España, la crisis del Antiguo Régimen y el siglo XIX

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Así se articuló, en líneas generales, la maquinaria de gobierno de los Borbones, siempre a medio camino entre la modernidad y el lastre del pasado. Por eso el siglo XVIII muestra de manera constante esas idas y vidas entre la eficacia y las viejas rutinas. El problema residía en la misma raíz de la concepción del poder, una monarquía que se pretendía racional, ilustrada y reformista y al tiempo no deseaba variar un ápice su esencia absolutista, propia ya de otros tiempos.

2. El largo camino hacia la sociedad contemporánea: riesgos económicos y sociales en el bajo Antiguo Régimen

La demografía, el definitivo trasvase del centro a la periferia

Los ritmos demográficos de la población española del siglo XVIII nos son conocidos por la relativa abundancia de censos de población realizados a lo largo de la centuria y en especial en el último tercio de la misma. Sin embargo, los márgenes de error son aun amplios debido fundamentalmente a que las ocultaciones por miedo a la presión fiscal eran grandes y al recuento, todavía vigente en la primera mitad de siglo, por fuegos o vecinos, es decir, por unidad familiar y no por persona. Esta circunstancia obliga al establecimiento de un factor corrector multiplicador que nunca es al gusto de todos, utilizándose corrientemente el cuatro para Castilla y el cinco para otras regiones que, como Galicia, presentan una mayor fortaleza demográfica. Así, nuestras fuentes fundamentales para el conocimiento demográfico del siglo XVIII son el Vecindario de Campoflorido compilado por este superintendente de la Hacienda Real hacia 1717, el conocido Catastro del marqués de la Ensenada de 1752 y sus comprobaciones de 1763, el Censo de Aranda de 1768, que fue el primero que contó individuos y no familias, el Censo de Floridablanca de 1787 y, por último el llamado de Godoy o Larruga de 1797, considerado de escasa calidad aunque hoy en día parece más fiable de lo que en principio se pensaba, sobre todo en lo referente a los datos que proporciona sobre la población activa. Pese a que cuando se ordenó este último censo se pensó en iniciar una serie decenal para el conocimiento de la población, lo cierto es que, significativamente, no se elaboró un nuevo censo de población hasta 1857.

Pese a todas las deficiencias que el análisis de estos censos de la época preestadística pueda ofrecer, lo cierto es que resulta incuestionable el hecho de que indican un fuerte crecimiento de población a lo largo del siglo XVIII. Los márgenes de ese crecimiento deben establecerse entre 7,5 y 8,5 millones de habitantes en 1700 y un mínimo de 10,7 y un máximo de 11,3 millones de habitantes hacia 1800.

De todas maneras, no se puede hablar de “euforia demográfica” ni incluso de la “revolución vital” que vivieron algunos países europeos en torno a 1750. Para el profesor Antonio Eiras la tasa de crecimiento media calculada para el siglo fue del 0,29%, tasa más propia de una demografía primitiva que de un país en desarrollo económico. Con un crecimiento más intenso en la primera mitad de siglo que en la segunda, donde fue mucho más restringido, teniendo en cuenta además la profunda crisis de finales de siglo acrecentada por una guerra destructiva en el propio territorio.

Por otra parte, aunque esta contraposición resulte excesivamente esquemática, es evidente la mayor vitalidad de la periferia frente a las dificultades de las regiones del interior, aun contando con la fuerte crisis sufrida en Cataluña a partir de 1797. En general, a la vez que persistía el estancamiento del interior, con la excepción de Madrid, las regiones periféricas registraron fuertes aumentos. En otro orden de cosas, la masa de la población seguía siendo básicamente rural, solamente Madrid rondó los 200.000 habitantes. Barcelona, Sevilla y Valencia se acercaron a los 100.000 habitantes y junto a ellas Cádiz, beneficiada por la concesión en 1717 del monopolio con América, con 70.000, y Granada, con 50.000, formaban los núcleos urbanos de mayor entidad en la península. Por último, tenemos que señalar con Jordi Nadal que, sea como sea, al menos la población ya no retrocedió, circunstancia que nos coloca en los umbrales de un nuevo régimen demográfico de signo más moderno.

Una economía de Antiguo Régimen

Como ya hemos visto, la economía española del siglo XVIII sigue siendo una economía de Antiguo Régimen, por lo tanto presidida por el peso fundamental de un mundo agrario, tradicional y estancado, en el que pocos cambios se introdujeron a lo largo de este período. La debilidad de la producción agraria se debía a razones estructurales que aun hoy podemos apreciar en muchos países del Tercer Mundo. Así, una irregular e injusta distribución de la propiedad de la tierra, combinada con la práctica ausencia de innovaciones técnicas, mantenía los niveles de la producción en los límites de la subsistencia. De hecho, el sistema de cultivo se basaba aun en la rotación anual en régimen de mitad o de tercio para el improductivo barbecho. El 95 % de las tierras de cultivo eran de secano, predominantemente cerealísticas, que, por lo tanto, ofrecían rendimientos agrícolas muy bajos. Tan sólo en algunas zonas el panorama era razonablemente mejor. En Galicia y en la cornisa cantábrica la lenta introducción del maíz durante la segunda mitad del siglo XVII permitió, gracias a la productividad y fortaleza de esta planta de origen americano, una mejora de las condiciones de vida del campesinado que se hizo evidente en el positivo balance demográfico de la España húmeda durante el siglo XVIII, tras su temprana recuperación de la profunda crisis del siglo anterior. Otros cereales específicos tuvieron una fuerte incidencia en determinadas regiones. Así, Cataluña y Valencia se beneficiaron del desarrollo del arroz, muy rentable comercialmente aunque peligroso por su contribución a la extensión del paludismo.

Otros cultivos propios del área mediterránea como la vid y el olivo fueron impulsados en las nuevas roturaciones propiciadas por el alza de los precios agrícolas, orientando la producción de aceite de oliva y vino hacia la comercialización y la exportación. Fue así como comarcas tradicionalmente cerealísticas como el Penedés se convirtieron en vitícolas. El regadío generalizado, que permitía la superación del barbecho, era muy minoritario y sólo destacable en su ámbito tradicional en el País Valenciano y en el área murciana de Lorca.

Determinados cultivos localizados disfrutaban de una clara salida industrial como la morera de Valencia y Murcia para la manufactura de la seda, el lino, el esparto y el cáñamo para el consumo campesino y de la marina, o la granza o rubia, producción incentivada por el Estado al sur de Valladolid, usada como colorante vegetal.

El gran problema de la agricultura española que impedía el logro de un crecimiento sostenido seguía siendo el bajo rendimiento de las cosechas. La producción de alimentos crecía muy lentamente y cubría con dificultades las necesidades de una población en claro aumento. Así, tan sólo una mala cosecha causaba tanta hambre y mortandad que limaba todo logro conseguido en tiempos de bonanza. Fechas como 1709, 1750 o 1804 son solamente ejemplos de la virulencia de las crisis en las economías de signo antiguo. Aun así, parece claro el aumento de la producción agraria en España a lo largo del siglo, aunque básicamente por procedimientos extensivos que no cubrían ni de lejos las necesidades de la renta campesina. Los verdaderos beneficiarios del alza de precios agrícolas eran los propietarios de la tierra y aquellos que, como la Iglesia a través del diezmo, percibían parte de su renta a través de las cosechas.

La fisiocracia y el liberalismo económico propios del pensamiento ilustrado dominante en el Estado borbónico de la segunda mitad del siglo XVIII se notaron en el mundo agrario a través de algunas medidas tendentes a solucionar los profundos problemas del agro español. Una de las más conocidas fue la liberalización en el año 1765 del precio del trigo, eliminando la tasa fija dictada hasta entonces por el Gobierno. Fue mal momento para hacerlo porque al año siguiente la mala cosecha generó un alza alarmante de los precios que señalan la raíz de esa amplia serie de revueltas y protestas populares ocurridas a lo largo de la primavera de 1766 que conocemos como el motín de Esquilache. Esta situación hizo reflexionar al poder sobre los hondos problemas que presentaba la agricultura. Así, se encargó al Consejo de Castilla la formación de un expediente general para informar una futura Ley Agraria que nunca vio la luz, a partir del cual se elaboraron una serie de informes por Floridablanca (1770), Campomanes (1771) y, el de más fama de todos ellos, el Informe de la Ley Agraria de Jovellanos, presentado al rey en 1794. En él se hacía hincapié en los problemas derivados de la existencia de grandes extensiones de tierras no enajenables, los terrenos comunales, los mayorazgos de la nobleza y las manos muertas de la Iglesia, que era preciso poner en producción a cargo de gentes dispuestas a ello. La importancia del informe radica en que sienta las bases para las futuras desamortizaciones de Mendizábal y Madoz del siglo XIX.

Por el momento, la actuación de los gobiernos ilustrados del siglo XVIII fue mucho más tímida y dispersa. Así, encontramos experiencias de repoblaciones y creación de nuevas poblaciones como la de Sierra Morena, llevada a cabo por el activo intendente de Andalucía Pablo de Olavide (1725-1803), más adelante caído en desgracia por el celo de la Inquisición. También los primeros intentos de limitar el inmenso poder de la Mesta, como el decreto que en 1799 autorizaba a los propietarios de fincas rústicas a cercarlas y vallarlas, o la primera desamortización de muchos bienes pertenecientes a instituciones benéficas eclesiásticas realizada a partir de 1798. Medidas todas ellas particulares, aunque importantes. El historiador Richard Herr señaló ya en el siglo XX que la desamortización iniciada en 1798 supuso para el Estado la nada despreciable cifra de 1.600 millones de reales y afectó a la sexta parte de la propiedad de la Iglesia en la Corona de Castilla. Sea cual sea la importancia de tales medidas, se mostraron claramente insuficientes para solucionar un problema estructural como era la situación general del agro en España.

 

En el campo intelectual, las Sociedades Económicas de Amigos del País intentaron difundir, junto que los intendentes, nuevos procedimientos de cultivo y técnicas agrícolas, soluciones siempre parciales y propias del utilitarismo triunfante que evitaban en el fondo la raíz del problema: la profunda desigualdad social y el arcaísmo de los métodos agrícolas. Es sabido que las Sociedades pretendían ser hijas aventajadas de una corriente de pensamiento realmente global en la Europa de su tiempo, la Ilustración. Entre las muy diversas ideas y tendencias del pensamiento que se mezclan en el Siglo de las Luces, el término razón es el más adecuado para definir el eje central de los intereses de los teóricos ilustrados. La búsqueda de la verdad de las cosas conforme a leyes naturales y universales suponía la principal inquietud de los pensadores que luchaban contra el oscurantismo y la superstición. El progreso económico y la búsqueda de la felicidad del hombre eran sus fines primordiales.

Es un pensamiento burgués porque burgueses son, con escasas excepciones como el moderado Montesquieu, sus protagonistas principales, conscientes de la contradicción principal del Antiguo Régimen que colocaba a la burguesía en el tercer estado pese a que poseía desde siglos mucha más capacidad económica que la estática nobleza. De este modo, el pensamiento ilustrado someterá a la estructura estamental a una crítica sistemática en la que pondrá de manifiesto lo injustificado de la permanencia de los privilegios derivados del nacimiento, y la necesidad de conquistar una sociedad armónica y justa. También se criticará duramente a la Iglesia como un miembro más de un poder irracional y ultramontano, preocupación principal de Diderot, Holbach y Voltaire.

Muchos ilustrados pensaban que era razonable la existencia de un Ser Supremo como Ser creador, pero rechazaban los dogmas de la Iglesia oficial; hecho que dio lugar a la aparición del deísmo. Sin embargo, las opiniones e intereses de los ilustrados europeos no son ni mucho menos lineales ni unidireccionales. En el mismo siglo conviven las propuestas de un liberalismo aristocrático, como defendió Montesquieu, con rebeldías y utopías de construcción protosocialista como propuso Rousseau. La más amplia representación de pensadores se sitúa en medio de ambas posturas, planteando soluciones parciales y realistas que anuncian el triunfo del utilitarismo, tanto en sus aspectos políticos (Locke, Bentham) como en las nuevas propuestas económicas que bajo el lema smithiano “Laissez faire, laissez passer”, proponían el desarrollo de las actividades productivas lejos del control asfixiante del Estado. Así, el pensamiento ilustrado sentó las bases de un nuevo modelo social, bien fomentando las reformas agrarias, como propusieron los fisiócratas, Quesnay, Mercier de la Rivière y nuestro Jovellanos, entre otros; o bien primando la libertad de las leyes de la oferta y de la demanda, como subrayaron los padres de la escuela del liberalismo económico clásico, Adam Smith, David Ricardo y John Stuart Mill, estos últimos ya alejados de los presupuestos propios de la Ilustración junto con Malthus, que trata el problema poblacional en el que le preocupó poner en relación al crecimiento de los recursos alimenticios con el crecimiento de la población, y cuya principal conclusión fue que los recursos crecen aritméticamente mientras la población lo hace geométricamente, de esta manera, se habla por primera vez de la necesidad de un control de la natalidad.

Los procesos protoindustriales y manufactureros de la España del XVIII se caracterizan por la producción de carácter disperso y por los intentos del Estado borbónico de fomentar unas actividades que secularmente sufrían del mayor abandono social e institucional. Según el Catastro de Ensenada, la Corona de Castilla contaba hacia 1752 con unos 200.000 trabajadores, más de la mitad dedicados a la elaboración y a la confección de tejidos, mientras que el sector de albañiles y carpinteros suponía el 25% del total. Se trataba básicamente de una industria dispersa, de base familiar y con un escaso número de trabajadores asalariados. Buena parte del artesanado se agrupaba en gremios, aunque estas corporaciones fueron muy criticadas e incluso anuladas en la segunda mitad de siglo. Gran parte de la producción se hacía aun en el ámbito rural, controlada por el capital mercantil que se encargaba de comercializarla, acumulando así los mayores beneficios.

De hecho, el cambio más sustancial en la industria durante el siglo XVIII fue la aparición de ciertas unidades de producción concentrada, las primeras fábricas, muchas de ellas, las «reales fábricas”, de titularidad estatal. La concentración estuvo vinculada fundamentalmente a la demanda estatal y a determinados tipos de industria. Así, destacaron sobre todas las demás las grandes empresas textiles establecidas por la administración como la de Guadalajara y, junto a ellas, las empresas que cubrían demandas suntuarias de la corte, como la de cristal de San Ildefonso (Segovia) o la de porcelana del Buen Retiro de Madrid. También se fomentaron industrias más pesadas como la naval en los arsenales de Ferrol, Cádiz y Cartagena y las fábricas de armamento de La Cavada y Liérganes en Santander.

La industria textil se fundamentaba en una extensa producción de paño de lana, a su lado, la elaboración de tejidos de lino para el consumo campesino, ciertas producciones localizadas de tejidos de lujo como la seda granadina y una incipiente industria algodonera presente tan sólo en Cataluña. En contraposición a esta gran dispersión de la base, la política económica del estado se concretó en la formación de grandes empresas con capital público. El verdadero símbolo de esta iniciativa estatal fue la Fábrica de Paños de Guadalajara. Este establecimiento fundado en el año 1719 prolongó su existencia hasta 1821. Nunca se consiguió hacer de él un negocio rentable, a pesar de concentrar el trabajo de un millar de trabajadores y centralizar una abundante mano de obra dispersa para el hilado. A partir de 1749, época de su mayor esplendor, la empresa se amplió con nuevas instalaciones en Brihuega y San Fernando de Henares que, sin embargo, no fueron capaces de poner las bases para la obtención de resultados más positivos en el futuro.

Frente a la tibia evolución de la industria de paño tradicional ―Segovia, por ejemplo, tan sólo era una sombra del que había sido en el siglo XVI―, la industria algodonera catalana significó la principal novedad y demostró que la fabricación de estampadas de algodón, las célebres indianas, que por su facilidad para producirse de manera concentrada y con un alto grado de mecanización, representaban el verdadero futuro en los procesos industriales del tejido, como quedó bien demostrado en los albores de la Revolución Industrial inglesa. Su éxito en Cataluña se debió en gran parte a su crecimiento fuera de las escleróticas reglamentaciones gremiales y al apoyo de una favorable política de franquicias fiscales.

De las tres operaciones del proceso productivo, el hilado, el tejido y el estampado o pintado, la tercera adquirió una enorme dimensión, haciendo que el propietario de la fábrica controlara el proceso productivo, la propiedad de los medios de producción y la posterior comercialización. Así, al igual que en Inglaterra, esta producción concentrada generó el primer proletariado industrial en España, tan sólo propietario de su propio trabajo. De esta manera, la industria algodonera catalana experimentó un fuerte crecimiento a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII, dando lugar a la aparición de una verdadera burguesía industrial.

Otras industrias señalaron también a lo largo del siglo XVIII un cierto aire de cambio hacia procesos manufactureros concentrados. Por ejemplo, el comercio colonial estimuló la elaboración a gran escala de aguardientes en Cataluña y de vino de calidad en Andalucía. Se debe considerar también la importancia de la pesca y de las salazones, en este sentido, la penetración de los comerciantes catalanes en las rías gallegas a partir de la segunda mitad de siglo, raíz de la industria conservera, aparece bien documentada.

Fuera ya de la manufactura alimentaria, la metalurgia en sus diversos aspectos acapara buena parte de la actividad industrial. Las fraguas catalanas y las herrerías vascas surtían la amplia demanda interior y americana, pero apenas siguieron el camino impuesto por la modernidad, dominando en general la pequeña empresa productiva de escaso rendimiento. En el norte peninsular se concentraba además la mayor cantidad de fábricas de armas, destacando sobre todas las ya citadas y cántabras de La Cavada y Liérganes, de titularidad estatal desde 1763. Como experiencia finisecular es destacable el complejo de Sargadelos creado por el asturiano Antonio Domingo Ibáñez con el fin de atender un ventajoso contrato con el ejército para proporcionarle munición. Junto a la metalurgia desarrolló una fábrica de cerámica que aprovechaba los abundantes caolines de la zona lucense de Cervo que hoy en día, tras su recuperación, sigue siendo una empresa cerámica de fama. Como es sabido, el proyecto de Ibáñez terminó en tragedia por el odio que sus métodos de trabajo y su insensible utilización de los montes comunales para la elaboración de carbón vegetal, despertaron entre la población local.

La industria extractiva era bastante limitada, en realidad, los centros mineros eran los mismos que ya existían en el siglo XVI: plata en Guadalcanal, cobre en Riotinto, cinabrio en Almadén. Con todo, el Estado borbónico fomentó la extracción de carbón mineral en Asturias, iniciando un numeroso conjunto de yacimientos cuyos principales consumidores eran las propias fábricas militares, que necesitaban unos 100.000 quintales de carbón al año.

Por su parte, el comercio interior en el siglo XVIII seguía sufriendo un fuerte problema de falta de articulación debido a la deficiente red de transportes existente en la Península. Bien es cierto que el Estado hizo un importante esfuerzo, patente desde 1750, para mejorarla, planteando un plan radial de carreteras con centro en Madrid que obtuvo algunos resultados pese a la dificultosa orografía española. Sin embargo, las comunicaciones entre el interior y las prósperas ciudades costeras eran aun tan malas que a menudo estas preferían importar el trigo del extranjero, revelando la persistencia de pequeñas cédulas económicas que se autoabastecían y mantenían escasos contactos comerciales unos con otros. Así, por ejemplo, resultaban más baratos en Cádiz los trigos de Beanzé y del Orleanesado, cuya distancia al mar era superior a las 100 leguas, que los de la Tierra de Campos, distantes tan sólo 40 leguas de los puertos. Solamente las ciudades, Madrid contaba ya con cerca de 200.000 habitantes a finales de siglo, funcionaron como grandes centros de consumo y mercados importadores de productos de lujo. Circunstancia que explica la unión de las corporaciones de mercaderes de paños, sedas, telas, especias y joyas, los llamados Cinco Gremios Mayores de Madrid, que dieron en formar una verdadera compañía de comercio y finanzas.

Por su capacidad de abaratar costos, el comercio marítimo superaba con creces la actividad terrestre. La vitalidad del litoral frente al interior está fuera de toda duda. Así, en la costa mediterránea se observa una fuerte integración entre la construcción naval, la tonelería, la viticultura y la industria textil, sobre todo tras la ampliación en 1778 de la apertura del tráfico con América a cuatro nuevos puertos peninsulares que se añadían a los nueve que ya lo disfrutaban desde 1765. También es un hecho evidente la reactivación de los puertos de la cornisa cantábrica desde el País Vasco hasta Galicia, punteros en la exportación de la lana castellana y del hierro del norte. En Galicia destacó el comercio de ganado con Portugal y de la salazón de la sardina, esta última en manos de los fomentadores catalanes.

El comercio español con Europa era ampliamente deficitario, sobre todo porque predominaba la importación de productos manufacturados, mucho más caros que las materias primas americanas y peninsulares exportadas por España. Las mercancías principales que podían exportarse eran sobre todo productos tradicionales como la lana castellana hacia Inglaterra, vinos y aguardientes hacia la Europa atlántica y la reexportación de los productos americanos a toda Europa. Por contra, se importaba algodón en rama o hilado de Malta para la industria catalana, y una gran cantidad de productos manufacturados, muchos de ellos de lujo y suntuarios procedentes de la próspera industria del norte, sobre todo de Inglaterra, Holanda y Francia. La falta de infraestructura productiva hacía a España francamente deficitaria de casi todo cuando se tenía que emprender alguna actividad especializada. Así, como ejemplo, tenemos el testimonio finisecular del tratadista Lucas Labrada, autor de la célebre Descripción económica del Reino de Galicia (1804), quien relató de manera detallada el número y la procedencia de los productos necesarios para abastecer a la población de Ferrol, ocupada como es sabido, en la construcción naval: vinos del país de Pontedeume y de las Rías Bajas, maíz de la provincia de Pontevedra, otros comestibles de Asturias; de Cataluña, Sevilla y Cádiz: vino, aguardiente, aceite y jabón; trigo y harina de Filadelfia y Santander, carne salada de Bristol, Dublín, Burdeos y Riga. Paños de todas las clases de la Bayona de Francia, Londres, Hamburgo, Ámsterdam y Bilbao, algunas indianas de Cataluña y sedas de Valencia; coloniales de Buenos Aires y de la Habana… y aún añadía: “Para el servicio del arsenal concurren de Riga, S. Petersburgo y Cronstadt en Rusia las perchas; alguna tablazón de pino viene también de allí, pero la mayor parte de las maderas que consume el departamento son de Asturias , que se embarcan en los puertos de Ribadesella, Pravia y algún otro. El cáñamo es de Aragón, procedente de los puertos de Bilbao, San Sebastián y Pasajes en Vizcaya; alguno suele también venir de Rusia. De los citados puertos de Vizcaya viene el hierro. De Gijón el carbón de piedra. La brea, resina y alquitrán proceden del extranjero”. Y un largo etcétera en el que se incluía mano de obra especializada inglesa.

 

No es extraño, por tanto, el secular déficit comercial del país, del que no se salvaban ni los puertos más emprendedores. Así, en un año bueno como fue 1793, el puerto de Barcelona exportó a Europa y al norte de África productos por un valor de algo más de 69 millones de reales, mientras que importaba en el mismo período y con la misma procedencia productos por un valor superior a los 96 millones de reales. El déficit existente es palmario y suficientemente indicativo de la tendencia general del comercio a finales del siglo XVIII.

El comercio con América, base fundamental de la riqueza española, vio cómo sus problemas no hacían más que aumentar desde principios de siglo. Así, a las tradicionales cortapisas impuestas por el contrabando y el corsarismo se añadían ahora las cláusulas leoninas impuestas por el Tratado de Utrecht. El establecimiento del derecho de los ingleses a comerciar libremente con la América española por medio de un navío de permiso supuso el freno a la penetración francesa y el progreso de la colonización inglesa. Y, más aun, el hecho de conseguir los ingleses el monopolio por treinta años del suministro de esclavos africanos en los territorios españoles por medio del asiento de negros. Al terminar la Guerra de Sucesión, se había trasladado el monopolio del tráfico de Indias de Sevilla a Cádiz. Así, esta ciudad se convirtió desde 1717 en la sede de la Casa de Contratación y puerto de salida de las flotas trasatlánticas. Pero el sistema de flotas y el monopolio mismo eran ya de otro tiempo y no tardaron en cuartearse. No tenemos más que echar un vistazo a las cifras del movimiento general del tráfico en la Carrera de Indias en la Andalucía del monopolio, (el eje formado por Sevilla y Cádiz), proporcionadas por Pierre Chaunu y Antonio García-Baquero para comprobar hasta qué punto éste periclitaba sin remisión desde mediados del siglo anterior, para hacerse casi irrelevante ya en los comienzos del siglo XVIII: se pasaba de las casi 35.000 toneladas mercantes del año 1600 a las menos de 5.000 de 1720.

Las primeras grietas en el monopolio gaditano comenzaron a hacerse evidentes al crearse las compañías privilegiadas para comerciar con determinadas zonas americanas que quedaban fuera de la llamada carrera de Indias. La primera de ellas fue la Compañía Guipuzcoana de Caracas, creada en 1728 con el fin de comercializar el cacao venezolano. A esta le siguieron otras como la de La Habana (1740) para el azúcar cubano y la Real Compañía de Barcelona para el comercio con las Antillas. En torno a 1760 esta paulatina tendencia hacia las medidas liberalizadoras en el comercio con América es ya absolutamente clara. Así, tan solo cinco años después se permitió el libre comercio a nueve puertos peninsulares, tres andaluces -Cádiz, Sevilla y Málaga-, tres en el Mediterráneo -Cartagena, Alicante y Barcelona-, y tres en el norte -Santander, A Coruña y Gijón-. Por fin, en el año 1778 se añadieron a estos puertos los de Palma de Mallorca, Los Alfaques, Almería y Santa Cruz de Tenerife. Las consecuencias económicas de esta apertura, no obstante, parecen a los ojos de la historiografía actual bastante limitadas y poco relevantes por su escasa incidencia en el desarrollo industrial español. De hecho, favorecieron en muchos casos la reexportación de productos extranjeros.

Debido a la enorme importancia del comercio con América para el conjunto de la economía española, tenemos que calificar de verdadero colapso lo causado por el ciclo bélico abierto por la Revolución Francesa, que se transformó rápidamente en una guerra contra Gran Bretaña. Así, a partir de 1796, el tráfico americano quedó virtualmente cortado, España tuvo que permitir en 1797 el comercio con América a los países neutrales, incluidos los Estados Unidos de América. De esta manera, jamás se pudo recuperar el mercado americano y así el desplome del comercio colonial constituyó uno de los factores decisivos en la crisis del Antiguo Régimen español. Los otros ya los conocemos, la guerra, primero con la Francia revolucionaria y después con Inglaterra, y las malas cosechas que causaron las carestías de 1794-1805, nueve años de hambres casi continuadas con el consiguiente frenazo al crecimiento de población que se estaba experimentando en la segunda mitad de siglo. Un mundo en crisis e incierto aguardaba el cambio de centuria.

La pervivencia de la sociedad estamental

Pese a los tímidos intentos reformistas de la política ilustrada, cualquier análisis de la sociedad dieciochesca española debe comenzar por reconocerla como un fiel reflejo del mundo estamental, marcadamente basado en el privilegio propio del Antiguo Régimen. No podría ser de otra manera, ya que, como quedó dicho, una mayor profundidad en el reformismo de los Borbones supondría un ataque frontal a la esencia misma de la monarquía absoluta, algo que no podía estar más alejado del pensamiento de los gobernantes ilustrados. Así, las rémoras más onerosas del pasado como la Inquisición, la pervivencia de los estatutos de limpieza de sangre o los privilegios de las clases dominantes frente a la ley y al sistema fiscal pervivieron con buena salud sin producir sonrojo alguno en los artífices del poder. Así pues, a pesar de las críticas ilustradas, la estructura social imperante se mantenía incólume a finales de siglo. La sociedad estamental llegó al 1800 con sus rasgos esenciales bien visibles y aun potenciados a través del fortalecimiento de instituciones como el mayorazgo, destinadas, como es sabido, a preservar la base económica de la nobleza. Tan sólo algunas medidas tardías y puntuales mostraron un cierto interés renovador por parte de la Corona. La más destacable de todas fue quizá la conocida Real Cédula de 18 de marzo de 1783 en la que por fin se declaraban “honestas” todas las profesiones mecánicas, pero era ya tarde para intentar lavar la cara a siglos de agravios y explotación sistemática y organizada.

To koniec darmowego fragmentu. Czy chcesz czytać dalej?