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—La dama, sí, la pieza más poderosa del ajedrez. Aunque la dama nunca debe salir prematuramente. Sin embargo, hay jugadores que han hecho del sacar pronto la dama un arma frecuentemente mortal; pero es muy arriesgado que la dama ande danzando fuera de su casa —en este momento Arreola se ríe con cierta picardía, asumiendo con humor, por la expresión de mi rostro, el sesgo machista de su frase; pero no se detiene, y continúa con su charla—. En La feria tengo un pasaje en la confesión general que dice: “Me acuso padre, de que di un mate al rey con la reina sola, sin apoyo”. Esto me ha tocado a mí verlo, me tocó ver que un amigo le dio a otro mate con la reina sola. Al otro jugador todo lo que le hacía falta era hacer rey por dama, con su peón, pero como el adversario lo dijo tan contundente: ¡mate!, pues abandonó y se rindió.



—Y... ¡cuántas personas dan mate sin apoyo, en la vida, pero con tal seguridad y convicción que dejan a su adversario sin capacidad para responder!



—Sí. Puede ser un hombre de negocios que en un momento dado lo sorprenden y se da por perdido. Otras veces, en una partida correcta, las victorias se construyen con base en presencia de ánimo, dominio moral. Existe ese elemento psicológico que influye de tal manera que el jugador empieza cada vez a ser más débil, no sólo sin defensa sino colaborando al ataque del contrario. Hay muchos mates que son preciosos y figuran en las antologías de grandes partidas; mates que no podrían haber sido nunca sin la colaboración del vencido. El ganador realiza jugadas peligrosas, perdedoras, y sin embargo resultan, porque las hacen con toda la convicción del mundo, como el sacrificar una o dos piezas y acabar matando. Después el perdedor se da cuenta de que pudo haberse salvado por completo y de que nunca le habrían ganado si no se hubiera dejado intimidar.



—Ha mencionado la palabra sacrificio...



—¡Ah!, el sacrificio implica una condición masoquista; una actitud que acepte el sufrimiento, porque el que se sacrifica tiene que salir, no de un problema, sino de una serie de problemas. Yo pertenezco psicológicamente, existencialmente, moralmente... al mundo de los masoquistas. El masoquismo es importante como fenómeno humano y el término surge a partir de las novelas de Masoch, porque sus personajes tienen rasgos masoquistas. El sacrificio es un recurso de primer orden en el ajedrez. Yo soy un maniático sacrificante.



—¿Cuál es la función del sacrificio?



—¡El desconcierto! Todo adversario a quien su oponente le hace un sacrificio se desconcierta, y una de las primeras cualidades en la vida y el ajedrez es desconcertar a la persona que tenemos enfrente. Si existe un problema de diálogo con determinada persona, lo primero que tenemos que hacer para dominarla es desconcertarla. Entonces empieza a cavilar desde el hecho de aceptar o no el sacrificio, la mayoría opta por aceptarlo, y se crea entonces una situación de sacrificio, de inferioridad psicológica, porque el que sacrifica asume rápidamente una actitud de superioridad. El que sacrifica es un triunfador.



—En esta situación existe también una buena dosis de sadismo.



—Eso no tiene remedio. Todo el que gana una partida de ajedrez es un sádico porque ha jugado para ganar, para destrozar al adversario. Otra vez tenemos ahí a la vida misma. Esa pareja antagónica que existe: sadomasoquismo, está en el centro del ser humano y todos tenemos algo de ello. Yo, por ejemplo, me considero un masoquista auténtico, porque desde niño he sufrido situaciones de pérdida o desventaja. Tuve un hermano que era verdaderamente brillante por naturaleza: guapo, rubio y de una inteligencia, a su edad, privilegiada. Yo era todo lo contrario, lo demuestra el primer apodo que recibí: “Juan el Malhecho”. Frente a mi hermano, Rafael “el Bienhecho”, el capaz de todo. Yo fui siempre el feo, el incapaz. Entonces seguí un esquema muy curioso, era como un decir: “Yo nada puedo contra mi hermano, porque mi hermano es de una inteligencia superior”, y me batía en retirada. Yo me he dedicado toda la vida a destruir mis posibilidades de éxito personal, íntimo, sentimental, siguiendo ese esquema. Como mi viaje a París; fue algo masoquista aceptar este viaje desoyendo la felicidad en que vivía, de recién casado, con una hija preciosa y una esposa admirable. Por eso digo que soy esencialmente de condición masoquista. Creo que lo poco que he hecho en la vida, en la literatura, en el teatro, en el ajedrez, fue un propósito que finalmente se cumplió. Mi lucha con la vida no ha sido sino una lucha contra lo insuperable.



—Su inconsciente le puso una especie de “gambito”...



—Efectivamente, de una manera constante. Fue una larga batalla que yo creía haber perdido, y llegué a reclamarlo mucho. Pero, después de todo, creo que mi padre tuvo predilección por mí, por mi gusto por la literatura desde niño.



—Esta historia infantil es, precisamente, la que hace a usted ser Juan José Arreola. Le aseguro que no cambiaría su infancia.



—Sí, es cierto. La superación de todos esos inconvenientes me llevó a constituirme en ese alguien que ahora soy.



Y así, siempre frente al tablero de ajedrez, nuestras charlas se fueron tejiendo en el disfrute del juego, pero también en el disfrute de la palabra compartida. Debo decir que pronto, muy pronto, los radioescuchas esperaban el programa con ilusión, y los lectores de nuestra sección periodística aumentaban semana a semana. Al comentarle esta respuesta de la gente, frente a nuestro proyecto, Arreola me sorprendió con estas palabras, que significaron para mí uno de los más profundos estímulos en mi carrera de comunicadora:



—Qué bueno que ha habido, Yolanda, la respuesta tan grande que tú te mereces, por la difusión de tu programa y por tu capacidad de comunicación, que la tienes innata. Yo te he querido mucho desde que te conozco, porque en realidad, viéndote a ti, estoy deslumbrado, porque me veo en un espejo. Me duele decirlo porque tú estás realizando lo que yo ya no puedo seguir realizando, pero que un día sí realicé. Por eso cuando te oí las primeras veces me recordaste mucho a mí mismo, y me dije: “Esta mujer está encendida en el mismo espíritu de decir lo que siente, lo que piensa, y propagarlo”. Tú, sin saber esto, me has invitado, y yo he aceptado porque, a pesar de mi pobreza, me dije, no me quiero llevar nada, todo lo que yo conozco lo quiero pasar al costo. Lo podrán recibir las personas que me escuchan si se capacitan, y no porque yo sea un sabelotodo o que me crea un sabio, pero sí se capacitan para recibir algo del torrente de dones que me ha dado la vida. Entre esos dones uno de los más preciosos, si no el más precioso de todos, es el juego del ajedrez. Mira, se pasaron la vida todos los escritores importantes escribiendo dechados de la vida humana, basados en el juego del ajedrez. Es imposible que nos pongamos a mencionarlos, pero basta mencionar el primero de Chessoli... que es un texto en latín, italiano, y luego textos franceses y demás. Todos vieron la semejanza con la vida humana.



Agradecí enormemente al maestro Juan José Arreola sus palabras, sobre todo porque en el oficio cotidiano de comunicar, en vivo, uno siempre está expuesto, por un lado, al error de uno mismo que salta cuando menos lo esperas, por otro, al halago fácil, ante la generosidad de quienes te reciben. Pero también, y esto es muy difícil, al escarnio y al comentario artero y de mala fe de quienes no tienen nada mejor que hacer que estar pendientes de tus errores y no para construirte con una crítica honesta y responsable, lo cual uno agradecería, sino para mofarse solapadamente, muchas veces embozados en el anonimato, señalando con dedo de fuego juzgador y destacando debilidades o errores, que son parte del reto diario. Por ello, nunca olvidaré estas palabras de Arreola, que resumieron para mí la pasión de comunicar. Y, claro, una vez más, en analogía con el ajedrez, unas veces se acierta, otras se falla, unas veces se gana y otras se pierde. Este tema fue, en más de una ocasión, asunto de nuestras charlas:



—Y entramos aquí a otro campo peligroso: ¿cómo enfrentar la angustia de perder, en contraste con el placer de ganar, maestro Arreola?



—Mira, hace mucho que se me ocurrió una cuestión obvia, pero que me ayudó a entender el problema. Inmediatamente te contesto: “No quieres perder, nunca trates de ganar. Quieres ganar, resígnate a perder”. Ésa es la respuesta. Naturalmente, ésa es la verdad más grande. Todo está en esa angustia de perder y en esa voluntad en busca de una felicidad. El ajedrez proporciona una felicidad inexplicable, por lo gratuito. Nada nos hace más felices que ganar una partida de ajedrez, no digamos un match o un torneo. Y nada nos hace sentirnos más infelices que perder. Y es que, ¿cuál es la frase que más escuchas en un torneo de ajedrez?: “¿Qué tal te fue?”. Y te contestan: “Yo estaba ganando y perdí. Déjame que te enseñe la posición en la que perdí”. Ésa es una fuente de angustia irremediable. Hay quienes ganan y elaboran esa felicidad de muchas maneras. Hay quienes te dicen: “Pero si estaba usted ganando, mire, le voy a decir cómo ganaba usted. Aquí está fácil, si usted mueve ésta, en vez de ésta, y con ello me gana, yo no tengo nada que hacer”. Esas personas, no conformes con ganar, todavía te enseñan, cómo pudiste ganar en contra de ellos y esto es mentira, porque siempre ellos tendrán la posibilidad de mover otra pieza. Una de las grandezas, miserias, crueldades y felicidades del ajedrez es que nos hace sentirnos superiores porque ganamos una partida, y sentirnos infelices, perdedores y totalmente inferiores por haber perdido. Cuando se llevan muchos años jugando, uno se da cuenta de que debe estar dispuesto a todo, especialmente a perder. Lo terrible es la ilusión de ganar y darte cuenta, de pronto, de que el contrario tiene recursos para ganar y fracasan nuestras estrategias de victoria. Se le olvida a uno que, como en la vida, todo en el ajedrez es ilusorio. Todo consiste en una posición en la cual uno se siente bien y dice: “De ninguna manera puedo perder, pero en un momento dado, sin que sepamos cómo, entramos en una posición perdida”.

 



—“Sin saber cómo entramos en una posición perdida”, dice, maestro Arreola, pero, ¿cabe el azar en el ajedrez?



—No. Curiosamente cabe, en todo caso, una forma de azar que forma parte de nuestra vida y no se puede llamar azar. Hacer una mala jugada no es un azar, es simplemente que uno tuvo la mala fortuna de hacer una jugada que puede ser mala, o sencillamente débil y, una vez que hace uno una jugada débil, la situación empieza a inclinarse del lado del contrario y, generalmente, sigue otra más y después de dos jugadas débiles, ya poco se puede aspirar, no digo a la victoria sino a lo que es el ideal del ajedrez: la igualdad, las tablas. Esto es uno de los misterios del ajedrez, y aunque lo vivamos como un azar al decir “No tuve que ver yo, fue una cosa del azar”, no, en ajedrez no hay azar, sólo que nos cuesta mucho admitir que hemos hecho algo mal, como ocurre en la vida.



—¿Quiere decir que en la vida debemos también estar dispuestos a perder?



—Aquí la cosa cambia y te voy a decir por qué. El ajedrez es un juego y tiene sus convenciones aceptadas. Al decir un juego digo también un deporte, una ciencia, pero vamos a aceptar unas leyes convencionales. En la vida no se trata de aceptar las convenciones porque no llegaríamos a ninguna parte. ¿Qué sería una convención de la vida? Por ejemplo: “No hay que creer en el amor, no hay que tener fe en ningún hombre o mujer porque todos son falibles y condenables”. Eso sabemos que es una ley de la vida anterior a nosotros, porque una vez que nacemos no tenemos más remedio que aceptar las leyes que nos son impuestas; por lo demás, son posibilidades de ser o no ser. Por eso se parece tanto el ajedrez a la vida, una vez que está el tablero puesto y hacemos peón cuatro rey, ya entramos al juego; como en el amor, decimos: “Estoy enamorado, la quiero, es indispensable para mí”, eso es una serie de convenciones, pero aceptadas dentro de un juego que no es una convención como el ajedrez, sino que es la vida misma, donde se gana o se pierde, donde uno se muere o se salva. Es un duelo pavoroso, y la vida nos lo propone continuamente. Hay un momento dado en que, sin saber cómo, quedamos de pronto en posición inferior —hablo como hombre— frente a la mujer amada. Hay algo de misterio en eso, ¿por qué de repente uno está en una situación inferior frente a una persona con la que se empezó a jugar de igual a igual? El hombre y la mujer no aceptamos, en el amor, hacer tablas.



—Finalmente, maestro, ¿somos libres de mover tal o cual pieza, de elegir tal o cual jugada en la vida?



—Éste es un asunto de libre albedrío: yo puedo decidir mi destino. Pero luego viene la idea...



—¿Determinista?



—Sí, determinista. Dios sabe si voy a ganar o perder, ya no me importa, porque Dios ya lo sabe, como la partida misma de la existencia. Todo es un asunto, como en el ajedrez, de libre albedrío.



—Tema que aborda maravillosamente Agustín en su tratado Del libre albedrío; pero entonces, ¿es realmente uno libre de elegir, de mover tal o cual pieza?



—Ésa es la cosa. Porque, en un momento dado, Agustín llega a esbozar que de nada sirve que te portes bien o mal, porque ya está determinado tu destino por la mente divina. A Dios no se le puede dar la sorpresa. Ningún Baudelaire, ningún Rimbaud puede sorprender a Dios, quien finalmente perdona a todos los que creemos en el libre albedrío. Al empezar la partida nadie sabe si va a ganar o a perder, Agustín aconseja: “Tú procede como si estuvieras en gracia de Dios”. Tienes que jugar bien, frente a la malicia, para no caer en la tentación de ganar...



—En la tentación de tomar bien menor por bien mayor...



—Ahí está, sí, todo está dicho en Agustín: “No hay hereje sin san Agustín”.



—Hablemos del jaque, maestro.



—Darle jaque al rey es ponerlo en predicamento. Todo jaque es causa de perplejidad, de meditación; es un desconcierto. La palabra jaque es un vocablo de uso múltiple. En primer lugar hay que decir que se usa en todo el mundo. Hoy se ha dispersado a otros campos. Se nos olvida que la palabra “cheque” significa precisamente “jaque” —de la palabra árabe “jeque”. Dar un cheque es hacer un jaque, porque puede ser un cheque sin fondos, falso. Cuántas veces escuchamos: “Hay que checar esto”, palomear esto, para confrontar. Es una de las palabras más múltiples, y empleada constantemente en todos los idiomas del ámbito cultural de Occidente. La palabra jaque es en sí una amenaza, más allá de los terrenos del juego y del ajedrez. El jaque es el problema capital del ajedrez: das un jaque, un segundo jaque y a la tercera —como se dice— va la vencida, das un jaque mate. La palabra jaque abarca todas las dificultades a las que nos enfrentamos en esta vida y frente a las que nos colocan nuestros adversarios. Sentirse “jaqueado” es una sensación que casi es sinónimo de “cajeado”, se me ocurre ahora.



—De hecho, maestro, nacemos ya con un jaque anunciado, ¿no le parece?



—Claro. Al nacer la vida nos da un jaque. Toda vida acaba en mate. Entonces, desde el acto de nacer estamos puestos en jaque. El existir es un salir de la situación de mate, sobre todo en un jaque ahogado, que es espantoso. Estamos en jaque desde el momento en que nacemos, sí. Más de una vez se dijo: “La vida es una muerte evitada”. Es como la imagen misma del caminar, que es una caída evitada: tú levantas un pie y lo avanzas, y estás para caerte si no metes inmediatamente el apoyo del otro pie. Caminar no es sólo la salvación de la vida, sino un avanzar constante. Hay veces que el tropiezo mismo en la vida es una caída que puede ser mortal, pero salimos del trance de caernos como del trance ajedrecístico. Decimos en los pueblos: “Por poco me caigo en la corriente”, pero no me caí, porque el jaque en el que me encontré lo pude resolver con base en una agilidad mental; esto es, resolver instantáneamente el movimiento que va a acabar con la situación de jaque y que podría desembocar en mate. A veces es una movida sencilla, y parece sutil, nos salimos de la red de mate cuando está uno empezando a caer, pero de pronto encuentras la salida con el movimiento que no sólo evita el jaque mate sino que logra salvarte de esa red. Entre los buenos ajedrecistas se da mucho esa expresión: “Estoy cayendo en una red de mate”. Entrar en una posición perdida implica una serie de lances. Recuerdo esta frase: “Sin que sepamos cómo, Alexander Kotov va entrando insensiblemente en una posición perdida... y no es fácil ver cuál es la causa de la derrota”. ¿En dónde estuvo la debilidad que hizo que Alexander Kotov entrara en una posición perdida a partir de una posición normal? Es uno de los misterios del ajedrez. En qué momento en la vida nos vamos adentrando en una posición perdida que se va complicando cada vez más.



—No podemos olvidar que el ajedrez es un juego de honor, y que hay momentos en que no hay nada que hacer, y hay que saber cuándo abandonar la partida.



—Sí, cuando uno se sabe derrotado, hay que saber decir “abandono de la partida”. Yo no quiero irme de este mundo llevándome nada. Materialmente dejo mis libros, la casa de Zapotlán, algunos muebles, un archivo que está desordenado, y a pesar de mi pobreza no me quiero llevar nada. Quiero decir, todo lo que conozco lo quiero pasar al costo, lo podrán recibir las personas que me escuchen, que se capaciten. No porque yo sea un sabelotodo, ni un sabio, pero sí es necesario que se preparen para recibir ese torrente que me ha dado la vida. Entre esos dones, uno de los más preciosos es el ajedrez.



Arreola concluye nuestra charla con la lectura de un soneto de Jorge Luis Borges. Con voz pausada, como quien, en un lance final, se dispone a dar un jaque mate, va soltando sus palabras:



Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada



Reina, torre directa y peón ladino



Sobre lo negro y blanco del camino



Buscan y libran su batalla armada.



No saben que la mano señalada



Del jugador gobierna su destino,



No saben que un rigor adamantino



Sujeta su albedrío y su jornada.



También el jugador es prisionero



(La sentencia de Omar) de otro tablero



De negras noches y blancos días.



Dios mueve al jugador, y éste, la pieza



¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza



De polvo y tiempo y sueño y agonías?





EMMANUEL CARBALLO








Quien no critica no ama. Quien viene a decir maravillas no ama a la ciudad. Yo amo a la ciudad porque le encuentro sus defectos. Porque yo formo parte de los defectos de esta ciudad (Guadalajara). Los periódicos son así porque no hemos hecho nada por mejorarlos. Nos conformamos con lo que nos dan y no pedimos que nos den mejores cosas. Son una conglomeración de anuncios, sin ton ni son, mal impresos. Nos dan basura y la aceptamos y todavía pagamos por ella.



Entrevista realizada el 10 de agosto de 1989 durante el programa A las nueve con usted...









Originario de Guadalajara, en donde nació el 2 de julio de 1929, el escritor, editor, periodista, crítico y ensayista Emmanuel Carballo venía con cierta frecuencia a la ciudad. Especialmente en la década de los ochenta, cuando solían visitarnos intelectuales de la Ciudad de México invitados por las autoridades culturales del estado o del municipio a dialogar o dictar conferencias sobre la actualidad literaria del país.



En agosto de 1989, Emmanuel Carballo vino a Guadalajara invitado por la Secretaría de Cultura, para presentarse en diálogo con el escritor Juan José Arreola. Fue en esa circunstancia cuando tuvimos la oportunidad de entrevistarlo en nuestro programa. Carballo había sido invitado a dar un curso sobre el cuento en la literatura mexicana del siglo xx. Ya antes lo había entrevistado y siempre sus declaraciones habían resultado polémicas. Por eso, desde el día anterior en que yo había anunciado que Carballo estaría con nosotros, los radioescuchas esperaban expectantes para escucharlo y participar del juego de su palabra afilada.



Llegó puntual a la cita, en mangas de camisa, seguro de sí mismo, dispuesto a dialogar y a mantener esa imagen de “inteligente acidez” que le había caracterizado siempre en su papel de crítico, perfil que le acarreaba, sin duda, lectores y seguidores deseosos de leer y escuchar sus opiniones sobre los protagonistas de la literatura mexicana, pero también, sin duda, detractores y enemigos, en ocasiones, no muy satisfechos con su punzante crítica.



Sus ojos pequeños miraban con agudeza de musaraña, su amplia frente y un delgado bigote que de vez en vez se mesaba, le conferían cierta presencia despreocupada y dominio frente a los micrófonos. Le acompañaba la maestra Carmen Gloria Lugo, quien fungía como anfitriona por parte de la Dirección de Literatura de la Secretaría de Cultura de Jalisco. Ella inició nuestra charla comentando la sesión del día anterior.



—Fue un gusto tener a Emmanuel Carballo con su gran desempeño como crítico literario, con ese valor que tiene para destacar lo mejor de un escritor, y realzar, desde el punto de vista combativo a veces, los aspectos intrínsecos de una obra o de un personaje. Ayer fue muy interesante porque estuvo también el maestro Juan José Arreola en la sesión y leyó uno de sus cuentos: “La mujer amaestrada”, y luego Emmanuel Carballo estuvo comentando la entrevista que él mismo le hiciera años atrás.



—Gracias, Gloria, por tu presencia —le digo—, y dirigiéndome al escritor—: ¡Bienvenido al programa, Emmanuel Carballo! Cuéntanos sobre tu visita a Guadalajara, tú eres de esta ciudad, aunque radicas en la Ciudad de México ¿desde cuándo?



—Desde 1953. Pero vengo con cierta frecuencia. Antes venía cada fin de semana, después cada mes, después al inicio de cada estación del año y después una vez al año. Y espero, ahora que tengo sesenta años, venir “una vez al principio de cada década”, es decir, ahora vengo a los sesenta, vendré a los setenta, a los ochenta, a los noventa... para seguirle tomando el pulso a esta ciudad maravillosa, y al mismo tiempo deplorable.

 



—A ver, ahora tendrás que explicarnos eso de “deplorable”... ¿por qué dices que Guadalajara es deplorable?



—Me pasó una cosa curiosísima. Yo soy un devorador de letra impresa enorme. Quise saber lo que pasaba en Guadalajara. Bajé del hotel que está situado en la parte céntrica de Guadalajara, cosa que no me gusta, porque la parte hermosa de Guadalajara está en los suburbios. Zapopan es quizá la parte más hermosa de Guadalajara. Yo creo que de Lafayette para allá es una Guadalajara hermosísima, llena de árboles, de vegetación, de casas bellas, de rostros maravillosos, de cuerpos cimbreantes. Y como que por el centro de la ciudad se ha quedado la gente fea, la gente mal vestida. No la gente pobre, porque en México todos estamos pobres desde hace cuatro o cinco años. No hablo de la pobreza, sino de la manera de vestir, de encarar el mundo, de practicar el oficio de ser hombres todos los días. Entonces, me levanto, bajo a comprar los periódicos para saber qué pasaba en Guadalajara. Compré El Occidental y El Informador, me los leí religiosamente, y... ¡siguen siendo tan malos como cuando yo tenía veinte años! Tuve que comprar los periódicos de México para saber qué pasaba en Guadalajara, cosa que me pareció verdaderamente lamentable.



—Te escucho hablar y te percibo un poco como “desertor de nuestra ciudad”.



—Yo creo que al contrario. Quien no critica no ama. Quien viene a decir maravillas no ama a la ciudad. Yo amo a la ciudad porque le encuentro sus defectos. Porque yo formo parte de los defectos de esta ciudad. Los periódicos son así porque no hemos hecho nada por mejorarlos. Nos conformamos con lo que nos dan y no pedimos que nos den mejores cosas. Son una conglomeración de anuncios sin ton ni son, mal impresos. Nos dan basura y la aceptamos y todavía pagamos por ella.



—Hay barrios hermosísimos, Emmanuel. Tú mencionas sólo una zona de Guadalajara. Faltaría que visitaras, por ejemplo, el barrio de Analco, o Santa Tere.



—A mí me gustaba el barrio de Oblatos cuando era pequeño, ahí estaba el viejo parque Oro, a donde iba yo al futbol, al antepreliminar de las ocho de la mañana; a las diez veía el preliminar y a las doce veía el partido estelar, y me iba a pie y me regresaba a pie. Vivía yo cerca del templo Expiatorio, o sea que yo conocí Guadalajara más o menos bien, porque una ciudad se conoce caminando. Cuando uno se va en coche no conoce nada. En cambio, cuando platicas con las piedras, con las casas, cuando conoces a la señora que barre, que riega, al señor que vende el pan, a la viejita que va con su olla de peltre a traer la leche… tienes contacto con la ciudad y eres parte de la ciudad.



—Eso es precisamente a lo que me refería, Emmanuel.



—Pero yo ya no vengo a ver esto, vengo más o menos como turista. Entonces, me refiero a la parte hermosa de Guadalajara, a las niñas bellas de Guadalajara. Ahora pienso que aquí ya no hay mujeres hermosas, y la culpa la tiene el centro de Guadalajara. Creo que pocas ciudades tienen tan pocas mujeres guapas como Guadalajara en el centro de la ciudad. Por cada kilómetro cuadrado no encuentras una chica guapa. En cambio, de Lafayette para allá pululan de tal manera que en un kilómetro cuadrado te encuentras 512 mil muchachas guapas, es la ciudad más pródiga en belleza femenina.



—Te recuerdo que hay una frase que dice: “Cada quien encuentra precisamente lo que anda buscando”. ¿Qué es lo que andas buscando tú? Ahora que, en tus propias palabras, dices que una función del crítico es “redescubrir”, bueno, creo que habría que invitarte a que “redescubrieras” Guadalajara.



—Bueno, son maneras de ser. Hay que aceptar que muchas personas piensan de manera diferente. Cada quien ve con ojos distintos, del color que tú quieras, y tan amigos.



—De acuerdo, aunque ahora te vemos más como defeño que como tapatío, Emmanuel... —el escritor salta de inmediato, protestando:



—¡Noooo! Estoy absolutamente en desacuerdo contigo. Yo hablo todavía como jalisciense, y tengo treinta y tres años en el exilio.



—¿Tú crees, Emmanuel? Bueno, hablemos de literatura, ya que me dices que periódicamente vienes a Guadalajara a tomarle el pulso a la ciudad, supongo que el ámbito literario te es bastante conocido.



—Yo creo que lo que pasa en Guadalajara pasa en todo el país. México se está desbaratando como país política, económicamente, pero culturalmente es uno de los grandes momentos. Yo tengo sesenta años de vida y cuarenta de dedicarme a la crítica de la historia y de la literatura y pocas veces había visto un florecimiento tan grande del norte al sur, del este al oeste, de costa a costa, de frontera a frontera —casi parezco programa de televisión—, en poesía, en cuento, en novela, en ensayo, en teatro, en crítica literaria, en crónica, en periodismo cultural. Somos literariamente un país del primer mundo, y no podemos decir que seamos un país de primer mundo en economía cuando vivimos de prestado, ¡hasta los calzones nos presta el Banco Mundial para poder vivir! O sea que no podemos decir que económicamente seamos un país que ha resuelto sus problemas. En cambio, culturalmente estamos en una óptima circunstancia, tenemos muy buenos narradores, muy buenos poetas. Jalisco ha sido tradicionalmente una tierra de poetas excelentes, y sigue siéndolo.



En ese momento invito al público a participar a través de los teléfonos, así como a Carmen Gloria Lugo. De pronto, Emmanuel Carballo toma de nuevo el micrófono y nos sorprende porque vuelve a “las mujeres bellas de Guadalajara”, como si una espina le hubiese quedado clavada. Entonces, dirigiéndose a Gloria, dice:



—Yo hablo de las mujeres bellas que hay en Guadalajara, en ciertas zonas de Guadalajara, y la ausencia de mujeres bellas en otras zonas de la ciudad. Es decir, la concentración peligrosa de la belleza y de la fealdad por zonas. ¿Tú cómo ves el problema de los hombres en Guadalajara, el tapatío es bello, el tapatío es feo? ¿Habría que exportar jaliscienses a otras partes para mejorar la raza? ¿O qué deberíamos hacer, Gloria?



—¡Qué les parece! —me dirijo al auditorio que nos escucha—. Emmanuel Carballo entrevistando a Carmen Gloria Lugo, y en el terreno de la estética femenina y masculina. ¡Vaya giro el que ha dado el programa! —nos reímos los tres y a ella no le queda más remedio que intentar responder:



—Bueno, yo opino que están muy bien los tapatíos.



—¿Guapos, guapos, guapos? —le pregunta Emmanuel ante la timidez de Carmen Gloria, quien añade siguiendo la broma:



—Pues sí, tal vez sea buena idea exportar.



El espacio musical llega como chorro refrescante con una canción de Joaquín Sabina. En cabina siguen las risas y Emmanuel no abandona ese tono lúdico e incisivo con el cual se siente cómodo. Recibo llamadas de un público muy participativo mientras escucho a Emmanuel decir:



—Es que si no es así, la gente se aburre y te cambia, así la gente que nos escucha tendrá ganas de quemarme en leña verde, y eso es lo bonito. Yo he hecho de la polémica un arte y de la disidencia una manera de vida. En el fondo soy como niño malcriado, no he dejado de ser eso, y te burlas de ti mismo y de los demás.



Entre las llamadas hay una del doctor César Hernández, quien le pide una opinión sobre la obra de Margarita Michelena, así como sobre lo que Carballo expresó recientemente en la revista Proceso sobre Octavio Paz. Emmanuel responde:



—Quiero decirle al doctor César Hernández que pierde su tiempo lamentablemente leyendo a Margarita Michelena. Es como si existiera Virginia Woolf y no se hubiera suicidado en aquel río cercano a su casa, y estuviera ahí su obra, y por otra parte, estuviera la obra de una mala escritora jalisciense y leyera a la mala escritora jalisciense y no a Virginia Woolf. Esta mujer —Michelena— escribió unos poemas interesantes cuando tenía veinte o veinticinco años y le pasó lo que decía Leopoldo Alas, “Clarín”, un crítico extraordinario y autor de la mejor novela española del siglo XIX, La regenta. Él hacía una definición de poetisa que me parece maravillosa y muy aplicable a Margarita Michelena. Decía: “Poetisa: mujer fea, que se hace el amor a sí misma en verso”. Y esta cuestión de Proceso la voy a contar muy brevemente, casi en forma telegráfica: Yo estuve en Torreón hace como un mes, y durante dos horas, minuciosamente, hice un análisis lo más pormenorizado posible de