Enseñemos paz, aprendamos paz

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Donati propone dos motivos principales por los que es indispensable la familia. El primero se refiere a las necesidades “naturales” del niño recién nacido, definidas en un marco relacional que al comienzo “no es lingüístico, sino solo perceptivo y simbólico” (Donati, 2013, p. 19); el niño adquiere experiencia a través de prácticas naturales (familiares) en las que, más que interiorizar, interpreta; solo después de interpretar esas prácticas como fruto de sus vivencias, puede socializarlas. Los roles básicos de relacionamiento se configuran a través de estas prácticas de interpretación y socialización:

1. La idea que tiene de sí (el self): le viene dada por las figuras significativas alrededor suyo, empezando por el nombre mismo (el me).

2. El sentido que adquiere de lo colectivo (el we) “se forma en cuanto se da cuenta de que es parte de un conjunto-grupo (en concreto, una familia)”.

3. La idea que tiene acerca del rol que debe asumir, primero dentro de esa familia y luego en escenarios sociales más amplios (el you). Ese rol lo asume porque “se le pide” que lo haga, “primero su madre, luego su padre y así los demás familiares, parientes, amigos”.

Esto nos muestra que la idea que el niño se hace de sí mismo y de su contexto depende del tipo de relaciones que establezca en estos primeros años, en los que no aprende códigos universales, sino los que él mismo se va creando en función de las vivencias cotidianas. En este sentido, el tipo de vivencias determina la manera como él se proyecta socialmente. La familia proporciona una forma de relacionamiento que ninguna otra instancia social puede brindar, la cual Donati (2013) enmarca en el concepto de “reciprocidad plena”: la vida en familia no se agota en un conjunto de relaciones funcionales que nos habiliten para ser competitivos:

Es en la familia donde el individuo humano aprende que puede ser feliz solo si hace feliz al otro. Desde esta realidad se comprende por qué la familia es un fenómeno relacional, una relación peculiar, sui generis, con cualidades propias e inconfundibles, que constituye el paradigma del reconocimiento del Otro a través del don. Sobre todo a través del don del reconocimiento […] Las virtudes no se aplican a cosas grandes, espectaculares, a eventos extraordinarios y portentosos, sino también a y sobre todo a cosas pequeñas, a las “pequeñas” dificultades, desilusiones, contradicciones de la vida cotidiana. (pp. 204, 205, 207)

Si el individuo no encuentra en la familia un marco de relaciones de reciprocidad plena, no lo hallará en ningún otro escenario social. De ahí la importancia del “amor sólido”, que proviene del concepto de “amor líquido” del sociólogo polaco Zygmunt Bauman. El amor líquido es una errónea proyección a las relaciones interpersonales amorosas de la actitud que tenemos con las cosas en una cultura de los objetos, del consumo. A las cosas las utilizamos para el propio bienestar y las desechamos o cambiamos cuando ya no nos resultan útiles o placenteras.

En contraste, el “amor sólido” consiste en una estructura de relacionamiento en la que la pareja posee los criterios, las actitudes y las habilidades para saber elegir, fundar, cuidar, desarrollar y autorrestaurar las relaciones. El cúmulo de información disponible actualmente en nada contribuye a un verdadero proceso formativo sobre el amor y, por el contrario, facilita la desinformación y la confusión.

Cuestiones como la relación hombre/mujer, la superación del paradigma machista y del feminista radical por el de la complementariedad, sobre la base del respeto de sus iguales atributos personales y de su diversidad masculina y femenina; las claves y los rituales de la amistad en la pareja; saberse llevar según los diversos rasgos caracterológicos y de temperamento; comprender y respetar los lenguajes afectivos de los seres queridos; armonizar las prioridades vitales; vivir los aspectos reactivos y activos del amor; comprender el matrimonio como la unión ecológica a la que invita psicológicamente el enamoramiento; la actitud de la comunicación no violenta; el manejo de desacuerdos y conflictos; la inteligencia afectiva para mantenerse enamorados son todos factores que nos permiten hacer el tránsito de la superación del conflicto a una real consolidación de la paz entendida como concordia en la relación entre las partes.

La necesidad del amor sólido se fundamenta en la segunda razón que propone Donati (2013) por la que es esencial la familia: la institucionalización de las relaciones familiares, que nos recuerda por qué es necesario que la sociedad promueva su formalización, esto es, enmarcar el vínculo familiar en un conjunto de normas entre los esposos, con los hijos y con la sociedad, para que sean acatadas y para que los sujetos que la conforman puedan beneficiarse de ellas. Uno de los aspectos que llama a la regulación familiar es el relativo a las relaciones sexuales:

Lo importante es que la sociedad no puede generalizar modelos de comportamiento en los que las relaciones sexuales no estén de algún modo reguladas, de acuerdo con las fuerzas que la sexualidad pone en juego y con los efectos sociales que produce. La idea de que la sexualidad puede ser completamente separada de sus implicaciones relacionales (y no solo el hecho de engendrar hijos) para convertirse en una pura fruición erótica individual, no puede no encontrar serios límites sociológicos. Se trata de límites no solo de orden público (es decir, de control social), sino también de efectos problemáticos en el plano psicológico y subjetivo en los mismos sujetos de las relaciones interpersonales. (p. 25)

En este orden de ideas, el grado de institucionalización de la familia presenta una situación ambigua, tanto en lo normativo como en la regulación social. Desde el punto de vista legal, en Colombia se ha establecido que la familia es el núcleo central de la sociedad y como tal debe custodiarse; así quedó establecido en la Constitución, en la Ley General de Educación (Ley 115 de 1994) y la Ley Integral de Protección de la Familia (Ley 1361 de 2009). Simultáneamente, la ley ampara las uniones de hecho y protege las relaciones que establecen las personas al margen de su unión marital formal.

Desde el punto de vista de la regulación social, en una muestra de 50 países de los cinco continentes, Colombia poseía la tasa más baja de matrimonios formales, en comparación con el índice de cohabitación del World Family Map (STI, 2017); es decir, es el país de la muestra en el que menos se formalizan las uniones matrimoniales. Ese mismo reporte señala que los niños que hacen parte de hogares en cohabitación poseen un riesgo significativamente más alto de enfrentar sucesivos cambios de parejas protectoras, en comparación con los que pertenecen a hogares formalmente constituidos.

Simultáneamente, el país se ha sumado al movimiento Me too, que denuncia abusos sexuales que históricamente habían sido callados, lo cual se constituye en una prueba fehaciente de que la sexualidad no es asunto exclusivo del individuo, sino que tiene implicaciones sociales y públicas significativas. La difusión mediática es una forma de regulación social que aparece como mecanismo ex post, luego de que han sucedido eventos trágicos. Sin embargo, el propósito de la regulación debe tener, sobre todo, efectos ex ante que nos permitan prevenir situaciones tan dramáticas.

Hay, por tanto, una relación directa entre regulación de las relaciones sexuales y vulnerabilidad; el problema está en que el desconocimiento del lugar de la familia en este esquema regulatorio nos pone ante una realidad compleja: el espectro de grupos de población vulnerable ha crecido hasta hacerse casi universal; en los acuerdos pactados entre el Gobierno de Colombia y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en 2016, la población vulnerable incluye: “las mujeres, los pueblos y comunidades étnicas, población LGBTI, los jóvenes, niños y niñas y adultos mayores, las personas en condición de discapacidad, las minorías políticas y las minorías religiosas” (Oficina del Alto Comisionado para la Paz, 2016, p. 47).

En términos de género, al único grupo de población al que no se le reconoce ninguna forma de vulnerabilidad es el que podríamos denominar “hombre adulto no mayor”. Esto se traduce en políticas que dan prelación a los derechos individuales sobre los del colectivo, como en los casos en los que se diseñan subsidios y estrategias de responsabilidad social para favorecer a mujeres cabeza de hogar. Tanto los estudios como la evidencia empírica muestran que estos enfoques tienden a perpetuar la condición de vulnerabilidad de las personas que se quieren proteger.

Necesitamos dedicar una mirada más detallada al fenómeno actual que busca proteger a la mujer porque en ella está implícita una mirada de temor respecto al hombre, que es considerado un victimario potencial; la tipificación penal del delito contra la mujer es una muestra de ello. Allí donde se fomenta la denuncia de los casos de violencia contra la mujer, al margen de cualquier intervención de rehabilitación sobre el varón y el núcleo familiar, se desconoce que ese hombre, luego de pagar la pena impuesta, en un buen número de casos volverá a encontrarse con la mujer que lo denunció y a convivir en condiciones de mayor resentimiento.

No basta con reconocer derechos fundamentales al hombre, a la mujer, al niño, al adolescente en forma fragmentada, es decir, concibiéndolos como individuos aislados, porque este individualismo los reduce y, con esta reducción, se empobrece el reconocimiento de sus derechos fundamentales. La verdad de la persona humana es que es un ser familiar: hijo, hija, hermano, hermana, padre, madre, cónyuge; una identidad articulada en relación con otras personas.

¿Puede considerarse, entonces, que la familia sea el caldo de cultivo para la generación de ambientes de violencia? Donati (2013) sugiere que, más bien, la familia ha sido atacada por diferentes agentes del entorno, que han dado lugar a la cultura del amor líquido, con lo cual esta termina por convertirse en una nueva víctima invisible de la violencia estructural de nuestra sociedad:

 

Se toma como punto de partida el hecho de que en tantas familias se dan violencias y abusos sobre las personas para criticar a la familia como tal. Con esto, se comete el error de confundir las responsabilidades de los individuos que actúan bajo la influencia de ciertos procesos societarios (mass media, modelos de consumo, difusión de la droga, etc.) con la validez de la institución familiar como tal. (p. 199)

Es necesario promover la responsabilidad del varón dentro de la sociedad, la responsabilidad familiar y civil antes que la penal, a la vez que reconocer que toda forma de violencia contra la mujer también lo es contra la familia, que debería ser el primer grupo vulnerable en Colombia, y el primer destinatario de políticas públicas que den vida a las leyes vigentes.

LA COMUNIDAD

La Fundación Ideas para la Paz (FIP) entregó, en 2017, el informe de su trabajo en regiones especialmente afectadas por el conflicto. Su objeto era “diagnosticar las dinámicas del conflicto armado en las regiones e identificar las capacidades y desafíos del posconflicto desde la perspectiva comunitaria e institucional” (FIP, 2016a, p. 13). Este trabajo logró recoger información sobre numerosas experiencias y formas de organización social que han surgido en estas regiones. En el estudio se identificaron más de 140 formas de organización social, entre afrodescendientes, gremios, mujeres, indígenas, jóvenes y víctimas, además de las múltiples iniciativas de paz que han surgido en estas regiones, como consecuencia del impacto de la violencia (FIP, 2016b). Con todo, uno de los resultados negativos que destaca el estudio es “el incumplimiento sistemático de los acuerdos realizados entre el Estado y las comunidades, así como la ausencia de coordinación entre las instituciones de orden nacional de cara a estos acuerdos” (FIP, 2016a, p. 27); es el reclamo recurrente sobre la ausencia del Estado, justamente en las regiones más apartadas y, por tanto, más vulnerables.

¿Qué nos dice este contraste entre la capacidad de iniciativa por parte de las comunidades locales y la evidencia sistemática acerca de la incapacidad “del Estado” de llegar a los lugares más apartados de un país que se caracteriza por su alta complejidad geográfica y cultural?

Por una parte, que aun en las comunidades más apartadas y probablemente con menores índices de educación formal se encuentran capacidades reales de organización social, las cuales no solo reflejan una iniciativa real para la superación de sus dificultades (afán de supervivencia), sino, sobre todo, capacidad reflexiva para aprender de lecciones pasadas, especialmente de las dolorosas. Sin embargo, el llamado de atención por la ausencia del Estado en una nación de tradición altamente centralista nos remite a la pregunta sobre la noción misma de Estado y su real capacidad para atender “las necesidades” de la población, especialmente la más marginada.

En uno de los ensayos encargados a la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas, Javier Giraldo cita al profesor Anthony Honoré para ilustrar una postura según la cual el Estado es ampliamente responsable de la provisión del bienestar de sus ciudadanos:

¿Cuáles son esos deberes? Es más fácil responder si pensamos en el Estado en cuanto comprometido con sus súbditos en una empresa cooperativa de gran magnitud, la cual, en las condiciones modernas, abarca la mayor parte de los aspectos del bienestar. El Estado cuyos deberes estamos intentando dilucidar es el que controla la mayor parte de los recursos de la comunidad y que ha asumido grandes responsabilidades frente a ella. Los deberes de este tipo de Estado frente a sus súbditos pueden ser análogos a los de los padres que se encargan de satisfacer las necesidades básicas de sus familias y ocuparse sobre todo de los hijos. (2014, p. 7)

Pero el Estado es una ficción política y, por tanto, humana: es limitado, vulnerable y falible; de manera que el ideal de delegar a tal ente la responsabilidad por el “bienestar” de la población no puede dejar de ser una aventura con una probabilidad altísima de error, especialmente si consideramos las dificultades de acceso a numerosos rincones del territorio colombiano, por una parte, y lo aparatoso del funcionamiento de la burocracia estatal, por otra, que necesariamente aleja al Estado de las soluciones reales y oportunas a los problemas de las comunidades.

Una figura que resulta ser responsable de múltiples violaciones de los derechos humanos desde el momento en que aparece la idea misma de identidad nacional, no puede menos que suscitar cuestionamientos acerca de quiénes son los verdaderos responsables de dichas acciones. Queda también el interrogante sobre cómo diferenciar entre las acciones de agentes vinculados al Estado que actúan de manera proba y eficaz, de aquellos que solo buscan el interés particular en las cosas públicas.

Contrario al principio de personalización que se enunciaba al comienzo de este documento, el señalamiento permanente de la responsabilidad del Estado nos pone ante un agente omnipresente, pero anónimo, que invade todas las épocas, aunque carece de historia, porque no tiene más conocimiento ni más identidad que los que le confieren las normas abstractas; por esa misma razón, es difícil realizar respecto del Estado un ejercicio de memoria histórica, porque siempre habrá un nuevo sujeto o colectivo responsable de nuevas afectaciones de los derechos humanos. En estas condiciones, no hay un momento de corte, ni antes ni después, para decir ¡basta ya!

Hay una diferencia entre pensar el Estado como un ente abstracto que cuenta con la función legítima de definir modelos de organización social, especialmente en lo que se refiere a aspectos de seguridad, justicia, tributación u ordenamiento del territorio; y convertirlo en el protagonista omnipotente de una sociedad compleja, cuyos desafíos van cambiando con los lugares y los tiempos, a un ritmo al que no logra adaptarse un aparato que se rige por premisas de desconfianza y legalismo.

¿Es realmente responsabilidad del Estado satisfacer las necesidades básicas de la población? En caso contrario, ¿pensar en alternativas a la acción estatal significa exclusivamente apelar al mercado como criterio de distribución de los recursos?

La doctrina social cristiana ha recalcado permanentemente la conveniencia de incorporar el principio de subsidiariedad a la organización de las relaciones sociales. De acuerdo con este principio:

… no se puede quitar a los individuos y darlo a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria […] tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y perturbación del recto orden, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden hacer y proporcionar y dárselo a una sociedad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, por su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos y absorberlos. (Pío XI, 1931, p. 79)

Una de las razones para apelar al principio de subsidiariedad es que son las propias comunidades locales las que mejor conocen sus problemáticas y, por tanto, las que tienen la capacidad de generar las soluciones más apropiadas. Adicionalmente, este principio va de la mano del principio de solidaridad, que invita a las comunidades a asumir recíprocamente las necesidades de sus pares. Enfatizar la responsabilidad del Estado en la atención de los asuntos locales significa, en la práctica, marginar a las propias comunidades y minar las bases de la organización social.

Por otra parte, Jacinto Choza (1980) ha mostrado que la política solo puede atender los requerimientos de la felicidad humana de manera parcial: las dimensiones ética y metafísica del ser humano dan cuenta de variables que no pueden ser atendidas por la acción política, sobre todo si se aborda desde la perspectiva del Estado. Por eso, no es conveniente asignar la responsabilidad por el bienestar a los agentes oficiales o, mejor, reducir la felicidad a un cierto estado de bien estar, en el que se olvida el llamado al bien ser. Se ha mostrado en diversas ocasiones que tanto la mirada estatista como la que se centra en el “libre juego de las fuerzas del mercado” reducen la persona a su dimensión estrictamente material (Polo, 1989), con lo cual quedan limitadas para abordar los problemas de la paz, de naturaleza esencialmente espiritual (Juan XXIII, 1963).

La mirada estatista de los problemas públicos ha llevado a reducir la discusión sobre centralización-descentralización a sus variables fiscales y burocráticas, y ha desconocido las posibilidades de acción pública por parte de las asociaciones civiles. Pensar la descentralización desde una mirada más amplia, que realmente abarque las diferentes dimensiones de la naturaleza relacional del ser humano debería posibilitar la identificación de mecanismos para avalar y apoyar las iniciativas cívicas locales en aquellos aspectos en los que se abordan asuntos de interés público. La tendencia a la conformación de alianzas público-privadas y de organizaciones que canalizan la gestión social de la empresa privada constituye avances significativos en esa dirección.

Cómo adaptar esos aprendizajes a regiones que han sido especialmente afectadas por el conflicto, justo porque no han sido del interés de la inversión privada, o porque esta se ha dado en un escenario que desconoce los intereses de los diversos actores involucrados, es decir, el interés general, es una tarea urgente a la que estamos llamados los actores académicos, políticos y sociales, si aspiramos a buscar verdaderas soluciones a las necesidades de comunidades apartadas, pero con capacidades de generar soluciones efectivas a sus problemas.

En conclusión, podemos afirmar que las comunidades locales llegan a invisibilizarse cuando se da prelación a la función estatal en regiones en las que, de manera objetiva, es altamente improbable que llegue la presencia efectiva del Estado, traducida en cuerpos de policía, acción judicial, infraestructura, etc., por las condiciones de la topografía de la región y por las limitantes presupuestales de la economía de nuestros países. Concentrar la mirada en el Estado favorece también el asistencialismo y estimula la inconformidad de los actores respecto de un agente que no es capaz de atender realmente sus necesidades, en especial porque son ellos mismos los llamados a atenderlas; los efectos más negativos de esta circunstancia están en que distraen a las propias comunidades de la reflexión necesaria para generar las soluciones correspondientes, además de que terminan por infravalorar los esfuerzos locales que se realizan al interior de las comunidades para construir modelos de desarrollo a la medida de sus condiciones.

REFERENCIAS

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Notas

1 José María Barrio afirma que el hombre “necesita saber qué es para serlo”, y cita a Kant en su referencia a la “humanización del hombre” como parte del proceso educativo. Desde esta perspectiva, podemos llegar a ser más humanos, independientemente de que seamos o no violentos (Barrio, 2007).

2 Las dimensiones de la ruta de reintegración son: personal, productiva, familiar, hábitat, salud, educativa, ciudadana y de seguridad.

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