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ALICIA ALONSO


Nunca dejaré la danza... tengo tanto aún por realizar, que no me alcanzaría la vida.

Entrevista realizada el 20 de mayo de 1991 en el Teatro Degollado en la ciudad de Guadalajara.


Entrevisté a Alicia Alonso en el camerino principal del teatro Degollado el 20 de mayo de 1991. Ella tenía en ese entonces poco más de setenta años de edad. La figura más admirada del mundo del ballet contemporáneo en ese momento, prima ballerina assoluta, coreógrafa y creadora de un movimiento artístico, de un estilo balletístico para Latinoamérica, actuaba en Guadalajara y habíamos acudido a verla prácticamente todos los del gremio de la danza en nuestra ciudad.

Tantos años seguí de cerca su trayectoria en el ballet, su ideología comprometida y valiente, su perfil tan nuestro, tan latino, que en ese momento, al estar frente a ella, temí romper la magia con una inútil pregunta, pues jamás —yo lo sabía bien— tendría la medida para interrogar a un espíritu grande como el de la Alonso. Sin embargo, su amabilidad y actitud generosa me animó, y fue así como tuve la oportunidad de conversar unos momentos con ella en el intermedio de la función del Ballet de Cuba, esa noche, en el teatro Degollado.

Ella había bailado ya en la primera parte de la presentación de ese día, interpretando, en una espléndida coreografía clásica, al personaje de la reina Dido del relato de la Eneida, de Virgilio. Ahí estaba ella, en medio del escenario —la acababa yo de ver— como una llamarada roja y poderosa, con esa fuerza suya, extraordinaria, alimentada por la evocación del mito de la despechada reina de Cartago que habría de inmolarse en la pira funeraria, después de clavarse en el pecho la espada de Eneas. Aún vistiendo el corto traje de ligeros velos rojos, Alicia descansaba ahora, sentada frente al espejo en su camerino. Volvería a salir hasta el final del programa, en un cierre espectacular, con una coreografía neoclásica llamada Diva, dedicada a María Callas (in memoriam). Así que yo debía aprovechar ese corto tiempo del que disponía para intentar conversar con ella sin abrumarla demasiado.

Alicia Alonso había aceptado la entrevista cuando supo, por su asistente personal con quien yo había hablado previamente, que además de periodista yo formaba parte del Ballet de Bellas Artes de Jalisco, y que conocía y admiraba toda su trayectoria. ¡Cómo iba a negarme unos minutos de conversación!

Cuando ingresé a su camerino, ella se retocaba el maquillaje, dejando caer el polvo en golpecitos de esponja sobre su rostro frente al espejo, y me miró a través de él, clavando sus ojos, acentuados por el negro del delineador, en el agua–plata del espejo.

“Sigue siendo hermosa a pesar de su avanzada edad”, pensé, admirándola. Pero, ahora que lo reflexiono, más que hermosa, Alicia Alonso es y será siempre una presencia que rebasa lo puramente corpóreo. Su espíritu sobrepasa su menuda figura y le brota con vigor por los ojos.

Ella continuó maquillándose —noté que lo hacía casi mecánicamente, sin fijar demasiado la mirada— levantando la ceja derecha y acomodándose el turbante que le ocultaba todo el cabello, dejando su frente amplia al descubierto —la frente despejada es elemental en la presentación de una bailarina de ballet clásico. Sobre el tocador del camerino había todo tipo de afeites de teatro, y a un lado, en lo alto, colgando de un gancho de madera, sus zapatillas de ballet, las que se había retirado para relajar por unos momentos sus pies desnudos y recios, como garras de pájaro.

Estar frente a aquella mujer, menuda y frágil, y al mismo tiempo enérgica y fuerte, deja sin palabras a cualquiera, y yo no fui la excepción en los primeros momentos de la entrevista. Debía aprovechar el escaso tiempo que ella me había concedido y así lo hice. Empezamos a conversar.

Ella, antes de hablar sobre sí misma, se refirió al movimiento de la danza en Jalisco en estos términos: “Veo que aquí, en Guadalajara, se está desarrollando mucho movimiento en el ballet, y que se ha despertado un gran gusto por este arte. Nosotros estamos mandando profesores de Cuba para que junto con los profesores de aquí, podamos estar más unidos que nunca”. Luego me habló de su largo nombre de pila: Alicia Ernestina de la Caridad del Cobre Martínez del Hoyo, que ella abrevió, sencillamente, por Alicia Alonso, al casarse, a los quince años, con Fernando Alonso.

Me contó que nació en La Habana, Cuba, el 21 de diciembre de 1920, de padres españoles. Me narró también cómo desde pequeña se inició en la danza, y me habló de su debut en el teatro de La Habana; de su compromiso con la revolución; de su fe en el pueblo cubano, y de sus ideales. Recordó también la fundación de la Compañía de Ballet Clásico de Cuba, al frente de la cual se encuentra desde 1959, y de cómo fue surgiendo la escuela de ballet cubano, más allá del patrón europeo, creando una nueva técnica.

Me sorprendió la claridad de su palabra y su capacidad de síntesis, aprovechando con habilidad los escasos minutos con los que contábamos. Seguramente habría repetido tantas veces esas respuestas en diversas entrevistas a lo largo de su vida. Sin embargo, lo hacía con naturalidad, como si la entrevistaran por primera vez.

Me contó, emocionada, sobre la reciente coreografía Poema del amor y del mar, de Alberto Méndez, que interpretó en España al lado del bailarín ruso Rudolph Nureyev, “apenas el año pasado” (Palacio de la Misericordia de Palma de Mallorca, el 31 de julio de 1990), dijo, en la que participó también la soprano Victoria de los Ángeles. (Me quedé sin aliento al imaginar el privilegio de contemplar juntas a estas tres gigantescas figuras de la ópera y el ballet: Alonso, Nureyev y De los Ángeles.)

Ella siguió hablando. Yo trataba de no interrumpirla ni con la respiración; la dejaba hablar, que ella dijese lo que quería decir, mientras yo escuchaba el runrún tranquilizador del casete y de cuando en cuando miraba la ventanita de mi grabadora, para asegurarme de que la cinta siguiese corriendo; no fuera a suceder que el azar me jugara una mala pasada.

El tiempo no se detenía y yo sabía que en cualquier momento entraría su asistente para ayudarla a prepararse para la siguiente coreografía —como de hecho sucedió. Al verla entrar, Alicia dijo, para concluir la entrevista: “Nunca dejaré la danza... tengo tanto aún por realizar, que no me alcanzaría la vida”. Y dando por concluida la charla, con toda amabilidad, se dispuso a vestirse para su siguiente caracterización. Yo murmuré un precipitado: “¡Gracias, maestra Alonso!”

Ella se puso de pie y movió las manos en el aire, como buscando algo; su auxiliar la tomó del brazo para ayudarla. La edad le pesaba, y parecía aprisionarle el cuerpo. En ese momento me di cuenta, con estupor, de que Alicia Alonso... ¡casi no veía! Quedé impactada.

Salí del camerino caminando despacio, preguntándome: ¿Cómo es que logra esta mujer desplazarse extraordinariamente en el escenario con la ligereza de la danza, si no puede ver y difícilmente camina por sí sola?

Unos minutos permanecí entre las cortinas laterales de grueso terciopelo del teatro. Tenía que verla de nuevo; mirarla entrar a escena.

La orquesta había iniciado los primeros acordes de la partitura.

Miré al escenario a través de los pliegues del pesado cortinaje y vi en el foro, del lado izquierdo, un piano de cola blanco y las manos del pianista moviéndose como peces saltando sobre el teclado. Iniciaba la original coreografía dedicada a María Callas, que se estrenaba en Guadalajara, y que Alicia protagonizaría.

Entonces la vi.

Caminaba torpemente a tientas, en la penumbra de bambalinas, con un chal de lana cubriéndole la espalda, mientras su asistente la tomaba del brazo y la conducía hasta el borde mismo del escenario, allí, donde una línea delgadísima separaba la luminosidad de la escena de la sombra de la realidad. Ella se quedó allí unos instantes, respiró profundo... y se dispuso a entrar.

Lo que a continuación sucedió fue algo tan extraordinario, tan fantástico, que yo misma, por momentos, dudo del prodigio que presencié.

Como si no tuviese edad, como quien se despoja de los años como de un manto pesado y bromoso, la Alonso arrojó el chal que la cubría y saltó al escenario.

Al conjuro de la música inició su danza y empezó a deslizarse en puntas, en cortos bourrées, suaves, ligeros, casi ensayando el movimiento, con una exquisitez digna de una libélula, hasta colocarse al lado del piano. Ahí se detuvo. Luego, hizo descansar su mano izquierda, blanca, blanquísima, sobre el instrumento, mientras con la otra dibujaba arabescos que salían de su corazón y continuaban en el aire hasta elevarse a la altura de su boca, para luego alcanzar el cielo. Sus dedos largos se movían como si cantara. No, corrijo: sus dedos largos cantaban. Sus manos interpretaban, como la Callas, magníficamente, arias de ópera: Casta Diva, Caro Nome, Un bel di... no importa qué. Verla cantar con las manos junto al piano, observarla jugar con el torso, doblarse, contraer los hombros, abrir luego el pecho, girar la cabeza... extender los brazos..., fue un alarde de expresividad creativa.

Al fondo, del lado derecho del escenario, un grupo de figuras, moviéndose en perfecta sincronía, ejecutaba la danza coral, enmarcando la escena protagonizada por la Callas–Alonso.

La coreografía transcurría, dolorosa y dramática, como fue la vida de María Callas. Poco a poco su danza empezó a envolver el escenario. Nunca vigorosa, pero sí profunda e intensa.

 

Llegó el momento del pas de deux y Alicia ya no tenía edad. La danza había encarnado en ella, convocada por su mística y su pasión; ella danzaba entre los brazos de su partenaire, quien apoyaba sus giros, la tomaba por la cintura, la elevaba, en un juego estético de vuelos y misterios. Ella misma, Alicia... era la danza. Y hasta en los silencios de la música bailaba su espíritu ensanchado.

Llegó la escena del sacrificio, momento culminante de la coreografía. Como María Callas, quien sacrificó su canto por retener a su desleal amante, ofrendándole todo, incluso su carrera, a aquel amor que la destruyó y la llevó a la muerte, Alicia Alonso también realizó en escena su simbólica ofrenda final: tirada en la mitad del escenario, se retira una zapatilla, la toma con ambas manos, y, mirando hacia la figura masculina de pie frente a ella, se la entrega; es el momento de la renuncia final. Pero él, Onassis–bailarín, lejos de tomar la zapatilla, símbolo de su sacrificio, la desprecia, y con manifiesto desdén mira a la figura yaciente en escena... da un salto y... la abandona.

Instantes dolorosos de una coreografía intensa, representando la tortuosa vida de la Callas hasta su dramático final. Un homenaje de una gran diva, la Alonso, a otra gran diva, la Callas. El público, conmovido, guardaba un silencio denso en la sala ante la grave profundidad de la escena.

Mientras la veía danzar, profundamente conmovida, pensé en otra heroína del ballet, también traicionada por su amor: la joven aldeana Giselle, quien, ante el engaño de Albrecht se volvió loca de dolor. Murió de decepción y... regresó, por amor, de la misma tumba para defender, a pesar de todo, a su amado. Esa “Giselle” que Alicia Alonso interpretó como nadie jamás lo ha hecho en la historia del ballet, junto a Nureyev, papel que la colocó en la cúspide del ballet internacional de su tiempo.

Pensé también en Aura, el misterioso personaje de la novela de Carlos Fuentes, convocada por la anciana Consuelo, quien por la alquimia del amor y la pasión logra encarnar de nuevo su juventud.

Y pensé en “Alicia”... en Alicia Alonso, sí, a la que vi transformarse fantásticamente frente a mí, convocando su fuerza de una manera misteriosa, mágica... por amor al ballet.

“¡Qué no harías por mantenerte eternamente joven!”, escribió Carlos Fuentes en su entrañable novela Aura. Entonces pensé: “Alicia Alonso no envejecerá jamás. Su fuente de vida es el ballet, es la danza, y ha dicho que jamás se retirará. ¡Cómo podría retirarse, si la danza es ella misma!”

La volví a ver años después, en diciembre de 2002, cuando la Universidad de Guadalajara le otorgó el doctorado honoris causa en el Paraninfo de esta casa de estudios. Ahí estaba ella, sobriamente vestida con un traje color champagne y su ya clásico turbante, lentes oscuros, y sus manos... esas manos blanquísimas, que por momentos colocaba estéticamente bajo su barbilla levantada, de bailarina, mientras el orador hablaba de su brillante carrera balletística. Ella y la bailarina, inseparables ya.

Era Alicia Alonso, “la sin edad”.

Era Aura, era Giselle, era Alicia... era la mujer que encarnará siempre, una y otra vez, en un instante, en el eterno segundo en que dura, suspendido en el aire, un grand jeté: la eterna juventud.

La miré de lejos. No me atreví en esa ocasión a acercarme. No quise hacerlo. Los mitos deben mirarse y admirarse así, desde lejos. Hay territorios que son sólo de ellos, y en ellos se encuentran sin tiempo... suspendidos en el misterio.

JAVIER ARÉVALO


Yo conocí a Clemente Orozco arriba de un andamio. Pero no un andamio como los de ahora que son eléctricos, no, no, no, de vil albañil, de tablas y vigas y cosas que siempre me quedó la impresión de que estaba arriba de un árbol viejo, y lo vi como un tecolote, porque cuando nos volteó a ver tenía unos lentesotes de fondo de botella.

Entrevista realizada en los estudios del Sistema Jalisciense de Radio y Televisión el 18 de julio de 2014.


Javier Arévalo es tapatío de nacimiento, pintor y, sobre todo... ¡aventurero!

Nació en Guadalajara en 1937, estudió inicialmente en esta ciudad con maestros como Jorge Martínez y José Guadalupe Zuno; más tarde, en los primeros años de la década de los cincuenta, se trasladó a la Ciudad de México, a la Academia de San Carlos, y posteriormente hizo de su vida una maestra, porque viajando fue aprendiendo y enriqueciendo su técnica y creatividad en cada sitio que visitaba.

Obra plástica de su autoría se encuentra en importantes espacios de exposición en diversas partes del mundo. Premios, reconocimientos, prestigio… y toda suerte de satisfacciones en su vida de artista no le han quitado su sencillez humana y su actitud de “no tomar la vida demasiado en serio”.

Vale decir que nuestro programa radiofónico fue el sitio de una de sus primeras entrevistas como pintor, cuando prácticamente comenzaba su carrera, hace de ello más de treinta años. A partir de aquella ocasión coincidimos más de una vez en distintas exposiciones locales. Siempre amable, siempre de buen humor, construimos una amistad en torno a la plástica, expresión artística que provocaba nuestros encuentros.

En julio pasado, Arévalo aceptó exponer su obra en una sencilla galería de reciente apertura en Guadalajara, por la calle de López Cotilla, para apoyar generosamente la iniciativa, y fue con este motivo como llegó un día hasta nuestro programa para conversar e invitar al auditorio a visitar la exposición. Así, llegó la mañana del 18 de julio de 2014, con su actitud franca y abierta. Sí, era el mismo Javier Arévalo de siempre, sonriente y despreocupado. Su cabello totalmente blanco, su saco negro y su ya clásica gorra, y en la mano un bastón con mango de madera.

—Javier Arévalo, ¡qué gusto verte! Bienvenido al programa. Cómo olvidar que hace treinta años te entrevisté en este mismo foro...

—Increíble, ¿verdad?, ¡cómo pasa el tiempo! Efectivamente, estuvimos aquí hace treinta años y... —con una mueca de travesura— ¡estamos igualitos!

—Bueno, no, no estamos igualitos, pero la edad tiene sus ventajas, Javier...

—Tiene sus ventajas, sí, pero... es increíble que tengas treinta años con un programa tan, tan exitoso y tanto tiempo...

—Pues eso gracias a la preferencia del público y a los grandes colaboradores que hemos tenido.

—¿Cuál fue la ocasión de aquella primera entrevista, Yolanda, la recuerdas?

En este momento interviene nuestro coconductor y amigo Óscar Castro Carvajal y apunta:

—Me parece que fue una exposición en el Instituto Cultural Cabañas, en el ochenta y cuatro. Una exposición individual bastante grande.

—Sí, ahora lo recuerdo —les digo—. Fue una exposición muy completa y diversa, recuerdo que la museografía se hizo en varias salas del Cabañas. Y dime, Javier, ¿qué encuentras de diferente de aquel Arévalo que fuiste, y tu afán aventurero, ese Arévalo que podía vivir en una gruta y hacer dibujos, e ir y venir a donde quisiese, y bueno, ese Arévalo de mil ocurrencias creativas y ahora... este Javier Arévalo de mayor madurez?

—Me da un poco de risa porque... la verdad, no he podido cambiar mucho.

—Genio y figura, Javier... genio y figura.

—No he podido cambiar mucho porque, pues, siempre me gustó viajar. Es más, en mis primeros años de profesión me dije: “No sé si vaya yo a ser un pintor bueno, regular o lo que sea, pero lo que sí sé es que voy a conocer el mundo. Voy a hacer mi obra caminando”. De eso sí estaba seguro.

—Sí, efectivamente, “voy a hacer mi obra caminando”, dijiste en esa primera entrevista, y mira, Javier, qué curioso, lo que ocurrió: Tú quisiste conocer el mundo, y finalmente el mundo te conoció a ti, a través de tu pintura, es muy interesante la proyección internacional que ha logrado tu pintura.

—Pues, mira, es la primera vez que escucho esta reflexión, ¡qué bonito has dicho! Pues sí, tienes razón, uno conoce el mundo y el mundo también lo conoce a uno. Está muy buena esa reflexión...

—Bueno, pues háblanos ahora de la obra que expones esta noche, ¿es obra reciente o estamos hablando de una retrospectiva?

—Es una retrospectiva, una especie de retrospectiva, porque este lugar, que me gustó muchísimo, es un sitio ideal para exponer. No es un lugar enorme, como se acostumbran a hacer exposiciones grandes. Es un lugar muy cómodo para el número de obras, es un lugar muy agradable. Se llama “Arte Forum”. Además, me gustó mucho por donde está situado. Está en Libertad y Progreso. ¿Cuándo habías visto semejante cosa? La libertad junto con el progreso... A mí me encantó eso de que estuviera en el cruce de estas dos calles.

—Y, dime: ¿a cuál le apuestas más, a la libertad o al progreso? El progreso a veces tiene pasos equivocados, ¿eh?

—Sí, sí, pues ahora sí que no halla uno a cuál apostarle, porque mira: uno progresa dándose sus pequeñas libertades.

—“Uno progresa dándose sus pequeñas libertades” —repito sus palabras.

—Sí, porque, imagínate, es una palabra muy amplia esa de la libertad, ¿no? No podemos nunca ser totalmente libres.

—¿No has sido libre, Javier?

—No, no es posible eso. Digo, me he dado mis pequeñas libertades…

—¿Qué pequeñas libertades te has dado? A ver, cuéntame.

—Necesitaríamos un programa mucho más largo porque esas pequeñas libertades a lo mejor resultan muchas, ¿no? Creerás que yo toda mi vida lo hice así, un rato en un lugar, otro rato en otro. Y ahora que ya es uno “persona mayor” todavía no puedo estar o no puedo vivir tres meses en un solo lugar. A los tres meses ya me pica el lugar y tengo que cambiar, tengo que irme a otro sitio, porque eso es muy motivante.

—¿De dónde eres tú, Javier, de qué barrio de Guadalajara? Recuérdale al público de dónde es Javier Arévalo.

—Aunque no lo crean, soy de aquí. Ya ven que uno no escoge dónde nacer. Soy de aquí, y además de un barrio muy popular, del barrio del Santuario. Yo nací por las calles de Juan Álvarez y más o menos González Ortega, atrás de donde nació Agustín Yáñez. Lo comentábamos en otra ocasión, ¿recuerdas? Yo tuve la oportunidad de estar en muchas ocasiones con él. Éramos “vecinos de nacimiento”.

—Qué interesante, Javier. Algo tiene ese barrio, cuna de muchas grandes personalidades. A propósito de tu itinerar, al parecer esa vocación de aventura te ha llevado también a la aventura en la pintura. No hay una exposición igual a otra, Javier, siempre estás presentando nuevas ideas. ¿Qué es lo que más te ha motivado en la vida para llevarlo a tus lienzos?

—Eso es lo bonito de cambiar de lugar, porque en tres meses uno ya está en otro lugar muy diferente en costumbres, en paisaje, en personas, en muchas cosas... entonces, como que si me quedo el doble de tiempo en ese lugar hago lo mismo y moviéndome o haciendo esa vida siempre estás en lo nuevo.

—Dime por dónde has andado, dime qué lugares recuerdas que de manera especial hayan propiciado en ti esa inspiración.

—Huy, son preguntas muy difíciles. El mundo es muy hermoso... y hay otras cosas que no lo son tanto, pero el mundo así es.

—¿Por dónde ha andado Javier? Y mira que aquí sale tu nombre, te voy a decir “Javier Arévalo, el andariego”, ¿qué te parece?

—Oye, pues me gusta, me parece que es título de un corrido —suelta la risa—, y ser andariego en un corrido pues resulta interesante. Mira, Yolanda, yo fui un niño de rancho. La familia de mi madre era de aquí, de Santa Lucía, aquí cerquita —que cuando yo era niño me parecía lejísimos— a cinco minutos. Entonces yo fui un niño con doble vida, porque mi abuela, desde niño, me dijo: “Este niño es mío”, y nos fuimos allá al rancho con mis tíos por parte de mi madre. Entonces, venía acá a Guadalajara muy formal, y allá andaba descalzo o con huaraches, jugando con los animales, montando chivos y caballos, arriba de los árboles, de los cerros. Y venía acá y mi padre era un hombre de ciudad. A mi padre le gustaba la ópera, la opereta, la zarzuela... Entonces, tenía un cambio de vida increíble, pero totalmente radical. Yo creo que un poquito por eso fui así de mayor.

 

—Y, ¿cómo se presenta tu vocación de pintor?

—¡Ah!, esto sí es muy largo el asunto. Yo empecé muy niño a hacer dibujos, pero primero quería ser mago, después quería ser inventor, después quise ser muchas cosas... Pero yo hacía mis cosas de mago, fabricaba muñecos para mi actuación como ventrílocuo... —Arévalo se emociona recordando su infancia, y de pronto lanza una carcajada— y hacía todo lo que necesitaba, pues eran cosas manuales. Realmente yo en la primaria me entusiasmé mucho con las clases de dibujo, ¿recuerdas, Yolanda, aquellos dibujos mágicos? Uno los dibujaba con un líquido transparente y luego aparecían...

—Sí, claro, era la famosa “tinta invisible”...

—Sí, con tinta invisible que con un fósforo o con una plancha aparecían... Bueno, pues era uno de mis negocios en la primaria, yo siempre llegaba con el montón de dibujos y... ¡a vender!

—Sí, cómo olvidar la “tinta invisible”, yo también la utilicé mucho y —lo digo en silencio, como en secreto— aún tengo la fórmula. Pero, ¡cuidado!, que si le aplicabas más calor del necesario ¡adiós dibujos!, se inflamaba el papel. Pero era maravilloso ver cómo iban saliendo las letras color sepia, poco a poco... Por cierto que había unos chicles y en el sobrecito aparecía una gitana...

—Se llamaban los chicles mágicos... Pero ahora hay plumas de tinta invisible, con una lamparita en la parte de arriba, la enfocas y ya se ve lo que escribiste.

—¡Cómo cambian las cosas! Bueno, estábamos en tu infancia, llena de magia.

—Pues sí, para mí fueron esos los juguetes de infancia. Sucede que yo gano mi primer premio a los ocho años. Y ¿sabes a quién me llevaron a conocer, como premio? ¡Ni te imaginas!

—¿A quién?

—A Clemente Orozco, a conocer a Clemente Orozco a los ocho años... a mí y a otro chico compañero mío que se llamaba Octavio de la Torre. Y nos lleva nada menos que Jorge Martínez, que en ese entonces era ayudante de Orozco, y bueno, pues entonces, derechito nos llevó, y lo vimos ¡arriba de un andamio! Yo conocí a Orozco arriba de un andamio. Pero no un andamio como los de ahora que son eléctricos, no, no, no, de vil albañil, de tablas y vigas y cosas que siempre me quedó la impresión de que estaba arriba de un árbol viejo, y lo vi como un tecolote, porque cuando nos volteó a ver tenía unos lentesotes de fondo de botella que dije: “¿Y ese animalote qué?” Entonces le dicen: “Mira, estos son los niños que ganaron el concurso tal y cual...”, y nada más se volteó y dijo: “Ah, y ¿les gusta la pintura?” Yo respondí: “Sí nos gusta”, y ya desde ahí empecé a mentir, porque no me gustaba nada lo que estaba haciendo…

—¡Vaya chiquillo! Y, ¿por qué no te gustaba?

—Porque, bueno, eran unos monotes horribles, para un niño.

—Y desde ahí empezaste a mentir...

—Sí, y eso es muy importante, en el arte, la creación, que siempre es una referencia de la realidad pero se trata de no hacer la realidad, ¿no? Se trata de hacer otro tipo de realidad. El arte es una transformación y una sorpresa, si no, ¿de qué vamos a hablar?

—Bueno, habíamos dejado en el tintero una pregunta, sobre alguno de esos lugares en los que has vivido, y que recuerdas de manera especial en tus últimas andanzas, ¿qué nos dices?

—Bueno, recuerdo, con especial emoción, porque fue una experiencia muy bonita, mi último viaje a Constantinopla. Bueno, a la antigua Constantinopla. Estuve en Turquía viajando por varias partes del país, que es maravilloso. Ya me quería comprar mis chanclas, mis babuchas, ponerme una bata y quedarme por allá.

—¡Ya lo creo! Quedarte por allá, en los alrededores de la Mezquita Azul. Mágico lugar, con toda esa caligrafía misteriosa, hermosísima. Supongo que habrás paseado sobre el Bósforo...

—Bueno, sí. He viajado y tengo un poco de la visión del antropólogo, porque he viajado a lugares con los que estamos relacionados. Por ejemplo, a Medio Oriente. A aquellos les pones sombrero de charro, y ya; además de ahí proviene el mariachi. Cuando tú oyes la música, cuando estás en Marruecos y esos lugares, clarito está que de ahí viene el mariachi, nuestra música del mariachi. El mismo grito ese del mexicano, pues es un grito de ahí mismo, que se da en el desierto. Nunca encontré un lugar tan, tan similar a México. Por un lado, Medio Oriente, a través de la conquista de México, todos esos países eran de los árabes. Cosa que me decían los españoles: “Uy, ustedes nada más nos aguantaron cuatro siglos y medio, nosotros aguantamos a los árabes ocho siglos y medio, ustedes no aguantaron nada”.

—¡Qué maravilla! Yo coincido contigo, Javier, totalmente. ¡Esa cultura maravillosa de esos pueblos! Y curiosamente, cuando uno visita la Alhambra, y la Mezquita, y toda la herencia árabe en España, se queda sorprendido, pero cruzas a Marruecos, y visitas sus medinas, sus plazas en las que igual hace equilibrio un acróbata, como una marroquí pinta sus manos con hena, y otro más allá sostiene un mandril, y de un cesto de mimbre sale una cobra... y por si fuera poco, te topas con una vendedora en moto, con su chilaba volando en el viento, y su pañuelo en la cabeza, que te alcanza para venderte collares y pulseras... bueno, es magia pura.

—Sí, fíjate, Yolanda, que yo mis viajes los disfruto mucho. Por otro lado, te cuento que estuve en Colombia cuando era joven, estuve incluso trabajando en un circo en Medellín. Había entonces una gran tradición de circos. Mi vida ha sido una aventura, como pintar es, verdaderamente, una aventura.

En ese momento, nuestra productora Ángeles Rodríguez nos indica, allá tras el cristal, que el tiempo del programa ha terminado. Yo habría querido seguir conversando con Javier Arévalo y ese mundo de colores y magia que nos ha compartido. Pero debo despedir, y lo hago pidiéndole a Javier que subraye su invitación:

—Ojalá puedan asistir, estará la obra en Libertad y Progreso, un lugar bastante agradable, créanmelo, un lugar muy propio para exponer. ¡Ahí los veo!

—Gracias, Javier. Ha sido un gran gusto conversar contigo, te agradezco que hayas venido a nuestro programa y que nos hayas compartido tu actividad más reciente.

—Pues, les agradezco yo más todavía, ha sido un gusto verte, Yolanda, y verte tan bien y con tanto éxito. Te felicito de verdad, lo que has logrado en estos treinta años es una maravilla.

—Muchas gracias, Javier.

Antes de concluir este capítulo les comparto una anécdota ocurrida recientemente, en noviembre pasado, durante un encuentro de artistas e intelectuales en el que Pancho Madrigal presentaba su libro Guasanas (divertido fabulario que integra con gran ingenio ilustraciones y oralidad llevada al papel, toda suerte de especímenes que emergen de la fauna mexicana), nos encontramos con Javier Arévalo. Nos saludó lleno de optimismo, energía y sentido del humor. A la pregunta obligada de ¿cómo estás de salud?, él respondió: “Mira, muy bien”, pero luego agregó: “Bueno, el doctor me dijo que si sigo así no voy a durar mucho, pero yo le contesté: No estoy aquí para durar, sino para disfrutar”, y estalló en una carcajada. Ése es Javier Arévalo.