La cuestión del estado en el pensamiento social crítico latinoamericano

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Sin embargo, a fines de los años sesenta, en el preciso momento en el que se modelaban las condiciones del ciclo stop and go, ocurrían cambios que alteraban el ciclo tradicional. En la etapa 1964-1975, los ciclos se moderaron y la dinámica se complejizó. El fuerte ingreso de IED y el aumento del recurso al endeudamiento externo mejoraron la cuenta capital, mientras que una incipiente reorientación exportadora del gran capital industrial y, fundamentalmente, la mejora en los términos de intercambio, aliviaron la balanza comercial. A ello se sumó la contención salarial que redujo la presión sobre ganancias y saldos exportables (Basualdo, 2006). La moderación del ciclo dio lugar a un crecimiento continuo con desaceleraciones de ritmo pero que, en lugar de a las recesiones cortas, condujo a una gran crisis en 1975. Tanto la moderación del ciclo como el estallido de la crisis de tal año responden parcialmente a condiciones mundiales generadas por el agotamiento y la crisis del capitalismo central de posguerra. Por lo tanto, la crisis de 1975 no fue una más del ciclo stop and go, sino que fue el capítulo local de un proceso de crisis y reestructuración a escala mundial que redefiniría las relaciones Estado-acumulación y mercado nacional - mercado mundial.

Fractura estructural y bloqueo hegemónico

Los modelos de ciclo stop and go fueron el punto de partida de dos de los principales análisis de la dinámica económico-política de la Argentina en aquel período: los trabajos de Portantiero (1973 y 1977) y O’Donnell (1977). Ambos estudios señalaron el particular ciclo económico-político que originó la introducción y el creciente predominio del “capital extranjero” en la industria, en el contexto de la “estructura dual” que caracterizó la sustitución de importaciones en Argentina. Portantiero (1973) señaló la incapacidad del capital extranjero industrial y del capital nacional a él asociado para traducir su predominio económico en hegemonía política. Planteó la existencia de un “empate hegemónico” fundado en la capacidad de veto político de las fracciones económicamente subordinadas del capital nacional aliadas a la clase obrera. O’Donnell (1977), por su parte, articuló de manera mucho más estrecha la dinámica de stop and go de la “estructura productiva desequilibrada” argentina del período con el ciclo político: el vaivén del ciclo económico era la base del comportamiento “pendular” de la gran burguesía urbana, dominada por el capital extranjero, entre la “alianza defensiva” —burguesía industrial nacional y clase obrera— y la burguesía agraria pampeana. Portantiero (1977) recuperó estos análisis para reconstruir —con respecto a su trabajo de 1973— y desarrollar los fundamentos sociales del “empate hegemónico”. Ambos estudios pusieron en el centro de la explicación la existencia de un “bloqueo” o “imposibilidad hegemónica”, traducido en las nociones de “empate hegemónico” o “péndulo político”. Más allá de matices y precisiones posibles, transcurridas cuatro décadas de su publicación, son todavía un punto de partida indispensable para comprender aquel período.

Ambos trabajos, sin embargo, presentan dos límites que nos interesa destacar aquí. En primer lugar, las clases y las fracciones de clase con sus respectivos intereses son definidos al nivel de la “estructura económica”. Esto supone que el proceso de formación/ supresión de clase que se desarrolla en torno a la lucha/resistencia por subordinar el trabajo y a través de la (re)configuración de la separación Estado-acumulación es reemplazado por una operación de traducción política —exitosa o fallida— de intereses y relaciones económicas de fuerza. El politicismo de ambos trabajos, patente en el lugar cada vez más predominante que adquieren en la narración las articulaciones de alianzas políticas y la acción —tendiente a la impotencia— del Estado, esconde, como sucede siempre con el politicismo, tal trasfondo economicista. En segundo lugar, por un lado, ambos parten de una definición estrecha de clase obrera —a la que en los hechos reducen a la clase obrera industrial— y, por otro lado, transforman mecánicamente la fragmentación del capital por la competencia en una clasificación de fracciones de la burguesía. El resultado de ambos procedimientos es un pluralismo sui generis que termina acercando por momentos sus análisis a los de la ciencia política stándar, concentrada en la capacidad de presión de diferentes grupos sobre el Estado y en la formación de coaliciones políticas.

Lo dicho no significa que no exista ninguna relación entre el proceso de dualización estructural, producto de la modalidad de acumulación de la ISI —industrialización por sustitución de importaciones—, y el proceso de formación de clases. La acumulación tiene efectos estructurantes sobre las relaciones de clase en la medida que esta determina ciertas capacidades estructurales para la acción colectiva, las cuales actúan como límite o condición de posibilidad de procesos relativamente contingentes de (des)articulación de los enfrentamientos sociales como enfrentamientos de clases. Desde esta perspectiva, la modalidad de dualización estructural predominante de 1955 a 1975 —entre sector industrial y sector agroexportador— tendió a incrementar el peso de la clase obrera industrial y a moderar la heterogeneidad de la fuerza laboral en su conjunto. Aunque en el período 1964-1975 se inicia una tendencia a la dualización de la fuerza de trabajo industrial, asociada a la tendencia a la dualización de la industria entre un sector moderno, dominado por el capital extranjero, y un sector industrial de menor concentración y productividad, dominado por el capital nacional, se trata de un proceso incipiente (Piva, 2020b). En este sentido, los efectos de la dualidad estructural sobre la estructura de clases de 1955 a 1975 tendieron a potenciar las capacidades estructurales para la acción colectiva de la clase obrera.

Pero estas solo fueron condiciones estructurales favorables para un proceso de formación de clase que, aunque hunde sus raíces en las primeras décadas del siglo XX, tuvo en el peronismo un momento crucial, el de la constitución heterónoma de la clase obrera como sujeto político (Torre, 1989). La integración política de la clase obrera, a través de sus sindicatos, en un bloque político policlasista articulado en torno al desarrollo industrial orientado al mercado interno fue el núcleo de un proyecto hegemónico (Jessop, 2019) que encontró límites y condiciones de posibilidad en el proceso de la ISI. Pero lo mismo puede decirse del proyecto basado en la expansión del capital extranjero, que cobró forma a través del desarrollismo frondizista desde 1958 y de la primera etapa de la “revolución argentina”, especialmente entre 1967 y 1969. Lo que queremos señalar es que, más que de la traducción política de intereses definidos en una estructura económica preexistente, se trataba de la constitución a través de mecanismos de representación —de procesos de organización de una voluntad colectiva— de proyectos hegemónicos, es decir, de estrategias que tendían, por su orientación objetiva más que por su orientación consciente, a la producción de determinados modos de separación/relación entre economía y política, esto es, entre Estado y acumulación, cuyo núcleo era la integración/subordinación de la clase obrera.

Sin embargo, estos proyectos se articulaban en torno a las contradicciones de una estructura heterogénea y presentaban, por lo tanto, diversos grados de potencialidad hegemónica. El proyecto agroexportador ya estaba muerto para 1955, debido a que era incapaz de integrar los sindicatos al Estado. El “bloque peronista” era portador de una estrategia de incorporación política de las demandas obreras a través de una lógica de expansión simultánea de la producción, el salario y el empleo, pero a costa de una reproducción desequilibrada que ponía límites temporales estrechos a su continuidad. Alcanzado ese límite, solo era posible reimpulsar el proceso de acumulación sobre la base de una reestructuración productiva que era bloqueada por la clase obrera. Este es el mismo límite que enfrentaban las distintas variantes de desarrollismo promotoras del capital extranjero como actor dinamizador de la acumulación. Las condiciones regionales y mundiales de la acumulación de capital viabilizaban el proyecto inicial de la “revolución argentina” (aumento mundial de la IED, incremento de los flujos globales de capital financiero, mejora de los términos de intercambio); y los resultados obtenidos por la dictadura brasileña desde 1964 constituyen un indicio de ello. Pero la reestructuración productiva que ese proyecto suponía requería una derrota de la clase obrera sindicalmente organizada que el “cordobazo” mostró improbable.

No nos encontramos, por lo tanto, como planteaba Portantiero (1973), frente a una “asincronía” entre la contradicción principal definida objetivamente (desde el punto de vista del observador) —la contradicción entre capital extranjero y proletariado industrial— y la constitución de los conflictos al nivel de las fuerzas sociales, sino frente a un desfase o relación de no correspondencia entre Estado y acumulación, que era producto de la imposibilidad hegemónica de los proyectos capitalistas en disputa. El populismo no era más que la confesión de esta imposibilidad; así, frente a la incapacidad para internalizar el antagonismo obrero en un dispositivo estatal con cierta estabilidad (al modo de los Estados europeos de posguerra), solo podía ofrecer el desplazamiento de la contradicción capital/trabajo en el tiempo —del cual un promedio de inflación del 25 % anual era su principal manifestación (Basualdo, 2006)— y su desplazamiento sincrónico hacia a la oposición pueblo/oligarquía. De esta manera postergaba la resolución de la (in)subordinación del trabajo y desplazaba “espacialmente” el conflicto, para alejarlo del centro del sistema, lo que reducía su impacto sistémico inmediato. Los intentos de salir del populismo derivaron una y otra vez en una agudización del conflicto social, que tendió peligrosamente, sobre todo después del “cordobazo”, a asumir la forma de lucha frontal de clases. Bajo estas condiciones, el problema no era la escasa autonomía del Estado para ordenar las relaciones sociales (Portantiero, 1977), sino que la escasa autonomía del Estado era la manifestación de la incapacidad hegemónica de los diversos proyectos de subordinación del trabajo. La dinámica desequilibrada de crecimiento de una estructura heterogénea, caracterizada por el desarrollo combinado y dependiente, limitaba la potencialidad hegemónica de los proyectos de Estado en disputa. Como señalamos antes, 1975 representó el final del juego. La condensación de contradicciones locales y mundiales representó el cambio completo de las coordenadas sobre las cuales desplegar los intentos de reconstitución del Estado y la acumulación.

 

Del neoliberalismo al neopopulismo (1989-2015)

Internacionalización productiva del capital, Estado nacional de competencia y poshegemonía

El período 1976-1989 puede caracterizarse como de transición. Con el golpe militar de 1976 comenzó un proceso de ofensiva capitalista y de intentos de reestructuración que atravesó dos fases: una primera entre 1976 y 1981, de avances profundos, si bien parciales, en la ofensiva y reestructuración; y una segunda, entre 1981 y la hiperinflación de 1989, caracterizada por el éxito de las resistencias que limitaron o bloquearon su avance. Y al igual que en 1975, “la crisis hiperinflacionaria condensó las contradicciones propias del proceso de reestructuración local con tendencias a la crisis en toda la periferia y el este europeo que señalaban la reconfiguración del orden capitalista mundial” (Piva, 2017, p. 32).

En el centro de esa reconfiguración se encuentra un profundo proceso de internacionalización del capital, iniciado a fines de los años sesenta, pero que se desarrolló plenamente desde mediados de los setenta. El capital es global desde sus orígenes, en tanto y en cuanto la existencia de comercio mundial fue una de sus condiciones, y la mundialización del capital, es decir, la transformación del comercio mundial en mercado mundial capitalista y del mundo en espacio de valorización del capital, ocurrió —como ya señalamos— entre fines del siglo XIX y principios del siglo XX. Pero la actual fase de internacionalización, a diferencia de las precedentes que afectaron fundamentalmente el comercio y las finanzas, se caracteriza por la internacionalización de los procesos productivos, especialmente los industriales. Ello ha conducido, a su vez, a una interconexión comercial y financiera mucho más profunda que en cualquier fase previa (Palloix, 1978; Fröbel et al., 1981; Gereffi, 2001). Eso explica, además, el grado de extensión y profundización de la subsunción real de la producción mundial al capital (Astarita, 2004). La condición de ese proceso, a la que hicimos mención antes, fue el aumento del flujo internacional de comercio e inversiones de posguerra y uno de sus principales resultados: las empresas multinacionales. Pero desde fines de los años sesenta se desarrolló una estrategia de deslocalización productiva sobre el terreno de la crisis de acumulación en el centro, y como respuesta al desafío obrero en las metrópolis que, para fines de los setenta, empezaba a mostrar los perfiles de una nueva división internacional del trabajo (Fröbel et al., 1981) y durante las décadas de 1980 y 1990 expandía y consolidaba cadenas globales de valor (Gereffi, 2001).

Pero aun más importantes para la discusión de este apartado son las transformaciones en los Estados nación y, sobre todo, en la capacidad de integración política que ello ha implicado. La internacionalización productiva del capital tendió a dislocar la relación entre Estado nación y capital. El proceso de deslocalización productiva transnacionalizó aquella fase del ciclo de reproducción del capital en la que el capital está sometido a mayores restricciones de movilidad (rotación del capital fijo). A su vez, la inversión productiva impulsa transformaciones espaciales tanto en términos infraestructurales como del establecimiento de vínculos regulares intra e interregionales. Debido a ello, la territorialización del capital productivo tiene efectos de larga duración y de relativa irreversibilidad que la diferencian de la territorialización del capital dinero en mercados financieros nacionales. Como resultado, en esta fase, el movimiento completo del capital adquirió una posición de cierta exterioridad respecto de cada uno de los Estados nacionales. De modo que los Estados nacionales quedaron sometidos a una presión exterior por desarrollar estrategias de fijación de los capitales y resultaron debilitadas las capacidades estatales de regulación nacional de la acumulación. Esto es lo que algunos autores han denominado Estado nacional de competencia (Hirsch, 1996). El látigo de la competencia y la presión por aumentos de productividad adquirieron formas distintas que en la posguerra, y que resultaron en mayores restricciones a los márgenes de acción de los Estados nación. Esto fue particularmente agudo en la periferia, donde el debilitamiento de la autonomía relativa de los espacios nacionales de valor significó una fuerte presión por la reestructuración capitalista. El resultado de la transformación de los Estados en Estados nacionales competitivos fue el llamado ahuecamiento o vaciamiento del Estado (hollowing) (Jessop, 1993). En América Latina, y en Argentina en particular, el término vaciamiento apareció usualmente asociado a achicamiento o debilitamiento del Estado. Pero en Jessop su sentido se vincula a un ahuecamiento político del Estado, a un vaciamiento de los mecanismos de integración estatal de la clase obrera que caracterizaron a los Estados de bienestar keynesiano de Europa occidental. En América Latina y en Argentina, eso significó la erosión de los fundamentos sociales de los Estados populistas.

Es en este punto donde se inserta el neoliberalismo. Debemos, entonces, subrayar la hipótesis que estamos proponiendo: el proceso más profundo que atraviesa toda una época del capitalismo es la internacionalización productiva del capital, y el neoliberalismo ocupa un lugar secundario respecto de aquel. El neoliberalismo fue una estrategia de restauración del poder de clase (Harvey, 2007) y, por lo tanto, una modalidad específica de dominación política. La disciplina monetaria y la apertura comercial transformaron la extensión e intensificación de la competencia en un modo duradero de subordinación política de los trabajadores. Brindó, de este modo, una solución a los problemas que la internacionalización del capital creaba a la dominación política. A través de la coerción de la competencia, el neoliberalismo impuso la aceptación de los límites que la internacionalización del capital pone a la integración política de las demandas populares. Como estrategia de ofensiva contra el trabajo, el neoliberalismo usó la competencia para desorganizar a la clase trabajadora, desmovilizar al movimiento obrero e individualizar los comportamientos sociales. A través de su resultado, la redefinición de la relación entre Estado y acumulación transformó la desmovilización y la individualización en fundamentos estables de un modo de dominación política. Se trató de una solución poshegemónica a la erosión de los fundamentos de la integración política de la clase obrera, es decir, de la construcción de hegemonía. Por ello, la crisis del neoliberalismo, evidenciada en América Latina a comienzos del siglo XXI y en los países centrales con la crisis de 2008, no da lugar a la reconstrucción de modalidades hegemónicas de dominio.

En la medida que la competencia resulta insuficiente, adquieren nuevamente relevancia los mecanismos políticos de subordinación, pero estos solo pueden dar lugar a formas de integración parcial que deben ir acompañadas de la neutralización/exclusión de amplios sectores de la población. Sin embargo, esto significa que los problemas de totalización política de las sociedades se universalizan. Desde mediados de los años setenta, diversos estudios señalaron que la fractura estructural generada por el desarrollo desigual y combinado de la periferia comenzaba a evidenciarse en los países centrales, aunque con particularidades: mercados de trabajo segmentados (Reich et al., 1973); debates en torno al rol y el futuro del trabajo asalariado (Castel, 1997); el impacto de la inmigración en la composición de clase (Moulier-Boutang, 2006); la formulación de la categoría de precariado (Standing, 2013); pero a esta fractura por abajo se agregó una fractura por arriba entre las fracciones internacionalizadas de la burguesía, cuyo espacio de acumulación es cada vez más el espacio mundial, y las fracciones cuya reproducción esté ligada a los espacios nacionales (Hirsch y Wissel, 2011). Sin embargo, la generalización de los fenómenos de combinación no supone igualación de las modalidades de heterogeneidad estructural entre el centro y la periferia latinoamericana. Nuevamente, el caso argentino puede ofrecer algunas pistas sobre dicha especificidad.

Internacionalización de la economía argentina, profundización de la heterogeneidad estructural y cambios en la restricción externa

La internacionalización del capital fue el centro de un conjunto de transformaciones que modificaron sustancialmente el modo de operación de la restricción externa al crecimiento en Argentina desde 1976. La reestructuración del capitalismo argentino a partir de ese momento ha profundizado la heterogeneidad estructural del conjunto de la estructura económica y en particular de la industria. Por lo tanto, el saldo importador neto de la industria siguió siendo la determinación profunda de la tendencia a la crisis externa en el mediano plazo, pero han variado tanto su desarrollo durante las fases expansivas como la dinámica de las fases recesivas.

En primer lugar, la internacionalización del capital abolió las condiciones mundiales de la acumulación que durante la posguerra posibilitaron la autonomía relativa de los espacios nacionales de valor. Ello tuvo dos efectos importantes: se redujeron los márgenes potenciales para la brecha entre productividad promedio de la industria local y productividad promedio de la industria global, y, con ello, las crisis se transformaron en mecanismos de presión objetiva por la reestructuración. Si en el mecanismo de stop and go tradicional bastaba la devaluación y recesión posterior para relanzar la acumulación, desde 1975 la devaluación sin reestructuración tiende a producir procesos de espiralización de devaluación e inflación. Ello explica procesos como los que llevaron a la crisis hiperinflacionaria en 1989 o la larga fase de estancamiento y tendencia a la crisis abierta en 2012. La excepción a la salida de la crisis de 2001 confirma la regla: se explica por la reestructuración capitalista de la primera mitad de los noventa, relativamente reciente en ese momento, y por el relajamiento de la restricción externa debida a la mejora de los términos de intercambio.

En segundo lugar, la reestructuración productiva del agro y de la industria, particularmente durante los noventa, modificó los clivajes de la heterogeneidad estructural, pero su efecto fue tanto la complejización como el agravamiento de las tendencias al desequilibrio, en cinco aspectos: 1) la reestructuración del agro dio lugar a grandes aumentos de los rendimientos del sector, por lo tanto, la producción agrícola ya no supone un límite absoluto al crecimiento; 2) la oposición entre sector industrial, mercado internista, y sector agroexportador dejó su lugar a la división entre un sector exportador de commodities con predominio del gran capital industrial y un sector industrial mayoritariamente orientado al mercado interno; 3) la tendencia al aumento de las cantidades de bienes importados resultó agravada por la industrialización del proceso de producción en el agro; 4) la especialización en la exportación de commodities expuestas a volatilidad de precios y fenómenos de sobreproducción incrementó la fragilidad comercial del proceso de acumulación y volvió más variable el ciclo económico, y 5) el perfil de especialización exportadora profundizó la dependencia tecnológica.

Por último, la integración del mercado financiero local y del mercado financiero mundial, desde la reforma financiera de 1977, y el aumento de los flujos de IED mundial otorgaron un rol cada vez más importante a los flujos internacionales de capital en el ciclo económico. Ello ha tenido como resultado: 1) el aumento de la fuga de capitales (que impacta negativamente en la cuenta capital), del pago de intereses y de la remisión de utilidades al exterior (que impactan negativamente en la cuenta corriente); 2) el ingreso de IED, de flujos de capital especulativo y el recurso al endeudamiento externo, que permiten financiar los desequilibrios durante los períodos expansivos pero agudizan las crisis de balanza de pagos debido a la salida de capitales especulativos, la reducción abrupta de la IED y la interrupción también abrupta del crédito externo, y 3) el sometimiento del ciclo expansivo local a la volatilidad de los mercados financieros internacionales y a los cambios, muchas veces también bruscos, de las decisiones de inversión de empresas cuyas estrategias de acumulación son internacionalizadas. Ello ha tenido el efecto de aumentar la variabilidad de los ciclos.

 

Estas transformaciones en la dinámica de los ciclos económicos tuvo una consecuencia de enorme importancia para nuestro problema: la “estructura dual” del capitalismo argentino de posguerra tendió a posibilitar mejoras en los niveles de empleo, salario, distribución del ingreso y movilidad social en las fases expansivas, al tiempo que el ciclo stop and go impedía su continuidad más allá de cortos períodos; la “estructura dual” del capitalismo argentino posterior a 1976 pone límites restrictivos a la mejora de esos indicadores (pisos altos de empleo informal, desempleo y pobreza, límites estrechos al aumento del salario real) durante las fases expansivas y tiende a crear fenómenos de empobrecimiento masivo (absoluto y relativo) de obreros y sectores populares durante las fases de crisis.

De la disciplina del mercado a la indisciplina popular

Decíamos antes que entre 1976 y 1989 se desarrolló una larga fase transicional caracterizada por intentos de avanzar en la reestructuración del capital con resultados parciales. Sin embargo, esas dos fechas señalan también la derrota en dos pasos de la clase obrera, que permitió imponer el neoliberalismo en Argentina: el genocidio producido por la dictadura militar y la hiperinflación. Si el primero aniquiló las posiciones ofensivas de la clase obrera, la segunda desorganizó sus posiciones defensivas. Pero aquí nos interesa destacar en qué medida las transformaciones enunciadas en los dos apartados anteriores jugaron un papel determinante en la salida política a la crisis hiperinflacionaria y en los límites a la estabilización política posterior.

En las condiciones del capitalismo de posguerra, la capacidad de veto de la alianza defensiva daba lugar a crisis caracterizadas por la devaluación, la recesión y un nuevo despegue. Pero en las nuevas condiciones creadas por la internacionalización productiva del capital, el bloqueo de la clase obrera a la reestructuración da lugar a la profundización de la crisis. En 1989 ello significó el fracaso de la estrategia defensiva liderada por el movimiento obrero; el bloqueo a la reestructuración equivalía a la defensa de la separación relativa del espacio nacional de valor respecto de la acción de la ley del valor a escala mundial. En la medida que lo que estaba en juego desde 1975 era la abolición de las condiciones de esa separación, el éxito en el bloqueo solo podía traducirse en un espiral de devaluación e inflación. La hiperinflación, un proceso acelerado de crisis del dinero, significó —en una sociedad cuyas relaciones se establecen por medio del intercambio— la disolución de las relaciones sociales. La contracara del fracaso estratégico y consiguiente desorganización política de la alianza defensiva fue la unidad del conjunto del capital en torno al programa neoliberal que en la misma medida que progresaba el proceso de crisis ganaba potencialidad hegemónica (Piva, 2012b; Bonnet, 2008). La articulación de esa estrategia de redefinición de la relación entre Estado y acumulación corrió por cuenta del peronismo, que encontró, también, de ese modo la salida a su propia crisis. El bloque político peronista, en descomposición desde 1975, se rearticuló como portador de un proyecto neoliberal de Estado; es más, el peronismo se transformó en un aparato de mediación política, cuya reproducción dependía de su vínculo con el Estado, que era capaz de interiorizar el conjunto de las contradicciones sociales y de funcionar como partido del orden. Poseía para ello tres condiciones: la incorporación de los sindicatos en el bloque político, un extendido aparato de control territorial y una vasta base de apoyo social fundada en la adhesión popular a la identidad peronista.

Sin embargo, la confusión entre interés particular del capital e interés general de la sociedad no podía durar demasiado. El núcleo de la estrategia neoliberal era la desorganización y desmovilización obrera como condición de una ofensiva contra los salarios y las condiciones de trabajo. La dominación política neoliberal se articuló, por lo tanto, a través de un consenso negativo, construido en torno al miedo al caos hiperinflacionario y sobre la base de la fragmentación estructural de la clase obrera, producto de la heterogeneización de la industria, y del rápido crecimiento de la informalidad laboral y el desempleo, que debilitaron las capacidades estructurales para la acción colectiva de los trabajadores. La apertura comercial, el tipo de cambio fijo, la desregulación de los mercados y las privatizaciones configuraron un dispositivo de disciplinamiento, vía mercado, que transformaba la presión competitiva sobre el Estado para atraer y fijar capitales en coerción de la competencia sobre personas y empresas.

La crisis de la convertibilidad fue la crisis de ese dispositivo. El proceso de movilización social que se inició entre 1996 y 1997 (irrupción de los cortes de ruta y los movimientos de desocupados, movilización de las clases medias, creciente fractura del movimiento sindical) tendió a la generalización y nacionalización, a diferencia de las resistencias durante el primer gobierno menemista que podían ser aisladas y neutralizadas. Desde fines de 1998, cuando los desequilibrios generados durante la fase expansiva del ciclo se combinaron con el estallido de sucesivas crisis en toda la periferia, se abrió una fase depresiva que se extendería hasta fines de 2002. El eje de la crisis fue la contradicción entre las necesidades de valorización del capital, que empujaban en el marco del dispositivo neoliberal a un ajuste deflacionario, y las necesidades de legitimación, en un contexto de movilización por un conjunto de demandas políticamente improcesables. El problema de fondo, y que eclosionó en la insurrección popular de diciembre de 2001, fue el fracaso tendencial de los mecanismos de desmovilización e individualización vía mercado. Fue nuevamente el peronismo el que pudo articular una estrategia de recomposición del Estado y la acumulación, esta vez como portador de un proyecto de Estado neopopulista.

Pero la reconstitución neopopulista de la dominación política a partir de 2003 puso de manifiesto los límites que enfrentaban los procesos de incorporación política de demandas populares. A poco de andar el gobierno enfrentó las contradicciones entre los límites que imponía el modo de acumulación y la estrategia de reconstrucción del consenso. El primero se basaba en la exportación de commodities industriales y agroindustriales —sometidas a fuertes oscilaciones de precios—, una industria heterogénea y dependiente de las importaciones, con los sectores más dinámicos del capital transnacionalizados tanto en su propiedad como en sus estrategias de acumulación, un comportamiento inversor reticente y, su contracara, la fuga de capitales y la remisión de utilidades al exterior. La estrategia de reconstrucción del consenso se basaba en la satisfacción gradual, selectiva, y en la resignificación de las demandas formuladas en el proceso de movilización de 2001 y 2002. Su núcleo era la integración de sindicatos y movimientos sociales en mecanismos rutinizados de negociación colectiva y su participación en el aparato estatal.