El ciclista

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—Le he estado pasando notas a la fiscalía —dijo Ramos—. Periódicamente.

—¿Notas…?

—Cada vez que hacía una gestión relacionada con el caso… fuera lo que fuese…, le pasaba recado.

Caldas le había humillado sacándole del caso, pero aunque Muriel no había participado en la investigación, lo que estaba escuchando por boca de Ramos no era usual ni tenía demasiada lógica. ¿A espaldas de la juez?... ¿Por qué puentear a Caldas? Claro que para algo era el que mandaba y no tenía por qué darle cuentas de todo lo que hacía.

Habían llegado hasta el domicilio de Ramos.

—Tenemos un acuerdo. Pero eso es cosa mía —dijo éste al bajarse.

—¿A qué hora nos vemos?... ¿A las nueve?

Ramos asintió una sola vez con la cabeza y se dio la vuelta, desapareciendo rápidamente en el oscuro portal.

Lo primero que se le vino a la cabeza a Muriel al girar en donde años atrás había habido una gasolinera, fue: ¿Por qué?... Por qué Ramos pactaba a espaldas de la Brigada; por qué Caldas, delante de aquel cadáver, volcaba sus energías en ajustar cuentas con él, en lugar de cumplir con su deber primero… por qué, en fin, el crimen. Por qué, por qué, por qué…

Carolina hizo amago de despertarse, pero se quedó tranquila al instante. A oscuras, con el corazón sobrecogido por la infinita vulnerabilidad que irradiaba aquel sonido, Fernando Muriel percibió la tenue respiración de Ale, desde el rincón junto a la ventana.

Debía impedir que esa palabra, el concepto encerrado en ella, dominase su mente, se dijo Muriel nada más meterse en la cama. Le habían enseñado que obsesionarse con el porqué podía desviar al investigador del cómo y el quién.

8

El entierro había sido fijado a las doce.

Luis Bernal estiró el cuello todo lo que pudo para no perder de vista ni un solo instante la boca de salida de la cinta de equipajes. Había tenido la suerte de encontrar plaza en el vuelo directo desde Ámsterdam, evitándose las molestas escalas en Madrid o Barcelona. Los aeropuertos le colmaban la paciencia, pero por desgracia formaban ya parte de su vida. Quizá, pensaba, le ocurría con los aeropuertos lo mismo que a algunos médicos les sucede con los hospitales, por los que sienten una inexplicable aversión. Toda una paradoja.

No viajaba a Málaga desde 2001, en primavera. Había sido un viaje de carácter oficial, además, con motivo de un congreso sobre asuntos de seguridad en el que habían participado delegaciones de veinticinco países (I Congreso Para La Seguridad Interior En Europa Y Nuevas Estrategias En La Lucha Contra Redes Delictivas, fue el pomposo nombre que habían pactado los organizadores con los países participantes). Apenas había tenido tiempo para visitar la ciudad durante aquellos cuatro agotadores días. La encontró entonces muy cambiada, respecto a cómo la recordaba de su paso por Coín, lo que no le extrañó, por supuesto. En lo poco que le dio tiempo a ver, la ciudad había dado un vuelco espectacular. Quizá, caviló, ahora tuviese tiempo de recorrerla a fondo.

La cinta estaba atestada de bolsos de viaje y maletas de todos los tamaños, formas y colores. Un grupo de turistas holandeses le había tomado la delantera. Todos eran más altos que él, de modo que debía hacer un esfuerzo suplementario para evitar que su trolley Samsonite de color rojo pasase de largo y diese otra vuelta completa. La comezón que le estaba carcomiendo por dentro, había comenzado treinta horas antes, con la llamada de Miguel Gaona. Aún le costaba creerlo. Le habían matado a la pequeña Natalia, su ángel de ojitos verdes, la adorable Lita. Tenía anudada la palabra en la garganta: «asesinada». Maldita sea, le hacía daño recordar la voz cavernosa de Miguelito. La memoria le había vaciado de golpe en el consciente todos sus recuerdos de 1981 en Coín. Las sobremesas en el Descanso, la niñita de Dora tomándole de la mano, como un padre sustituto, aunque le dijese «tito» con aquella risita de color esmeralda que se le había enredado en el corazón. Es curioso: Lita nunca había llegado a saber que se había metido en la cama de su madre pero era como si lo intuyese. Los niños poseen ese fantástico instinto para detectar a quienes los quieren. Y también perciben el amor y la atracción en los demás, aunque traten de ocultarlo. ¿Qué le diría a Dora? No tenía ni idea de cómo reaccionaría al verla. La relación que habían mantenido no terminó del todo bien. Su marcha a Sevilla hizo que no volvieran a verse. Así de sencillo, así de lógico y así de cruel. Era consciente de ello. Durante un tiempo le había telefoneado, principalmente para hablar con la niña. Eso tenía que reconocerlo, como reconocía que Dora no había ejercido ningún tipo de presión sobre él. A lo más que había llegado en los primeros meses, fue a decirle: «me gustaría verte». No era amor. Para ella había sido sólo deseo, cubrir una necesidad fisiológica, una forma de renegar de aquella abstinencia convencionalmente forzosa. El marido de Dora había salido a comprar el AS con una maleta a rebosar dentro del coche y la totalidad de los ahorros guardados en un depósito a plazo fijo que había cancelado durante la mañana. Nunca volvieron a saber de él. Sin embargo, a nadie, salvo a la propia Dora, le pareció que aquello fuese una huida. Cundía en el pueblo la impresión de que regresaría en cualquier instante y todo el mundo daba por hecho que Dora estaba obligada a esperarle indefinidamente. Muchos no le perdonaron que desafiara aquella norma no escrita. Pero Dora no soportaba la soledad. Era del tipo de mujer que necesita tener cerca un hombre. Y a quién mejor que a un policía. Confiaba en ellos. Dora era de esas personas chapadas a la antigua que creen a rajatabla en la honradez de los servidores del orden público.

Poco a poco los nudos habían ido desatándose. Ni tan siquiera estaba al tanto de si había vuelto a casarse. Llevaba diecinueve años sin saber nada de ellos. En el avión pensó que quizá habría cambiado tanto como él, que quizá su aspecto fuese tan diferente a como la recordaba que, al verla, se sintiese como un completo extraño en su presencia. En cierta manera, sentía una morbosa curiosidad por descubrir qué emociones sería capaz de despertar el encuentro.

El móvil sonó, justamente cuando alargaba la mano derecha para recuperar su equipaje. En la pantalla apareció dentro de un cuadradito con marco rojo luminiscente «Follador»

La megafonía del aeropuerto casi sepultaba la poderosa garganta de Miguelito.

—¿Has llegado?

Las siguientes palabras le llegaron algo confusas.

—No te oigo bien. Espera —dijo Bernal aplastando el teléfono contra su oreja y concentrando toda su atención en el pequeño altavoz.

Miguel, locutor de la radio local de Coín, Follador para los amigos como Bernal, insistió:

—¿Dónde estás? ¿Me oyes ahora?

—Sí, sí —contestó Luis, tirando del trolley en dirección a la salida. Sin detenerse, giró la maleta para empujarla en vez de arrastrarla, y estiró la mano que sujetaba el asa. Faltaba media hora para el funeral. Eso decía su reloj.

—¿Pero dónde estás?—repitió Miguel

—Saliendo del aeropuerto.

—Todavía tienes tiempo. Si no hay mucho tráfico, claro.

—Ahora hablamos —Bernal plegó su Samsung, indagando al mismo tiempo con la vista sobre cuál de aquellos taxis blancos en fila india le llevaría al tanatorio.

Parlanchines y siesos. Eran las dos categorías de taxistas que Bernal había establecido en su universo particular (su proceso mental se basaba en esa clase de automatismo: categorizar, catalogar, clasificar todo cuanto veía). Le había tocado en suerte uno que hablaba por los codos, y no estaba de humor.

Bernal mantuvo la boca cerrada con la esperanza de aburrirlo, pero fue en vano. Trató de abstraerse oteando el cielo a través del cristal de su ventanilla: había nubes altas, que filtraban algo de sol. Más o menos a la altura de Los Asperones, el taxista dejó de atizarle a su suegra y abordó otro asunto, más banal aún. Bernal perdió por completo el hilo. Hacía un buen rato que había desconectado, aunque estaba deseoso de que el viaje llegase a su fin. Su infinita tristeza anterior había dado paso a una cierta inquietud. Nervioso, miró el reloj varias veces. No quería realmente llegar tarde, pero una parte de él mantenía la esperanza de que así sucediera. Si llegaba con la misa recién comenzada, se evitaría enfrentarse de golpe con Dora. Tendría tiempo para pensar. Quizá le fuese útil para serenarse y dar con las palabras adecuadas…

9

La fuente del recinto exterior del tanatorio apareció ante sus ojos cuando el reloj marcaba las doce y tres minutos. Despidió al taxista al pie de la iglesia y se encaminó hacia las escaleras muy despacio. Tenía que deshacerse de la maleta durante un rato y no estaba seguro además de en qué parte del templo se estaría oficiando la ceremonia. Optó, después de dudarlo un instante, por dirigirse a la oficina de atención al público, donde le dieron la información que buscaba y se hicieron cargo muy amablemente de su equipaje.

El sacerdote desbrozaba la homilía cuando entró. Decía algo sobre el reencuentro de las almas, en un reino de amor y paz. ¡Una vida mejor!... ¡Qué ilusión tan vana y tan estúpida! Bernal carecía de esa clase de esperanzas.

Había un par de cámaras de televisión, grabando. Sus ojos se clavaron sobrecogidos en el féretro de aluminio gris. ¡Qué sola estaba su niña, al marcharse!, gimió desde lo más hondo del corazón, al ver el escaso centenar de personas que la acompañaban en su adiós. Dora nunca había sido una persona sociable. Quizá en Coín la iglesia se hubiese visto desbordada de gente, pero hasta Teatinos sólo se habían desplazado los más allegados y algunos curiosos. De espaldas, reconoció a Miguelito en un tipo delgado, de indumentaria calculadamente bohemia y rala coleta gris. Supuso que Dora era la señora de cabello corto y mechas casi doradas, sentada en el primer banco de la derecha del altar, y su hermana Fuensanta debía de ser quien estaba a su lado, una mujer alta y corpulenta (si lo era, había cambiado poco; él la recordaba así). No había cerca de ellas ningún hombre.

 

Y esperó en pie, junto a la puerta.

No se había equivocado. Era Dora. Se escandalizó de su aspecto. Toda aquella vitalidad… sintió nostalgia de la Dora anterior, del cuerpo que había recorrido centímetro a centímetro con todos sus sentidos. Pero ahora… ¿Cuántos años tendría? Él era, desde luego, algo más joven cuando se conocieron. ¿Cincuenta y seis?... No se había parado realmente a pensarlo. Un vértigo deprimente aplastó su escaso ánimo. Los estragos del tiempo se reflejaban en Dora, como si ella fuese, de pronto, un simple espejo de sí mismo. Todo lo que le era ajeno pasó a un segundo plano; ahora Bernal se compadecía de su propio aspecto; pensaba en lo mal que había gastado el tiempo y en lo poco que podría resarcirle de los años perdidos su incierto futuro. Dora parecía una anciana. Los hombros cargados bajo aquel vulgarísimo abrigo negro; la carne y la piel de los carrillos, descolgándose… Quizá estuviese enferma, se dijo.

Sentía como si también él hubiese envejecido veinte años de repente.

La gente comenzó a salir y Dora permaneció sentada en su banco, mientras la besaban al despedirse. Los cámaras se apresuraron para apostarse en el exterior. Miguel se le acercó entretanto y le dio un callado abrazo. Los pequeños cráteres que le salpicaban el rostro se habían hecho más profundos con los años, a base de experiencias de todo tipo, supuso Bernal. Pero seguía irradiando aquel carisma singular, que le resultaba imposible explicarse.

Luego, el locutor, le empujó con un gesto hacia ella.

Los gemidos de Dora y Fuensanta subieron de tono cuando se llevaron el ataúd en dirección al crematorio. Bernal suspiró hondo.

Dora no se quitó las gafas de sol al verle. Le dio la impresión de que no le reconocía en los primeros instantes. Debía de haber cambiado mucho más de lo que suponía. Aquello servía de confirmación a sus peores temores, así que la tragedia que le había llevado hasta allí huyó de su pensamiento, empujada por su propio ego. El yo de Bernal había expulsado a Natalia, igual que hace el pollo del cuco invasor con los huevos del carricero común.

Bernal quiso salir corriendo.

Entonces ella bajó la cabeza y balbució algo, apenas susurrado, que fue incapaz de entender. Sintió que le rechazaba y por un instante dudó sobre qué hacer. Pero mientras lo sopesaba, Dora alargó el brazo, ofreciéndole tímidamente su mano. Fuensanta lloraba desconsolada, tras reconocerle. Parecían habérsele refrescado muchos de sus recuerdos. Fuensanta conocía perfectamente la devoción que sentía Lita por él.

—¿Qué ha sido?—lloriqueó Dora, atrayéndole hacía su pecho.

Bernal la abrazó un momento, con cierto pudor, como si temiese ofenderla.

—No lo sé —dijo con voz quebrada—. Acabo de llegar… Pero me enteraré —añadió.

Dora se soltó de su mano y se encaminó, tambaleante, a la salida, cogida del brazo de su hermana.

—Lleva tres días sin pegar ojo —observó ceñudo el locutor, mientras la discreta luz del mediodía y los destellos de los flash bañaban a ambas en el umbral de la capilla.

Bernal asintió sin encontrar palabras. Miguel lo arrastró hacia el exterior.

—¿Qué vas a hacer?

—No sé —dijo Bernal, sacando al mismo tiempo las gafas de sol del bolsillo interior de la chaqueta.

—¿No sabes?

Bernal se incomodó por el tono exigente de Miguel.

—A ver de lo que me entero en comisaría —dijo ligeramente irritado—. Sólo sé lo que me contaste por teléfono.

—Degollada mientras paseaba —dijo con aire abstraído Miguel—. Según la prensa, sin testigos. Cuesta creerlo, Luisito. —Acto seguido pronunció entre dientes aunque con cierta entonación cavernosa la palabra «abominable», una de sus preferidas en sus alocuciones radiadas. Sonó perfectamente profesional.

Bernal dejó escapar un suspiro.

—¿Sobre qué hora fue? ¿Lo dicen?—preguntó.

—Parece que cerca de las diez de la noche.

El ex inspector de Homicidios, Luis Bernal, pareció sorprenderse un tanto.

—No es probable que a esa hora el paseo marítimo estuviese desierto —observó, pensativo—. Cuando menos, el tráfico debía de ser considerable.

El locutor lo miró como si esa deducción estuviese reservada a los policías, aun tratándose de algo elemental. Desde luego que él no se había parado a pensarlo.

—¿Y…?

—Pues que hace pensar que quien lo haya hecho lo tenía estudiado y planificado.

—Quieres decir que la conocía.

Bernal giró la cabeza con aquellos ojos de un azul desvaído pertrechados detrás de las gafas tintadas. Parecía mirar en dirección a la ciudad.

—Quiero decir que no parece obra de un sicótico. Esa gente mata al azar, por un impulso. Normalmente dejan rastro. Y testigos. No saben protegerse. Pero, en fin, eso ya lo sabe cualquier investigador.

—Es un comienzo —apuntó Miguel.

—No lo creas. No se puede descartar ninguna opción a priori. Porque, siendo menos probable, también podría tratarse de un crimen al azar. No sería la primera vez que a un sujeto se le cruzan los cables, coge un arma y se lanza a la calle resuelto a matar, y que además tiene la suerte de no ser visto. El factor suerte cuenta en relación a los testigos. Quizá se esté trabajando ya en una línea de investigación muy concreta. Sé por experiencia que los investigadores son los responsables interesados de la mayoría de las filtraciones a los periódicos.

—Quizá —meditó el locutor—. La prensa de hoy ya no dice nada —comentó, estrujándose la nariz—. Ayer, un par de periódicos de aquí le dedicaban media o una página a la noticia.

—¿Todavía los tienes?

—El Sur, seguro. No sé si el otro me lo devolvió mi vecino.

—Tengo que recoger mi maleta — recordó en ese instante Bernal—. La dejé en la oficina.

Los familiares y amigos se habían dispersado en su totalidad. Los periodistas retiraban el material hacia los furgones rotulados de sus respectivos medios.

—¿En qué oficina?

—La del tanatorio —aclaró Bernal, dándose la vuelta con la intención de ir a buscarla.

—Venga, te acompaño. ¿Te quedarás muchos días en Málaga?

—Una semana, por lo pronto —dijo Bernal, mientras comenzaba a caminar muy despacio y con aire distraído.

—Quédate en mi casa —le ofreció Miguelito.

Luis Bernal le dedicó un esbozo de sonrisa. Miguel seguía en Coín y convivía con una rusa de treinta y pocos. No era una situación precisamente cómoda, por mucha hospitalidad que se empeñase en demostrarle.

—Gracias —declinó la invitación con un gesto.

—¡Que tengo sitio, coño!

—No es por eso. Es que me conviene estar aquí, en Málaga.

Entraron en la oficina.

—Pero tendrás que irte a un hotel.

Bernal asintió mientras la empleada le entregaba su equipaje, después de sacarlo de detrás del mostrador.

—Mejor —dijo, lacónico.

Jamás, que él recordase, desde el día de su emancipación, había vuelto a sentir Miguel por las fiestas navideñas otra cosa que indiferencia. A pesar de ello, como por un reflejo, le espetó:

—Y pasar solo la Nochebuena.

Bernal no pudo evitar el dejar escapar un leve suspiro. Era demasiado pequeño cuando se rompió todo. Curro se había convertido en un muñequito persiguiendo un balón, unos ojillos vivarachos y un llanto denunciando al extraño que le susurraba palabras sin significado. Curro era una guerra perdida después de la batalla ganada de una paternidad que quedaría reducida a un mero formulismo legal. Pronto sería sólo un recuerdo borroso.

Pero tenía también a Adriana y a Luz

Bernal pensó inmediatamente en sus hijas. Escenificó en su cabeza la imagen de las últimas navidades que había pasado junto a ellas, en La Haya. De eso hacía tres años. Posteriormente, la madre había conspirado con habilidad y tesón para impedir nuevos reencuentros. Era curioso que al pensar en Adriana y Luz, siempre las recordase vestidas de yudocas, tan chiquitinas las dos, tan inconscientes y alegres. Quizá porque había sido la mejor etapa de su vida.

—Puede que me escape a Carmona —suspiró—. Hace años que no veo a mis tíos. Por cierto, Miguel, ¿no vivía Lita con su novio?

Miguel ofreció un L&M a Bernal y se puso otro entre los labios. El aire les venía de cara, en suaves ráfagas. Se dio la vuelta y arqueó el cuerpo, generando una oquedad libre de turbulencias.

—Llevaban juntos un tiempo, sí —dijo tras expulsar una bocanada de humo.

—¿Y dónde estaba? No he visto a nadie cerca de Dora.

—Unos bancos por detrás. En el velatorio me comentaron que no se hablaban.

—¿Tú lo conoces?

Miguel negó con la cabeza mientras sostenía el cigarrillo entre los labios. Después de quitárselo de la boca, explicó:

—Sólo de darle el pésame, pero parece buena gente. Es un vendedor del concesionario.

Bernal dio un par de caladas rápidas y profundas a su cigarrillo y se agachó, frotando a continuación el ascua de la punta contra la tierra húmeda que bordeaba el césped, hasta apagarlo. Pero en lugar de tirar la pava, se la guardó en uno de los bolsillos de la chaqueta. Miguel le vio hacer, atónito.

—Te llamo de aquí a dos o tres días. —Dijo, cambiando de

dirección, como para dirigirse a la parada de taxis del aparcamiento.— ¿Tan mal estás de pasta, que te lo fumas en dos veces?

Luis Bernal sonrió lánguidamente, sin detener la marcha.

—Esto es una de las cosas que aprendes de las sociedades avanzadas.

—¿Ahorrar?

—No ensuciar las calles.

Miguelito sacudió la cabeza.

—¿Pero adónde vas, coño? Tengo el coche allí, en segunda fila —y señaló con la mano el aparcamiento principal, en suave pendiente descendente, bajo los árboles—. Yo te acerco al centro… ¿O vas a otro sitio?

El ex inspector de Homicidios tenía decidido muy de antemano dónde alojarse. Veinte minutos más tarde, Miguel Gaona lo dejó a las puertas del Hotel Tryp Alameda, junto al Centro Comercial Eroski, a trescientos cincuenta metros del casco antiguo y menos de un kilómetro de la Comisaría Provincial de Policía.

10

Una figura de aspecto anodino, ramplón, ni alta ni baja, observaba de reojo al chico, que llevaba cuatro o cinco minutos rebuscando en la sección de informática y videojuegos. Un par de días antes, había descubierto que no había cámaras de seguridad en el interior del establecimiento. La figura masculina había entrado unos segundos después que él en la tienda de compraventa de artículos varios y se había puesto a mirar las vitrinas con disimulo. Ya había comprobado que hacía ese recorrido solo. Entraba en la tienda, se entretenía curioseando un rato y luego se marchaba, calle arriba. En realidad, era su perro quien lo había elegido. Lo venía observando desde hacía cuatro tardes, aprendiendo de memoria sus movimientos. Lo había seguido incluso hasta su domicilio, en una de las últimas urbanizaciones levantadas en La Colonia de Santa Inés, un bloque de doce plantas con recinto ajardinado, en el margen de una gran rotonda de reciente construcción. Y sin duda era perfecto. Cuanto más alejado estuviese de su barrio, menos sospechas levantaría y menos posibilidades habría de que lo reconocieran. Sabía que haciendo las cosas con suficiente cuidado era casi imposible que los relacionasen.

Desde que lo vio junto a otra docena de chavales en los jardines de Picasso, mientras paseaba a Bruno, no había dejado de pensar en él. Se fijó en que tenía los ojos de un raro e intenso color verde, de modo que al mirar centellaban, y unos labios sonrosados, como los de una niña. Y la piel del rostro, completamente lampiña. Comprobó también, con el tipo de admiración que se presta a una obra de arte, que mostraba al reír unos dientes perfectos. Sintió la misma turbación de nuevo. Ésa que le hacía incapaz de saber lo que deseaba de verdad, lo que en realidad era. El muchacho, al que le calculaba quince o dieciséis años, se había interesado mucho por su perro, y Bruno parecía haber simpatizado inmediatamente con él. Estaba seguro de que el chico no se había fijado en su cara, porque ninguno de aquellos muchachos se fijaba nunca en él. Nadie por lo general le prestaba atención. Algo con lo que había nacido, le hacía pasar desapercibido. Incluso en la clase tenía a veces la sensación de ser invisible. Una especie de tara muy útil. La gente sencillamente no pensaba en él. Era un perfecto don nadie. En todo caso, se sentían atraídos por su perro, un fila brasileño de pura raza, de brillante pelo leonado, y con un carácter excelente, muy sociable y cariñoso. Bruno era un perro tan noble y dócil que podía ir suelto durante los paseos, sin riesgos de ningún tipo. Bastaba un silbido suyo para alejarle de peleas con otros perros. Era el más obediente de los cinco ejemplares de su camada.

 

Un escalofrío le recorrió de los pies a la cabeza. Hacía tanto tiempo que no había tenido a un adolescente, que sus cinco sentidos se habían concentrado a la vez en la idea. Era maravillosamente excitante el pensar que lo tenía al alcance de la mano. Tanto por poseerlo como por el peligro que representaba en sí mismo. En ese instante no se hubiera cambiado por el hombre más rico de la Tierra.

Había mirado hacia el cielo al salir a la calle. La lluvia podía fastidiarlo todo. Sin embargo, un día como aquél, en el que la humedad se condensaba en los techos de los automóviles, podía ser su mejor aliado. La humedad hacía más taimada e indecisa la luz artificial.

Lo tenía todo perfectamente calculado y planificado. Aprovechando que a los comercios y oficinas aún les faltaba una hora para abrir, había dejado aparcado el coche a cien metros de allí, con Bruno dentro. Probablemente el muchacho iría calle arriba cuando saliese de la tienda. Si era como esperaba, le adelantaría para soltar al perro. Estaba convencido de que funcionaría. Bruno, que era muy zalamero, se acordaría del chico y lo cubriría de agasajos.

Y así había sucedido, en efecto. El chico salió y, tal y como había previsto, enfiló en la dirección que conducía a la Peugeot Partner gris titanio. Llevaba una bolsa de plástico con algo pequeño dentro. Tendría que pasar por fuerza junto al coche. Estaba oscureciendo, cuando Bruno cumplió con el papel para el que había sido adiestrado.

—¡Bruno, ven aquí!—le gritó la insignificante figura masculina desde fuera del coche. Sabía que, para no levantar sospechas, debía mantenerse lejos del chico.

—No me molesta, déjeme que lo acaricie —dijo el muchacho, entusiasmado por las atenciones que le dispensaba Bruno.

El hombre se mantuvo a distancia y dijo:

—Es muy pesado. ¡Bruno, estate quieto!

Y se metió en el coche, dejando entreabierta la puerta. Pero no lo arrancó. Se limitó a observar cómo interaccionaban Bruno y el chico de los ojos verdes.

Era una calle a medias comercial, bastante transitada pero no demasiado bulliciosa, próxima a la estación de autobuses. Una calle donde todo el mundo es desconocido. La gente que pasaba junto a ellos no parecía fijarse en nada de lo que estaba ocurriendo allí. Eso era algo verdaderamente magnífico.

El chico se metió como pudo la bolsa en uno de los bolsillos de la cazadora y luego se agachó para frotarle el cuello con ambas manos, por detrás de las orejas. Estaba enamorado del perro, que era una copia exacta del que aparecía en la película «La verdad sobre perros y gatos», en la que Uma Thurman y Jeanne Garofalo, mantienen un divertido equívoco con Ben Chaplin, el dueño del animal. No recordaba con exactitud las veces que había visto la película, aunque con seguridad no eran menos de cuatro. Aquél era el perro más bonito que había visto nunca.

—Parece que sabes tratarlo. ¿Tenéis algún perro en casa?—preguntó, evitando deliberadamente que la pregunta pareciese personal.

—No.

—Vaya, hombre. Qué pena.

El muchacho se encogió de hombros en un gesto de resignación.

—Te gustaría tener uno igual, ¿a que sí? —le dijo aquel hombre embutido en el asiento de la Peugeot.

El chico movió la cabeza de arriba abajo en señal de asentimiento y siguió concentrado en el cuello y el lomo de Bruno, que parecía extasiado por las caricias.

—¿Cuántos años tienes?

Él nunca les preguntaba cómo se llamaban. Los chicos desconfiaban de un desconocido que se interesaba por su nombre. Eso era lo que hacían los bujarrones.

—Dieciséis.

—Perfecto. Es una buena edad para tener un perro. Porque a un perro hay que cuidarlo, ¿sabes?

El joven asintió.

—No te puedes hacer una idea de cuántos terminan en una perrera, abandonados por sus dueños. O, lo que es peor, atropellados… La gente se cansa de ellos.

«No puede ser posible», parecía leerse en la expresión del rostro del chico, que era completamente incapaz de entender aquellas conductas de los adultos. ¿Abandonar a un animal como aquél? No, de ninguna de las maneras le resultaba comprensible. ¡Él nunca haría una cosa así!

Mientras la gente seguía pasando acera arriba acera abajo, el hombre le miraba complacido. Había predicho todos los pensamientos del joven y ahora los estaba viendo reflejados en sus ojos como si hubiesen sido grabados en grandes letras de molde. «¡Perfecto!», murmuró en la más recóndita de las guaridas de su cerebro. Y volvió, como por ensalmo, el recuerdo de la primera vez. Nada le emocionaba como aquello; la sacudida que sufría en su interior cada vez que rememoraba lo acontecido, era indescriptible. Quizá porque aún percibía El Miedo fluyendo a borbotones dentro del coche, devastándolo todo como un río turbulento: el miedo de la sorpresa en la oscuridad, de la mentira desenmascarada, del callejón sin salida… Espontáneo e incontrolable miedo suyo y del niño.

Había sido el miedo de ambos entremezclado de repente lo que le hizo Nacer.

Lo recordaba ahora eternizándose hasta casi lo insoportable. Durante meses. Aislándole de todo cuanto le rodeaba, como si estuviese en un islote en medio del océano, pero a la vista del mundo. Haciéndole sentir que mil pares de ojos se le clavaban en un continuo allí donde estuviese. Ojos que sospechaban. Se sentía perseguido por las miradas de la multitud, de los compañeros de trabajo, de los agentes de policía que veía por la calle. El Miedo llenaba al completo su vida, como si ésta fuese una tinaja que hubiera estado siempre vacía. Era un líquido en continua efervescencia; día y noche desplazándose en su interior, agitando su corazón que palpitaba más rápido e irregular que nunca. A menudo se sentía cubierto por entero de un sudor frío, pero descubrió más adelante que no era sudor en realidad: era ese líquido que rezumaba de dentro. ¡No tenía otra cosa dentro de sí! Hasta el punto de pensar que sería incapaz de soportarlo, que se vería vencido por Él finalmente. Al cabo, por extraño que pareciera, El Miedo había obrado un inesperado y reconfortante efecto benefactor, redoblando su fortaleza mental, dotándole de una gruesa e impenetrable coraza como la concha de las tortugas. Se dio cuenta entonces de que hubiese fracasado de no tenerlo y sentirlo hasta la médula misma. Lo necesitaba tanto. Era su mejor aliado, precisamente por ser su peor enemigo.

Pero había aprendido una lección que no olvidaría. No daría lugar a otra ocasión que sirviese para convertir en una celebridad al niño que se volatilizaba en una parada de autobús. Jamás volvería a acercarse a un niño de once años.

Se había hecho ese propósito.

Claro que sólo era eso: un propósito.

Pero no era ningún imbécil, no. Aunque la gente lo ignorase —de igual modo que parecían ignorar que existiese siquiera— tenía una inteligencia muy despierta. Si quería perdurar, estaba obligado a agudizar el ingenio, siendo más listo que ellos, más fuerte. Saber, por ejemplo, qué clase de jóvenes son los que pueden albergar una «razón» para huir de casa. Y a qué edades. Con catorce años o menos, valían demasiado para la policía: eran como una bomba que podía estallarle en las manos en cualquier momento. Se convertían en noticia de primera plana; la «sociedad» se movilizaba en tromba y él tenía que evitar a toda costa que la policía sospechase lo que estaba sucediendo. Con una vez había tenido suficiente. Suspiraba pensando que no había nada que se pudiese comparar a un jovencito en proceso de cambio, nada le colmaba como aquello, pero por mucho que le perturbase la vida de algunos de aquellos pequeños, no podía asumir tales riesgos. Así que dejaba que se le escapasen muchas y buenas oportunidades para no alterar la estadística.