Czytaj książkę: «Integrismo e intolerancia en la Iglesia»

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PRÓLOGO

El cristianismo nace con la predicación de Jesús a sus discípulos, un pequeño grupo que irá extendiéndose poco a poco, con dificultades y persecuciones, en los primeros siglos y que irá imponiéndose a partir del siglo IV en diversos países. La vida fraterna fue modulándose y adquiriendo matices propios de sociedades más numerosas y menos armonizadas. No era lo mismo, obviamente, ser perseguidos y martirizados que dominar, gobernar e influir en la cultura y en la sociedad, de forma que el poder y la autoridad en las comunidades cristianas fue expresándose con talantes más impositivos y personales, a pesar de que el mandato de Jesús de «amar a los demás como queremos ser amados» no admite excepciones. Desde los primeros momentos, el tema de la tolerancia y del integrismo tiene mucho que ver con la coherencia, el respeto por el otro, el mandamiento del amor y el lavatorio de los pies.

El pluralismo sociocultural existente en la sociedad y sus métodos de presencia influyen necesariamente sobre la identidad unitaria o el pluralismo en el cristianismo y en la Iglesia. En una sociedad homogénea, como en los largos siglos de la época de cristiandad, resultaba más fácil enseñar, formar, influir, determinar, imponer. Más complicado se hace enseñar, actuar, gobernar y convivir en una sociedad tan plural. ¿Cómo reacciona la Iglesia ante una sociedad plural, libre, no sometida a sus mandatos, y ante una comunidad creyente más autónoma y más consciente de la libertad de conciencia y de sus derechos dentro de la Iglesia? ¿Cómo debe actuar sin renunciar a sus aspiraciones de universalidad?

En realidad, la gran cuestión presente tradicionalmente en la Iglesia, sobre todo a partir de la época de la Ilustración y de la Revolución francesa, es la de articular, según el Evangelio y los signos de los tiempos, el pluralismo teológico y la comunión, la aceptación personal de la fe y el Evangelio y la tradición.

Una sociedad religiosa como la nuestra puede convertirse en una misión imposible o en una aventura dolorosa para quien intente vivir su vida dentro de unas normas, pero, al mismo tiempo, con una cierta libertad personal que tenga en cuenta la función de la conciencia propia. Nada sucede si te mantienes dentro de las pautas establecidas, si sigues imperturbable dentro de las rayas rojas que marcan los límites, si obedeces y sigues las normas. Solo que, en este caso, habría historia, pero no progreso, apenas innovación y, tal vez, dolorosas crisis de conciencia.

Sin embargo, no cabe duda de que la historia de la Iglesia es una historia de progreso, de cambios, de adaptación continua, de creatividad… y, naturalmente, de conflictos, personales e institucionales, siempre con la aspiración de permanecer coherentes con sus ideales.

En el desarrollo, motivaciones y peculiaridades de estos conflictos encontramos el modo de concebir la unidad eclesial, las relaciones intraeclesiales, los fermentos de intolerancia dominantes, los miedos existentes allí donde debería dominar la libertad de espíritu. «La fuerza está en la unión», se repite con frecuencia, pero ¿a costa de qué?, ¿en qué consiste esa unión deseable?, ¿cuál es la fuerza a la que conviene aspirar en una asamblea como la nuestra, en la que el amor mutuo es la argamasa que nos une? A veces hay más preguntas que respuestas, pero conviene pensar que las respuestas nunca deben darse antes de que las preguntas hayan sido formuladas y suficientemente contrastadas.

En este contexto, queremos reflexionar sobre los integristas y sobre los reformadores. Estos últimos, los adelantados a su tiempo, incluso muchos santos, fueron libres y tuvieron personalidades atrevidas y conflictivas, aunque se mantuvieron siempre dentro de la ortodoxia y de la comunidad eclesial. El decano de Blangermont expone ante el cura del pueblo de la novela de Bernanos Bajo el sol de Satán: «Dios nos libre de los reformadores». En la novela, el diálogo continúa: «Señor decano, muchos santos lo fueron». «Dios nos libre también de los santos». No cabe duda, en efecto, de que la Iglesia ha promovido y venerado a sus santos, pero es verdad que esto se ha dado, generalmente, después de muertos. Durante su vida fueron considerados, con frecuencia, molestos e incómodos por su enorme libertad de espíritu, y, por consiguiente, fueron marginados y, a veces, silenciados. Historia repetida en una sociedad en la que prima la obediencia, pero que, al mismo tiempo, proclama la primacía de la conciencia.

En realidad, en la Iglesia, las novedades siempre han resultado inquietantes, por doctrina y por comodidad, por temor a tocar la tradición y por miedo a romper la rutina y las tradiciones, a menudo muy recientes, pero ya asimiladas y, por consiguiente, cómodas. Durante los tres últimos siglos se han rechazado y condenado muchas novedades que, al final, tuvieron que ser reconocidas, tras gastar demasiado tiempo con argumentos absurdos en abominar de ellas. El ejemplo de la libertad religiosa, dignificada en su valor por el Vaticano II, constituye un caso paradigmático de cuánto le ha costado a la Iglesia aceptar una nueva actitud, más acorde con la mentalidad dominante y, sobre todo, con la comprensión del Evangelio.

El integrismo, cuando no ha sido controlado, ha sido y sigue siendo una actitud bastante espontánea en la sociedad creyente, pero que puede resultar inquietante y deletérea para la vida comunitaria, empobrecedora, disgregadora de la comunión eclesiástica. No pocos obispos, sacerdotes y laicos integristas, en estos últimos dos siglos, han debilitado la convivencia gravemente. Históricamente, la mayoría de los cismas eclesiales se deben a los integristas y, aunque parezca lo contrario, no tanto a los progresistas. Aunque no cabe duda de que la intolerancia puede darse con la misma intensidad en un lado y en otro, como hoy es evidente en España.

Leer los signos de los tiempos quiere decir también comprender los límites y los peligros del espíritu de defensa. Es natural que la Iglesia, en períodos de graves trastornos, tienda a defenderse. Y en los tiempos modernos esta tendencia nació en Trento. Pero ese espíritu de defensa no debe nunca obnubilar la capacidad de la Iglesia de defender lo bueno existente en todo momento junto con lo menos bueno y lo malo. Sin tal discernimiento se cae en la pura condena y se corre el riesgo de no ver todo lo positivo presente en cada época. Probablemente, el Syllabus constituye el ejemplo más manifiesto de esta actitud. A lo largo del siglo XIX se mantuvo un talante jeremíaco que gastó demasiada pólvora en llorar sobre la leche derramada y en lamentar males reales y ficticios, en añorar tiempos pasados, en lugar de dedicarse a crear, construir y mostrar todos los talentos siempre presentes en nuestra comunidad y necesarios en todo modelo de sociedad.

En estas páginas he pretendido presentar históricamente cómo se ha vivido en la vida eclesial el pluralismo sin dañar la comunión, poniendo el acento en la importancia que en esta historia han tenido la intolerancia y la mentalidad integrista. En este planteamiento dedico especial espacio y atención al integrismo clásico español, que tan importante ha resultado en la segunda parte del XIX, en los primeros decenios del XX, en el franquismo y en estos últimos años. En cada uno de estos períodos tiene condicionamientos propios, pero la base y los talantes son los mismos. Han condicionado fuertemente la recepción del Concilio en nuestro país y han adquirido especial virulencia con el pontificado del papa Francisco.

La secularización y el pluralismo han marcado de manera relevante la situación religiosa actual, y este reto afecta también a la identidad cristiana y a la convivencia dentro de la Iglesia. Unos pretenden con sinceridad volver al Evangelio sin glosa y otros están convencidos de que hay que mantener y conservar inalterable todo lo recibido, con el fin de que la identidad no se adultere, y achacan la importancia otorgada por el pensamiento cristiano actual al «signo de los tiempos» a la confusión y debilidad actual de la Iglesia, sin ser conscientes de que el signo de los tiempos significa amor, compasión, misericordia y acogida. Están tan seguros de su integridad que pecan decididamente contra el amor y la fraternidad para mantenerla.

Estudiar y reflexionar sobre el integrismo ayuda a comprender mejor el ayer, el posconcilio y la situación actual. Lo que definen los integristas como compromiso les resulta intolerable e innegociable, porque lo juzgan un cambalache inicuo entre posturas contradictorias, y, sin conocer la existencia de Sardá y Salvany, consideran, como él, que todos los intentos actuales de la teología y la pastoral son pecado y decadencia.

En realidad, una vez más, está en juego la recepción del Concilio. Para los integristas, la historia de los concilios acabó con el Vaticano I, mientras que el último concilio ha sido simplemente una equivocación.

Resulta urgente para nosotros reflexionar sobre la situación actual y compararla con la que se vivía y pensaba hace cuarenta y sesenta años. ¿Ha progresado la recepción conciliar o, de alguna manera, se ha congelado lo que fue y representaba el Concilio? No es posible volver atrás sin más, pero ¿se afrontan las necesidades y las preguntas adecuadamente? Mientras tanto, debemos evitar la tentación de una Iglesia abstraída en sí misma, sin tener en cuenta debidamente su espíritu misionero y profético. Debe subrayar la vigencia de las dos grandes Constituciones (Lumen gentium y Gaudium et spes) y mantener la identidad de una Iglesia que no se preocupe tanto de encontrarse compacta prescindiendo del mundo real cuanto de reconocer la riqueza del pluralismo de culturas y de las mociones del Espíritu, el único origen y autor de un mensaje que las interpela.

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EL FUNDAMENTALISMO EN LA HISTORIA DEL CRISTIANISMO

El fundamentalismo o integrismo ha constituido una tentación muy frecuente tanto en la historia del cristianismo como en la de las otras religiones. Una tentación en abierta contradicción con la exigencia evangélica de amar a todos los seres humanos, porque todos somos hijos del mismo Padre, y con el convencimiento de que el acto de fe es necesariamente un acto libre, fruto de la generosidad divina. De hecho, los cristianos han caído en ella con frecuencia, con palabras y obras, con consecuencias siempre nefastas para la convivencia entre los creyentes y para la interioridad del acto de fe.

Se podría describir el fundamentalismo como una inclinación hacia la pureza de los orígenes y hacia la demarcación nítida de los límites institucionales, junto al recelo, cuando no el rechazo, del mundo y de la cultura exteriores, considerados siempre como peligrosos y pecaminosos; con tendencia a la actitud milenarista y a la exigencia de aceptación y cumplimiento en su literalidad de la Escritura, en busca de una objetividad obsesiva que avala la verdad revelada e infalible, mientras acepta solo la tradición garantizada por la interpretación de la autoridad legítima y competente. Esa autoridad, sin embargo, parece que no puede dar una nueva explicación a las interpretaciones de las tradiciones que han ido surgiendo en distintos momentos de la historia.

El filósofo francés Maurice Blondel escribió en 1910, durante la crisis modernista, una descripción aguda tanto del síntoma como del diagnóstico de este mal. Para él, al cristianismo abierto le pertenece «la conciencia del entrecruzamiento de toda la realidad histórica y la necesidad de introducirse en su interior mediante una acción de atrevida solidaridad, para experimentar la realidad histórica en su dinamismo terreno». Frente a esta actitud, Blondel considera que la mentalidad integrista piensa que «se puede agotar la realidad en conceptos abstractos, fijos e inalterables, de modo que basta con actuar teniendo ante los ojos ideas rectas para, de ese modo, mover rectamente el mundo».

Desde otro punto de vista, el cristianismo más abierto considera que «también naturaleza y gracia están entreveradas. Y que hay caminos en Dios que van también de abajo arriba y que conducen a los hombres de buena voluntad, aunque se hallen fuera de la Iglesia». En cambio, para el integrismo, «la revelación es primariamente un sistema de conceptos doctrinales que, por definición, no pueden ser hallados de antemano en ninguna parte del mundo de los hombres. De ahí que solo pueda ser ofrecida a los fieles, para su aceptación pasiva, por una autoridad eclesiástica puramente descendente».

De este punto de arranque del integrismo, Blondel concluye que en una sociedad regida por el integrismo podemos encontrar, por un lado, la regresión del mensaje cristiano, que es ley de amor que libera al alma, a mera ley del temor y de la coacción; por otro, una sacralización del poder capaz de identificar a quienes ostentan tal poder con la verdad revelada, a fin de conseguir una teocracia de corte puramente humano, y, finalmente, la convicción de vivir en perpetuo estado de sitio, situación que exige una disciplina de guerra, obediencia ciega y supresión de los considerados poco dóciles o demasiado autónomos.

En la historia del cristianismo han estado permanentemente presentes estas dos psicologías, estas dos concepciones, que han marcado la historia de las personas y la historia de las instituciones, en función, también, de las circunstancias históricas y del marco político-social en el que se encontraba el cristianismo de cada época.

Teniendo en cuenta estas consideraciones y las reflexiones que vayan produciéndose a lo largo de este planteamiento, podemos recorrer de manera somera algunas manifestaciones que a lo largo de los siglos han señalado y reforzado esta mentalidad dentro del cristianismo.


Infancia del cristianismo


Podríamos partir de la parábola de Jesús en la que el protagonista envía a sus criados a las calles, caminos y plazas para invitar a los que pasan por ellos al banquete por él organizado. Se trata de una invitación universal, generalizada, de acuerdo con el mandato posterior del Señor: «Id a todos los pueblos y bautizadlos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».

Esta invitación universal chocará, en un primer momento, con la mentalidad de los judeocristianos, que pretendieron mantener, en la nueva situación creada por la aceptación de la doctrina de Jesús, las leyes propias del Antiguo Testamento en toda su literalidad, actitud que provocó el inmediato rechazo de Pablo, quien, habiendo comprendido la novedad del cristianismo, predicó una religión que no se limitaba a un pueblo ni a una cultura, sino que estaba destinada al conjunto de los pueblos y de las civilizaciones.

Los temas más conflictivos fueron los de la exigencia de la circuncisión para los nuevos cristianos y el mantenimiento de las prescripciones sobre los alimentos «puros» e «impuros». Bien pronto se instalaron en Jerusalén tres grupos fuertemente divergentes –no solo en relación con las prácticas y los ritos– que se enfrentaron entre sí con gran determinación: los agrupados alrededor de Santiago, «el hermano del Señor»; el grupo que se identificaba con la teología y el espíritu del cuarto evangelio, y los helenistas. Pablo consiguió finalmente que sus ideas doctrinales y morales fueran aceptadas por el naciente cristianismo, pero no se puede olvidar el ardor de los judíos en la defensa de sus ideas y las dificultades que la actitud de los judeocristianos causó en estos primeros tiempos.

Durante tres siglos, los cristianos vivieron en minoría y en debilidad. Respetaban a las autoridades estatales, pero, al mismo tiempo, mantenían con valentía su identidad. Cuando las persecuciones arreciaban contra los cristianos, estos reaccionaron con generosidad y espíritu de cuerpo. Consideraron como un pecado grave los sacrificios a los dioses paganos, pero en general fueron bastante comprensivos con los «lapsos», aquellos que habían sucumbido por miedo al sufrimiento y al martirio. No buscaron la persecución, pero, si eran apresados, se mostraban valientes, y la mayoría confesaba su fe con gallardía. Sin embargo, unos cuantos provocaron a las autoridades y no cejaron en su empeño hasta ser ejecutados. Nunca la Iglesia aprobó esta actitud exhibicionista de algunos fieles y la condenó abiertamente. Un fenómeno parecido tuvo lugar siglos más tarde en Córdoba, capital del califato árabe hispano. También la Iglesia mozárabe prohibió a sus fieles buscar el martirio. Había que dar testimonio de su fe, pero no exhibirla con el fin de ser martirizados.

El tema de la misericordia y la compasión frente a la rigidez y la postura de exigencia radical apareció también en la historia de la evolución de la penitencia. Frente a quienes no admitían un perdón posterior al bautismo, va desarrollándose la idea del sacramento de la penitencia, que puede repetirse en algunas circunstancias. Frente a quienes no admitían que los «lapsos» fueran readmitidos en la comunidad de los fieles, la Iglesia consideró que su debilidad no podía ser castigada de manera definitiva, sino que la penitencia podía dar paso a una nueva readmisión.

A medida que el número de cristianos aumentaba, resultó más difícil la convivencia con los paganos. Todos tuvieron sus culpas, pero no cabe duda de que la tendencia de los cristianos se encaminaba a lo que más tarde se llamará el Estado confesional. Ya el sínodo de Elvira, a principios del siglo IV, animaba a sus fieles a desembarazarse de los ídolos que mancillaban sus tierras. A mediados de siglo, los obispos comenzaron a destruir templos con el fin de levantar iglesias en su lugar, y algo más tarde obispos y monjes, amparados en la protección de las autoridades, rivalizaron en ardor destructor de estatuas y templos paganos. Existía un verdadero ritual que pretendía purificar el lugar de toda presencia demoníaca antes de levantar un templo.

Estos cristianos, pues, manifestaban para con los paganos la misma intolerancia que antes habían sufrido ellos, y los medios utilizados fueron parecidos. No admitían otra cultura, ni otro culto, ni otra religión más que el cristianismo. Por otra parte, en esta antigüedad tardía se multiplicó la consideración de los daimones, los espíritus malignos capaces de apropiarse del espíritu humano. El demonio se convirtió en el dominador de personas, instituciones y tiempos, en tema recurrente en sermones y conversaciones, en motivo de castigos. Los poseídos por el espíritu del mal podían ser condenados y ajusticiados. El demonio y el infierno constituyen todavía en nuestros días un elemento antropológico y teológico complicado y, en cualquier caso, que no puede ser tratado en estas consideraciones, pero no cabe duda de que constituyó una herramienta inestimable para el temperamento fundamentalista, al contar con un instrumento de terror y castigo a favor de sus tesis. Durante siglos, el demonio y el infierno han constituido en la formación y adoctrinamiento cristianos la contraposición y, a menudo, el argumento que sustituía al amor y a la comprensión de Dios.


El Imperio cristiano


Esta intolerancia encontró, algo más tarde, amparo en una frase de san Agustín que ha influido a lo largo de los siglos: Compelle intrare, interpretada generalmente como legitimación del derecho a perseguir las herejías, obligando a sus mantenedores a entrar en la Iglesia, haciendo todos los esfuerzos necesarios para salvarlos. Esta interpretación se utilizará después para justificar la coerción respecto a los herejes.

En el año 385, en Tréveris, fue ejecutado Prisciliano, obispo hispano de Ávila, acusado de herejía por algunos compañeros obispos. Se trató de la primera ejecución realizada por el poder político por motivos religiosos en una sociedad ya mayoritariamente cristiana. Algunos obispos de Galia, como san Martín de Tours, y de Italia protestaron escandalizados, pero el paso estaba dado y sentó precedente. No han faltado a lo largo de los siglos ejemplos semejantes. Recordemos el caso del sacerdote Juan Hus, héroe del pueblo checo, quien fue quemado por el Concilio de Constanza, a pesar de haberse presentado ante la asamblea con salvoconducto imperial.

Naturalmente, llegados a esta situación, tenemos que preguntarnos qué es la ortodoxia. «Lo que siempre, lo que en todas partes, lo que por todos ha sido creído», contestó Vicente de Lerins. En los primeros siglos resultaba más sencillo detectar qué se encontraba fuera del depósito de la fe. Desde Nicea, la parte de los teólogos, de la especulación y de la reflexión resultó más determinante, pero, por el mismo motivo, resultó más fácil equivocarse, más fácil el subjetivismo, y se hizo más necesaria una última autoridad capaz de decir la última palabra. Todo el problema, ya desde el principio, consistió en saber en qué consistía decir la última palabra, en qué condiciones debía darla, qué consecuencias sufriría quien se había equivocado.

Por otra parte, esta clarificación doctrinal no comportaba la uniformidad de ritos y, con frecuencia, de tradiciones. Resultaba más necesaria que nunca la aparición y confrontación de ideas y de líneas diversas de pensamiento a favor de una mayor y mejor clarificación. Pero no siempre ha sido así. Quien ha tenido la última palabra, con frecuencia, ha desdeñado y condenado otras formas de pensar, dando lugar a un pensamiento único, a menudo empobrecedor.


La Edad Media


Durante la Edad Media, la tolerancia no constituía, ciertamente, una virtud preponderante en la sociedad, consecuencia, también, de la mezcla y confusión existente entre el elemento religioso y el político. La cristiandad no admitía heterodoxos, ni indiferentes, ni conversiones a otras religiones. Carlomagno constituye un ejemplo relevante de esta actitud. Su conquista de diversos pueblos del norte de Europa llevó aparejada la obligada conversión al cristianismo, a menudo con métodos violentos que no daban opción a otras alternativas. Siglos más tarde, en España, la expulsión de los judíos y de los musulmanes demostró el rechazo y la dificultad social y religiosa de admitir ciudadanos con distintas creencias en un mismo Estado. Es bien conocida en Europa la persecución de los judíos, su libertad vigilada, las limitaciones impuestas a su vida en las sociedades cristianas. Todos buscaban las conversiones de quienes eran diferentes, sin tener en cuenta la dramática coacción a la que se les sometía. A menudo, sin embargo, estas conversiones coaccionadas dieron lugar a procesos inquisitoriales contra quienes vivían aparentemente como cristianos, pero mantenían en la intimidad de sus casas los usos y costumbres de su religión primera. En las sociedades europeas se estableció, de hecho y de derecho, la existencia de ciudadanos de primera y de segunda, y entre estos una parte lo era porque no pertenecían a la Iglesia oficial o, peor todavía, porque los cristianos viejos no se fiaban de los nuevos convertidos. Esta desconcertante situación dio lugar en España a casos de manifiesta injusticia para con cristianos convencidos cuya única culpa consistía en haberse convertido.

Con motivo del descubrimiento de América, profesores de la Universidad de Salamanca y otros intelectuales europeos discutieron sobre la licitud de la conquista y de la imposición de la cultura hispana y del cristianismo. Sobresalieron en las Conversaciones de Valladolid, organizadas por Carlos V para estudiar la ética de la conquista, Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de Las Casas. El primero, admirado por sus conocimientos y obras escritas, consideraba todas las culturas inferiores a la cristiandad. Hacerles la guerra e imponerles el dominio español era considerado un asunto de ley natural, incluso un beneficio para las víctimas.

Tal vez resulte más difícil definir y juzgar el significado de las cruzadas y la actitud de los cruzados. El Asia y África cristianas y la España cristiana habían sido conquistadas y ocupadas por los musulmanes, de forma que la cruzada podía considerarse como un acto debido de reconquista y de libertad de tierras que habían sido cristianas. Nadie en los reinos ibéricos dudó de su derecho a recuperar las tierras de sus antepasados y de expulsar a quienes las habían conseguido con violencia, pero en Oriente el espíritu religioso originario se mezcló demasiado a menudo con ansias de poder y sometimiento. El caso más significativo para nuestra reflexión fue la cruzada de 1204, durante la cual los cruzados arrasaron Constantinopla e impusieron un patriarca latino en lugar del ortodoxo, lo que puso de manifiesto problemas existentes desde antiguo: la animadversión feroz entre cristianos occidentales y orientales. Ambas Iglesias consideraban que la otra era heterodoxa y pecaminosa. El año 1204 supuso un desprecio absoluto hacia otras tradiciones, incluso muy cercanas. Apenas se daban diferencias doctrinales entre orientales y occidentales, pero el desdén que unos sentían por otros y la identificación de la diferencia de talante y de historia con la heterodoxia explican bien lo difícil que resulta aceptar la diferencia cuando se ensalza al máximo lo propio. La aceptación de lo ocurrido por parte del papa y, sobre todo, el nombramiento de un patriarca latino en una de las sedes más veneradas de Oriente demuestran el desdén de los occidentales por la historia de una parte de los cristianos.

A principios del siglo XIII surgió en el sur de Francia un movimiento herético de carácter dualista que adquirió una fuerza inesperada. Se trataba de los llamados albigenses, nombre adquirido porque el centro del movimiento fue Albi, en la Occitania francesa, apoyado por Alfonso de Tolosa. Se convirtió en un problema religioso, pero también social y político. Inocencio III proclamó una cruzada que destruyó la región y la secta. Hubo un intento de conversión por medio de la predicación en los pueblos afectados por parte de la nueva congregación de los Padres Predicadores (dominicos), pero lo más efectivo, como ha ocurrido a menudo en la historia, fue la brutal represión.

En este contexto nació el Tribunal de la Santa Inquisición, manifestación oficial de la intolerancia religiosa. El mensaje cristiano se convierte en una ley del temor y de la coacción, en lugar de la ley del amor, que libera el alma. En nombre del Señor se ejercía un rigor que él jamás habría usado. Por esta razón, el ciego conformismo exigido a los súbditos se transforma en la más radical perversión del cristianismo que pueda concebirse. Por muchas distinciones y explicaciones razonables, tanto ambientales como temporales, que puedan ofrecerse sobre la Inquisición, no cabe duda de que resulta poco explicable con el Evangelio en la mano.

Era propio de la época y de una historia prolongada la intolerancia y la imposición religiosa a pueblos con otras tradiciones. Recordemos las palabras de Lutero: «No pierdan tiempo con los herejes, ellos pueden ser condenados sin escucharlos». El enfrentamiento duradero entre católicos y protestantes llevó a una situación esquizofrénica. Ninguno de ellos admitía la honradez y la buena voluntad del otro. Eran la perversión, el pecado, el demonio. Lo más importante no era que todos creyeran en Cristo, sino que lo radicalmente decisivo era la separación, el abandono de la tradición, la evolución de la liturgia.

El mal uso de la tradición tiene como característica determinante la pretensión de recluir el presente en un pasado ya interpretado según unos criterios concretos, que es presentado como ejemplar y normativo. Los grupos o tendencias fundamentalistas rechazan explícitamente uno de los atributos mayores del ser humano: la capacidad de interpretar y discernir como señal inequívoca de la libertad lo que el ser humano puede ir adquiriendo en su vida cotidiana. Calvino, por su parte, mostró la actitud rígida e intolerante con quienes pensaban de otra manera. La ejecución en Ginebra de Miguel Servet y de otros representantes de teorías distintas de las suyas ha quedado como una muestra llamativa de su manera de juzgar y actuar. Por otra parte, Calvino es un buen ejemplo, presente en otras Iglesias, de cómo la teocracia acababa por imponer planteamientos morales propios de quienes la dirigían.

En el tratamiento de este tema conviene tener en cuenta que la tolerancia, el pluralismo, la convergencia de concepciones, por una parte, y, por otra, la intolerancia y el fundamentalismo tienen que ver con la doctrina, pero también, y a veces de manera determinante, con la cultura, la psicología y el talante de los individuos y de la sociedad civil del momento. Por otro lado, en el catolicismo coincide, no siempre armoniosamente, la necesaria y permanente adaptación entre una legislación con pretensión de universalidad y la obligada asimilación de las condiciones y realidades locales. La permanente tensión existente entre el centro romano y las periferias nacionales responde también a esta realidad. Todo ello puede dar la impresión de una convivencia embarazosa entre una uniformidad vertical y un anarquismo desbordante. Algunas actitudes fundamentalistas responden a esta tensión no siempre bien planteada y pocas veces bien asumida.

Inocencio VIII, papa renacentista, de vida moral problemática, escribió y publicó en 1484 una bula contra las brujas, legitimando la represión de tal fenómeno por parte de la Inquisición. Lo que no se comprendía era mirado con suspicacia y juzgado con tal severidad que podía acabar en la pena de muerte. La Inquisición empezó a castigar los pecados de brujería, reales o supuestos, por más que existía una bula de Alejandro IV (1257) que aconsejaba a los inquisidores no ocuparse de tales crímenes si no había sospechas de real herejía. Es verdad que la brujería era temida y condenada desde hacía mucho tiempo en los diversos países europeos, ya antes del cristianismo, pero no cabe duda de que esta bula favoreció una cruel represión, en un tiempo en el que autores de renombre favorecían un creciente humanismo que defendía una mayor libertad del hombre.

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