Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl

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—Espera aquí un momento —le dijo un sirviente.

Xochiquétzal permanecía con toda la atención puesta en el momento que le anunciaran que podía entrar. Miraba con atención todos los rincones de la estancia donde le hicieron aguardar. Su corazón latía con rapidez y su sangre galopaba por aquel cuerpo joven a la espera de encontrarse con su rey. Había oído tantas cosas de él que esperaba no despertar de ese sueño y encontrarse con un hombre vulgar. Las figuras que adornaban la estancia le miraban fijamente y ella notó que se posaban sobre su cuerpo, por unos instantes dudaba de si estaba desnuda o vestida.

Miró con atención y comprobó la hermosura de aquel palacio que Mixcóatl había construido después de su conquista. Había transportado piedras, alabastro y maderas nobles desde lugares bien lejanos para labrar el conjunto más hermoso que un mortal podía construir. Había figuras de animales en jade que realzaban la belleza de la naturaleza, también jardines que competían en rivalidad con los de los dioses allá en el cielo.

—Pasa, Xochiquétzal —la invitó Tepexcolco, que había acudido a la puerta para recibirla. Una sonrisa suave y delicada acompañó a la petición. Con una breve inclinación Tepexcolco indicó a la joven que caminase a su lado.

Xochiquétzal le miró a los ojos y en su mirada reflejaba la gratitud por el momento que estaba viviendo. Inclinó su cabeza como saludo al enviado del rey y accedió al gran salón, donde se hallaba el trono del gran rey-dios Mixcóatl. Miró al techo y comprobó que aquella estancia era la morada de un dios. Todo el recinto se encontraba adornado con bellas maderas finamente labradas. Caminó decidida hacia el lugar donde estaba el gran monarca, su andar parecía el de una reina, orgulloso y altanero. Al llegar ante él inclinó su rodilla en el mármol y agachó su cabeza. El rey se hallaba sentado en un trono de alabastro resaltando su figura.

—Levántate, mujer —una voz varonil y poderosa le invitaba a mirar a la cara a su rey, algo muy poco usual, ya que en su presencia nadie osaba mirarle directamente.

Levantó su ligero cuerpo lentamente y con interés buscó con su mirada las facciones del hombre que era mitad rey, mitad dios. Se encontró delante de un hombre cuyas facciones eran agradables. Sus fuertes brazos le ofrecían la seguridad de un guerrero al que nadie había podido derrotar. No era muy alto, pero sí esbelto y de fuerte contextura.

El rey se levantó de su trono y se acercó a ella. Al acercarse, Xochiquétzal pudo comprobar que era un hombre de piel morena con una larga melena de cabello bien negro que le llegaba hasta los hombros, sus ojos eran profundos y la mirada grave. El rey se paseó alrededor de ella y esta sintió un pequeño escalofrío cuando notó su mirada posarse sobre ella.

—Mi rey, ella es Xochiquétzal, «Flor de Plumas» —presentó Tepexcolco.

—Bonito nombre,

—Gracias, mi señor.

—Mi rey y señor desea que habitéis en las habitaciones de palacio con las demás concubinas que nuestro señor posee —anunció Tepexcolco.

—Sí así lo desea mi rey, así lo haré. —En su rostro se marcó un ligero rictus de tristeza.

Aquella expresión no pasó desapercibida a Mixcóatl, el gran rey notó el tono de tristeza. No esperaba esas palabras. Para cualquier mujer esa propuesta hubiese significado un gran salto en su vida y habría estallado de alegría, pero para Xochiquétzal significaba alejarse de sus sueños y olvidarse de todo lo que había imaginado. Sus anhelos estaban muy lejos de aquella realidad que se le presentaba. Nunca se podría haber pensado que sería una concubina del rey. Sintió en su corazón que unos alfileres muy finos se le clavaban. La desilusión de la realidad había nublado sus sueños de juventud. Siempre había fantaseado con alcanzar el amor del rey, del que se había enamorado la primera vez que lo vio, no quería el amor de un hombre valiente y generoso, quería el de aquel rey. Nunca imaginó que se convertiría en una concubina perdida en el bosque de este palacio.

—Xochiquétzal, eres muy bonita. Ahora que te veo bien creo que eres la mujer más bella del palacio. Desearía que me amaras y me dieras unos bellos hijos. ¿No te alegras de ello? —manifestó el rey Mixcóatl cogiéndole la barbilla y levantando suavemente el rostro de la mujer.

—Si mi rey me lo ordena, así será. Pero no por ello lo haré gustosa y alegre. —Su respuesta escondía la rabia y la desilusión por la noticia.

Tepexcolco, asustado ante la intrepidez de la muchacha, temió por su vida. Aquella mujer se había atrevido a contrariar al rey-dios, algo que nunca ninguna otra había osado. Se acercó hasta ella y con un ademán trató de golpearla.

El rey, con un movimiento rápido, se le adelantó y sujetó el brazo de su consejero. Sintió curiosidad ante las palabras de aquella mujer. La miró descaradamente y sonrío por la situación en la que se encontraba.

—Déjala que hable, Tepexcolco. Espero que puedas explicarnos tu razonamiento.

—Sí, mi señor. Haré lo que vos me mandéis, porque sois mi rey, pero mi corazón siempre estará abierto para el hombre que sepa ganarlo, y en cuanto a lo de tener hijos, siempre había deseado traer a la vida a los hijos con un hombre con el que estuviese casada. Y aquí en palacio según me habéis indicado seré una concubina más, de las muchas que ya tenéis —las últimas palabras salieron de la boca de Xochiquétzal con desdén.

Mixcóatl se quedó sorprendido ante las palabras de aquella mujer, desconocida hasta ese momento. Después reaccionó y con dulzura en sus palabras se dirigió a ella.

—Bueno, si ese es tu problema, creo que lo podemos solucionar. La próxima noche que haya luna llena nos casaremos ante ella y ante la mirada de todas las estrellas del cielo para que así todos los dioses del firmamento se enteren que estaremos casados y que los hijos que nazcan de esta unión serán dioses bendecidos por la luna.

Xochiquétzal sonrió feliz ante la respuesta de su rey. Ese hombre, ingenioso y amable, había empezado a ganar su corazón. Se marchó alegre hasta la estancia que le indicaron y aquella noche durmió plenamente, en una cama con un lecho de plumas de aves, soñando con la llegada de la próxima luna llena.

Los días y las noches transcurrieron pausadamente. Xochiquétzal no volvió a ver al rey. Algo que la extrañó mucho. Siempre pensó que la llamaría a sus aposentos para yacer con ella en su cama. El tiempo se desplazaba entre los cielos mientras que la ansiedad corría por su mente. Sentía nostalgia de su vida junto a los dioses y a veces añoraba la sencilla casa en la que había tocado vivir con sus abuelos, pero también gozaba del lujo y el refinamiento del palacio. Su mente era un torbellino de ideas y el desencanto estaba empezando a conquistar su cabeza.

«Igual se ha olvidado de mí —pensaba—. A lo mejor fue un capricho pasajero y las muchas ocupaciones de un rey en su gobernar le han hecho olvidarse de mí. El rey tiene muchas otras concubinas y tal vez desea estar mejor con alguna de ellas. O quizás se molestó con mis palabras, creo que no fueron muy adecuadas para responder a un rey. A veces debo tener la boca más cerrada», razonaba en su intimidad. Su ímpetu juvenil y sincero le había jugado malas pasadas en otros momentos. Pero sus padres y otros dioses le habían enseñado a ser sincera a fuerza de poner en peligro su vida si fuese necesario.

Triste y olvidada por su rey, Xochiquétzal miraba al cielo y soñaba con ver una noche en que la luna llenara todo su horizonte. Deseaba borrar aquellos negros pensamientos. Tal vez ocurriría algo milagroso, su rey aparecería y, tal como le había prometido, se casaría con ella. Aunque bien sabía que la boda no tenía efectos legales ante el pueblo, el rey ya tenía una esposa, la reina, y no podía volver a casarse otra vez hasta que esta muriese. Pero en lo más íntimo de su corazón a ella no le importaría, se sentiría la esposa de ese hombre valiente y fuerte. Se entregaría a él y le daría los hijos que los dioses le enviasen.

Una mañana, Tepexcolco apareció en sus aposentos, la miró fijamente y prendado de su belleza le hizo un pequeño saludo. No era normal que aquel hombre, la persona más cercana al rey, se dignara a saludar a una concubina con esa devoción. Quería borrar de su mente el intento del castigo que intentó imponerle al contestar desairadamente al rey. Deseaba el perdón de aquella mujer que le había cautivado, igual que a su rey.

—Xochiquétzal —saludó con voz solemne—, nuestro rey y señor os pide que esta noche acudáis a los jardines del ala sur del palacio. Allí, delante de la luna llena, que esta noche alcanzará su esplendor, os tomará por esposa teniendo como testigo a todos los dioses del firmamento. Os ruega que os vistáis y adornéis para tal acto.

Xochiquétzal notó que la emoción embargaba su cuerpo. Sintió una fuerte sacudida de ilusión que alimentó a su corazón. Su sueño se estaba convirtiendo en realidad. El rey no la había olvidado y estaba dispuesto a cumplir su palabra. Esa noche se convertiría en su esposa. Había conseguido lo que deseaba.

—Allí estaré, Tepexcolco. Me pondré el vestido más bello de todos los que me habéis proporcionado, también las joyas más maravillosas que el rey me ha enviado como presente. —Su rostro desprendía una alegría que resaltaba sobre el ambiente de aquella habitación.

—Espero que estéis muy bella, aunque dudo de que podáis estarlo aún más de lo que lo sois. Y no creo que sea necesario que os pongáis muchas joyas, vos seréis la joya del jardín. Una simple flor será suficiente. Mi rey es muy afortunado de haberos hallado. —Inclinándose nuevamente, Tepexcolco se marchó de la habitación dejando a Xochiquétzal sumida en un torbellino de emociones.

Había llegado el día soñado. Su corazón se sintió inundado de aquella felicidad y bailó alegremente por la estancia.

 

La noche era profunda cuando la luna con su blancura más extensa apareció en la lejanía. Todas las criaturas del jardín se callaron cuando observaron la llegada de Xochiquétzal. Caminaba por los pasillos con la gracia de las aves del lago. Cuando llegó al jardín su belleza era tal que hasta el firmamento se detuvo por unos instantes para poder contemplarla mejor. Las fuentes de agua, antes saltarina y juguetonas, callaron al ver a esa mujer que, con el resplandor de la luna llena, sobresalía en el marco del jardín.

Xochiquétzal apareció entre las plantas del jardín, y Mixcóatl, que la aguardaba, pensó que era una diosa que nacía desde el fondo del estanque.

—Esta noche soy el hombre más dichoso de todo el mundo, Xochiquétzal. El poder contemplar toda tu belleza y poseerla me hace el ser más rico de todo el universo.

—Yo también soy muy dichosa, mi señor. Sois un hombre generoso que habéis sabido cumplir vuestra palabra. Mi corazón os lo compensará entregándose a vos sin ningún impedimento. —La sonrisa que desgranó sus hermosos labios provocó que Mixcóatl la deseara en ese mismo instante.

Ambos, un hombre y una mujer dentro de sus corazones, se agarraron de las manos y, mirando fijamente a la luna, expresaron sus sentimientos para que los dioses del firmamento se enteraran de la unión de ese enlace.

—Yo, Mixcóatl, rey de los chichimecas, tomo por esposa a esta mujer, Xochiquétzal, ante los ojos de todos los dioses del firmamento. Desde este instante le entrego mi corazón y mi vida. Los hijos que nazcan de esta unión serán dioses bendecidos por vosotros.

—Yo, Xochiquétzal, princesa tlahuica, tomo por esposo a Mixcóatl ante los ojos de todos los dioses del firmamento. Desde este instante le entrego mi corazón y mi cuerpo para que de él nazcan los hijos que vosotros queráis enviarnos.

A partir de ese instante Mixcóatl y Xochiquétzal se sintieron unidos por unos lazos poderosos, algo inusual entre un rey y una desconocida hasta hacía poco tiempo.

Abandonaron el estanque y se marcharon lentamente hacia las estancias del rey. Cruzaron pasillos adornados ricamente y ambos sentían que viajaban en una nube que los transportaba hasta un nido de amor.

La noche echó su velo de seda y tanto hombre como mujer se entregaron a un acto de amor puro; solo los dioses podían alcanzar aquella felicidad.

Xochiquétzal, por su parte, como mujer, experimentó que su cuerpo se entregaba al placer por amor y devoción. Quería poder concebir un hijo rápidamente para satisfacer así al hombre que se había entregado a ella con todo su amor.

Mixcóatl montó sobre el cuerpo de Xochiquétzal y vertió sobre ella unas gotas del elixir de la vida. Esa unión había quedado sellada para siempre. Pensaron los dos.

El amanecer les sorprendió dibujando sobre sus cabezas el destino futuro. Llamó rápidamente a Tepexcolco para pedirle que su amada Xochiquétzal ocuparía a partir de ahora unas habitaciones más cercanas a la estancia del rey. Mixcóatl quería tenerla bien cerca. Soñaba con volver a poseer ese cuerpo. Había estado gozando toda la noche y aún, a pesar del cansancio, deseaba volver a tenerla entre sus brazos y besar esos labios que le ofrecían la miel del éxtasis.

Los días y las noches continuaron con aquellos encuentros, donde Mixcóatl y Xochiquétzal entrecruzaban sus cuerpos y los dioses envidiosos los observaban desde su balcón del cielo. Nada ni nadie podía impedir que la felicidad los inundara de dicha y la vida se volvió un río suave y caudaloso donde ambos navegaban dichosos.

Transcurridos ya un mes de la noche del enlace, las visitas a su habitación habían sido constantes. Mixcóatl sentía una atracción cada vez más fuerte por aquella mujer. Sin apenas darse cuenta, Xochiquétzal se había convertido en una fuerte droga que le dominaba. Se pasaba el día esperando que el sol se marchara a dormir para acudir al lecho con la mujer amada. No sabía si eso era bueno o malo, solo sabía que debía de seguir los impulsos de su corazón y acudir a la cita con el amor. Los asuntos del gobierno de aquel reino quedaron relegados. No deseaba ninguna guerra, no quería abandonar a su amada y por ello procuraba que todas las tensiones se resolviesen con acuerdos y otras negociaciones. Sus viajes lejos de la ciudad quedaron relegados. El pueblo miraba extrañado que el rey no marchaba a las batallas y a la conquista de otros pueblos. Odiaba el solo pronunciamiento de su marcha. Había olvidado el camino hacia la habitación de su esposa y a las demás concubinas casi no las trataba. Solo había una mujer en su vida: Xochiquétzal.

Xochiquétzal sentía que había conquistado el amor de aquel hombre y sufría el tedio y el aburrimiento que la sacudían en el transcurso del día. Pero no le importaba, solo soñaba con la llegada de la noche en la que su rey, su amor, la visitaría y la acompañaría toda la noche en ese viaje de sueños y deseos. Había olvidado por completo su vida anterior. Apenas recordaba su casa y a los otros dioses. Se sentía una mortal más, incluso ingrata ante los demás, pero la felicidad le había borrado todos sus recuerdos anteriores.

Los días se fueron desgranando y Xochiquétzal sintió que su cuerpo se iba transformando. Dentro de su vientre una pequeña semilla estaba empezando a germinar y el origen misterioso de una nueva vida iniciaba su mecanismo para alcanzar el milagro del nacimiento de un hijo.

—Mi rey y señor, he de deciros que estoy esperando un hijo vuestro. Dentro de unos meses veréis el fruto de vuestro amor. Estoy segura de que será un niño. —La felicidad la embargaba y había soñado con darle esta noticia a su amado. Por fin había llegado el día y el hombre al que amaba la abrazó con todas sus fuerzas y besándola en los labios le agradeció la buena nueva.

—Es la mejor noticia que podía recibir, Xochiquétzal. Eres un sueño para mí y desearía poder estar siempre a tu lado. —Mixcóatl se despedía de su amada con gran dolor de su corazón.

El día empezaba a consumir sus horas y los deberes de un rey tenían que ser atendidos. Solo deseaba que el tiempo corriera loco y se marchara con el atardecer para volver nuevamente a la estancia en donde le esperaba ella.

Transcurrieron las temporadas que lentamente encadenaban los años. A la época de las lluvias le siguieron el periodo de siembra de maíz y luego la recogida de los frutos. Xochiquétzal apreciaba que su vientre se inflamaba. Su cuerpo perdió aquella figura tan escultural que sorprendía a todo el mundo, aunque una ligera y amplia túnica lo ocultara. Su vientre hinchado escondía el fruto de una semilla real. Una simiente que reclamaba la llegada a la vida. Por ello era atendida con todo esmero y cuidado por muchas mujeres que velaban por su felicidad y por la del niño que iba a venir al mundo.

Un atardecer, cuando la luz rojiza del cielo teñía el horizonte, Xochiquétzal sintió los fuertes dolores que anunciaban el parto. Se retiró a sus aposentos y Tepexcolco, eficaz y atento, como siempre, mandó buscar a la parturienta para que la ayudase a traer al mundo al hijo del rey.

La parturienta se presentó jadeando y sudorosa. Pensaba que el niño ya estaba allí. Luego comprobó que el parto todavía había de durar. Ordenó que todos los preparativos estuviesen listos, y ayudando a Xochiquétzal a meterse en la cama rezó para que todo saliese bien. Aquella ciencia que practicaba no contaba con las bendiciones de los dioses. Todos soñaban con un hijo, un príncipe que alegraría la vida de su señor, ya que no había tenido nada más que hijas con la reina.

Xochiquétzal, con todo su cuerpo bañado en sudor, abrió sus ojos aún llorosos, su rostro reflejaba el dolor por los esfuerzos del parto, cuando descubrió ante ella la figura de un niño tan hermoso que deslumbraba ya recién nacido.

Se encontraba sin fuerzas y hundida en el dolor. Su imagen era la de una mujer pálida con los ojos perdidos en la lejanía. Por unos momentos la belleza de Xochiquétzal se había perdido en los bosques de la naturaleza. Pero la ilusión de poder ver a su hijo hizo que recuperara la fuerza.

Intrigada por la imagen del niño, Xochiquétzal interrogó a la parturienta.

—¿No creéis que tiene la piel demasiada blanca? —dudó—. ¿Y el cabello no lo tiene muy dorado? —Su rostro reflejó las dudas que aquel niño le planteaba.

—Sí, mi señora. El niño ha nacido con la piel más clara de lo normal y el cabello es dorado como los rayos del sol. Es un niño bendecido por los dioses, y quién sabe si no vive en su interior algún dios que ha querido visitarnos.

Xochiquétzal sonrió a duras penas, ella bien sabía que el niño era un dios.

La explicación de la parturienta no había sorprendido a Xochiquétzal. ¿Acaso no sería posible que su hijo fuese un dios siendo ella una diosa? Quizás fuese un mortal, puesto que su padre sí lo era. Desechó aquellos pensamientos. Acababa de nacer y quizás más adelante, con el tiempo, la piel oscurecería y su cabello se tornaría más oscuro. La debilidad de su cuerpo hizo que se durmiera dulcemente.

La parturienta llamó rápidamente a Tepexcolco para solicitar a un sanador. La reciente madre había perdido mucha sangre y su aspecto no era muy halagüeño. Tepexcolco, asustado, mandó llamar a los mejores sanadores que hubiese en la ciudad. La salud de esa mujer era algo muy importante para su rey y él no podía fracasar en su cometido. Después ordenó llamar a su rey, pues debía de estar al tanto de lo que ocurría en las estancias de su amada.

Mixcóatl acudió a la zona del palacio en las que Xochiquétzal se debatía entre la vida y la muerte. Comprobó que aquella mujer luchaba por rehacer su vida y después miró al niño que había nacido sano. Abrazó tembloroso el cuerpo de su amada y acarició sus cabellos. Rogó a todos los dioses para que la protegiesen de la muerte y después de besarla en la frente cogió al recién nacido y levantándolo al aire le dijo:

—Hijo mío, serás un gran príncipe y algún día un gran rey, me sucederás en el gobierno de este vasto imperio que he conquistado para ti. Pero no quiero perder a tu madre. Si muere ella por tu nacimiento, una estrella desgraciada amparará nuestros caminos y las desgracias se enfrentarán a nosotros. Tepexcolco, quiero que vengan los mejores sanadores del reino. Deseo que la salven y que ella vuelva a la vida. En caso de que ella muera, ordenaré que todos la acompañen en la pira funeraria. Empezando por ti, parturienta. —Una mirada de odio traspasó la estancia y se fijó en la pobre mujer que ya sentía sobre su cuerpo la espada de la muerte.

La parturienta, abatida, inclinó su cabeza y pensó que su sentencia de muerte ya estaba firmada. Xochiquétzal luchaba pendiente de un fino hilo y sabía por experiencias que aquella débil hebra se rompería en cualquier momento.

Tepexcolco informó que ya había realizado lo que su señor le indicaba. Los mejores sanadores de la ciudad se encontraban en la sala contigua esperando que les autorizasen la entrada para intentar curar a la enferma.

La noche se volvió profunda. Xochiquétzal respiraba con dificultad. Había perdido mucha sangre en el parto y su cuerpo presentaba una gran debilidad. De vez en cuando recobraba el conocimiento y en la soledad del silencio reclamaba a su hijo junto a ella. Los sirvientes le acercaban al niño, pero ya no tenía fuerzas para sujetarlo. Ni el llanto de la criatura conseguía reanimarla y rescatarla para la vida. Su mirada se nublaba y no era capaz de percibir la figura de su hijo. Poco a poco la vida se le escapaba y el dolor le traspasaba lo más profundo de su alma. Dejaba atrás al hombre que amaba más que a su vida y al fruto de ese amor. El hijo que acaba de venir al mundo.

Xochiquétzal moría al amanecer. Fallecía cuando nacía el sol en el firmamento y todos los pájaros del mundo comenzaban a trinar gozosos por la nueva promesa que acompañaba al día. Ella ya no tendría aquellas promesas de felicidad que todos los días les había traído el dios sol. Había bebido el elixir de la felicidad con demasiada rapidez y ahora su vida se había apagado como una antorcha sin resina.

Mixcóatl cayó de rodillas al suelo y sus lágrimas rodaron por sus mejillas llegando hasta el frío suelo de mármol, que se convertía en un río de dolor. Tepexcolco le daba la noticia y no encontraba palabras para consolar a ese gran guerrero, aquel rey, como un hombre débil, gemía y maldecía a la vida que le robaba lo que más había querido. Para qué quería todo un reino, para qué todos los tesoros acumulados en sus palacios si a partir de ahora no tendría a Xochiquétzal para compartir con ella la felicidad que le había aportado en todo el tiempo que ella le había acompañado. Su llanto traspasaba las paredes del palacio y todos los habitantes de la ciudad lo escuchaban, enterándose de la desdicha de su rey. Corrió como un loco hasta la habitación de Xochiquétzal y allí encontró su cuerpo sin vida, lánguido e inerte. Se abrazó a ella y deseó la muerte para acompañarla en el viaje tan siniestro. La vida, que era caprichosa y cruel, le había quitado al ser más querido, pero también era generosa y le había proporcionado al más deseado: un varón. Un hijo al que había de proteger, cuidar y enseñar para que el día de mañana le pudiese suceder. Debería de seguir viviendo con el dolor dentro de su corazón, pensó mientras permanecía en la cama abrazado a la mujer que había amado con esa pasión. Con su muerte, Xochiquétzal se convirtió en la diosa del amor.

 

—Tepexcolco, buscarás a una nodriza que amamante a mi hijo para que crezca sano y fuerte, y tendrás que jurarme por todos los dioses que le cuidarás y le protegerás aun con tu vida, para que algún día sea rey de este imperio. Pase lo pase vivirás solo para protegerle. Mi vida ya no importa, solo la de él; es lo importante.

—Sí, mi señor. Juro que así lo haré. ¿Ha pensado mi señor en el nombre que le pondrá al niño?

—Mi hijo se llamará Ce Ácatl Topiltzin Quetzalcóatl. El primer nombre por el año de su nacimiento. Así quedará registrado en la historia de este mundo. Algún día será un dios y gobernará sobre muchos pueblos con su sabiduría e inteligencia. No quiero que gobierne con la fuerza, como lo he tenido que hacer yo, quiero que se gane el cariño y la voluntad de las gentes y gobierne en paz.

Los años desgranaban las cosechas y las lluvias aportaban nuevamente la promesa de buenas recolectas. La soledad de Mixcóatl se veía ensombrecida por las envidias y las luchas por el poder que aquel rey dormido y abatido había dejado crecer bajo sus pies. Habían pasado ya unos años desde que le abandonó la mujer tan amada, y su apatía había llevado al reino a una situación de desamparo ante otros pueblos enemigos suyos. Su propio pueblo había caído en el letargo de la indiferencia y sus enemigos, que habían esperado este momento durante muchos años, se lanzaron como chacales contra aquel rey-dios que se había convertido en un hombre vulgar y desamparado.

Una mañana oscura y grisácea, con un cielo que amenazaba una fuerte tormenta, se desencadenó la ira que algunos de sus enemigos tenían encerrada en sus corazones.

—Mi rey, señor. Algo grave está sucediendo. —Tepexcolco llegaba a palacio alterado, con el rostro desencajado y la mirada perdida.

—¿Qué sucede, Tepexcolco?

—Las gentes de Ihuitimal se han sublevado. Han comenzado las matanzas y creo que vendrán hasta palacio para mataros. Debéis huir, mi señor. Son muchos los guerreros que le secundan y vos apenas tenéis partidarios —la voz de Tepexcolco se quebró y sus ojos se inundaron de lágrimas. Había combatido toda la vida por aquel rey y, sin embargo, ahora, en los momentos más amargos, era un pobre viejo que casi no podía luchar. Aún sonaban en sus oídos las palabras que su rey le había predicho: la derrota había llegado y su pueblo le daba la espalda.

—No, Tepexcolco. No puedo huir. Mi destino ya está fijado en las estrellas y debo esperar lo que los dioses han dispuesto para mí. Pero tú todavía tienes que servirme con un último encargo. Llévate a mi hijo Quetzalcóatl y ocúltalo en alguna ciudad hasta que sea mayor y pueda luchar para recuperar lo que es suyo. Si lo encuentran los partidarios de Ihuitimal lo matarán. Así que date prisa y llévatelo antes de que sea tarde. —Mixcóatl hundió la cabeza entre sus manos y allí en la negrura de su pensamiento vio por unos instantes el rostro de Xochiquétzal, que le llamaba con una sonrisa dulce. Por unos instantes pensó que su muerte sería un acto de amor, por fin se encontraría con ella, aunque fuera en la otra vida. Así que no opondría ninguna resistencia a su destino y aceptaría aquella muerte como su última voluntad.

—Sí, mi señor. Así lo haré. Que los dioses os protejan. —Tras una gran reverencia, Tepexcolco salió deprisa hasta las dependencias del niño, al cual arroparon con ropas más corrientes, ocultando sus cabellos con una peluca negra y untando su piel con grasas para oscurecerla, para que así que no fuese reconocido y mezclado con varios niños, hijos de criados, se marcharon del palacio por un pasadizo secreto que los comunicaría con el exterior de la ciudad.

Poco tiempo después cientos de guerreros enfurecidos y encabezados por aquel malvado de Ihuitimal entraron al palacio gritando, pasando a cuchillo a todos con quienes se encontraban. No respetaron ni a mujeres ni a niños. Todos murieron en ese día funesto para la vida de ese reino.

Mixcóatl moría en su trono atravesado por un puñal de obsidiana en la garganta. Su mirada, perdida en la niebla de la muerte, buscaba con ansiedad encontrase con la mirada de Xochiquétzal, quien le esperaba ardientemente en el paraíso de los dioses del firmamento.

Tepexcolco y el cortejo que ocultaba al joven Quetzalcóatl huyeron por caminos poco transitados para no ser descubiertos, sin saber que, en palacio, Mixcóatl y la mayor parte de la familia real caían asesinados por Ihuitimal, quien, a partir de ese momento, usurparía el trono de aquel imperio. Ihuitimal había ordenado buscar al niño-príncipe, el único que, junto a su hermana Quetzalpétlatl que se escondió en un lugar secreto y que habían conseguido escapar, para que fuese asesinado. Todo el palacio fue removido, en cada rincón y en todas las estancias buscaron afanosamente para encontrarle. Pero Quetzalcóatl ya no estaba allí. Su cuerpo joven y vigoroso marchaba veloz por los caminos en pos de la salvación de su vida. Aquel niño, ágil y ligero como un pajarillo, revoloteaba por los campos del reino en busca de un lugar más seguro.

Tepexcolco y toda la comitiva que ocultaban al joven príncipe caminaban por senderos junto a los maizales y a través de los campos donde los frijoles y los frutales crecían en su larga marcha. Durante el camino comían tortillas, algunas aves y bebían chocolate, la bebida de los dioses, que los criados preparaban para él. Caminaban con una meta: Teotihuacán, el lugar donde los dioses se reunieron. Las leyendas narraban que había sido construida por los dioses y allí decidieron crear la Tierra y las gentes.

Allí tenía sacerdotes amigos que le protegerían. El camino era largo y la marcha lenta, pero anduvieron por senderos seguros, pues estaban convencidos de que los partidarios de Ihuitimal le estarían buscando para darle muerte. Cinco largos días necesitaron para llegar sanos y salvo a su destino.

Tras pasar todas las penalidades que la huida les había proporcionado, Tepexcolco y su personaje real llegaron a Teotihuacán. Allí les darían refugio y cobijo, allí nadie les encontraría, pensó.

—Nezahual, amigo mío. —Tepexcolco abrazó a aquel viejo sacerdote—. Debo pediros que acojáis a este joven en vuestras estancias y le eduquéis como mejor podáis. Los dioses os lo premiarán. No me preguntéis su nombre, solo puedo deciros que es un príncipe chichimeca y su vida corre un gran peligro. Nadie ha de saber que se encuentra aquí.

El niño quedó sorprendido al ver esas pirámides gigantescas que los hombres habían construido en esa ciudad. Se trataba de un mundo mágico donde los hombres adoraban a los dioses desde aquellas alturas. Allí podría aprender a hablar con los dioses.