos que querían escapar de la situación vivida en sus poblados y ciudades, así como aquellos a los que tanto sus familias como sus bienes les habían sido arrebatados. De esta manera, fueron reforzando sus filas con un creciente número de yehudím dispuestos a defender la Alianza.

Matityáhu y sus seguidores organizaron un grupo de rebeldes apenas armado aún, pero que fue convirtiéndose en un ejército para servir y defender al Pueblo. Atacó a los paganos impíos y a los apóstatas renegados que servían a los yavaním (griegos) como cómplices y acusadores. Se consagraron a recorrer el país destruyendo los altares sacrílegos y a proteger el sagrado cumplimiento de la circuncisión de los niños hebreos. Perseguirían a sus enemigos, defenderían la Toráh y no se rendirían ante la tiranía de un rey por poderoso que fuera.

Aquel día en el que la comunidad de El’azár y la viuda Danah con sus siete hijos fueron martirizados, dos de los hijos de Matityáhu, Yehudáh y Yehonatán, estaban entre los amenazados, pues acababan de llegar al asentamiento a interesarse por su situación. Puesto que eran rebeldes perseguidos, cuando vieron a los primeros soldados del contingente de Antíoco, pensaron que venían en su busca.

Determinaron que Yehudáh se quedaría con las familias mientras que Yehonatán escaparía para alertar a su padre. Por desgracia, Matityáhu y sus hombres se encontraban a casi cien estadios que Yehonatán, una vez saliera de aquella emboscada, tendría que recorrer a pie desde allí, ya que intentar llegar a su montura era una temeridad. (2) Así pues, Yehudáh se preparó para cubrir la huida de su hermano y Yehonatán logró ocultarse sin despertar ninguna alarma.

Sin embargo, no se trataba de compañías que vigilaban los caminos y hostigaban a los yehudím, sino de la hueste del rey Antíoco regresando de la guerra. Yehudáh fue testigo directo de la masacre de sus hermanos de fe, lacerados y torturados por causa de su épica defensa de la Toráh. Yehudáh estaba predestinado a ser contado entre las víctimas de la valerosa comunidad. ¡Cuánto hubo de contenerse confiado en que Matityáhu llegaría para enfrentarse al mismo Antíoco y con la ayuda de ha–Shem vencería a su poderoso ejército! Desde El´azár, a cada uno de los hermanos y a la madre viuda, los vio sufrir con una dignidad encomiable gracias a la cual él también recibía la necesaria fortaleza en su compungido corazón. Sentía a la vez impotencia, rabia, dolor y orgullo de ser yehudí. A cada sollozo, golpe y desgarro descargados contra las víctimas, su mano quería actuar, pero el valor que le transmitían los propios mártires le ayudaba a sujetar su pasión. Sin duda, cualquier movimiento sería una torpeza que le costaría la vida y quizá la de toda la comunidad, así como la de su hermano que permanecía escondido hasta asegurarse del éxito de su evasión.

 

Se terminó de organizar la hilera de yehudím. Quedaron preparados los instrumentos de tortura y el fuego. Todos se temían que los yehudím no complacerían a Antíoco sin resistirse. Unos y otros estaban concentrados en vigilar que nadie huyera de la fila y atender las órdenes del rey. Después de la tensa espera, Yehonatán comprobó que era el momento de huir sin ser advertido y salió a la carrera sin mirar atrás y encomendándose a Di–s.

Yehudáh no llegó a ser ejecutado, sino que fue encerrado y quemado vivo junto a los demás.

Mientras aquel tormento se desarrollaba, Yehonatán corría con la fuerza de su sangre alterada por la pena y también por el temor al destino de su hermano. La distancia se le hizo muy larga, pues había comenzado a correr a toda velocidad y pronto su corazón le impidió mantener el pretendido ritmo. Tuvo que detener su marcha varias veces y cuanto más paraba más se angustiaba y peor corría. Con el pecho dolorido y los pies ensangrentados, llegó, por fin, hasta Matityáhu. No podía ni hablar, pero su padre entendió que Yehudáh estaba en peligro y sin demora comenzó a dar órdenes. A toda prisa se organizaron en sus monturas, también Yehonatán, algo más rehecho, y se dirigieron a la colina del oprobio.

Cuando el ejército de Matityáhu llegó al asentamiento, muy a lo lejos se veía aún el ejército de Antíoco. La situación era desoladora. Los campos calcinados, el aire irrespirable por el olor a carne humana sacrificada, humo y sangre por todas partes.

Un pequeño rayo de esperanza les recorrió el espíritu cuando oyeron los apagados rebuznos de algunos asnos y los últimos alaridos de un perro en uno de los establos en los que habían sido encerrados personas y animales. Todos corrieron atropelladamente al auxilio. En dos de las cuatro casas cuya estructura quedaba aún en pie, se oían también débiles quejidos humanos. Todas las tiendas y el resto de las cabañas y establos eran ya cenizas.

Con trapos mojados cubriendo sus rostros y utilizando toda suerte de palos, espadas, piedras y troncos, derribaron con violencia las puertas que aprisionaban a los sacrificados. Mientras tanto, otros se afanaban en echar tierra y agua sobre el fuego. Tres asnos salieron abrasados, aunque vivos, luego hubo que darles muerte. Al igual que al can. El sufrimiento de estos pobres animales había sido extremo y no tenían posibilidad de sanar. Los que había allí dentro no tenían ni fuerzas para salir, hubo que tirar de sus cuerpos a toda prisa y alejarlos de las brasas y del humo pues la temperatura era sofocante. Ciertamente, parecía imposible que pudiera haberse salvado alguien de morir en aquellos hornos.

De los tres primeros graneros y establos, solo algunos salieron con vida y la mitad de ellos con quemaduras muy graves. Tras sacar a todos los del último granero, arrastraron al exterior el cuerpo de Yehudáh.

—¡Matityáhu!, ¡Matityáhu!, ¡es Yehudáh! —gritó Yonáh uno de los rebeldes.

—¡Hijo! —gritaba Matityáhu, que corría junto a los demás hermanos hacia el cuerpo de Yehudáh.

Matityáhu, al verlo, tuvo que contenerse para que de su boca no saliera la más fuerte maldición hacia los asesinos. Corrió a tumbarse junto a su hijo e incorporó su cuerpo hasta juntar su cabeza contra su pecho y, ante la mirada de los demás, le habló así:

—¡Hijo, despierta, vuelve a la vida, porque has de ver la justicia de ha–Shem obrando por nuestro Pueblo! Despierta hijo, despierta, te necesitamos y ha–Shem lo sabe, te necesitamos…

«¡Adonay, Adonay, Adonay!», repetía, hasta que Yehudáh comenzó a toser con virulencia y desesperación. Cuando los espasmos empezaron a ceder, pudieron darle agua, y al recibirla en su boca, abrió los ojos y alcanzó a decir:

—Abba, nuestro Pueblo ha vencido a Antíoco. No ha podido doblegarnos.

—No hables ahora, hijo, recupérate, tendremos tiempo de superar este horror. Quédate aquí con tu hermano, vamos a organizar la ayuda a los heridos y el enterramiento a los asesinados… ¡Barúj Atáh, Adonay!, doy gracias, Bendito Di–s, porque Yehudáh sigue con nosotros.

—Hay algo, padre, que no puedo comprender. El sufrimiento al que se los sometió era inhumano, cualquiera de nosotros habría gritado, sollozado o se habría desmayado viendo lo que le hacían a nuestros hermanos. Ha sido aterrador. Les arrancaban la carne, sacaban sus entrañas y les quebraban los huesos. ¡Los quemaron estando aún vivos! ¡A una viuda madre de siete hijos le rompieron el corazón obligándola a presenciar la tortura y la muerte de sus siete hijos! La deshonraron, la golpearon y la torturaron hasta morir. ¡Di–s mío! ¡Y ellos no gritaron! Miraban a un lugar hacia allá —señaló con esfuerzo el lugar que él imaginaba— ¡y entraban en una paz que jamás he visto!

—Hijo, mi corazón sangra por todo ello. No sé a qué te refieres, pero insisto en que tendremos ocasión para hablar. Ahora, lo más importante es tu recuperación. Hay que tratar tus quemaduras, terminar de apagar los fuegos y comenzar cuanto antes a enterrar a nuestros hermanos. Antíoco arderá en sus propias llamas al final de los tiempos y la sangre inocente que ha derramado caerá sobre él. ¡Adonay, en verdad no saben lo que Te hacen dañando a Tu Pueblo y de qué manera se condenan!

—Padre, ni siquiera aquí encerrados han gritado estos hermanos, solo sus pobres hijos lloraban y los padres los consolaban. No podré olvidarlo nunca.

—Descansa, hijo…

Yehudáh no dijo nada más, cerró sus ojos y trató de respirar profundo y limpiar sus pulmones del humo inhalado. No paraba de toser.

La estampa del martirio difícilmente podría borrarse del paisaje. Antíoco había dejado una huella en la Tierra Sagrada que se convertiría en una pesadilla para él, pues quedó condenado para el resto de su vida a ver los rostros de los martirizados y a oír gritos en la noche. Nunca más pudo descansar, ni conciliar el sueño si no mediante potentes hierbas que le suministraban los médicos de la corte. Ni siquiera este estado le hizo recapacitar. Su carácter se envenenó aún más y manchó su alma con derramamientos de sangre por todo su Imperio. Un hombre, formado en la exquisitez de las culturas griega y romana, había perdido por completo su refinamiento y se había convertido en un ser maligno, que recibía con frialdad las noticias sobre ajusticiamientos y muertes masivas de los yehudím o de cualesquiera que les prestaban ayuda.