Rafael Gutiérrez Girardot y España, 1950-1953

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31A principios de enero de 2011, escribí al profesor Frank-Rutger Hausmann de la Universidad de Friburgo. Me informó que para el envío de las cartas se precisaba de la autorización de la viuda del profesor Hugo Fridrich, quien se encontraba muy enferma. Me informó que no tenía estas cartas, pero había publicado la correspondencia de Heidegger con Friedrich. Luego, me hizo saber que el actual custodio de este legado estaba en poder del profesor Gottfried Schramm. Días después me informa que el profesor Gelz había sido el último asistente de Friedrich y que conocía muy bien su archivo. Me aconsejó que me remitiera al señor Alexander Zahoransky, para lo cual me dio su dirección electrónica. Al final, y pese a la gentil diligencia, no logré ningún material.

32Un muestra esperanzadora. El historiador argentino Luis Alberto Romero, hijo de José Luis Romero, en correo electrónico del 14 de noviembre de 2019 me escribe: “Empezando a ordenar la correspondencia de mi padre, encuentro varias cartas de Gutiérrez G. Una de ellas, particularmente conmovedora, escrita un día antes de la muerte de mi padre; acababa de leer Latinoamérica. Las ciudades y las ideas y le transmitía sus primeras impresiones. En un futuro cercano habré ordenado la correspondencia e incorporaré algunas al sitio www.jlromero.com.ar. A propósito, ya casi completé la obra de mi padre, y me dedicaré a incluir los trabajos sobre él, y entre ellos los de Gutiérrez y el/los tuyos. Un abrazo, Luis Alberto”.

33HJCK. Cronología de la cultura, 1950-1990, Bogotá, Villegas, 1991, pp. 335 y 436. La semblanza de Gutiérrez Girardot en esa edición conmemorativa de la emisora cultural de Álvaro Castaño Castillo reza: “Sogamoso, Colombia, 1928. Catedrático, crítico y ensayista. Estudió con el filósofo existencialista Martin Heidegger y con el notable teórico de la lírica moderna Hugo Friedrich. Hace cerca de treinta años reside en Alemania y en la Universidad de Bonn regenta la cátedra de hispanística”. La exposición en el Archivo de Bogotá se prolongó de octubre de 2015 a marzo de 2016. El catálogo Exposición homenaje a Rafael Gutiérrez Girardot, diagramado por Susana Medina, fue descolgado de impresión por la directora del archivo de la Administración distrital de Enrique Peñalosa.

34Cfr. Juan Guillermo Gómez García, Crítica e historiografía literaria en Juan María Gutiérrez, Medellín, Universidad de Antioquia, 1999.

35Johann Gustav Droysen, Histórica (trads. Ernesto Garzón Valdés y Rafael Gutiérrez Girardot), Barcelona, Alfa, 1983.

36Barcelona, n.º 226 (2010). En esa ocasión, por coincidir con la presentación de su Nueva historia económica de Colombia, se excusó de asistir Salomón Kalmanovitz.

37Citado por Dosse, El arte de la biografía, p. 95.

38Horas de estudio, hasta donde he investigado, contó con dos reseñas: María Mercedes Carranza, “Horas de estudio, de Rafael Gutiérrez Girardot”, Nueva Frontera, n.º 106 (1976), p. 23; y Jaime Mejía Duque, “Ensayos de Gutiérrez Girardot”, Consigna, n.º 69 (1977), p. 19. El texto canónico de “La literatura colombiana en el siglo XX” ha sido editado, con los criterios filológicos de rigor, en Ensayos de literatura colombiana i, Medellín, Universidad Autónoma Latinoamericana, 2011. Para esta edición, siempre se ha contado con el apoyo incondicional del editor y fotógrafo Jairo Osorio.

39Este libro contó con una reseña de Susana Zanetti, Escritos de filosofía, Buenos Aires, Academia Nacional de Ciencias, Centro de Estudios Filosóficos, 1986.

40Lecturas Dominicales, n.º 131, El Espectador, Colombia, 29 de septiembre de 1985.

41El primer contacto con Lecturas Dominicales de El Espectador fue con el poeta Juan Manuel Roca y gracias a la mediación de Rubén Jaramillo Vélez, quien en ese momento editaba Argumentos. De esa relación nacieron las entrevistas con Gutiérrez Girardot de 1985 y 1987.

42La primera se encuentra en la entrada “El grupo de Mito”; la segunda, en “Ensayistas y pensadores”. Gran enciclopedia de Colombia (tomos IV y V), Bogotá, Círculo de Lectores, 1992-1996.

43Fernando Garavito me envió, desde su exilio en París, un correo electrónico del 10 de julio de 2010: “Resulta que me invitaron con otras personas provenientes de distintos países de América Latina a hacer una gira por Alemania. Llegamos y comenzamos a desarrollar las pesadas tareas que tienen esas ‘generosidades burocráticas’. Hasta que un día, después de visitar dos o tres ciudades (no recuerdo cuántas), llegamos a Bonn. Nos bajaron del avión (en esos viajes uno es lo más parecido a una maleta), y nos subieron a un bus con guía turística en español. Recuerdo que era una muchacha muy bonita. Bueno, avanzaba el vehículo en medio de las informaciones más sosas, ‘eso que ven allá es tal cosa’, ‘aquellas son las ruinas de tal otra’, hasta que la muchacha interrumpió su cuento y dijo por el altavoz: ‘veo acá que tenemos entre nosotros a un colombiano’. Me sorprendí: ¿qué promesas encerrarían esas palabras de una muchacha tan bonita? Levanté la mano: ‘Yo soy el colombiano’. Y la muchacha, mirándome de arriba abajo, me espetó: ‘Pues usted no se parece en nada al profesor Gutiérrez Girardot. Él es mi maestro y es un genio’. No supe qué contestarle. Tenía toda la razón. Ella siguió contándonos del entorno, y yo me senté con el rabo entre las piernas. Era bastante genial, Gutiérrez Girardot. Tal vez por eso mi relación con él no fue tan cercana como yo hubiera querido”. Fernando Garavito, París, 10 de julio de 2010. Correo electrónico.

44Existe una fotografía de Gutiérrez Girardot, en su cenit docente, a la salida del seminario sobre “La Introducción de la Fenomenología del espíritu de Hegel”, dictado en la Universidad Nacional de Colombia en 1987. En ella aparece con Gustavo Bustamante y José Hernán Castilla, en una especie de escena de los “tres alegres compadres”. La invitación a este seminario procedió del director del Departamento de Filosofía de ese entonces, Lisímaco Parra París, quien “deseaba invitar a alguien con indiscutible peso académico, pero además polémico”. Recibió apoyo de Rubén Sierra Mejía y del rector Marco Palacios. Lisímaco Parra, Bogotá, 15 de marzo de 2020. Correo electrónico.

45Algunos miembros de este colectivo de estudiantes han proseguido hasta hoy la labor crítica de Gutiérrez Girardot, desarrollando una actividad académica de impulso e investigación de la vida intelectual de pensadores latinoamericanos y en el activismo político de izquierda. La revista estaba antecedida por la traducción del poema de Georg Trakl “Grodek” (ciudad de Galizien, donde se suicidó el poeta el 3 de noviembre de 1914) por Rubén Jaramillo Vélez (antes había publicado su ensayo “La circunstancia del expresionismo”, en Argumentos, n.os 14-17, 1986), tuvo como diagramador a Juan José Hoyos y contaba con fotografías de Jesús Abad Colorado. Contó con colaboradores a Gutiérrez Girardot, Jaramillo Vélez, Ómar Urán, Víctor Bustamante, Jorge Andrés Hernández, Argiro Villa, Marina Valencia, Mónica Zuleta, Marta Martínez, Viviana Rivera, Gloria Patricia Lopera, William Zuleta, Elio Correa, Sergio Guzmán. Su iluminada “Presentación” es un manifiesto de juventud en resistencia que no ha perdido vigencia.

46México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2006.

47Destaco Rafael Gutiérrez Girardot, En torno a El anticristiano de Nietzsche de Rafael Gutiérrez Girardot, Bogotá, Desde Abajo, 2014. También el artículo de Alejandro Sánchez Lopera, “El Nietzsche de Rafael Gutiérrez-Girardot”, en Ideas y Valores, vol. 67, n.º 167 (2018), pp. 149-176. Hay otra nueva promoción de estudiantes que se vienen acercando a su obra crítica como Fernando Urueta Gutiérrez, Juan Manuel Mogollón Zapata, Rubén Antonio Sánchez Godoy, Iván Daniel Valenzuela, Claudia Supelano-Gross, Alberto Antonio Verón Ospina, Guillermo Linero Montes, Diego Felipe Paredes, Juan Zapata y Andrés Lema Hincapié.

48Pensamiento y Acción, n.º 14 (2007).

49El título de la compilación se toma del ensayo publicado por Alejandro Aponte en la revista El Anillo de Giges (1986).

50Gerald Martin, Gabriel García Márquez. Una vida, Bogotá, Penguin, 2009; Xavi Ayén, Aquellos años del boom. García Márquez, Vargas Llosa y el grupo de amigos que lo cambiaron todo, Barcelona, RBA, 2014.

51Ayén, ofrece un valioso panorama de la historia de la figura del editor y la edición catalanas en las décadas de 1960 y 1970. Resulta también de interés la reseña que se hace de los editores catalanes Antoni López Llausás y Francisco Porrúa, este último fundador y director de la editorial Sudamericana de Buenos Aires. Cfr. Ayén, Aquellos años del boom, pp. 313-325.

52Sobre dicho premio, no he logrado localizar el ejemplar de la revista Diners. Al cerrar la edición de esta investigación, el siguiente correo de José Hernán Castilla, a quien había recurrido para recabar la información precisa: “Excuse mi contestación tardía: promediando o a finales de los 90 metieron a GG entre los diez personajes destacados por sus méritos en el extranjero. Ya habían sido destacados también ocho o diez sabios que redactaron sendos documentos sobre ideales educativos, cívicos y culturales revisados por García Márquez, que hizo parte del selecto grupo; no recuerdo si había en esa selección una encumbrada dama. Estas listas son reconocimientos que nunca inciden en las políticas nacionales, que no sirven para nada, pero que toda la intelectualidad quiere lucir. Lamento decirle que no tengo ni aproximadamente la fecha que registró Diners y sería irse a Bogotá por ese dato que con gusto le conseguiría si es que llegan a suspender las clases después de Semana Santa. A no ser que tenga algún conocido que se ponga rápidamente en esas”.

 

53Mientras Gutiérrez Girardot llegaba a Madrid como becario del colegio guadalupano, Guillermo León Valencia fue nombrado embajador de Colombia, cargo que ocupó entre 1950 y 1953. En su oportunidad, comentaremos detalles de esta misión diplomática.

54Carta en Archivo Personal de Rafael Gutiérrez Girardot, en la Biblioteca Gabriel García Márquez de la Universidad Nacional de Colombia.

55Archivo Personal de Rafael Gutiérrez Girardot. Reproducido en Carlos Rivas Polo, Rafael Gutiérrez Girardot. Los años de formación en Colombia y España (1928-1953) (tesis doctoral), Salamanca, Universidad de Salamanca, 2015, pp. 25-26. Consultado en https://gredos.usal.es/handle/10366/128264.

56Pancho Pérez González, Madrid, Fundación Santillana-Universidad Internacional Menéndez y Pelayo, 2011, p. 22.

57Cfr. Armin Mohler, Die konservative Revolution in Deutschland, 1918-1932, Darmstad, Wissenschafliche Buchsgesellschaft, 1989, y Rolf Peter Sieferle, Die Konservative Revolution. Fünf biographishe Skizzen, Fráncfort, Fischer Verlag, 1995. Sieferle es la figura profesoral más destacada del creciente nacionalismo de la ultraderecha alemana actual.

Capítulo 2

El debate de la hispanidad

El recorrido de este ideario hispánico pertenece más, en el orden metodológico, a la historia de las ideas que a la historia intelectual propiamente dicha. Pero se hace imprescindible a la hora de hacer la genealogía de las ideas que van a ser dominantes y recurrentes en la obra crítica de Rafael Gutiérrez Girardot. Dicho de otro modo, el debate del hispanismo, de la política cultural y, en general, del sino trágico de España impregna la vida institucional del franquismo, modela oficialmente sus instituciones y, sobre todo, configura los horizontes universitarios. Este recorrido de ideas madre, desde Menéndez Pelayo hasta Laín Entralgo, define así una atmósfera de un modo que no se puede decir del todo estéril o malévola, por viciada que se la juzgue, pues de la participación en ella el ensayista colombiano forjó sus armas críticas y los medios expresivos que le van a ser más característicos.

El recorrido que vamos a hacer es algo tortuoso e, incluso, hay una centena de libros que lo han tratado de un modo u otro. Deseamos tener nuestra propia versión, “a la colombiana”, pues este laberinto de ideas tiene muchas aristas, muchos recovecos y una muy zigzagueante aventura que se debe recorrer con los propios pies. Hemos atendido a algunos nombres y obras cumbre de este ideario de la hispanidad, que cubre casi un siglo. Hemos también privilegiado algunos momentos históricos que lo hacen posible, sin que al trazar la vida intelectual española y su historia política hayamos pretendido crear un cuadro completo. Solo anotamos, pues, algunos aspectos que nos resultan pertinentes para el enmarcamiento del joven becario madrileño, luego de 1950, año en que el franquismo había reculado de sus pretensiones imperialistas más visibles o arrogantes, pero sin nunca abandonarlas del todo.

La Restauración de Cánovas del Castillo

El 8 de agosto de 1897, en el balneario de Santa Águeda, es asesinado de tres pistoletazos el presidente del Gobierno español, Antonio Cánovas del Castillo, por el anarquista italiano Michele Angiolillo. Con este acto terrorista, se simbolizaba el rechazo a la política y la represión a las masas obreras que encarnaba el artífice de lo que se llama en la historia de España la Restauración. La Restauración fue la solución de emergencia que se ideó hacia 1875 para lograr una estabilidad a la monarquía, que estaba en vilo desde 1868, cuando Isabel II huyó de Bilbao a Biarritz “en medio de la indiferencia general”.1 La muerte de Cánovas del Castillo solo fue un tropiezo más en el camino de una política que precipitó a la España finisecular al desastre de 1898. La agriera de la humillante derrota militar contra los Estados Unidos marcó el destino de una generación de intelectuales que solo más tarde se logró identificar en su unidad de propósitos. Así que el asesinato de la cabeza de la Restauración, Cánovas del Castillo, él mismo un historiador, era como un preámbulo muy adecuado a una época convulsionada, una que prosiguió tercamente la ruta de la alternancia pacífica del poder por dos ramas acomodaticias y finalmente impotentes para salvar la crisis profunda. Al dominio por décadas de las figuras de Cánovas y Sagasta, siguieron luego los conservadores Silvela y Maura y los liberales Canalejas y Romanones…

Con la Restauración, que significó el retorno de la monarquía de los Borbones en cabeza de Alfonso XII, España logró cierto equilibrio de poderes. Fue el camino del medio, entre las pretensiones republicanas, federalistas y de izquierda, y la obstinación reaccionaria del carlismo,2 camino dominado, además, por una concepción liberal-conservadora de la vida pública. La Restauración y la respectiva Constitución de 1876 se prolongaron hasta poco después de la Primera Guerra Mundial, según algunos intérpretes; según otros, hasta la llegada de la Segunda República en 1931. Pero estaba fundada, en todo caso, en un sistema tan cínico como corrupto.3 La manipulación desde arriba por parte de unas hábiles oligarquías partidistas, que descansaban sobre los hombros de los caciques regionales, garantizaba una continuidad que desesperaba a los verdaderos pero impotentes opositores, tanto de derecha, los carlistas, como de izquierda, los republicanos, los socialistas, los marxistas y los anarquistas.

La defensa del principio monárquico, de la fe católica y de la propiedad privada, estructurada en grandes hacendarios, especuladores financistas y algunos grandes industriales, era la verdadera razón de ser del ingenioso sistema canovista. La adopción del constitucionalismo parlamentario, a imitación del inglés, fue solo una fachada que simulaba una ponderación equilibrada del poder y hacía la ilusión de una fortaleza bien cimentada. El sistema electoral conservador-liberal se aceptó solo a condición de que favoreciera las fuerzas del Gobierno centralista de Madrid. Toda la trama implicaba así la exclusión de los oponentes, de los regionalismos federalistas y de los simples librepensadores como los exóticos krausistas, si a estos cabe el apelativo. Todo el aparataje institucional del Estado, desde el ministerio de la gobernación hasta los gobernadores y las alcaldías, en comunión con los hacendados caciques, garantizaba el triunfo de las tarjetas marcadas de los candidatos del Gobierno, las cuales también incluían algún nombre de candidatos del partido de oposición. No se excluía, en caso de necesidad, la violencia y, luego, la compra directa del voto cuando el sistema empezó a fallar.

El pistoletazo de marras anticipaba la trama laberíntica que 1898 puso una vez más al descubierto. Todo era un gran tinglado de ilusionistas profesionales, con garra, amigotes y suerte. “Lo hacedero”, que también fue una consigna de la Restauración, se puso a prueba de fuego en esa hora trágica. ¿Era este un sistema político sólido, bien pensado? Como quiso interpretarlo a su conveniencia Miguel Antonio Caro, bajo el nombre de la Regeneración, tras el fracaso federalista colombiano (si media alguna diferencia notable entre uno y otro caso es que Caro se entregó abiertamente a la Iglesia y emprendió una feroz persecución contra sus oponentes liberales).4 O ¿era una pompa de jabón lanzada al aire del acaso, mientras se reventaba por su fragilidad interna, al no poder resistir el primer contacto con un ventarrón?

Cualquiera que sea la interpretación histórica (como se sabe, la historia no se repite, los que se repiten son los historiadores), la discusión sobre la decadencia de España fue viva, audaz, reiterativa y finalmente esterilizante. De potencia de segundo rango postrada ante la invasión napoleónica en 1808, España pasó a ocupar el lugar indicado por la derrota de Santiago en 1898: el de una nación menor del conjunto de los poderes mundiales. Ante esto, las alternativas expuestas por los círculos de novelistas, ensayistas, sociólogos y poetas han sido muy ingeniosamente calificadas por la historia intelectual española de “edad de plata” (el ambicioso término proviene de José María Jover).5 Las corrientes de pensamiento y las variadas expresiones de esta “edad de plata” de las letras españolas abrieron un periodo de honda importancia que acaso solo haya culminado con la muerte del Caudillo.

En la práctica, Cánovas domina la vida política española autoritariamente, incluso dictatorialmente, desde 1876 hasta 1880, año en que el liberal Sagasta buscó un modelo más plural y liberal. Sagasta procuró ampliar las libertades públicas: restituyó a los profesores universitarios liberales que habían sido desvinculados mediante el decreto del marqués de Orovio, apoyó la creación de la Institución Libre de Enseñanza6 (no obstante, la enseñanza católica era abrumadora), apeló al voto universal (lo que no significó purificar el sistema electoral), promulgó una nueva ley de imprenta (ley Gullón, fundamento del Estado liberal español), así como la ley de asociaciones (que estimuló la creación de sindicatos), y sostuvo una política de librecambio, entre otras políticas significativos. Pese a las reformas y la codificación moderna, la democracia española descansaba en un pilar doble falsificado: la soberanía compartida y un “Parlamento fraudulento”, como lo califica Suárez Cortina, pues una tercera parte del Parlamento era designada por el rey, la segunda era elegida por cupo propio y la última resuelta por caciques, asunto de ellos solos. No hizo mayor diferencia el reinado de Alfonso XII, quien falleció en 1885, ni la regencia de María Cristina, quien en 1902 cedió el trono a su hijo ya mayor de edad, Alfonso XIII.

Sagasta obró con tanta habilidad en los amplios sectores liberales como Cánovas en los conservadores, manteniendo una línea resbaladiza de los que reclamaban las libertades perdidas de la Constitución de 1869, a la par que evadiendo la crítica de conspirador antimonárquico. Solo tambaleó por un incidente diplomático, Alfonso XII aceptó una casaca de un coronel alemán en Alsacia. Siguió nuevamente otro gobierno de Cánovas. Y a este, otro de Sagasta, entre 1892 y 1895. Tras la muerte violenta del artífice en agosto de 1897, continuaron los liberales nuevamente. En este juego de poderes alternados, hacia 1890 nada parecía anticipar los turbulentos años que se avecinaban, con una cuestión obrera palpitante, un regionalismo alentado y una cuestión colonial cubana que culminaría con el desastre naval de 1898.

González Prada, el agudo ensayista peruano, sintetiza el enfermo fin de siglo español como la época “de Nocedal en relijión, de Cánovas en política, de los Guerra i Orbe en literatura”,7 llama la época de la Restauración alfonsina “monarquía torsionaria y sacerdotal”8 y confecciona un poemilla virulento al conocer la osadía de Angiolillo, quien, precisémoslo, inmoló su vida para vengar la brutal represión con que el Gobierno de Cánovas del Castillo arremetió tras el atentado terrorista a la procesión del Corpus Christi, en la calle Cambios Nuevos de Barcelona, el 7 de junio de 1896. La violencia gubernamental, de manos del general Valeriano Weyler, a quien luego se le conocería como el Carnicero de Cuba, significó el aniquilamiento de anarquistas inocentes, simples anticlericales, sometiéndolos a torturas infames y fusilamientos indiscriminados en los tenebrosos calabozos de la fortaleza de Montjuïc. González Prada entonces versificó: “¡Oh bala humanitaria!”.9

La quiebra de 1898

El asunto cubano había sido manejado de una forma deplorable por el régimen canovista durante décadas. Cánovas, quien había restaurado la monarquía y conjugaba a su alrededor las fuerzas más conservadoras de España (Iglesia, terratenientes y rentistas), mantuvo una línea de intransigencia frente a las peticiones cubanas. Las condiciones de la isla no podían ser más escandalosas: con millón y medio de habitantes, la mitad de ellos estaban bajo la esclavitud, con la debida opresión y miseria. No sorprende que tampoco se lograra aceptar la reforma integral colonial que, bajo el gobierno de Sagasta, propuso el ministro de ultramar Antonio Maura, entonces de corte liberal moderado y a quien se le obligó a renunciar después de ser insultado en el Parlamento como “filibustero” y “beodo”.10

 

Cuba estaba dividida en tres facciones: españolistas intransigentes que propugnaban el esclavismo y el proteccionismo del mercado, autonomistas que reclamaban un modelo semejante a las relaciones de Canadá y Australia con Inglaterra y, por último, independentistas. Se hacía casi imposible avizorar una solución satisfactoria, a diferencia del caso de Puerto Rico, donde la esclavitud se había abolido, la diputación en las Cortes se había conservado y la dependencia comercial con los Estados Unidos seguía siendo menor, factores que permitían a España un mejor control de la disidencia. Pero la representación que en las Cortes españolas tuvieron los cubanos, tras una supresión por más de medio siglo, no logró amainarles el descontento. Habían sido defraudados abiertamente desde la firma del Pacto del Zanjón, con que se daba fin a la Primera Guerra de Independencia (1868-1878). Este pacto de paz buscaba amnistía, liberación de los esclavos, relativa autonomía político-administrativa y trato digno como colonia española. Fue reiteradamente incumplido.

En 1881, el notable hombre de letras José Martí creó un partido independentista (Partido Revolucionario Cubano). El 19 de mayo de 1895, poco después de estallar la Segunda Guerra de Independencia con el inevitable Grito de Baire, Martí falleció en combate y el general cubano Máximo Gómez arreció la resistencia en un movimiento del este al oeste, con el cual trataba de contener al general peninsular Martínez Campos. En 1897, la intención de Sagasta de otorgar el estatuto de autonomía o la llamada Constitución colonial a Cuba y Puerto Rico llegó tarde y mal, pues en la práctica se traducía en alargar el collar y aflojar la cadena, cosa que poco podía aceptar una resistencia en trance de radicalización. Su líder, Gómez, como era natural, amenazó con fusilar a quienes, entre los suyos, depusieran las armas o invitasen a hacerlo.

La represión por parte de 200 000 soldados españoles no solo fue insuficiente, sino que creó una zozobra entre las propias tropas, las cuales morían a millares a causa de la malaria, la disentería, la desnutrición y la resistencia, quizá pereció la mitad: 96 000 es la cifra que da el historiador Joseph Pérez, mientras que un corresponsal en La Habana informaba de 114 961 que no “sabemos si son muertos, desaparecidos o ignorados”. A esta sangría de soldados españoles se sumaron los costos de guerra: “228.721.180 pesetas, o sea, 38 millones mensuales”.11

La guerra, la represión brutal de Weyler12 y la posterior (y muy tardía) aceptación de autonomía de la isla de Cuba se sellaron con la llegada del acorazado norteamericano Maine al puerto de La Habana, a manera de provocación.13 La política de devastación de la población nativa cubana y las masacres indiscriminadas de inocentes ya había alarmado a la opinión pública norteamericana. Era la mano larga de la política de Cánovas del Castillo, que apenas cambió con la muerte de este, aunque significó la dimisión del general Weyler de la gobernación insular. Eliminado Cánovas, que apoyaba a Weyler “contra viento y marea”, se apoderó de España una especie de abatimiento generalizado o resignación fatídica de la pérdida colonial.

La explosión en el buque Maine, la cual dejó a más de 260 marinos norteamericanos muertos, encauzaba lo previsible: una guerra desigual entre el desfalleciente Imperio español y el naciente imperio norteamericano (su primer acto abierto contra una potencia europea). Nada pudieron hacer las autoridades españolas, ni diplomática ni políticamente, para contener la oleada de indignación de la opinión pública en los Estados Unidos, más ante la insinuación de compra de la isla reiterada por más de medio siglo. El presidente McKinley reclamaba quedarse finalmente con la isla, bajo todo pretexto. En una Cuba en perpetua zozobra por la atroz guerra de independencia, la intervención norteamericana se hacía así cada vez más inminente.14

El ultimátum del 10 de abril de 1898, que era una declaración de guerra del Congreso norteamericano, tejía hábilmente la explosión del Maine, la guerra insufrible de tres años de los rebeldes cubanos, la debilidad manifiesta de España para controlarla y la conciencia de la superioridad bélica de la potencia del norte. La guerra se venía inevitablemente encima. El ambiente en la península en el filo de una confrontación tan desigual era de sainete o becerrada: la regenta María Cristina oraba y rogaba intervención diplomática al sumo pontífice León XIII y al emperador austrohúngaro; el gobierno de Sagasta solo podía dar palos de ciego; el almirante Cervera era plenamente consciente de la tragedia que se avecinaba a su flota; la población enardecida salía a las calles con aires de patriotera venganza contra el yanqui vulgar y en sus labios la marcha de la zarzuela Cádiz.

El hundimiento de la armada española, que en vez de enfrentarse en mar abierto huía desesperadamente de los acorazados norteamericanos, tomó escasas horas de la mañana del 3 de julio frente a las costas de Santiago de Cuba. La naval española pagaba el precio del estado de semichatarra de su flota. Frente a una sola baja en las filas norteamericanas, al mando del comodoro Sampson, las españolas fueron abrumadoras. Un total de 371 muertos, 151 heridos y 1650 prisioneros fue el saldo en rojo que resaltaba la impericia del almirante Cervera y sellaba el dominio imperial de España en América. Similar fue el desastre naval de Cavite en Filipinas cuando se enfrentó la flota española de seis barcos de madera contra siete acorazados norteamericanos, con el resultado de 167 marinos españoles muertos y 214 heridos, mientras que por los norteamericanos se contaron 25 muertos y 50 heridos, entre ellos el capitán Gridley, comandante del Olimpia. La humillación era total; más que un enfrentamiento, se había experimentado un suicidio inútil. La batalla por tierra, que concluyó con la capitulación de Santiago el 18 de julio, en cuya campaña se destacaron los famosos Rough Riders de Theodor Roosevelt, fue el colofón de este enfrentamiento tan desigual como improvisado. El moderado jefe del Gobierno español, Sagasta, se mostró impotente para salvar una situación límite. El 10 de diciembre de 1898, el plenipotenciario Montero Ríos se veía obligado a firmar en París la renuncia a los derechos de España en Cuba, y de paso a los de Puerto Rico, al igual que a los de la isla de Guam en Los Ladrones y el archipiélago de las Filipinas como costes de guerra.

Neciamente, Unamuno dijo que “Robinson ganó al Quijote”. Era mucho más. El significado de esta derrota se hace más patente si se recuerda que solo unas décadas antes España podía gloriarse de la victoria en Tetuán (Marruecos, 1859-1860) y de haber contenido a Bismarck en sus pretensiones con el archipiélago de las islas Carolinas en el Pacífico en 1885.15 Este quiebre imperial, anticipado por el fracaso de las negociaciones españolas de la reina regente ante el emperador austriaco Francisco José, la reina Victoria y el embajador de Rusia para impedir la guerra estadounidense en Cuba contra España, habla con elocuencia del aislamiento diplomático español. Esto significaba impotencia pura en la era del imperialismo, que más tarde denunció Lenin como la fase superior del capitalismo, y concluyó inevitablemente con la venta por parte de España a Alemania de los archipiélagos de las Carolinas, Marinas y Palaos. También escribió Unamuno, en su exilio parisino, veintiséis años después: “Era el año crítico de 1898… el año del principio del último desastre, de la última disolución nacional. Era el año de 1898, el de lo de Santiago de Cuba. ¡Y qué nombre fatídico este de Santiago, que por todas partes se nos viene encima!”.16

Como militar que reivindicó el honor de la patria, Franco también quiso reinterpretarse con su cruzada anticomunista, señalando el desastre de 1898 como la torpeza de los políticos de profesión “que abandonaron al extranjero la mitad del territorio propio”.17