Sermones del Santo Cura de Ars

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Leemos en el libro de los Reyes (III Reg., XXI.) que el rey Acab era el más abominable de los soberanos que habían reinado hasta su tiempo; no creo que se pueda decir más de lo que de él dice el Espíritu Santo. Escuchad: «Era un rey dado a toda suerte de impurezas; echaba mano, sin discreción, de los bienes de sus súbditos; fue causa de que los israelitas se rebelasen contra su Dios; parecía un hombre vendido y comprometido a realizar toda suerte de iniquidades: en una palabra, con sus crímenes dejó buenos a cuántos le habían precedido. Por todo lo cual, no pudiendo Dios soportar por más tiempo sus maldades, dispuesto a castigarle, llamo a su profeta Elías, ordenándole que se presentase al rey para darle a conocer los divinos propósitos: «Dile que los perros comerán sus carnes y se abrevaran en su sangre; descargaré sobre su cabeza toda mi cólera y toda mi venganza; nada omitiré para castigarle, hasta el punto de hacer llegar el exceso de mi furor a los perros que se hayan alimentado de sus despojos». Fijaos aquí en cuatro cosas:

1. ¿Se ha visto jamás hombre malvado cómo aquel?

2. ¿Se ha visto jamás que determinación tan clara de hacer perecer a un hombre, ciertamente merecedor de tal castigo?

3. ¿Se ha dado nunca orden tan precisa? «Todo ello, dijo el Señor, tendrá efecto en este lugar. »

4. ¿ Se ha visto nunca en la historia de un hombre condenado a un suplicio tan infame cual el que debía sufrir Acab, esto es, hacer que su cuerpo y su sangre sirviesen de pasto a los perros? ¿Quién podrá librarle de las manos de enemigo tan poderoso, el cual ha comenzado ya a ejecutar sus designios?

En cuanto el profeta terminó su mensaje, Acab comenzó a rasgar sus vestiduras. Escuchad lo que le dijo el Señor: «Vamos, ya no es tiempo, comenzaste demasiado tarde; ahora me burlo de ti». Entonces ciñó a su cuerpo un áspero cilicio: ¿Crees tu, le dijo el Señor, que esto me inspirará piedad y hará revocar mi decreto; ahora ayunas: debías haber ayunado de la sangre de tantas personas a quienes diste muerte. » Entonces el rey se arrojó al suelo y se cubrió de ceniza; cuando era preciso aparecer en publico, andaba con la cabeza descubierta y los ojos fijos al suelo. «Profeta, dijo el Señor; has visto de que manera se ha humillado Acab; postrándose con la faz en tierra? Pues ve a decirle que, ya que se ha humillado, dejaré de castigarle; ya no descargaré sobre su cabeza los rayos de mi venganza que para el tenía preparados. Dile que su humildad me ha conmovido, ha hecho revocar mis órdenes y ha desarmado mi cólera» (III Reg., XXI).

Pues bien, ¿tenía razón al deciros que la humildad es la más hermosa, la más preciosa de todas las virtudes, que todo lo puede delante de Dios, que Dios no sabe denegar nada a sus instancias?

Poseyéndola, tenemos también todas las demás; pero, si nos falta, nada valen todas las demás. Terminemos, pues, diciendo que conoceremos si un cristiano es bueno por el desprecio que haga de si mismo y de sus obras, y por la buena opinión que en todo momento le merezcan los hechos o los dichos del prójimo. Si así nos portamos, tengamos por seguro que nuestro corazón gozara de felicidad en esta vida, y después alcanzaremos la gloria del cielo...

EL PURGATORIO.

Sermón del Santo Cura de Ars

Vengo por Dios. ¿Para qué subiría hoy al púlpito, queridos hermanos?, ¿qué voy a decirles? Que vengo en provecho de Dios mismo. Y de vuestros pobres padres; a despertar en ustedes el amor y la gratitud que les corresponde. Vengo a recordarles otra vez aquella bondad y todo el amor que les han dado mientras estuvieron en este mundo. Y vengo a decirles que muchos de ellos sufren en el Purgatorio, lloran y suplican con urgencia la ayuda de vuestras oraciones y de vuestras buenas obras. Me parece oírlos clamar en la profundidad de los fuegos que los devoran: «Cuéntales a nuestros amados, a nuestros hijos, a todos nuestros familiares cuán grandes son los demonios que nos están haciendo sufrir. Nosotros nos arrojamos a vuestros pies para implorar la ayuda de sus oraciones. ¡Ah! Cuéntales que desde que tuvimos que separarnos, hemos estado quemándonos entre las llamas! ¿Quién podría permanecer indiferente ante el sufrimiento que estamos soportando?».

¿Ven, queridos hermanos? ¿Escuchan a esa tierna madre, a ese dedicado padre, a todos aquellos familiares que los han atendido y ayudado?, «Amigos míos gritan líbrennos de estas penas, ustedes que pueden hacerlo».

Consideren, entonces, mis queridos hermanos: a) la magnitud de los sufrimientos que soportan las almas en el Purgatorio; y b) los medios que ustedes poseen para mitigarlos: vuestras oraciones, buenas acciones y, sobre todo, el santo sacrificio de la Misa. Y no quieran pararse a dudar sorbe la existencia del Purgatorio, eso sería una pérdida de tiempo. Ninguno entre ustedes tiene la menor duda sobre esto. La Iglesia, a quien Jesucristo prometió la guía del Espíritu Santo, y que por consiguiente no puede estar equivocada y extraviarnos, nos enseña sobre el Purgatorio de una manera positiva y clara y es, por cierto y muy cierto, el lugar donde las almas de los justos completan la expiación de sus pecados antes de ser admitidos a la gloria del Paraíso, el cual les está asegurado. Sí, mis queridos hermanos, es un artículo de fe: Si no hacemos penitencia proporcional al tamaño de nuestros pecados, aún cuando estemos perdonados en el Sagrado Tribunal, estaremos obligados a expiarlos... En las Sagradas Escrituras hay muchos textos que señalan que, aun cuando nuestros pecados puedan ser perdonados, el Señor impone la obligación de sufrir en este mundo dificultades, o en el siguiente, en las llamas del Purgatorio.

Miren lo que le ocurrió a Adán. Debido a su arrepentimiento Dios lo perdonó, pero aún así lo condenó a hacer penitencia durante novecientos años, esto supera lo que uno podría imaginar. Y vean también: David ordenó, contrariando la voluntad de Dios, el censo de sus súbditos, pero luego acicateado por remordimientos de conciencia, vio su propio pecado y, arrojándose sobre el piso, rogó al Señor que lo perdonase.

Dios, conmovido por su arrepentimiento, lo perdonó, en efecto. Mas, a pesar de ello, le hizo saber que debería elegir entre tres castigos que le había preparado debido a su iniquidad: plaga, guerra o hambruna. Y David dijo: «Prefieron caer en manos del Señor (ya que muchas son sus gracias) que en las manos de los hombres». Eligió la plaga, que duró tres días, y se llevó a setenta mil súbditos suyos. Si el Señor no hubiera detenido la mano del Angel, que se extendía sobre toda la ciudad, ¡Jerusalén hubiese quedado despoblada!

Tu me mostrarás el camino a Ars, yo te mostraré el camino al Cielo.

David, considerando los muchos males causados por sus pecados, suplicó a Dios que le diera la gracia de castigarlo solamente a él y no al pueblo, que era inocente.

Consideren, también, el castigo a María Magdalena; tal vez esto ablande un poco vuestros corazones; ¿cuál será el número de años, mis queridos hermanos, que tendremos que sufrir en el Purgatorio, nosotros que tenemos tantos pecados y que, so pretexto de habernos confesado, no hacemos penitencia ni derramamos ninguna lágrima?

¿Cuántos años de sufrimiento debemos esperar para la próxima vida en el Cielo? Cuando los Santos Padres nos cuentan los tormentos que se sufren en tal lugar, parecen los sufrimientos que soportó Nuestro Señor Jesucristo en su pasión, ¿eso les describirá sensiblemente las torturas que estas almas padecen? Sin embargo, es cierto que si el más leve de los tormentos que padeció Nuestro Señor hubiese sido compartido por el género humano, este hubiese fenecido bajo tal violencia. El fuego del Purgatorio es el mismo fuego que el del Infierno, la única diferencia es que el fuego del Purgatorio no es para siempre.

¡Oh! Quisiera Dios, en su gran misericordia, permitir que una de estas pobres almas entre las llamas apareciese aquí rodeada de fuego y nos diese ella misma un relato de los sufrimientos que soporta; esta iglesia, mis queridos hermanos, reverberaría con sus gritos y sollozos y, tal vez, terminaría finalmente por ablandar vuestros corazones.

«¡Oh! ¡cómo sufrimos!», nos gritarían a nosotros; «sáquennos de estos tormentos. Ustedes pueden hacerlo. ¡Si sólo experimentaran el tormento de estar separados de Dios!... ¡Cruel separación! ¡Quemarse en el fuego por la justicia de Dios! ¡Sufrir dolores inenarrables al hombre mortal!, ¡ser devorados por remordimientos sabiendo que podríamos tan fácilmente evitar tales dolores!... Oh hijos míos, gimen los padres y las madres, ¿pueden abandonarnos así a nosotros, que los amamos tanto? ¿Pueden dormirse tranquilamente y dejarnos a nosotros yacer en una cama de fuego? ¿Se areven a darse a ustedes mismos placeres y alegrías mientras nosotros aquí sufrimos y lloramos noche y día? Ustedes tienen nuestra riqueza, nuestros hogares, están gozando el fruto de nuestros esfuerzos, y nos abandonan aquí, en este lugar de tormentos, ¡donde tenemos que sufrir por tantos años!... y nada para darnos, ni una misa... Ustedes pueden aliviar nuestros sufrimientos, abrir nuestra prisión, pero nos abandonan. ¡Oh! qué crueles son estos sufrimientos... Sí, queridos hermanos, la gente juzga muy diferentemente en las llamas del Purgatorio sobre los pecados veniales, si es que se puede llamar leves a los pecados que llevan a soportar tales penalidades rigurosas.

Qué desgraciados serían los hombres, proclamaron los Profetas, aún los más justos, si Dios no los juzgara con misericordia. Si Él ha encontrado manchas en el sol y malicia aún en los ángeles, ¿qué queda entonces para un hombre pecador? Y para nosotros, que hemos cometido tantos pecados mortales y sin hacer prácticamente nada para satisfacer la justicia de Dios, ¿cuántos años serán de Purgatorio?, «Dios mío», decía Santa Teresa, «¿qué alma será lo suficientemente pura para que pueda entrar al cielo sin pasar por las llamas purificadoras?». En su última enfermedad, gritó de pronto: «¡Oh justicia y podeer de mi Dios, cuán terribles son!». Durante su agonía, Dios le permitió ver Su Santdad como los ángeles y los santos lo veían en el Cielo, lo cual la aterró tanto que sus hermanas, viéndola temblar muy agitada, le dijeron llorando: «Oh, Madre, ¿qué sucede contigo?, seguramente no temes a la muerte después de tantas penitencias y tan abundantes y amargas lágrimas...»No, hijas mías replicó Santa Teresa no temo a la muerte, por el contrario, la deseo para poder unirme para siempre con mi Dios». «¿Son tus pecados, entonces, lo que te atemorizan, después de tanta mortificación?», «Sí, hijas mías les dijo temo por mis pecados y por otra cosa más aún», «¿es el juicio, entonces?», «Sí, tiemblo ante las cuentas que es necesario rendir a Dios, quien en ese momento no será piadoso, y hay aún algo más cuyo solo pensamiento me hace morir de terror». Las pobres hermanas estaban muy perturbadas: «¿Puede ser el Infierno, entonces?». «No, gracias a Dios eso no es para mí, oh, mis hermanas, es la santidad de Dios, mi Dios, ¡ten piedad de mí! Mi vida debe ser puesta cara a cara con la del mismo Señor Jesucristo. ¡Pobre de mí si tengo la más mínima mancha! ¡Pobre de mí si aún hay una sombra de pecado!». «¡¿Cóm serán nuestras muertes?!», gritaron las hermanas.

 

¿Cómo serán las nuestras, entonces, mis queridos hermanos, que quizás en todas nuestras penitencias y buenas acciones, nunca hemos purgado un solo pecado perdonado en el tribunal de Penitencia? ¡cuántos años y centurias de castigo nos tocarían! ¡Cómo nos gustaría no pagar nada por nuestras faltas, tales como esas pequeñas mentiras que nos divierte, pequeños escándalos, el desprecio a las gracias que Dios nos concede a cada rato, las pequeñas murmuraciones sobre las dificultades que nos manda el Señor!

No, queridos hermanos, nunca nos animaríamos a cometer el menor pecado, si pudiéramos comprender lo mucho que esto ofende a Dios y cuánto merece ser castigado aún en este mundo. Dios es justo, queridos hermanos, en todo lo que hace; y cuando nos recompensa por la más mínima buena acción, nos da con creces lo que podríamos desear. Un buen pensmiento, un buen deseo, es decir, el deseo de ahcer alguna buena obra aún cuando no estemos capacitados para lograrlo. Nunca nos deja sin recompensa. Pero también, si se trata de castigarnos lo hace con rigor, aún las faltas leves, y por ellas seremos enviados al Purgatorio. Esto es verdad, pues vemos en las vidas de los santos que muchos de ellos no fueron directamente al Cielo, primero tuvieron que pasar por las llamas del Purgatorio.

San Pedro Damian cuenta que su hermana debió pasar varios años en el Purgatorio por haber escuchado una canción maliciosa con cierto beneplácito de su parte. Y se dice que dos religiosos se prometieron uno al otro que el primero en morir le contaría al otro sobre el estado en que se hallaba. Dios permitió a uno morir primero y que se apareciera a su amigo. Le contó a este que había permanecido quince años en el Purgatorio por haberle gustado demasiado hacer las cosas a su manera, y cuando su amigo estaba felicitándole por haber permanecido allí tan poco tiempo, el fallecido replicó: «Yo hubiera preferido ser desollado vivo durante diez mil años seguidos en lugar del sufrimiento de las llamas».

Un sacerdote contó a uno de sus amigos que Dios lo había condenado a permanecer en el Purgatorio durante varios meses por haber demorado la ejecución de un proyecto de buenas obras. Así que, queridos hermanos, ¿cuántos hay entre quienes me escuchan que tengan faltas similares que reprocharse a sí mismos?

¡Y cuántos, en el curso de ocho o diez años, han recibido de sus padres, o de sus amigos, el encargo de oir misa, dar limosnas, compartir algo!, ¡cuántos hay que por temor de encontrar que ciertas cosas deberían hacerse, no quieren tomarse el trabajo de considerar la voluntad de esos padres o amigos; estas pobres almas están aún detenidas en las llamas, porque nadie ha querido cumplir con sus deseos!

Pobres padres y madres, que se sacrifican por la felicidad de sus hijos y de sus herederos. Tal vez ustedes hayan sido negligentes con su propia salvación para aumentar sus fortunas, y así sabotean las buenas obras que se les encargó en los testamentos... ¡pobres padres! ¡Cuán ciegos estuvieron en olvidarlos! Ustedes me dirán, quizás, «Nuestros padres vivieron buenas vidas, y eran buena gente. Necesitarían muy poco de esas llamas».

Alberto el Grande, un hombre cuyas virtudes brillaron tanto, dijo sobre esta materia que él un día reveló a un amigo, que Dios lo había llevado al Purgatorio por haberse entretenido en cierta autosatisfacción envanecida sobre su propio conocimiento. Lo más asombroso es que aún habría santos allí, aún aquellos que fueron beatificados, haciendo su pasaje por el Purgatorio. San Severino, Arzobispo de Colonia, apareció ante un amigo suyo largo tiempo después de su muerte y le contó que estuvo en el Purgatorio por haber postergado para la noche las oraciones que debió decir a la mañana. ¡Oh! ¡Cuántos años de purgatorio habrá para aquellos cristianos que no tienen el menor inconveniente en diferir las oraciones para algún otro día con la excusa de tener trabajos más urgentes! Si realmente deseamos la felicidad de tener a Dios, debemos evitar tanto las pequeñas faltas como las grandes, ya que la separación de Dios es un tormento tan asustante para todas estas pobres almas...

SOBRE EL RESPETO HUMANO

Nada más glorioso y honorífico para un cristiano, que el llevar el nombre sublime de hijo de Dios, de hermano de Jesucristo. Pero, al propio tiempo, nada más infame que avergonzarse de ostentarlo cada vez que se presenta ocasión para ello. No, no nos maraville el ver a hombres hipócritas, que fingen en cuanto pueden un exterior de piedad para captarse la estimación y las alabanzas de los demás, mientras que su pobre corazón se halla devorado por los más infames pecados. Quisieran, estos ciegos, gozar de los honores inseparables de la virtud, sin tomarse la molestia de practicarla.

Pero maravíllenos aún menos al ver a otros, buenos cristianos, ocultar, en cuanto pueden, sus buenas obras a los ojos del mundo, temerosos de que la vanagloria se insinúe en su corazón y de que los vanos aplausos de los hombres les hagan perder el mérito y la recompensa de ellas. Pero ¿dónde encontrar cobardía más criminal y abominación más detestable que la de nosotras, que, profesando creer en Jesucristo, estando obligados por los más sagrados juramentos a seguir sus huellas, a defender sus intereses y su gloria, aun a expensas de nuestra misma vida, somos tan viles, que, a la primera ocasión, violamos las promesas que le hemos hecho en las sagradas fuentes bautismales? ¡Ah, desdichados! ¿Qué hacemos? ¿Quién es Aquel de quien renegamos? Abandonamos a nuestro Dios, a nuestro Salvador, para quedar esclavos del demonio, que nos engaña y no busca otra cosa que nuestra ruina v nuestra eterna infelicidad. ¡Oh, maldito respeto humano, qué de almas arrastras al infierno! Para mejor haceros ver su bajeza, os mostraré:

1. º Cuánto ofende a Dios el respeto humano, es decir, la vergüenza de

hacer el bien;

2. ° Cuán débil y mezquino de espíritu manifiesta ser el que lo comete.

I.-No nos ocupemos de aquella primera clase de impíos que emplean su tiempo, su ciencia y su miserable vida en destruir, si pudieran, nuestra santa religión. Estos desgraciados parecen no vivir sino para hacer nulos los sufrimientos, los méritos de la muerte ni pasión de Jesucristo. Han empleado, unos su fuerza, otros su ciencia, para quebrantar la piedra sobre la cual Jesucristo edificó su Iglesia. Pero ellos son los que, insensatos, van a estrellarse contra esta piedra de la Iglesia, que es nuestra santa religión, la cual subsistirá a despecho de todos sus esfuerzos.

En efecto, ¿en qué vino a parar toda la Furia de los perseguidores de la Iglesia, de los Nerones, de los Maximianos, de los Dioclecianos, de tantos otros que creyeron hacerla desaparecer de la tierra can la fuerza de sus armas? Sucedió todo lo contrario: la sangre de tantos mártires, como dice Tertuliano, sólo sirvió para hacer florecer más que nunca la religión: aquella sangre parecía una simiente de cristianos, que producía el ciento por uno. ¡Desgraciados! ¿Qué os ha hecho esta hermosa y santa religión, para que así la persigáis, cuando sólo ella puede hacer al hombre dichoso aquí en la tierra? ¡Ay! ¡Cómo lloran y gimen ahora en los infiernos, donde conocen claramente que esta religión, contra la cual se desenfrenaron, los hubiera llevado al Paraíso! !Pero vanos e inútiles lamentos!

Mirad igualmente a esos otros impíos que hicieron cuanto estuvo en su mano por destruir nuestra santa religión con sus escritos, un Voltaire, un Juan-Jacobo Rousseau, un Diderot, un D´Alembert, un Volney y tantos otros, que se pasaron la vida no más que en vomitar con sus escritos cuanto podía inspirarles el demonio. ¡Ay! mucho mal hicieron, es verdad; muchas almas perdieron, arrastrándolas consigo al infierno; pero no pudieron destruir la religión como pensaban. Lejos de quebrantar la piedra sobre la cual Jesucristo ha edificado su Iglesia, que ha de durar hasta el fin del mundo, se estrellaron contra ella. ¿Dónde están ahora estos desdichados impíos? ¡Ay! en el infierno, donde lloran su desgracia y la de todos aquellos que consigo arrastraron.

Nada digamos, tampoco, de otra clase de impíos que, sin manifestarse abiertamente enemigos de la religión de la cual conservan todavía algunas prácticas externas, se permiten, no obstante, ciertas chanzas, por ejemplo, sobre la virtud o la piedad de aquellos a quienes no se sienten con ánimos de imitar. Dime, amigo, ¿qué te ha hecho esa religión que heredaste de tus antepasados, que ellos tan fielmente practicaron delante de tus ojos, de la cual tantas veces te dijeron que sólo ella puede hacer la felicidad del hombre en la tierra, y que abandonándola, no podíamos menos de ser infelices? ¿Y a dónde piensas que te conducirán, amigo, tus ribetes de impiedad? ¡Ay, pobre amigo! al infierno, para llorar en él tu ceguera.

Tampoco diremos nada de esos cristianos que no son tales mas que de nombre; que practican su deber de cristianos de un modo tan miserable, que hay para morirse de compasión. Los veréis que hacen sus oraciones con fastidio, disipados, sin respeto. Los veréis en la Iglesia sin devoción; la santa Misa comienza siempre para ellos demasiado pronto y acaba demasiado tarde; no ha bajado aún el sacerdote del altar, y ellos están ya en la calle. De frecuencia de Sacramentos, no hablemos; si alguna vez se acercan a recibirlos, su aire de indiferencia va pregonando que absolutamente no saben lo que hacen. Todo lo que atañe al servicio de Dios lo practican con un tedio espantoso.

¡Buen Dios¡ ¡qué de almas perdidas por una eternidad! ¡Dios mío!; cuán pequeño ha de ser el número de los que entran en el reino de los cielos, cuando tan pocos hacen lo que deben por merecerlo!

Pero ¿dónde están me diréis los que se hacen culpables de respeto humano? Atendedme un instante, y vais a saberlo. Por de pronto os diré con San Bernardo que por cualquier lado que se mire el respeto humano, que es la vergüenza de cumplir los deberes de la religión por causa del mundo, todo muestra en él menosprecio de Dios y de sus gracias y ceguera del alma. Digo, en primer lugar, que la vergüenza de practicar el bien, por miedo al desprecio y a las mofas de algunos desdichados impíos o de algunos ignorantes, es un asombroso menosprecio que hacemos de la presencia de Dios, ante el cual estamos siempre y que en el mismo instante podría lanzarnos al infierno. ¿Y por qué motivo, esos malos cristianos se mofan de vosotros y ridiculizan vuestra devoción? Yo os diré la verdadera causa: es que, no teniendo virtud para hacer lo que hacéis vosotros, guardan inquina, porque con vuestra conducta despertáis los remordimientos de su conciencia; pero estad bien seguros de que su corazón, lejos de despreciaros, os profesan grande estima. Sí tienen necesidad de un buen consejo; de alcanzar de Dios alguna gracia, no creáis que acudan a los que se portan como ellos, sino a aquellos mismos de los cuales se burlaron, por lo menos de palabra.

¿Te avergüenzas, amigo, de servir a Dios, por temor de verte despreciado? Mira a Aquel que murió en esta cruz: pregúntale si se avergonzó Él de verse despreciado y de morir de la manera más humillante en aquel infame patíbulo. ¡Ah, qué ingratos somos con Dios, que parece hallar su gloria en hacer publicar de siglo en siglo que nos ha escogido por hijos suyos! ¡Oh Dios mío! ¡que ciego y despreciable es el hombre que teme un miserable qué dirán, y no teme ofender a un Dios tan bueno! Digo, además, que el respeto humano nos hace despreciar todas las gracias que el Señor nos mereció con su muerte y pasión. Sí, por el respeto humano inutilizamos todas las gracias que Dios nos había destinado para salvarnos. ¡Oh, maldito respeto humano, qué de almas arrastras al infierno!

 

En segundo lugar, digo que el respeto humano encierra la ceguera más deplorable. ¡Ay! no paramos atención en lo que perdemos. ¡Qué desgracia para nosotros! Perdemos a Dios, al cual ninguna cosa podrá jamás reemplazar. Perdernos el cielo, con todos sus bienes y delicias. Pero hay aún otra desgracia, y es que tomarnos al demonio por padre y al infierno con todos sus tormentos por nuestra herencia y recompensa. Trocamos nuestras dulzuras y goces eternos en penas y lágrimas.

¡Ay! amigo, ¿en qué piensas? ¿Cómo tendrás que arrepentirte por toda la eternidad! ¡Oh, Dios mío! ¿Podemos pensar en ello y vivir todavía esclavos del mundo?

Es verdad me diréis que quien por temor al mundo no cumple sus deberes de religión es bien desgraciado, puesto que nos dice el Señor que a quien se avergonzare de servirle delante de los hombres no querrá Él reconocerle delante de su Padre el día del juicio (Math. 10, 33.). ¡Dios mío! temer al mundo; ¿porqué? sabiendo como sabemos que absolutamente es fuerza, ser despreciado del mundo para agradar a Dios. Si temías al mundo, no debías haberte hecho cristiano. Sabías bien que en las sagradas fuentes del bautismo hacías juramento en presencia del mismo Jesucristo; que renunciabas al mundo y al demonio; que te obligabas a seguir a Jesucristo llevando su cruz, cubierto de oprobios y desprecios.

¿Temes al mundo? Pues bien, renuncia a tu bautismo, y entrégate a ese mundo, al cual tanto temes desagradar.

Pero ¿cuando es me diréis que obramos nosotros por respeto humano? Escucha bien, amigo mío. Es un día en que, estando en la feria, o en una posada donde se come carne en día prohibido, se te invita a comerla también; y tú, contentándote con bajar los ojos y ruborizarte, en vez de decir que eres cristiano y que tu religión te lo prohíbe, la comes como los demás, diciendo: Si no hago como ellos, se burlarán de mí ¿Se burlarán de ti, amigo? ¡Ah! tienes razón; ¡es una verdadera lástima! ¡Oh! es que haría aun mucho mas mal, siendo causa de todos los disparates que dirían contra la religión, que el que hago comiendo carne -. Conque ¿harías aún más mal? ¿Te parece bien que los mártires, por temor de las blasfemias y juramentos de sus perseguidores, hubiesen renunciado todos a su religión? Si otros obran mal, tanto peor para ellos. ¡Ah! di más bien: ¿no hay bastante con que otros desgraciados crucifiquen a Jesús con su mala conducta, para que también tú te juntes a ellos, para dar más que sufrir a Jesucristo? ¿Temes que se mofen de ti? ¡Ah, desdichado! mira a Jesucristo en la cruz, y verás cuánto por ti ha hecho.

Conque ¿no sabes tú cuándo niegas a Jesucristo? Es un día en que, estando en compañía de dos o tres personas, parece que se te han caído las manos, o qué no sabes hacer la señal de la cruz, y miras si tienen los ojos fijos en ti, y te contentas con decir tu bendición y acción de gracias en la mesa mentalmente, o te retiras a un rincón para decirlas. Es cuando, al pasar delante de una cruz, te haces el distraído, o dices que no fue por nosotros que Dios murió en ella.

¿No sabes tú cuándo tienes respeto humano? Es un día en que, hallándote en una tertulia donde se dicen obscenidades contra la santa virtud de la pureza o contra la religión, no tienes valor para reprender a los que así hablan, antes al contrario, por temor a sus burlas, te sonríes. Es que no hay, dices otro remedio, si no quiero ser objeto de continua mofa.

¿Temes que se mofen de ti? Por este mismo temor negó San Pedro al Divino Maestro; pero el temor no le libró de cometer con ello un gran pecado, que lloró luego toda su vida.

¿No sabes tú cuando tienes respeto humano? Es un día en que el Señor te inspira el pensamiento de ir a confesarte, y sientes que tienes necesidad de ello, pero piensas que se chancearán de ti y te tratarán de devoto. Es cuando te viene el pensamiento de ir a oír la santa Misa entre semana, y nada te impide ir; pero te dices a ti mismo que se burlarían de ti y que dirían: Esto es bueno para el que nada tiene que hacer, para los que viven de su renta.

¡Cuántas veces este maldito respeto humano te ha impedido asistir al catecismo y a la oración de la tarde! ¡Cuántas veces, estando en tu casa, ocupado en algunas oraciones o lecturas de piedad, te has escondido por disimulo, al ver que alguien llegaba! ¡Cuántas veces el respeto humano te ha hecho quebrantar la ley del ayuno o de la abstinencia, por no atreverte a decir que ayunabas o comías de vigilia! ¡Cuántas veces no te has atrevido a decir el Angelus delante de la gente, o te has contentado con decirlo para ti, o has salido del local donde estabas con otros para decirlo fuera!

¡Cuántas veces has omitido las oraciones de la mañana o de la noche por hallarte con otros que no las hacían; y todo esto por el temor de que se burlasen de ti! Anda, pobre esclavo del mundo, aguarda el infierno donde serás precipitado; no te faltará allí tiempo para echar en falta el bien que el mundo te ha impedido practicar.

¡Oh, buen Dios! ¡Qué triste vida lleva el que quiere agradar al mundo y a Dios! No amigo, te engañas. Fuera de que vivirás siempre infeliz, no has de conseguir nunca complacer a Dios v al mundo; es cosa tan imposible como poner fin a la eternidad. Oye un consejo que voy a darte, y serás menos desgraciado: entrégate enteramente o a Dios o al mundo; no busques ni sigas más que a un amo; pero una vez escogido, no le dejes ya. ¿Acaso no recuerdas lo que te dice Jesucristo en el Evangelio: No puedes servir a Dios v al mundo, es decir, no puedes seguir al mundo con sus placeres y a Jesucristo con su cruz? No es que te falten trazas para ser, ora de Dios, ora del mundo. Digámoslo con más claridad: es lástima que tu conciencia, qué tu corazón no te consientan frecuentar por la mañana la sagrada misa y el baile por la tarde; pasar una parte del día en la iglesia y otra parte en la taberna o en el, juego; hablar un rato del buen Dios v otro rato de obscenidades o de calumnias contra tu prójimo; hacer hoy un favor a tu vecino y mañana un agravio; en una palabra; ser bueno y portarte bien y hablar de Dios en compañía de los buenos, y obrar el mal en compañía de los malvados.

¡Ay! que la compañía de los perversos nos lleva a obrar el mal. ¡Qué de pecados no evitaríamos si tuviésemos la dicha de apartarnos de la gente sin religión! Refiere San Agustín que muchas veces, hallándose entre personas perversas, sentía vergüenza de no igualarlas en maldad, y para no ser tenido en menos, se gloriaba aun del mal que no había cometido.

¡Pobre ciego! ¡Cuán digno eres de lástima! ¡Qué triste vida! ... ¡Ah, maldito respeto humano! ¡Qué de almas arrastras al infierno y de cuántos crímenes eres tú la causa! ¡Cuán culpable es el desprecio de las gracias que Dios nos quiere conceder para salvarnos! ¡Cuántos y cuántos han comenzado el camino de su reprobación por el respeto humano, porque, a medida que iban despreciando las gracias que les concedía Dios, la fe se iba amortiguando en su alma; Y poco a poco iban sintiendo, menos la gravedad del pecado, la pérdida del cielo, las ofensas que pecando hacían a Dios. Así acabaron por caer en una completa parálisis, es decir, por no darse ya cuenta del infeliz estado de su alma; se durmieron en el pecado y la mayor parte murieron en él.

To koniec darmowego fragmentu. Czy chcesz czytać dalej?