Si tiene que ser...

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—Pss, Albert... despierta —dijo susurrando mientras le empujaba suavemente.

Albert abrió los ojos y se encontró con Jimmy y Ronie frente a él.

—¿Qué pasa?

—¿Te importa cambiarle el sitio a Ronie para que pueda dormir aquí?

Albert sopesó la idea, aún medio dormido.

—Está bien —respondió estirándose.

—Gracias —susurró Ronie.

Jimmy subió las escaleras y Ronie se tumbó en la parte de abajo.

—Buenas noches, Ronie.

—Buenas noches, Jimmy.

A la mañana siguiente no se despertaron con el golpe de puerta habitual, sino por los gritos que venían de la caseta de Marcia y Félix.

—¡QUÍTAMELO, QUÍTAMELO DE ENCIMA! —chillaba. Debido a la agudeza de la voz todos pensaban que se trataba de Marcia.

Los niños salieron corriendo de las cabañas y se quedaron mirando la de los monitores mientras se reían. Robert estaba pletórico.

—¡MARCIA, AYÚDAME! —gritó la voz desesperada.

En ese momento Félix salió corriendo en dirección al bosque seguido de su novia, que reía divertida sujetando entre las manos lo que parecía ser una rana gigante.

—Félix, vuelve aquí, no va a hacerte nada —dijo la chica.

Todos empezaron a reírse a carcajadas.

—No es lo que esperaba pero no ha estado del todo mal —dijo Robert pensando en alto.

—¿Has sido tú? —preguntó Jimmy.

—Podría decirse que sí —respondió Robert con su sonrisa traviesa.

Los chicos a su alrededor empezaron a felicitarle por la trastada y justo en ese momento se escuchó otro grito que venía de la antigua cabaña de Ronie. Todos miraron a Robert, que parecía confuso.

—¿Eso también es cosa tuya? —preguntó Martin.

Robert negó con la cabeza. La puerta de la cabaña se abrió y Tori, Christy, April y Mirta salieron corriendo cada una en una dirección gritando. Todos los ojos seguían clavados en la cabaña, querían saber cuál era la razón del alboroto. Tras unos instantes Albert salió por la puerta y al ver cómo todos miraban hacia él se quedó paralizado.

—Será posible, ¿yo me curro una broma y tú consigues el mismo efecto sin hacer nada? —protestó Robert. Albert seguía sin entender qué había sucedido.

—Espera un momento, señorito —dijo Marcia acercándose hacia él.

—Oh, oh —sonó al unísono de todos los presentes excepto Robert, que parecía esperar esa reacción—. ¿Has sido tú?

—Sí —confesó el niño.

Marcia frunció el ceño. Era la primera vez que un niño acusado de hacer una trastada afrontaba la responsabilidad sin desmentirlo o mintiendo para librarse. Había algo más. Entonces Marcia calló en la cuenta.

—¿Fuiste tú el que vació la sal en los espaguetis el primer día?

Robert asintió.

—¿Le pegaste el chicle a Evan?

—No, eso no.

—Pero le embadurnaste el pelo a propósito —adivinó Marcia.

—Eso sí.

El grupo de niños a su alrededor observaban la escena perplejos. Evan tenía sentimientos encontrados.

—¿Hiciste tú los agujeros a la canoa? —preguntó cada vez más cabreada.

—¿Los mapaches saben escribir?

—Estás castigado —dijo apretando los dientes—, te pasarás el día entero pelando patatas en el almacén.

—¿No va a llamar a mis padres? —preguntó Robert decepcionado.

—Aquí podemos aplicar la disciplina necesaria. Tendría que saltar algo por los aires para que llamásemos a vuestros padres —dijo agarrándole de la mano y llevándolo hacia la cocina.

Ronie se fijó en la cara que puso Robert al oír esa frase. Era la misma que había puesto en el autobús cuando habló con ella, parecía ser su expresión de «tengo una idea». Justo entonces apareció Félix corriendo hacia ellos. Estaba lleno de hojas, ramas y arañazos.

—Ey, chicos... ¿Quién quiere ir a bañarse con Félix? —dijo intentando recobrar el aliento, casi ahogándose.

Los niños, aún atónitos por lo que acababa de suceder, respondieron con un escueto «yo» que pareció acabar con las fuerzas que a Félix le quedaban.

—Pues ya sabéis; poneros el bañador, coger las toallas y vamos allá.

Los niños obedecieron y en un silencio sepulcral entraron en sus habitaciones y siguieron a Félix hacia el lago. Ronie iba junto a Jimmy con una enorme sonrisa. Recordó la noche anterior cuando los dos fueron por el bosque, entre esos mismos árboles. Parecía un paisaje completamente diferente con la luz del sol.

Félix estaba tan fatigado que en lugar de organizar grupos y hacer actividades como la última vez, se sentó en una roca y se limitó a observar a los niños, por lo que Ronie se pasó toda la mañana jugando con Jimmy. También les advirtió que no fuesen lago a dentro por precaución, pero que en caso de hacerlo si necesitaban ayuda él acudiría enseguida, aunque a juzgar por su estado nadie pareció creerse sus palabras. A la hora de comer Marcia fue a buscarlos. Aquel día cada plato del menú incluía patatas y todos sabían gracias a quién. Por la tarde Félix y Marcia organizaron un taller de manualidades con los chicos.

—Poneos por parejas. Tenéis que moldear la arcilla hasta que quede como el cuenco y el vaso que tenemos nosotros aquí —dijo Marcia señalando los utensilios que tenía junto a ella—. Podéis ver cómo lo hacemos Félix y yo antes de empezar vosotros.

Evan quiso acercarse a Ronie para que fuese su compañera en la actividad como los demás días, pero al ver que estaba con Jimmy no se atrevió.

—Ey, Evan. Puedes ponerte con Albert, es muy majo —dijo Ronie al verle ahí parado.

Evan miró al joven que estaba a su lado, llevaba el mismo corte de pelo que él, seguramente fue uno de los que se apuntó a cortárselo debido al incidente del otro día. Por lo visto estaba en su misma situación ya que Jimmy había sido su compañero hasta ese momento.

—Hola... —saludó Albert con timidez.

—¿Quieres ponerte conmigo? —propuso Evan.

Albert asintió y a partir de ese momento se convirtió en su pareja para las actividades del campamento, donde descubriría que los dos tenían mucho en común. Mientras todos se embadurnaban de arcilla intentando hacer los objetos que Félix y Marcia habían indicado Robert salió un par de veces de la cocina para quejarse de que tenía cansadas las manos.

—Haberlo pensado antes de cometer tus fechorías —se limitó a decir Marcia.

Robert soltó un suspiro de fastidio y volvió dentro. Cuando empezó a anochecer todos habían terminado con las manualidades. Algunos cuencos parecían sacados de un cuadro de Dalí, pero en general los monitores estaban orgullosos. Todos los niños lo celebraron cuando les dijeron que podían llevarse sus creaciones de recuerdo.

—Bien, chicos, ¡es hora de preparar la cena! —anunció la pareja—. Lavaos las manos e id a la cocina.

Todos empezaron a dispersarse cuando Robert apareció otra vez protestando.

—Marcia, estoy harto de pelar patatas... Haré cualquier otra cosa, lo que sea. ¡Colocaré los palos de la hoguera si hace falta!

Marcia sopesó su oferta. Lo cierto es que el chico había obedecido y no había dado ningún problema en todo el día. Tenía el mantel lleno de tierra y habría patatas de sobra para la cena de esa noche e incluso para el día siguiente.

—Está bien, Robert. Coloca los troncos en la hoguera y habrás terminado tu castigo. Espero que hayas aprendido la lección —dijo alejándose en dirección a la cocina.

Devoraron la cena y como de costumbre se dirigieron a sus habitaciones para ponerse su disfraz mientras Félix encendía la hoguera fuera. Se disponían a sentarse alrededor del fuego cuando la madera empezó a crepitar con un sonido muy extraño. Era un silbido que se iba haciendo cada vez más fuerte. De pronto unas chispas de fuego empezaron a saltar de la hoguera y una ráfaga de color rojo salió disparada hacia el cielo, captando la atención de todos los presentes. Otra ráfaga, esta vez de color azul, salió volando e imitó el recorrido de la primera. Y luego otra y otra y otra, hasta perderse de vista justo antes de empezar a explotar en cadena formando figuras de luz en el cielo. Todos los niños se quedaron boquiabiertos y empezaron a aplaudir ante el espectáculo de luces. Por un momento Félix y Marcia se miraron horrorizados pero al ver la bonita escena que estaban formando pensaron que quizás no era tan malo. Hasta que uno de los cohetes, en lugar de salir volando hacia arriba como los demás, salió disparado hacia una de las cabañas de las chicas, rompiendo la ventana y explotando en su interior. Un montón de chispas de colores iluminaron la habitación y cuando la explosión cesó una pequeña columna de humo empezó a salir por la ventana.

—Dios mío, ¡fuego! —gritó Marcia—. Niños, ya sabéis lo que hay que hacer —dijo esperando que los niños recordasen la historia de indios que les contaron el otro día donde les enseñaban a apagar un fuego.

—¡CORRED! —gritó Félix.

Todos los niños empezaron a gritar y a correr en círculos ante el alarido de Félix.

—No, no, no, no, no. Chicos, coged los cubos de la cocina, llenadlos de agua y traerlos aquí. ¡Venga, rápido! —ordenó Marcia.

Como si de un pelotón entrenado se tratase, los niños se serenaron y siguieron a Félix en fila hasta la cocina y en menos de un minuto volvieron todos con los cubos a rebosar de agua. Marcia comenzó a vaciarlos uno a uno lanzándolos contra la madera de la cabaña. Algunos alumnos del otro colegio, los mayores, le ayudaban también. En unos minutos la columna de humo desapareció y Tori, Christy, April y Mirta pudieron entrar a la cabaña a comprobar los daños. Su llanto se oía por todo el bosque.

—¡Mi ropa está destrozada!

—¡Mi mochila se ha chamuscado!

Se lamentaban.

 

—¡Es culpa suya! —gritaron las cuatro a la vez señalando a Robert.

Marcia le lanzó una mirada iracunda.

—Está bien, tú lo has querido. Mañana llamaré a tus padres para que vengan a buscarte —sentenció severa—. Ahora, todos a dormir.

Los niños volvieron cada uno a sus respectivas habitaciones, salvo la cuadrilla afectada y Albert, a quienes Félix y Marcia les dieron un saco de dormir para que se tumbasen en el suelo de su habitación.

—Ronie, espera, tengo algo para ti —dijo Robert yendo hacia su cabaña.

Cuando salió llevaba en brazos una osita de peluche.

—¡Franky! ¿Cómo la has encontrado?

—En el almacén había un montón de cajas con objetos perdidos y confiscados, creo que alguien la escondió allí.

—¿Fue donde cogiste los fuegos artificiales?

—Sí, ¡me va a caer una buena! —dijo Robert riendo.

Esa noche los niños apenas pegaron ojo, como si a todos fuesen a ir a buscarles sus padres. Estaban nerviosos pese a que el único que había salido mal parado era Robert. Se lo habían pasado muy bien, el espectáculo de los fuegos artificiales fue increíble y, quitando el accidente de la cabaña, fue muy divertido.

Los padres de Robert fueron a buscarle a primera hora. Todos sus compañeros le acompañaron hasta el exterior de la habitación aunque se quedaron atrás cuando el niño fue a hablar con ellos. Era la primera vez que Robert parecía estar avergonzado.

—¿Por qué lo has hecho? —preguntó su madre.

—Es que... quería pasar el cumpleaños con vosotros, los tres juntos... —confesó con un hilo de voz mirando al suelo.

—Podemos celebrarlo otro día. No tienes que portarte mal para que te castiguen —dijo su padre.

Robert seguía cabizbajo sin decir nada.

—¡No te vayas, Robert! —gritó Ralph.

—Eso, quédate, Robert —dijo Martin.

Robert se giró hacia sus compañeros. «¡Que se quede, que se quede!» coreaban. Robert se volvió a girar hacia sus padres, que miraban confusos a Marcia y Félix.

—Parece... que se lo han pasado muy bien con él —comentó la chica.

Robert se quedó de piedra ante la reacción de sus compañeros. Los padres miraron de forma severa a su hijo.

—Si te quedas, ¿prometes no causar más problemas ni meterte en líos?

—¿Celebraremos mi cumple todos juntos cuando vuelva?

—Lo prometo —respondió su padre.

—¡De acuerdo! —dijo Robert con una sonrisa.

—¿Le parece bien? —preguntó a Marcia, la cual asintió.

—Vuelve con tus compañeros.

En cuanto acabó la frase Robert salió corriendo hacia ellos, que coreaban su nombre y le recibieron como si fuese una celebridad. Ronie se alegraba de que hubiese podido hablar con sus padres y de que fuese a celebrar con ellos su cumple ya que parecía algo muy importante para él. Fue la primera vez que Robert celebró dos veces su cumpleaños, una vez rodeado de sus compañeros y amigos y otra con su familia.

—¡Vamos a bañarnos! —gritó alguien, y todos le siguieron.

Jimmy agarró de la mano a Ronie y juntos corrieron por ese enorme bosque en dirección al lago, recorrido que ya se sabían de memoria. Ronie pensó que, como siempre y a pesar de todo, su madre tenía razón. Estaba segura de que cada vez que recordase los días allí se sentiría tan feliz como en ese momento.

HANNAH

Marzo de 2004

El despertador sonó a las 9:15, igual que cada mañana, acto seguido su madre abrió la puerta.

—Hannah, despierta, cariño.

—Cinco minutos más... —respondió ella.

Dory cerró la puerta con una sonrisa, como cada mañana, la chica se estiró en la cama y se quedó mirando cómo entraba la luz por las rendijas de la persiana. Tenía las paredes decoradas con algunos posters de sus grupos de música y cantantes favoritos, el escritorio perfectamente ordenado y la ropa que se iba a poner ese día doblada sobre la silla. Debía de ser una de las pocas personas en el mundo que no acababa sepultándola con medio armario encima.

—Un día más... —dijo soltando un suspiro.

A las 9:20 Hannah se levantó de la cama y fue al baño a prepararse. Se lavó la cara con agua tibia y se quedó mirando los ojos verdes que la observaban a través del espejo. Miró sus cejas oscuras, su piel clara, sus labios rosados y puso una mueca. «Demasiado espesas, demasiado pálida, demasiado finos...» pensó. Sin dejar de mirarse llevó una mano hasta su cabeza y se acarició el pelo, se lo había cortado el día anterior y extrañaba lo rápido que terminaba de recorrerlo con sus dedos. Entonces sonrió, le gustaba cómo le quedaba así. Bajó las escaleras y se encontró a su madre y a su padre ya en la mesa, desayunando en silencio, como de costumbre. Solo hablaban para comentar algo del trabajo o para preguntarle a Hannah si tenía algún examen. Pese a todo a Hannah le gustaba compartir esos momentos de tranquilidad con ellos por la mañana, ver a su padre leyendo el periódico y a su madre revisando el temario de ese día. Ambos eran profesores en la universidad y habían inculcado a Hannah desde muy pequeña la importancia de los estudios, haciendo de ella la mejor alumna de su curso.

Hannah terminó el desayuno, se puso la mochila y dio un beso a sus padres antes de marchar. En la acera de enfrente la esperaba Zoey junto a sus padres, los cuales las llevaban a clase todos los días desde el jardín de infancia. Hannah y Zoey llevaban siendo amigas toda la vida. Más que una amiga era como si fuese un miembro de su familia, como una prima. Sus padres se conocían hacía muchos años y también eran buenos amigos, incluso antes de que ellas nacieran. Dada su buena relación y el hecho de que vivían unos en frente de otros siempre celebraban las festividades juntos.

—Eh, ¡te has cortado el pelo! —dijo Zoey a modo de saludo.

Hannah sonrió y en un acto reflejo se llevó una mano a la cabeza.

—¿Qué te parece? —preguntó.

—Estás muy guapa —respondió Zoey con una sonrisa.

Hannah agradeció el halago y se subieron al coche. Zoey era alta para su edad, tenía el pelo de color café, los ojos marrones, pequeñas pecas en las mejillas y los dientes muy grandes. Sin embargo Hannah apenas medía un metro cuarenta, tenía el pelo rubio y los ojos verdes, piel clara y su boca no destacaba en nada. Miraba a su amiga y podía ver lo guapa que era y sin embargo todas las mañanas frente al espejo se sentía decepcionada al verse a sí misma. «Al menos el pelo ha mejorado» pensó.

Cuando llegaron al colegio la madre de Zoey las despidió dándole dos besos a cada una. Avanzaron hasta la entrada comentando cómo les habían ido los deberes cuando Hannah vio a Ronie.

—Te veo luego —dijo girándose hacia Zoey.

Ronie llevaba un jersey de estrellas y unos pantalones vaqueros, tenía el pelo suelto y una sonrisa en la boca que se ensanchó al ver que se acercaba. Hannah admiraba tanto la forma de estar siempre alegre de Ronie que a veces más que admiración sentía que era envidia, aunque a su modo de ver no le faltaban motivos, después de todo siempre estaba con...

—¡Jimmy! —escuchó detrás de ella y su corazón pegó un salto.

Se giró y vio a Robert haciendo gestos al chico moreno para que se acercase. Hannah se quedó perpleja al verle. Jimmy se acercó alegremente a saludar a su amigo y se quedaron charlando unos minutos cuando, de pronto, Jimmy alzó la vista y miró en dirección a Hannah. Su corazón dio otro vuelco, se dio la vuelta rápidamente y siguió andando hacia Ronie, que ahora agitaba el brazo sonriendo a alguien que se encontraba detrás de ella.

—Cómo no —susurró.

—Me encanta cómo te queda el pelo, ¡estás muy guapa! —dijo Ronie cuando Hannah llegó a su lado.

—Gracias —respondió tímidamente.

Ronie sin duda era la persona más amable que había conocido. Cuando eran pequeñas hablaban de vez en cuando, sobre todo animadas por el hecho de que cada vez que las sentaban en orden alfabético les tocaba juntas, pero no había llegado a conocerla personalmente. Sabía de ella las mismas cosas que cualquiera de sus compañeros podía ver; que dibujaba muy bien, que le encantaba hablar y que adoraba los animales. No fue hasta el año pasado cuando descubrieron que tenían gustos y aficiones en común; a las dos les encantaban los videojuegos, el anime y leer. A Hannah le sorprendía lo parecidas que podían llegar a ser en algunos aspectos y que aun así su personalidad fuese tan diferente. Ronie era segura, creativa, alegre y divertida, pero Hannah se consideraba más bien insegura, falta de imaginación, comedida a la hora de expresar sus sentimientos y no muy ocurrente. Ronie en cierto modo era todo lo que ella aspiraba a ser, por eso cuando estaba cerca de ella se sentía bien pero al mismo tiempo intimidada, como si estuviese a su sombra.

—Buenos días —saludó Jimmy poniéndose junto a ellas.

—¡Hola, Jimmy! ¿Has visto lo guapa que está Hannah con el pelo corto? —preguntó Ronie.

Hannah agachó la cabeza en cuanto le oyó decirlo, pero se obligó a levantar la vista para mirar a Jimmy.

—Es verdad, estás muy guapa, Hannah —dijo este.

Hannah sonrió dulcemente. Jimmy ni se imaginaba lo feliz que podían hacerle sus palabras. En ese momento sonó la campana y los alumnos se dirigieron a sus respectivas aulas. Hannah siguió a Ronie y a Jimmy hasta el piso de arriba, el aula de 6º A. A los pocos minutos el profesor llegó y empezaron corrigiendo los deberes del día anterior. Hannah era de las pocas alumnas para las que la corrección de ejercicios no suponía motivo de estrés, era aplicada como la que más y en casa sus padres la ayudaban con los ejercicios siempre que lo necesitaba. Por esa razón a Hannah le gustaban las matemáticas, o cualquier asignatura en general, porque si te preparabas lo suficiente podías tenerlo bajo control. Una vez lo entendías ya no te pillaba por sorpresa y siempre sabías qué hacer, cuál era el siguiente paso. A diferencia de la vida, que por lo que había experimentado no siempre era así, sobre todo en las relaciones. En las matemáticas uno más uno siempre son dos y todos los problemas tienen solución, sin excepción. La química dice que si dos elementos no son compatibles no deben ponerse en contacto uno con otro, y ninguno de esos elementos sufre sabiendo que no podrán estar juntos. Pero en la vida real no es así. En la vida uno más uno a veces son tres y los problemas no se resuelven tan fácilmente. A Hannah no la ponía nerviosa salir a la pizarra a hacer un ejercicio, o los exámenes (ni siquiera los sorpresa), sin embargo cada vez que se trataba de hablar con Jimmy las palabras no le salían y se aturullaba. Ojalá la solución fuese tan fácil como coger un libro y estudiar la lección hasta saber cómo reaccionar, hasta sustituir los nervios por la seguridad de saber qué estaba haciendo. Hannah miró disimuladamente a Jimmy que atendía atentamente a George mientras este explicaba el temario de ese día. «Mi única asignatura pendiente» pensó.

Hannah y Jimmy se conocieron en el jardín de infancia y desde entonces habían crecido yendo a las mismas clases, con los mismos profesores y compañeros. Hannah se había pasado toda su vida observándole e incluso cuando no sabía por qué lo hacía le gustaba estar con él porque se sentía bien al verle. Cada vez que él sonreía ella se sentía feliz. Entonces un día llegó una niña con un lazo de lunares en el pelo y por primera vez Hannah empezó a sentir algo que no sabía describir cuando veía a Jimmy. Le seguía gustando estar con él, le seguía haciendo feliz verle sonreír, pero una sensación diferente convivía con esa alegría, haciendo que fuese agridulce. A partir de ese día Jimmy no volvió a estar solo y Hannah pasó de observarle a él a verles a ellos. Veía cómo Jimmy sonreía cuando estaba con Ronie y algo dentro de ella deseaba estar en su lugar. Hannah nunca se había planteado que alguien llegaría y ella pasaría de observadora a espectadora, pero para cuando sucedió dio por sentado que era tarde para hacer algo diferente y se limitó a asumir su papel, a seguir como hasta entonces. Pensó que se acostumbraría, que dejaría de sentirse así, no sabía que esa sensación agridulce la acompañaría a partir de ese momento y que a medida que creciese y fuese entendiendo por qué se sentía de esa manera, en ocasiones sería aún más fuerte. Hacía unos años Hannah se había planteado dejar de sentir por Jimmy lo que sentía, como si fuera una espina que tenía clavada y lo único que tuviese que hacer fuese tirar de ella para sacársela, pero una vez más la vida la pilló por sorpresa al descubrir que no tenía ningún control sobre esos sentimientos. Los libros dicen que cuando te haces una herida, con el tiempo, se cura y deja de sangrar, pero en su caso la herida nunca cicatrizaba. Descubrió que era más doloroso privarse de él, vivir sin la espina que de algún modo pese a hacerle daño impedía que se desangrase. Así que Hannah eligió seguir apreciando lo especial en él, seguir sintiendo un nudo en el estómago cada vez que se lo cruzaba a la entrada del colegio y quedarse petrificada cada vez que hablaban. No sabía si tenía sentido pero se sentía afortunada por tener esos sentimientos, aunque no fuesen correspondidos. Cuando observas un paisaje no necesitas que este esté ahí para ti, simplemente eres capaz de ver la belleza en él y dejar que te conmueva por lo que es, y lo mismo sentía ella con Jimmy.

 

De pronto la voz de George la sacó de sus pensamientos.

—Hannah, te toca, a la pizarra. Siguiente ejercicio.

«Al fin algo en lo que sé qué hacer» pensó.

La mañana transcurrió según lo previsto, corrigiendo los ejercicios, estudiando la lección y apuntando deberes para el día siguiente. A tercera hora tuvieron un examen que se convirtió en el tema principal de conversación durante el recreo. Robert, Ralph y Álex se lamentaban poniendo sus respuestas en común con Jimmy. Cada vez que terminaban un examen se reunían en torno a él, quien seguro tendría bien todas las respuestas, para comprobar si aprobarían o no.

—¡Qué mala pata! Si apruebo será por los pelos... —protestaba Robert, que no había respondido nada similar a lo que había dicho su amigo.

—Bueno, si quieres sacar más nota estudia más la próxima vez —dijo Jimmy para picarle.

Todos se rieron ante su comentario, Hannah sonrió para sus adentros. Por lo visto Jimmy estaba de acuerdo en que en los estudios era tan fácil como aprenderse bien la lección.

—Ojalá fuese tan listo como vosotros... Hannah y tú siempre sacáis las mejores notas... —dijo Ralph.

—No tiene que ver con lo listo que seas. A mí me resulta fácil porque lo he hecho desde siempre, pero si te cuesta solo tienes que dedicarle un poco más de tiempo —dijo Hannah tratando de quitarse importancia.

—Ya, pero hay taaantas cosas más divertidas que se pueden hacer en ese tiempo... Ver crecer la hierba, contar granos de arroz... —dijo Robert, haciendo que todos sus compañeros se riesen.

—¡Con esa actitud no tienes derecho a quejarte de las notas que saques! —le regaño Robin dándole un capón en la nuca.

Se pasaron el recreo riendo y jugando al baloncesto. A Hannah se le daban muy bien los deportes pese a no practicarlos habitualmente salvo en ocasiones como esa donde se juntaban todos sus compañeros. Llevaba jugando a pimpón desde tercero, cuando sus padres insistieron en que tenía que apuntarse a alguna actividad extraescolar. Había ganado varios premios junto con Robert, que se apuntó prácticamente al mismo tiempo que ella. Entre el equipo de atletismo y los grupos de pimpón, el colegio Montreal no había vivido una época de esplendor igual en lo que a deportes se refería.

Sonó la campana que anunciaba el final del recreo y todos volvieron a sus aulas. Tocaba clase con Rey, que además de ser profesora de plástica también era su tutora.

—Como todos sabéis el año que viene ya no estaréis aquí. Si todo va bien —añadió dedicando una mirada de advertencia a Robert, que sintió cómo se le helaba la sangre—. El año que viene seréis alumnos de instituto y he pensado que sería interesante que dejéis una pequeña huella de vosotros aquí, un recuerdo.

—El profesor Jefferson dice que no podría olvidar nuestra clase ni aunque quisiera, ¿eso cuenta? —preguntó Ralph levantando la mano.

—Me refiero a algo que os represente, algo que vaya a perdurar en esta aula durante los años siguientes que no estéis aquí y que dé la bienvenida a las generaciones que os precedan. Por eso he pensado que podríais hacer... ¡un dibujo! —finalizó Rey mostrando una cartulina blanca a sus alumnos, como si fuera la idea del siglo.

—¿Quéééé? ¡Pero si llevamos haciendo eso desde párvulos! —refunfuñó Robert, que ya se estaba imaginando plasmando sus huellas en la pared del aula como las estrellas en el paseo de la fama.

—Además no los conservan, es evidente que los tiran... —dijo Tamara, la cual al finalizar cuarto había realizado «el mejor dibujo de su vida» y seguía despechada por el hecho de que hubiera desaparecido y nadie supiese nada al respecto.

El aula empezó a llenarse con el bullicio de decenas de voces quejándose ante esa idea tan poco original.

—¡YA ESTÁ BIEN! Si digo que hacemos algo, se hace y punto.

Todos enmudecieron al instante.

—Dibujaréis algo que os guste, algo que sea importante para vosotros o que os represente y escribiréis una frase. ¿Estamos? Haced grupos de tres y no hay más preguntas.

Los chicos obedecieron y durante la siguiente hora ninguno se atrevió a decir ni mu. Al principio por miedo a la reacción de Rey, pero a medida que pasaba el tiempo estaban tan concentrados en su dibujo que nadie decía nada. Hannah se había puesto con Jimmy y Ronie y de vez en cuando miraba a su amiga, que se sentaba a su lado, intentando ver qué estaba haciendo. Tratándose de Ronie seguro que le quedaría muy bien. Hannah había optado por dibujar un libro abierto, algo que le encantaba y con lo que se sentía segura de sí misma. A falta de un cuarto de hora para que sonase la campana, Rey avisó a los chicos para que fuesen terminando.

—No olvidéis poner una frase... —dijo sin levantar la vista del escritorio.

Hannah abrió los ojos como platos, lo había olvidado por completo. Miró la cartulina en busca de algo que le sirviese de inspiración pero no se le ocurría nada, ¿qué podía decir? Estaba totalmente en blanco cuando la voz de Ronie la sorprendió.

—¡Eh, qué chulo! Te ha quedado muy bien —dijo susurrando.

Viniendo de ella, que era la artista número uno de la clase, sus palabras la halagaron mucho.

—¿Qué has hecho tú? —se atrevió a preguntar.

—Una mariquita —respondió Ronie enseñándole su dibujo.

Hannah se quedó de piedra al verlo. No por lo bonito que era, sino porque había visto a alguien más hacer exactamente ese mismo dibujo. Hannah miró al compañero que tenía delante, a Jimmy, que examinaba su creación dándole les últimos retoques. No estaba tan bien hecha como la de Ronie pero se distinguía perfectamente; una mariquita con uno, dos, tres... seis lunares. Hannah volvió a mirar el dibujo que le había enseñado su amiga y sintió una punzada en el pecho al ver que tenía el mismo número de lunares, con la misma forma, e incluso colocados en el mismo sitio. Ni Ronie ni Jimmy se habían dicho lo que iban a dibujar, habían estado en silencio como todo el mundo desde que empezaron, y aun así ambos habían pensado lo mismo. «Esto no está hecho para mí...» pensó la chica de pelo rubio. Resultaba tan doloroso como inspirador ver con sus propios ojos la conexión que compartían Jimmy y Ronie, saber que ese tipo de relación existía. Hannah volvió a mirar su dibujo, las páginas en blanco del libro que había dibujado, y entonces supo qué frase escribir. Antes de que sonase la campana, Rey, ayudada por los chicos, fue colgando por la pared todas sus obras. Era curioso ver la cantidad de ideas diferentes que habían en una misma clase, cómo los dibujos eran un reflejo de sus autores. Los chicos intentaron adivinar solo por la imagen y la frase a quién pertenecía cada uno. Hannah recibió muchos elogios por parte de su profesora y sus compañeros ya que fue el suyo fue el único dibujo que todos supieron a quién pertenecía nada más verlo.

—Es muy tú —dijo Zoey.

El dibujo de Ronie también fue fácil de averiguar, sus compañeros estaban acostumbrados a su estilo inmejorable. El más difícil de todos fue el de Jimmy puesto que, al principio, creyeron que pertenecía a Robert, el cual era tan vago que no les sorprendería que hubiese copiado el dibujo de otro, lo que provocó que este se enfadase porque, como él mismo dijo, para una vez que se esforzaba nadie apreciaba su trabajo.