El parpadeo de la política

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— III —

Más de veinte años después de su carta a Ruge, Marx vuelve a hacerle un guiño a la tradición y vuelve a confirmar con muy poco pero con un párrafo que a pesar de lo que declara dice por lo bajo mucho más de lo que explicita, la historia de la que él como filósofo político forma parte. En esta ocasión, quien escribe las palabras que sellan esa pertenencia no es, como en la carta a Ruge, el joven liberal que indignado con el presente de su tierra natal comparte esa indignación y esa vergüenza con su colega y compatriota, también liberal como él, el propio Ruge. Para recurrir a la clásica y célebre división que hiciera famosa Louis Althusser, quien confirma esta vez esa filiación a la tradición de la filosofía política es aquí el Marx maduro de El Capital. Distanciado entonces en forma definitiva de Ruge y de los principios liberales, Marx vuelve a rendirle homenaje a Aristóteles en las páginas de su texto clave29. La diferencia más notoria, si se quiere, es que ahora el Marx maduro vuelve a las premisas logocéntricas cuyas bases sienta la definición del zoon politikon aristotélica sin nombrar a su autor original, es decir a Aristóteles, sin imaginarlo como un Aristóteles alemán e, incluso y paradójicamente, intentando tomar distancia de él evocando al homo faber de Benjamin Frankin.

Volvamos entonces a El Capital: después de un largo párrafo que describe el proceso general de trabajo, párrafo que inicia el capítulo V del primer tomo del texto de Marx, éste continúa con una observación, o más bien con una comparación, en la que el propio Marx pretende, aunque sea en los papeles, alejarse de la definición del hombre como animal político, y por lo tanto de la historia que a partir de él se narra, la de la filosofía política, con el objeto de dar comienzo a otra historia distinta –que sin embargo no dejaría de ser por eso la historia de la filosofía política– que en lugar de tener como origen el zoon politikon, es decir al animal dotado de logos, tenga como punto de partida al homo faber, o sea al hombre como “toolmaking animal”:

Concebimos el trabajo bajo una forma en la cual pertenece exclusivamente al hombre. Una araña ejecuta operaciones que recuerdan las del tejedor, y una abeja avergonzaría, por la construcción de las celdillas de su panal, a más de un maestro albañil. Pero lo que distingue ventajosamente al peor maestro albañil de la mejor abeja es que el primero ha moldeado la celdilla en su cabeza antes de construirla en la cera. Al consumarse el proceso de trabajo surge un resultado que antes del comienzo de aquél ya existía en la imaginación del obrero, o sea idealmente30.

Como vemos, enseguida y sin perder el tiempo Marx se propone dar una batalla que solo insinúa librarla porque en los hechos no la libra en absoluto. Se ilusiona con enfrentar un desafío que no puede sostener sino a costa de dar un rodeo que le pone fecha de vencimiento en el mismo párrafo que lo enuncia. La primera frase del pasaje que citamos parece tener un solo y único destinatario: el zoon politikon de Aristóteles. “Concebimos el trabajo –dice Marx– bajo una forma en la cual pertenece exclusivamente al hombre”. Exclusivamente, es decir solo y únicamente al hombre. El trabajo (y no el logos, parece decir sin decirlo del todo en la frase) es lo que distingue al hombre de los animales. Es éste su ser más propio, lo propio más propio del hombre, lo que le pertenece en forma exclusiva. Algunas páginas más adelante, de hecho, Marx vuelve sobre la misma idea, la desarrolla y revela con nombre y apellido el autor que está en el origen de esa idea:

El uso y la creación de medios de trabajo, aunque en germen se presentan en ciertas especies animales, caracterizan el proceso específicamente humano de trabajo, y de ahí que Franklin defina al hombre como a “toolmaking animal”, un animal que fabrica herramientas31.

En un mismo movimiento Marx realiza entonces dos operaciones bien distintas aunque relacionadas: agrega, en primer lugar, que el trabajo, bajo la forma en la cual pertenece exclusivamente al hombre, significa el uso y la creación de sus medios de trabajo –porque, aclara, el uso y la creación de los medios de trabajo se presenta solo “en germen” en otros animales (ahora bien: ¿qué significa “en germen”?, allí, en efecto, está todo el meollo del problema, y en la comparación entre la mejor abeja y el peor maestro albañil Marx lo resuelve, aunque lo resuelve con un resultado distinto del que él mismo espera demostrar con sus argumentos)–. Y en el mismo movimiento, por otro lado, agrega contra Aristóteles al rival del zoon politikon y al hacedor de la concepción del hombre como toolmaking animal: Benjamin Franklin. Así las cosas, la distancia entre Marx y Aristóteles, entre Marx y la historia de la filosofía política parece, varias décadas después de la carta a Ruge, insalvable. La propia historia que describe la trayectoria intelectual de Marx, que va del joven Marx al Marx maduro, de la ruptura epistemológica que señala Althusser –insisto– y de la ruptura ideológica que en esa trayectoria separa a Marx del pensamiento liberal, sirve de fundamento para fijar esa distancia. Pero solo bastan unas pocas líneas para borrarla. Y Marx comienza, en los hechos, a borrarla con un detalle. Después de casi sentenciar la muerte al zoon politikon y tras la mención breve de una araña “cuyas operaciones recuerdan las del tejedor” (pues “las operaciones”, es decir el trabajo que realiza la araña para fabricar sus medios de subsistencia: la telaraña para cazar a su presa, recuerdan las operaciones, es decir el trabajo que realiza el tejedor para fabricar los suyos: la ropa que viste para vivir), el párrafo continúa con otra comparación que contiene, inesperadamente, un guiño a Aristóteles –un guiño que llega, paradójicamente, justo después de haberle declarado con Franklin una batalla no solo a Aristóteles, al mismo Aristóteles que acaba implícitamente de criticar, sino a partir de él a la historia que con él comienza, es decir al zoon politikon y a la historia de la filosofía política–. Porque como en las frases ilustres del Libro I de la Política, como en el célebre pasaje en donde Aristóteles da comienzo a la historia de la filosofía política, Marx se sirve de la comparación del hombre y de la abeja para explicar la diferencia entre el hombre y el animal. Es decir: si para definir al zoon politikon Aristóteles compara al hombre con la abeja (“La razón de que el hombre es –dice Aristóteles– más que la abeja o cualquier animal gregario, un animal político…”), para definir al toolmaking animal que es el hombre, Marx lo hace también comparando al hombre (“el peor maestro albañil”) con la abeja (es decir con la “mejor abeja”). Casi sin darse cuenta y desde el inicio –en suma– cuanto más intenta alejarse Marx no hace otra cosa que acercarse a la tradición que cree enfrentar.

Después de haber dicho, entonces, que concibe al trabajo bajo la forma en la cual pertenece exclusivamente al hombre, Marx despliega la comparación que decíamos: la abeja –escribe– avergonzaría por la construcción de las celdillas de su panal a más de un maestro albañil. Pero hay algo, incluso tratándose de la mejor abeja y del peor maestro albañil, que diferencia a uno del otro. Y esa diferencia en lugar de confirmar –insistimos– la afirmación que acaba de hacer solo unas líneas más atrás, la refuta. Marx vuelve así sobre sus pasos, sobre los pasos que marcaban el camino del hombre como toolmaking animal. Porque lo que distingue al hombre del animal, incluso al peor trabajo del hombre, es decir al peor maestro albañil, del mejor trabajo de una abeja, es decir de la mejor abeja, es que “el primero ha moldeado la celdilla en su cabeza antes de construirla en la cera”. Antes de construirla con sus manos en la cera el hombre, suponiendo que construya celdillas para un panal de abejas, se escucha hablar diciéndose cómo va a hacer la celdilla en la cera, la construye antes idealmente en su cabeza, se la representa antes de construirla en la cera, como una celdilla en la cera. Se trata, por ende, de una diferencia que no está, en los hechos, en el proceso de trabajo sino antes del proceso de trabajo. La celdilla, afirma Marx, “ya existía en la imaginación del obrero”. Ahora bien: si está antes es porque está más allá del proceso de trabajo, es decir más allá del trabajo. ¿Es entonces como escribe el propio Marx en la primera línea del párrafo que citamos, el trabajo lo que pertenece en forma exclusiva al hombre? ¿O es lo que ya existía antes de él, o sea fuera del trabajo? ¿No es, dicho de otro modo, otro trabajo lo que hace la diferencia? ¿No es, para ser más precisos, el trabajo de representación de la celdilla en su cabeza lo que le da fundamento a esa diferencia? Y ese trabajo de representación: ¿no es el trabajo propio de eso que Aristóteles, y desde Aristóteles y la filosofía griega, llamamos logos?

La concepción del hombre como toolmaking animal queda, en el mismo párrafo en la que es enunciada, tambaleando. Y no solo ella queda tambaleando sino que en el mismo movimiento que la hace tambalear Marx mismo tambalea y queda atrapado en la tradición que parecía querer con ayuda de Franklin derribar. A Marx no le hace falta nombrarlo para, en un mismo pasaje, volver dos veces sobre Aristóteles. Primero para marcar distancia, entonces, y luego para borrarla. Primero para desmarcarse, y luego para correr tras sus huellas, tras la huella del origen que comienza con la Política. Porque finalmente lo que diferencia el trabajo del hombre, del obrero o del peor maestro albañil, de la abeja o de la mejor abeja, no es lo que está en el trabajo porque la mejor abeja, escribe Marx como si nada hubiera dicho una línea atrás, avergonzaría al peor maestro albañil, y porque el trabajo de la araña recuerda al trabajo de cualquier tejedor. Si el trabajo humano es humano, si la humanidad del hombre se presenta en el trabajo es, en suma, por lo que está antes, afuera y más allá del trabajo. Es, dicho de otro modo, por su trabajo de representación, por el trabajo del logos. Para que el trabajo de la construcción de la celdilla en la cera sea plenamente humano hace falta ver, por lo tanto, más allá del proceso de trabajo, hace falta ir más allá del toolmaking animal, alejarse de Franklin para acercarse al zoon politikon y, en todo caso, acercarse también a Aristóteles. Acercarse, por un rodeo, a la tradición de la que Marx intentaba alejarse. El rodeo que Marx realiza deja intacto el logocentrismo: del trabajo humano al trabajo animal existe, pues, la misma distancia que entre la phoné, la simple phoné, y el logos como unidad entre sentido y phoné, entre logos y representación. Es decir: entre la voz humana y la voz animal, entre la simple voz animal y la voz articulada que quiere decir de la humanidad.

 

Capítulo II
El espacio público y la proximidad del habla
— I —

En el último capítulo del Ensayo sobre el origen de las lenguas Rousseau se ocupa, según el título que él mismo elige para encabezar las últimas páginas del texto, de la “relación de las lenguas con los gobiernos”. El capítulo comienza, en efecto, retomando lo que el propio Rousseau ya venía en buena medida desarrollando con anterioridad a este último tramo del Ensayo: que las lenguas se forman naturalmente según las necesidades de los hombres y que ellas cambian o se alteran según las modificaciones de esas mismas necesidades. Mientras en la época antigua, insiste entonces Rousseau con su argumento, la elocuencia era una necesidad en el uso de la lengua, esa necesidad no se hace notar en la época moderna: “¿Para qué serviría en la actualidad –se pregunta–, cuando la fuerza pública ha suplido a la persuasión?”32. Y enseguida agrega: “los cambios (en las sociedades contemporáneas) solo se producen con el cañón y los escudos, y como lo único que hay que decirle al pueblo es: dad dinero, se le dice con carteles en las esquinas de las calles o con soldados dentro de las casas. No es necesario reunir a nadie para esto”33. El razonamiento de Rousseau parece a esta altura del Ensayo bastante transparente: si en nuestras sociedades, es decir en las sociedades modernas, no es necesario reunir “a nadie” para producir los cambios que son necesarios es porque no es necesario reunir a nadie para gobernar al pueblo. De allí, si se quiere, la metáfora de los soldados en las casas, de los cañones y los escudos para describir esta falta de necesidad de la elocuencia en el uso de la lengua moderna: la fuerza pública es en nuestros días el medio a partir del cual se gobierna. El sentido de la pregunta con la que el propio Rousseau comienza este mismo capítulo toma así su verdadera fuerza: ¿Qué discursos quedan para dirigir al pueblo reunido en la época moderna? “Sermones”, responde irónicamente el autor del Emilio. Por supuesto que esta hipótesis que explica con agudeza la falta de necesidad de la elocuencia en el uso de la lengua moderna contrasta de hecho con las necesidades que explican –como decíamos más arriba– la imagen contraria y la relación inversa que posee la lengua con el gobierno en la época antigua. Porque, precisamente, en la antigua ciudad griega el gobierno se ejercía a través de la persuasión y de ningún modo por medio de la violencia, o del monopolio legítimo de la violencia, que viene a representar la fuerza pública en los Estados modernos. La elocuencia como marca específica en el uso de la lengua era, en este sentido, vital para el funcionamiento y el buen ejercicio del gobierno. Razón por la cual, se explaya Rousseau un poco más adelante, el arte de la retórica aparecía como una cosa ordinaria en los discursos que se dirigían al pueblo reunido en la plaza pública: “los antiguos se hacían entender fácilmente por el pueblo en la plaza pública: hablaban sin problemas todo un día” e incluso, agrega, hasta “los generales arengaban a sus tropas”34.

Casi como al pasar, y justo antes de terminar el párrafo que desarrolla este contrapunto sobre la necesidad de la elocuencia en el uso de la lengua según las diferentes épocas, Rousseau se despacha, sin embargo, con un comentario que sin dudas trasciende ampliamente la preocupación o el tema que en un principio el título del capítulo anticipaba junto con este primer párrafo –el de la relación de la lengua con los gobiernos, relación de la que se deriva la cuestión de la elocuencia–. Se trata, para decirlo de otro modo, de un comentario que explica de forma precisa cómo opera en la historia de la filosofía política uno de los conceptos claves que junto con el concepto de zoon politikon la han constituido como disciplina: “la primera máxima política moderna –sostiene– es tener a los sujetos bien alejados?”35. Al comentario le cabe, a propósito precisamente de la historia de la filosofía política, una pregunta que se cae por su propio peso: ¿por qué tener a los sujetos “bien alejados” sería una máxima de la política moderna? O mejor aun: ¿por qué la política de alejar a los sujetos sería, antes de ser una máxima de la política moderna, simplemente una política? La respuesta de Rousseau llega enseguida y, a pesar de hacerlo a través de la descripción de una escena que es ficticia, no deja por ello de resultar de lo más efectiva:

Los antiguos se hacían entender (entendre) fácilmente por el pueblo en la plaza pública; hablaban sin problemas todo un día. Los generales arengaban a sus tropas; se los escuchaba (entendait) y ellos no se agotaban. Los historiadores modernos que han querido insertar arengas en sus historias han sido objeto de burlas. Supóngase un hombre arengando en francés al pueblo de París reunido en la place Vendôme. Gritará a voz en cuello, se escuchará (entendra) que grita pero no se distinguirá ni una palabra. Heródoto leía su historia a los pueblos de Grecia reunidos al aire libre y por todas partes resonaban aplausos. En la actualidad, el académico que lee una memoria en una asamblea pública apenas es escuchado (entendu) al final de la sala. Si los charlatanes de feria no abundan tanto en Francia como en Italia no es porque en Francia sean menos escuchados (écoutés), sino porque no se los comprende (entend) tan bien (si bien). D’Alembert cree que se podría decir el recitativo francés a la italiana; habría pues que decirlo al oído, ya que de otro modo no se entendería (entendrait) nada36.

A pesar de ser ficticia, la escena que describe Rousseau es más que ilustrativa en lo que se refiere a lo que ésta esconde: al principio y al concepto que operan en esa escena. La impotencia que muestra el hombre arengando en francés al pueblo de París reunido en la célebre place Vendôme no se debe, está claro, a la falta de elocuencia que ese individuo podría llegar a evidenciar como producto de una lengua a la que la elocuencia, como viene de demostrarlo un poco más atrás el propio Rousseau, no le es necesaria. El argumento de Rousseau es en este sentido transparente: si la arenga falla, si ese hombre se topa con la impotencia de no poder arengar al pueblo que, a pesar de ello, está reunido en la misma plaza en la que él intenta realizar esa arenga, es porque si el hombre hablara no se le distinguirá “ni una palabra”. Podrá incluso gritar a voz en cuello, se podrá incluso escuchar que grita pero, insiste Rousseau, aun así no se le distinguirá lo que habla. La diferencia que Rousseau traza en estas líneas es tan sutil –lo que lo explica en parte el uso del verbo francés entendre, que quiere decir no solo escuchar sino también comprender o entender de qué se habla– como trascendente: se lo puede escuchar gritar pero no se le puede entender lo que habla, las palabras que emplea cuando habla. Por más que hable gritando, dicho de otro modo, el problema no está en el volumen de la voz sino en lo que de esa voz se distingue o no como ruido –grito– o palabra. El pasaje es, incluso, seguido por una serie de comparaciones que a pesar de que parezcan una insólita digresión en relación con el argumento que Rousseau viene desarrollando intentan sin embargo dejar en claro qué es lo que está en juego en esa célebre plaza de París y en esa escena que él mismo está relatando. Así, escribe entonces Rousseau, el hombre que grita a voz en cuello en la place Vendôme no podrá jamás recibir los aplausos que recibía Heródoto cuando contaba sus historias al pueblo de la antigua Grecia reunido al aire libre, y ello por una razón muy sencilla: al historiador griego –suponiendo que efectivamente contara sus historias en la plaza pública– no solo se lo escuchaba o se lo oía hablar sino que, fundamentalmente, se le entendía lo que hablaba. Y lo mismo sucede, por caso, con los charlatanes de feria en Francia: no abundan tanto como en Italia puesto que en Francia si bien son escuchados no se les entiende tan bien lo que hablan. El hombre en la place Vendôme parece, en fin, más cerca de estos últimos y del académico en la actualidad que “apenas es escuchado” (entendre) al final de la sala que del célebre Heródoto al que no se le presentan estos problemas, típicos de la época moderna.

Faltaría entonces determinar cuál es el concepto que opera en este pasaje en el que el problema de la elocuencia, que es el que atraviesa el problema de la relación de las lenguas con los gobiernos, parece desdibujarse en detrimento de la frase que pone de relieve la máxima que rige la política moderna, la de mantener a los sujetos bien alejados, y la de una escena que es relatada enseguida después de ésta. Si bien la relación entre ambas no resulta del todo evidente, para comprender mejor la primera resulta más fácil comenzar a pensar a la segunda como una simple puesta –precisamente– en escena, y lo que se pone en el centro de la escena es, en primer lugar, una arenga que falla o que no encuentra quien la entienda. Por lo tanto: ¿frente a qué es lo que falla la arenga? La respuesta, en efecto, nos la da el propio Rousseau al comienzo mismo del párrafo cuando compara el fracaso de esa arenga con el éxito que tenían los hombres en la antigüedad para hablar todo un día sin problemas en la plaza pública. Todo el pasaje es, en suma, una muestra bien conformada de la forma, las leyes y los principios que regulan el espacio en donde se presenta, desde Aristóteles, la política: si la arenga falla es porque lo que falla es la intención de ese hombre de convertir ese espacio en el espacio por excelencia en donde se gobierna: el espacio público. Por eso Rousseau supone –de algún modo y en cierto modo sin quererlo– que en una escena como ésta el problema del fracaso de la arenga es más que la falta de elocuencia en el uso de la lengua, insistimos, la imposibilidad de distinguir las palabras que, en todo caso, se pronuncian para concretarla. Por más que se lo escuche gritar, si las palabras que grita no son distinguidas, si no son entendidas por los que están presentes en esa misma plaza no hay ninguna posibilidad de que esa aglomeración imaginaria del pueblo de París, reunido en la place Vendôme, se convierta en el lugar en donde se ejerce el gobierno, donde se pueden realizar los cambios en las sociedades actuales, que es en última instancia lo que venía de indicar Rousseau un poco antes en relación con lo que pasa en la época de la antigua Grecia, porque el espacio público es un espacio regido por la circulación de la palabra a la que le hace falta ser escuchada, es decir comprendida y distinguida como palabra.

Cuando, para ir un poco más lejos en el tiempo y con el argumento, casi dos siglos después, en su clásico texto La condición humana, Hannah Arendt describe el mundo común que compone el espacio público, señala que éste configura una esfera singular en relación con la esfera privada: ¿y de qué es, en efecto, de lo que se nos priva en la esfera privada como esfera típica, precisamente, de la Edad Moderna? De ser “visto y oído, escribe Arendt, por los demás”37, de acceder a lo público como el lugar en donde cualquiera que aparece puede ser visto y oído “por todo el mundo”38. Es decir: para aparecer en este espacio, para hacerse presente, hay que ser vistos y oídos por lo demás. La esfera pública a la que pertenece el espacio público –entonces– se constituye como tal en la medida en la que es una esfera marcada y atravesada por un régimen muy específico de visibilidad, o más bien de presencia: el que determina el logos o la palabra, en primer lugar, y la voz –el privilegio de la voz, una vez más– como medio o soporte para la configuración de esa visibilidad o régimen de presencia. Si el hombre que gritaba en la place Vendôme, volviendo a la escena de Rousseau, no podía cumplir con su propósito de arengar al pueblo de París es porque a pesar de encontrarse en un espacio compartido como es el espacio público en el que está, la célebre plaza ubicada en el centro de París, no lograba hacerse presente plenamente, como un hombre que habla y que habla a los demás, que habla y es escuchado y entendido como tal. Y es en este preciso sentido que el concepto de espacio público clausura o sutura el fonocentrismo y el logocentrismo que caracteriza y sostiene, tanto como el concepto de zoon politikon, a la filosofía política como pensamiento sobre la condición plena del hombre que es, en efecto, la que lo define como animal político. La única humanidad que se ve en el espacio público, que se puede hacer ver y por lo tanto hacerse en él presente, es la de los hombres cuya voz es el signo –o el indicio, dice Aristóteles– de su diferencia con la animalidad –para la cual, dicho sea de paso, ya el propio Aristóteles le reservaba su lugar propio: el de la esfera privada o el oikos–. La máxima o el principio que, en suma, podría sintetizar perfectamente la operación fono-logocéntrica que define el pensamiento político occidental desde Aristóteles hasta la actualidad, y cuyo concepto por excelencia es el del espacio público –espacio político por excelencia, también desde Aristóteles hasta la actualidad–, es la siguiente: si el espacio público es el sitio en donde la humanidad del hombre alcanza su forma más plena, puesto que, como quisiera Hannah Arendt, en él nos distinguimos en nuestra más específica singularidad, esa plena humanidad solo se presenta producto de un espacio que se constituye por efecto del logos y de la palabra hablada, de la voz y de la capacidad para hacernos escuchar, es decir entender, como animales que no solo gritamos o emitimos sonidos sino que, en lo fundamental, usamos esa voz y esa palabra para hacer de nuestra condición política una actividad que se realiza en presencia de y con los demás. De allí, volvamos, la razón que explica la primera máxima política moderna: la de mantener a los sujetos bien alejados, la de separarlos para evitar que, como en la antigüedad, se puedan entender y escuchar, hablar todo un día reunidos –y sin problemas– en la plaza pública para gobernar. Y para ello, como bien señala Rousseau, la época moderna emplea la fuerza pública, los cañones y los soldados en las casas para evitar que los individuos se aglomeren y reúnan para dar cuenta de su politicidad, es decir de su condición más plenamente humana y singular. Aunque también –agrega Rousseau otra vez al pasar– se pegan carteles en las esquinas de las calles: porque con ello –con los carteles escritos en las calles– se contribuye a consumar esa máxima de la modernidad. Este pasaje del Ensayo, en suma, no hace otra cosa que explicar la forma en la que el concepto de espacio público delimita el horizonte metafísico del pensamiento político occidental.

 
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