El parpadeo de la política

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La segunda razón que describe esta singularidad “tan singular” de la inscripción que se produce en la escritura está dada por lo que de esa inscripción se inscribe en el papel escrito. Y es éste, si se quiere, el punto fundamental sobre el cual gira el argumento central de este trabajo. Lo que se inscribe del que escribe, la humanidad del que escribe que permanece en el texto escrito no solo es la palabra escrita, la idea o el tema que desarrolla en la escritura, sino el gesto a partir del cual esa palabra es dicha y, en el caso de la escritura, grabada e inscrita en el mismo momento en el que ella es asumida. Es en este segundo sentido, entonces, que la humanidad del hombre no está nunca en la escritura plenamente presente en el papel o la palabra escrita. Toda la complejidad de la escritura como práctica política se revela, precisamente, a partir de esta dimensión de lo que en la escritura permanece como aquello que está más allá de la palabra propiamente dicha, es decir del sentido comunicado por la escritura. Y esta dimensión es la que ocupa el gesto como la especificidad más propia de la inscripción que se pone en juego, una y otra vez, en cada escritura. Para empezar, entonces, el gesto con el cual soportamos la palabra dicha, a partir del cual una palabra es asumida, tiene el estatuto de aquello que se presenta sin estar nunca plenamente presente, o que solo se presenta en el mismo momento en el que se borra y desaparece como gesto “que tiene lugar en un presente”. El carácter evanescente del gesto, el desplazamiento continuo del presente y del “tener lugar” en el que éste se hace presente, la presencia del gesto como “lo que se pierde continuamente” es la característica más propia de un tipo de esfera de la experiencia humana que escapa a la palabra y al logos aunque no deje de depender, intrínsecamente, de esta misma esfera, la de la palabra y el logos, de la que es al mismo tiempo irreductiblemente heterogénea. Si el gesto con el que soportamos la palabra escrita se inscribe en el papel escrito, esta inscripción es siempre, en suma, la inscripción de lo que no puede ser ni totalmente grabado ni totalmente inscrito. Se inscribe y se borra en el mismo momento en el que se inscribe, o solo se inscribe a condición de perderse en la inscripción misma. El gesto es en cuanto tal inaprensible en la medida en la que es imposible que sea retenido como una inscripción completa o como la presencia plena de lo inscrito en lo escrito. Pero que sea inaprensible no significa, sin embargo, que no sea transmisible, que no se dé a percibir, o mejor aun a sentir, aunque siempre se sienta o se perciba como la pérdida de lo que acaba de ser percibido o sentido. Pero avancemos un poco más en la estructura de esta idea y miremos con más detenimiento esta forma no plena, esta forma incompleta de la inscripción de lo que aquí llamamos el gesto, entendido, éste, como la característica más propia, que para nosotros es también la característica más propiamente humana, y por lo tanto política, de la escritura. ¿Por qué el gesto no puede inscribirse plenamente y, por ende, hacerse plenamente presente en el movimiento por el cual, aun así, no deja de inscribirse? Porque en cuanto tal, en su estatuto más específico y singular, el estatuto de lo evanescente o de lo que está sin estar presente, el gesto, no responde ni al dibujo que deja la inscripción de la escritura ni tampoco responde, estrictamente hablando, al sentido que en ella se comunica y que se inscribe como la significación de lo dicho en la palabra escrita. Es decir: el gesto no se inscribe ni como dibujo ni como sentido. Es por ello que, por un lado, la humanidad que se inscribe y permanece en la escritura, el gesto del que escribe, no puede nunca reducirse al tema o a la idea que se desarrolla en el texto escrito. Porque –insistimos– el gesto no responde a la esfera del sentido, de la palabra o del logos como la esfera de lo que puede ser comunicado en un discurso aunque dependa enteramente de ella. El gesto le escapa al sentido, lo soporta, pero no se reduce a él, valga la redundancia, en ningún sentido. Pero, por otro lado, si el gesto del que escribe no pertenece a la esfera del sentido tampoco pertenece a la esfera de lo que está completamente por fuera del logos y de la palabra, es decir a la forma en la que algo escrito es, en la práctica de la escritura manuscrita, inscrito como dibujo. No es el ductus ni la caligrafía del que escribe. En síntesis: el gesto no está presente ni en el sentido ni en lo que está afuera del sentido, ni en el dibujo ni en lo que está comunicado en lo escrito. Está, si se quiere, en el límite entre uno y otro campo de lo que puede ser percibido, en la frontera entre lo dicho y lo no dicho. Y es por este mismo motivo que en la última parte de este trabajo intentamos recuperar el concepto o la categoría de la huella o de la trace que Derrida pone en juego una y otra vez a lo largo y a lo ancho de su filosofía. Porque la economía evanescente del gesto es, en este punto y solo en este punto, análoga o asimilable a lo que Derrida describe como la economía evanescente de la huella, de la trace, es decir de la presencia. Es el carácter evanescente de lo que Derrida llama la experiencia de la presencia, que no es nunca la experiencia de una plena presencia sino la experiencia de la huella, lo que da cuenta del carácter evanescente del gesto como huella o como semi-presencia. Pero si Derrida desarrolla con toda rigurosidad la forma a partir de la cual esta economía se desenvuelve como aquello que se nos presenta como la experiencia de lo que es, como la experiencia general de la presencia o del presente, la economía del gesto revela la especificidad de un tipo de experiencia mucho más acotada y al mismo tiempo mucho más humana que aquélla: la de la presencia de la huella como la huella de una única presencia. El gesto se inscribe en la escritura como el gesto singular del que escribe, como la inscripción de su humanidad más propia y única y, en este sentido, “initerable” o imposible de repetirse por fuera de esa singularidad que la describe. Si cada escritura es única lo es, en breve, no por lo que ella dice o comunica sino por el gesto con el cual asumimos e inscribimos lo que escribimos, que es el mismo gesto a partir del cual, incluso aquí y ahora, en esta escritura que es la mía, escribo lo que digo.

A partir de aquí podemos por lo tanto identificar rápidamente los motivos por los cuales la filosofía política excluyó, desde Aristóteles hasta nuestros días, a la escritura del ámbito o de la esfera de la política6. En primer lugar, porque la temporalidad y la espacialidad de la escritura reniegan del principio logocéntrico por excelencia del pensamiento a partir del cual se edificó la historia de la filosofía política: el de la unidad originaria y esencial entre cuerpo y habla. El espacio público, que es precisamente desde Aristóteles, pasando por Rousseau, Hannah Arendt y la filosofía política contemporánea, el lugar por excelencia en donde el hombre se presenta en su condición más plenamente humana, exige que los cuerpos que hablan, que se reúnen para tomar la palabra, estén presentes plenamente, es decir en persona, bajo el abrigo de un espacio que los reúne por el efecto de la voz y la proximidad del habla. Para tomar la palabra en el espacio público, dicho de otro modo, es necesario estar presente en el mismo momento en el que se habla, es necesario que la palabra no esté escindida del cuerpo que habla porque el régimen que describe la visibilidad en ese espacio es el que delimita la fuerza y la potencia del logos comprendido siempre como palabra hablada. El espacio y el tiempo que abre la práctica de la escritura separa la palabra del cuerpo que habla (es decir que la escribe) y rompe, de este modo, con la unidad fonocéntrica entre cuerpo y habla porque el cuerpo del que escribe no está nunca presente allí donde su palabra se hace presente, donde ella se inscribe como palabra escrita o grabada. Esta separación, en efecto, le costó a la escritura el haber sido excluida de lo que la filosofía encierra, también y con otras palabras, bajo el nombre de ontología política. Si la escritura, según los términos logocéntricos de esta ontología, carece de dimensión política es entonces porque ella carece de un espacio que reúna bajo un mismo techo cuerpo y habla. Pero esta separación, insistimos, describe solo en parte esta marginación de la escritura de la ontología política, de la filosofía política o del pensamiento sobre la política. La otra parte está explicada por la otra cara de la ceguera fonocéntrica que le ha impedido a la reflexión política dar cuenta de la existencia de otras esferas de la experiencia humana que indican la presencia del hombre más allá de la palabra. El logos, que desde Aristóteles es lo que define al hombre como animal político, es decir como zoon politikon, es en consecuencia solo una parte de lo que describe a los hombres en su condición más propiamente humana. Es por ello que el gesto, que es la esfera de lo que se transmite pero no se comunica, de lo que se presenta borrándose del lugar en donde se hace presente, abre la puerta hacia el otro costado de lo que sigue siendo humano sin ser plenamente humano, sin responder al logos que es, sin dudas, el costado de lo que nos muestra en nuestra condición más plenamente humana. En la medida en que solo en la escritura, en la práctica de la escritura, ese lugar evanescente de la experiencia humana, el gesto, se inscribe en el papel escrito ella actúa como práctica política. Aunque bien no sea una inscripción plena, aunque se inscriba o se grabe conservando en su grabado su carácter evanescente, solo en la escritura sucede ese acontecimiento inédito que deja la huella de la evanescencia misma de lo humano, la huella de la humanidad del que escribe, su gesto más propiamente humano que permanece, en el texto escrito, más allá, incluso, de su propia muerte. Volvamos entonces al principio: ¿por qué no verme en mi escritura revelaba la dimensión política de la práctica de la escritura? Porque solo cuando la escritura inscribe el gesto del que escribe se vuelve una práctica política. Lo que me impedía verme en las páginas que había escrito era producto, dicho de otro modo, de la forma que escribía. Escribía, por aquel entonces, pero no me inscribía en lo que escribía. Escribir sin inscribirse en lo que uno escribe es una forma de escaparle a lo que hace de la escritura una práctica que emancipa7. La vieja palabra o categoría que marcó el inicio de mi trabajo, y cuyo peso específico en la filosofía política es ineludible, la categoría de emancipación política o humana, volvía de este modo a toparse conmigo pero en esta ocasión por medio de una práctica que ya no se realiza en el espacio público, que no es estrictamente hablando una práctica colectiva, aunque permanezca como una práctica compartida porque el espacio de la escritura es el espacio de una comunidad política. Mas allá, en suma, de los principios logocéntricos que marcaron el horizonte de la política desde Aristóteles, cuando la política parpadea aparece otra política cuya espacialidad y cuya temporalidad ya no responden a la unidad metafísica entre cuerpo y habla, al régimen de la voz y de la proximidad del habla. Con la práctica de la escritura asistimos a otra dimensión o a otra esfera de lo humano. Si la escritura nos emancipa es, por ende, porque ella nos invita a habitar esta otra esfera a partir de la cual nos inscribimos en el mundo como lo que somos: como seres únicos e irrepetibles, unidos por el gesto que nos distingue a cada ser humano y que al mismo tiempo nos une como partes de la misma comunidad humana.

 

Capítulo I
Logocentrismo y filosofía política
— I —

En una carta que le envía a su entonces colaborador Arnold Ruge, que data de marzo de 1843, Marx le comenta a su colega de los Anales Franco Alemanes su opinión acerca del presente alemán: “Por lo que leo en los periódicos del país y en los franceses, Alemania está y seguirá estando cada vez más hundida en el bochorno”8. Una y otra vez Marx no deja de mostrar, a lo largo de la carta, su indignación con respecto a la situación alemana: “(…) si disto mucho de sentir ningún orgullo nacional, siento, sin embargo, la vergüenza nacional (…)”9. Esa vergüenza y esa indignación que Marx comparte con Ruge, aunque con diferentes diagnósticos en lo que respecta a lo que de esa misma vergüenza e indignación se podría esperar, sobre todo si ellas fueran compartidas por el resto de los alemanes, lo lleva al joven Marx a describir en forma lapidaria el modo de vida de sus compatriotas: viven –escribe– en un “mundo político animal”, un “mundo deshumanizado”10. Pero el pesimismo con el que el filósofo alemán ve la actualidad alemana dista mucho del optimismo con el que ve el provenir de su tierra natal. Marx piensa, en efecto, que si la vergüenza y la indignación se extendieran por toda Alemania la Revolución contra el despotismo que gobierna la Confederación Germánica sería, como un “león que se dispone a dar el salto”, el paso decisivo hacia la liberación nacional: “La vergüenza es ya una revolución (…) Y si realmente se avergonzara una nación entera, sería como el león que se dispone a dar el salto”11. Durante el mismo mes, en marzo de 1843, Ruge le hace llegar su propia impresión a Marx. A diferencia del optimismo que le transmite en la carta su célebre colega, que se encuentra temporalmente radicado en Holanda, el futuro de Alemania no tiene para Ruge ningún buen augurio: “Su carta –le responde– es una ilusión. Su entusiasmo me deprime todavía más. (…). Amigo mío, convierte usted sus deseos en creencias”12. Los deseos de Marx son, va de suyo, los deseos de que pronto la Revolución caiga sobre suelo alemán. Y precisamente esos deseos son los que hacen aflorar las diferencias entre el propio Marx y su por entonces hombre de confianza Arnold Ruge: nada más lejos de Alemania que una Revolución, cree Ruge, y nada más cerca de esa misma Alemania que la escena del león dispuesto a dar el salto revolucionario, para Marx. Pero si las diferencias separan a ambos en lo que respecta al futuro alemán, el diagnóstico en relación con el presente los acerca al punto de fusionarse las palabras que emplean para describirlo: “Resulta duro, pero hay que decirlo, porque es verdad: no conozco pueblo alguno tan desquiciado como el alemán. Ves artesanos, pero no ves hombres; pensadores, pero no hombres; señores y siervos, jóvenes y personas maduras, pero no hombres”13. Las palabras de Ruge parecen, efectivamente, escritas por la misma mano, calcadas: puesto que, como Marx, acusa a sus compatriotas de carecer de humanidad, de poseer una humanidad que no es plena (“ves artesanos –escribe–, pero no hombres”). Es decir: como Marx, Ruge describe al pueblo alemán como un pueblo deshumanizado.

Sabemos, por un lado, las razones que se esconden detrás de esta indignación y de esta vergüenza que tanto Ruge como Marx sienten por la actualidad alemana: el atraso de Alemania con respecto a las transformaciones que, producto de la Revolución Francesa, están marcando y cambiando la vida, la cultura y el orden que hasta entonces habían caracterizado el mundo europeo. En particular, lo que más preocupa e indigna a estos jóvenes liberales es el atraso de Alemania en relación con la revolución política que todavía se hace esperar en el caso alemán. La constitución de un Estado moderno, es decir del Estado de derecho, la separación del Estado de la esfera religiosa y del cristianismo son todavía para Alemania una ilusión: cercana en todo caso para Marx, lejana en todo caso para Ruge. Pero hay algo, por otro lado, que no sabemos con tanta precisión: si para Arnold Ruge la referencia a los alemanes como hombres que no son hombres, como hombres deshumanizados, es una metáfora. Es posible que lo sea porque el párrafo en el que se apoya para hacerla proviene, como él mismo se lo hace saber a Marx, de una obra de Hölderlin: Hyperion. Su empleo podría, naturalmente, cumplir la misma función que en la obra literaria del romántico alemán: la del recurso literario, es decir la de la metáfora. Pero lo cierto es que hay algo que sí sabemos con toda seguridad: que las palabras que emplea Marx, casi las mismas que Ruge, no son y no podrían ser bajo ningún punto de vista palabras que hayan sido escritas con el propósito de ser leídas como una metáfora. Están allí, en todo caso, para ser leídas como lo que son: un fantástico recurso que apela a una cierta tradición de la filosofía para explicar una determinada situación política. El recurso que Marx utiliza, dicho de otro modo, lleva detrás de sí la sombra de la historia de la filosofía política. Y no basta más que un solo dato para confirmar la hipótesis: justo después de describir a Alemania como un mundo político animal, justo después de referirse a su tierra natal como un mundo deshumanizado, en el mismo párrafo Marx apela a la autoridad de Aristóteles:

Era, pues, natural que el mundo filisteo más perfecto de todos, nuestra Alemania, quédese muy rezagado detrás de la Revolución francesa, que volvió a restaurar el hombre; y el Aristóteles alemán que calcara su Política sobre nuestras realidades escribiría a la cabeza de ella: “El hombre es un animal social, pero totalmente apolítico”14.

Está claro que no hay ningún Aristóteles alemán y que ningún Aristóteles alemán calcó en la época de Marx su Política sobre las realidades alemanas. Está claro, por lo tanto, que esta alusión al célebre filósofo griego –convertido circunstancialmente en alemán– es simplemente un juego que propone Marx y que requiere cuanto menos de la imaginación. Pero el juego propuesto tiene desde luego su función: permite comprender mejor –valga la redundancia– lo que está en juego. Volvamos entonces al pasaje que citamos y permitámonos imaginar lo que Marx propone que vale la pena imaginar: si hubiera un Aristóteles alemán, y si él viviera en la actualidad en la que vive el propio Marx, escribiría sobre la realidad del alemán: “es un animal social, pero totalmente apolítico”. El Aristóteles alemán que imagina Marx describiría a sus compatriotas como hombres que no son verdaderos hombres, es decir “animales sociales pero apolíticos”, hombres que son casi hombres, hombres deshumanizados o de una humanidad ausente. ¿Pero qué son, entonces, estos hombres deshumanizados? ¿Son todavía hombres? ¿O son simplemente animales? Ni del todo hombres ni del todo animales, son animales apolíticos. Es decir: son animales apolíticos porque dejaron de ser animales políticos. Lo que estos casi hombres perdieron, y por eso la mención del Aristóteles alemán, es su condición de zoon politikon. Se trata, dicho de otro modo, de hombres que, como las bestias, como los esclavos en la Antigua ciudad griega, solo quieren “vivir y multiplicarse” (la frase es de Marx) porque es lo único que pueden hacer en el mundo político animal en el que viven: la Alemania atrasada y premoderna del siglo XIX. Algunas líneas más adelante, después de comentar el fracaso de Guillermo IV en instaurar la unión de las Dietas provinciales en una única Asamblea para lograr cumplir los sueños liberales que barriesen con el sistema despótico alemán (“El rey de Prusia ha intentado cambiar el sistema con su teoría, que realmente no había mantenido su padre”, sostiene Marx en su carta a Ruge), Marx vuelve a describir, apoyándose otra vez en Aristóteles pero esta vez sin nombrarlo puesto que ya no le hace falta, cómo viven estos hombres que no son plenamente hombres, cómo se entienden, en fin, esa “masa de cabezas sin seso” que son los alemanes, amos y servidores del mundo político animal que representa Alemania:

Y, así, se reeditó la vieja proscripción de todos los deseos y pensamientos de los hombres en torno a los derechos y los deberes humanos, es decir, el retorno al viejo Estado anquilosado de los servidores, en que el esclavo sirve silenciosamente y el amo del país y de sus habitantes domina en medio del mayor silencio posible por medio de un séquito sumiso y bien educado. Ni el uno ni los otros pueden decir lo que quieren: los habitantes, que quieren llegar a ser hombres, el amo que no puede utilizar para nada a los hombres en su reino. El silencio es, por lo tanto, el único medio de entenderse. Muta pecora, prona et ventri obedientia15.

El esclavo sirve silenciosamente –dice Marx– y el amo domina en Alemania en medio del mayor silencio posible. En el mundo político animal, a partir del cual –recordemos– el Aristóteles alemán calcaría imaginariamente su Política, el silencio es el único medio de entenderse. El silencio y no la palabra. El silencio porque las “bestias políticas” no hablan. A los animales sociales apolíticos que viven en Alemania, que viven en sociedad como el zoon politikon de Aristóteles, les falta lo que hace del zoon politikon un hombre: la palabra. Es decir: el hombre deshumanizado, el alemán, sea amo o esclavo, no posee el logos para hacer presente su humanidad, para hacerse presente como hombre. El silencio en el que viven los deshumaniza y los convierte, así, en bestias políticas.

La expresión que Marx elige para referirse a la Alemania de su época, la expresión que describe a esa Alemania como “un mundo político animal” no es, ciertamente, una metáfora pero tampoco consiste simplemente en la fórmula con la que un joven liberal decide criticar el atraso alemán con respecto a los avances de la modernidad. No se trata, en otras palabras, únicamente de la vergüenza y de la indignación que le despierta el hecho de ver que su tierra natal se resiste a la emancipación política y a los beneficios de la Revolución Francesa. La carta y los párrafos que citamos, las expresiones que Marx emplea no encierran solo eso. Aunque por supuesto la crítica contiene algo de esto y efectivamente tiene en parte como blanco al régimen monárquico y el despotismo que gobierna Alemania. De hecho, concluye Marx en esta misma carta de marzo de 1843: “El principio de la monarquía es, en general, el principio del hombre despreciado y despreciable”. Pero la furia y las críticas que Marx dispara contra su país de origen encierran también un aspecto mucho más profundo que la sola y única crítica a la monarquía alemana y al régimen premoderno que todavía mantiene en pie a la Confederación germana: en ellas podemos ver, en efecto, cómo asoma el relato a partir del cual se constituye una historia muy específica. En la referencia a Aristóteles, aunque bien sea un Aristóteles imaginario, un Aristóteles alemán, y en todo lo que ésta comprende: en el dominio del silencio o en el silencio como único medio de entenderse, en la ausencia de la palabra y en la existencia de hombres que son casi hombres, de bestias políticas deshumanizadas, en todo ello se muestran, en suma, los síntomas de la historia sobre la que se cierra la filosofía política, que es la historia del zoon politikon como traductor de una humanidad plena y siempre presente. Una historia que, precisamente, comienza con Aristóteles. Escribiendo sobre el mundo político alemán, entonces, Marx no hace otra cosa que confirmar esa historia. No lo sabe, pero lo hace16.