Si tiene que ser...

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

—Justo a tiempo. Tomad vuestros asientos. Albert, antes de sentarte dinos cómo te llamas y algo que te guste. Adelante.

Albert enmudeció. Desde pequeño no le gustaba nada hablar en público. Debido a la voz tan aguda que tenía, incluso para un niño, todos sus compañeros de clase se habían reído de él desde párvulos. Eso había hecho que se volviese un chico de pocas palabras, solo cuando se encontraba con sus amigos como Cecily, Jimmy, Robert, Robin o Ronie se sentía lo suficientemente seguro como para hablar, aunque aun así no lo hacía a no ser que tuviese algo importante que decir. Esa era una de las razones por las que era tan amigo de Jimmy y Robert. Desde pequeño Jimmy era casi tan callado como él sin razón aparente, y Robert hablaba por los tres. Siempre le estaba defendiendo y dando la cara por él, por la que muchas veces cuando no estaba castigado por alguna travesura lo estaba por pelearse.

—Adelante —insistió Lola.

—Me llamo Albert Aiken. —Algunos niños empezaron a reírse. Primero en voz baja y cada vez más alto. «¡Silencio!», ordenó la profe—. Y... me gustan los deportes...

Las risitas continuaron.

—¡Callaos! —bufó Robert dispuesto a levantarse de la silla.

—Basta ya. Siguiente.

Un par de compañeros se levantaron. Le tocaba el turno a Jimmy.

—Me llamo Jimmy Byegood. Y me gusta... —Jimmy se quedó en silencio. Le daba vergüenza decir «Ronie» delante de todos. Entonces pensó en algo que le recordaba a ella, algo que le ponía tan nervioso como cuando la conoció—, me gustan las mariquitas.

Unos murmullos empezaron a extenderse por el aula. La profesora ordenó silencio por segunda vez. Jimmy se sentó un poco avergonzado pero orgulloso de la relación que acaba de hacer. Continuaron presentándose, a partir del comentario de Jimmy las respuestas empezaron a ser de lo más variadas (como la de Robert, que dijo que le gustaban los deberes).

—Me llamo Hannah Davis. A mí también me gustan las mariquitas.

—Me llamo Verónica Honely y me gusta Jimmy. —Jimmy se quedó de piedra al escucharla. Algunos niños se rieron y luego murmuraron entre ellos, salvo Hannah. Jimmy se giró para mirar a Ronie la cual estaba tan sonriente como siempre. Jimmy esbozó una sonrisa al verla tan contenta. Sentía algo en su pecho que no sabía describir. Se sentía especial por gustarle a Ronie.

—Me llamo Robin Reed. Me gustan los deportes.

—Y se le dan muy bien —añadió Robert, dibujándole una sonrisa a Robin.

Las presentaciones terminaron justo a tiempo de que sonase la campana.

—Esperad aquí en silencio mientras viene el profesor de plástica —dijo Lola antes de abandonar la clase. Cuando salió al pasillo pegó un grito—. ¡¿SE PUEDE SABER QUIÉN HA HECHO ESTO?! —gritó como una furia.

Todos los alumnos corrieron en estampida a la puerta del aula para ver a qué se refería. Empezaron a reírse como locos al ver que toda la planta, los baños y las escaleras estaban cubiertos de blanco. Rollos de papel colgaban del techo y dibujaban todo tipo de recorridos en el aire allá donde mirasen. Lola volvió a la clase en busca de sus dos principales sospechosos.

—Habéis sido vosotros, ¿verdad? —dijo mirando a Robert y Albert, que no se habían levantado del pupitre.

—No sé a qué se refiere.

—Sabes perfectamente a lo que me refiero —respondió la mujer intentado contener su enfado.

—Cuando nosotros entramos en clase todo estaba normal, se lo puedo asegurar —dijo Robert, el cual por la costumbre o porque sabía que no tenía forma de demostrar nada estaba tan tranquilo, lo que hacía que Lola se desesperase aún más.

—A partir de ahora no os quitaré la vista de encima... —Y abandonó la sala.

—¡Queda inaugurado el curso! —exclamó Robert levantándose triunfante.

Cuando el profesor de plástica entró en la sala el barullo enmudeció y todo el mundo volvió a su asiento. Francis, un hombre de mediana edad con gafas de cristales muy gruesos, se dirigió a su mesa sin quitar la vista de encima a Albert y Robert. Lola le habría informado de sus sospechas respecto a ellos. Sacó una pila de folios de un cajón y fue llamando en orden a los alumnos para que recogiesen uno cada uno junto a una pintura de un color aleatorio. A Jimmy le tocó rojo. Francis anunció que disponían hasta que sonase la campana para terminar su dibujo. Jimmy, como no podía ser de otra manera, en vista de que el universo estaba conspirando en su contra (o a su favor, aún era difícil de decir) dibujó lo que llevaba todo el día sin quitarse de la cabeza; una mariquita. Ronie quería dibujar un león, y pese a que le había tocado una pintura azul y los leones no son azules, no iba a dejar que eso la detuviese. Robin tenía una pintura naranja y dibujó una pelota de baloncesto. A Hannah le tocó una pintura rosa, y lo primero que le vino a la cabeza fue una mariposa. Albert y Robert fueron los únicos en recibir una pintura negra junto con un «pensad en lo que habéis hecho». Robert dibujó un oso panda y se durmió el resto del ejercicio. Albert dibujó una vaca.

La mañana transcurrió con normalidad hasta que sonó la campana que indicaba que tocaba el recreo. Los niños sacaron los almuerzos de sus respectivas mochilas y bajaron en tropel las escaleras. Todos, salvo Jimmy, que se quedó paralizado con el brazo metido en la mochila, sujetando una pequeña cajita. «Puede que esta sea mi oportunidad...», pensó Jimmy mientras notaba cómo los nervios aumentaban. Guardó la cajita en el bolsillo de su cazadora y se acercó al pupitre de Ronie. Allí vio dibujado su león de color azul. Jimmy inspiró hondo y tomó una decisión. Recordó que así era como le veía Ronie, como un león valiente, y él quería corresponder a esa imagen. Bajó las escaleras y salió al patio en su busca. Normalmente esta se sentaba junto a la cancha de baloncesto para ver a sus compañeros jugar mientras comía. Y ahí estaba. Jimmy se acercó hasta ella, que le recibió con una calurosa sonrisa haciéndole hueco para que se sentase.

—Ronie, tengo que decirte una cosa...

—¡Ey, Ronie!

Jimmy se giró en busca de la autora de la voz que había interrumpido su discurso. Era Hannah, la chica rubia de ojos verdes que siempre llevaba el pelo recogido con un prendedor. Se sentaba al lado de Ronie en clase.

—Hola, Hannah —respondió Ronie amablemente.

—Me ha encantado tu dibujo, ¡dibujas muy bien! —La sonrisa de Ronie se agrandó.

—Muchas gracias, ¡el tuyo también me gusta!

Jimmy empezaba a sentirse invisible.

—¿Puedo almorzar contigo?

—Claro —respondió la niña, y antes de que acabase Hannah se había sentado a su lado en el sitio que había dejado para Jimmy.

Jimmy seguía en silencio enfrente de ellas sin saber qué hacer.

—Jimmy, siéntate con nosotras —exclamó Ronie.

—Vale...

—Oh, hola Jimmy... —saludó Hannah, como si acabase de ver que estaba ahí.

—Hola.

—¿Qué querías decirme? —preguntó Ronie.

Jimmy miró a Ronie y luego a Hannah, que le miraba con timidez.

—A mí también me gustó mucho tu dibujo.

Sus palabras hicieron que Ronie se pusiera loca de contenta y empezase a enumerar todos los animales de color azul que se le ocurrieron dibujar hasta que finalmente se decidió por el león tal y como había pensado desde un principio.

Jimmy no le había mentido, era verdad que le gustaba su dibujo, aunque eso en realidad no era lo que quería decirle. Quería decirle lo importante que era para él, lo bien que se lo pasaba con ella, que deseaba que fuese así toda su vida y entonces darle la mariquita.

Pasaron todo el recreo hablando. Bueno, más bien escuchando a Ronie hacerlo. Hannah intervenía de vez en cuando para aportar algún dato relevante, no por nada era hija de dos profesores. Jimmy solo escuchaba y miraba fascinado a Ronie cada vez que se ponía a divagar de un tema a otro.

Sonó la campana y todos volvieron a clase. El resto de la mañana transcurrió prácticamente igual que las horas anteriores al recreo; Lola sin quitar la vista de encima a Albert y Robert, Jimmy planeando cómo y cuándo entregarle la mariquita a Ronie y esta última cotorreando con su nueva amiga y vecina de pupitre Hannah.

Sonó la sirena por última vez en el día para anunciar el final de las clases. Los niños salieron corriendo mientras Lola recitaba los deberes para el día siguiente con la certeza de que ninguno le estaba haciendo caso. Jimmy y Ronie bajaron juntos las escaleras y se dirigieron a la entrada en busca de sus respectivas madres. El corazón de Jimmy empezaba a latir cada vez más deprisa, era consciente de que esta era su última oportunidad. Llegaron a la rampa donde se habían encontrado esa mañana. Se quedaron uno enfrente del otro mirándose hasta que, por una vez, Jimmy rompió el silencio.

—Ronie, quiero decirte una cosa. Tú eres la persona más especial que conozco y...

—¡Ronie! Cariño, tenemos que ir a recoger a tu padre, date prisa —apremió su madre que la esperaba al otro lado de la verja que rodeaba el colegio.

—¡Ya voy, mamá! Lo siento, Jimmy, tengo que irme corriendo. Pero no te olvides de lo que me ibas a decir —gritó mientras bajaba la rampa de una carrera en dirección a su madre.

«Como para olvidarlo...» pensó Jimmy que se quedó mirando cómo el coche de su amiga-novia se alejaba. Soltó un suspiro de derrota y se dirigió hacia el coche de su madre, que le esperaba con una sonrisa.

—¡Qué orgullosa estoy de ti! —exclamó.

«Yo no tanto...» pensó abrochándose el cinturón.

Se pasó todo el viaje en silencio, aunque no era como las otras veces, estaba desanimado, no pensativo. Llegaron a casa, Jimmy se bajó del coche y se dirigió en piloto automático hacia su habitación. «La he fastidiado. He perdido mi oportunidad... ahora es demasiado tarde...».

 

—¡No es demasiado tarde!

Una voz proveniente del salón le sacó de su ensimismamiento. Fue corriendo al salón, donde su madre había dejado encendida la tele mientras preparaba la comida. Jimmy se quedó totalmente absorto con la escena. Un hombre que vestía un esmoquin muy elegante escenificaba una escena romántica declarándose a su amada.

—¡Nunca es demasiado tarde! —Jimmy sintió que le estaba hablando a él—. Lo que siento por ti no ha cambiado. Quiero estar contigo. Tú eres la razón de mi felicidad... Eres la chica más especial que conozco y quiero pasar el resto de mi vida contigo.

Jimmy abrió los ojos como platos, se sentía completamente identificado con aquella escena. En ese momento supo lo que debía hacer.

Fue corriendo a su habitación, abrió el armario y sacó un esmoquin que sus padres le habían comprado el año pasado. Se cambió, cogió la caja con la mariquita y la guardó en el bolsillo. Se puso unos zapatos y por último se dirigió al jardín. Allí recogió varias flores de distintos colores y entonces, y sin avisar a nadie, emprendió el rumbo a casa de Ronie. La gente con la que se cruzaba le miraba intrigada, parecía como si ese pequeño niño se dirigiese a su propia boda.

Se plantó frente a la casa número cuatro, de Ronie. Inspiró hondo, se llevó el ramo de flores a la espalda y apretó el timbre.

—¡Ya voy! —anunció la voz de Yohana desde el interior.

La puerta se abrió. Yohana se quedó de piedra al ver al niño. Unas cuantas flores de colores asomaban por encima de su cabeza. Había cortado el tallo demasiado largo.

—¿Está Ronie? —preguntó Jimmy.

—S-sí, claro —respondió Yohana sin salir de su asombro—. ¡Ronie...!

Ronie fue corriendo hasta la puerta y se puso loca de contenta al ver a Jimmy y el gigante ramo de flores que intentaba esconder a su espalda. Yohana no quería perderse la escena así que fue hasta la cocina y asomó la cabeza para observarles discretamente. Ronie empezó a reírse.

—¿Qué haces aquí?

Jimmy extendió las flores a Ronie.

—Ronie, tú eres la persona más especial que conozco. Siempre me lo paso bien cuando estoy contigo y a veces me pongo tan nervioso que no sé ni lo que hago... Me gustaría que fuera así siempre. Quiero seguir sumando años contigo.

En ese momento el niño apoyó una rodilla en el suelo mientras se llevaba la mano al bolsillo del pantalón y sacó una pequeña cajita del bolsillo, la misma que había llevado consigo durante toda la mañana. Yohana, que no daba crédito a lo que estaba viendo, abrió los ojos como platos y llamó a toda prisa a su marido en un grito ahogado.

—¡MIKE!

Jimmy abrió la cajita y le entregó la mariquita a Ronie. La niña la recogió con una enorme sonrisa, se fijó en el único lunar que esta tenía dibujado y entendió el mensaje. Volvió a mirar a Jimmy el cual sentía que debía de estar nervioso, creía que estaría muy nervioso, pero al verla ahí en frente, con esa enorme sonrisa, y con su regalo en la mano solo podía sentir felicidad. La niña le extendió una mano y ayudó a Jimmy a levantarse. Se inclinó hacia delante y le dio un beso en la mejilla. Jimmy se puso rojo como un tomate.

—Yo también —respondió Ronie.

YO CUIDARÉ DE TI

Junio de 2001

—¡VAMOS, JIMMY! —gritaba Ronie. A su lado, en las gradas, el resto de sus compañeros también vociferaban animando.

—¡VAMOS, ALBERT! —gritó Robert mientras intentaba zarandear (sin éxito) la valla que les separaba de la pista.

Hacía un par de años, James, el padre de Jimmy, había insistido en que tenía que apuntarse a alguna actividad extraescolar y la elegida fue atletismo. Todo gracias a Albert, quien le convenció de que sería lo menos aburrido básicamente porque él también iba a apuntarse. Era eso o kárate, pero la complexión fibrosa de su rubio amigo no le hacía el más indicado para dicha actividad. Ese era el primer año que los alumnos de tercero del colegio Montreal llegaban a la final de atletismo y para celebrarlo habían trasladado a toda la clase para que apoyase a sus compañeros. Pese al calor que hacía todos saltaban y animaban con una energía ejemplar. No era para menos, puesto que sus amigos se estaban dejando la piel en cada prueba.

Tocaban los mil metros lisos, prueba en la que Jimmy destacaba sobre los demás, aunque Albert se lo pusiese un poco más difícil. Cuando sonó el disparo todos salieron corriendo a toda velocidad. A falta de unos metros, Albert adelantó a Jimmy.

—¡VAMOS, JIMMY! —gritó Robert como si le fuera la vida en ello.

—¿A quién estás animando? —preguntó Robin.

—Al que vaya perdiendo. Los dos son mis amigos, no puedo elegir —respondió girándose hacia ella.

En ese momento Jimmy volvió a pasar a Albert. Las chicas empezaron a saltar y a aplaudir como locas. Robert se giró rápidamente.

—¡VAMOS ALBEEEEERT!

Cuando la prueba terminó procedieron a comunicar los resultados. Los estudiantes del colegio Montreal se alzaron victoriosos con la medalla de oro por equipos. A nivel individual Jimmy se hizo con la medalla de oro en los mil metros lisos, mientras que Albert se hizo con la medalla de plata en esa misma disciplina, de oro en salto de longitud y en salto de altura. En la categoría femenina, Cecily y Robin habían salido victoriosas en cien metros vallas y salto de longitud con medalla de oro y de plata respectivamente.

El director del colegio no podía estar más contento, tal era su devoción que en pleno mes de junio llevaba puesto su jersey con el logo del equipo de atletismo del colegio. Lo había encargado el invierno pasado al ver los buenos resultados que estaban teniendo «sus chicos» (como empezó a llamarles) y no había especificado curso para que «fuese atemporal» (también dicho por él mismo).

—Mis chicos... ¡Qué orgulloso estoy de vosotros! —dijo con los ojos vidriosos y la frente llena de sudor—. Vamos a inmortalizar este glorioso momento. Poneos todos juntos.

—Nosotros también queremos salir en la foto —protestó Robert desde el otro lado de la valla.

—Tenéis razón, este acontecimiento es muy importante. Venid todos.

Los chicos corrieron hacia sus compañeros e ignoraron al director que pedía un poco de orden para poder sacar la foto. Lo primero era felicitar a sus amigos.

Después de la ceremonia recogieron sus cosas, sacaron sus respectivos bocatas de las mochilas y siguieron a el director hasta el autobús que les llevaría de vuelta a casa mientras este les contaba batallitas de su juventud, sobre cómo a él le hubiese gustado hacer atletismo... aunque nadie le estaba prestando atención. Todos estaban tan cansados que la mayoría de los chicos se durmieron durante el viaje. Cuando llegaron el director se despidió de ellos felicitándoles por millonésima vez.

—¡Recordad que la semana que viene es el campamento! Portaos bien... —les recordó aunque, para variar, nadie estaba escuchando.

—Ronie, date prisa, vamos a llegar tarde.

La voz de su madre la apremió desde la parte de abajo de las escaleras.

—Ya voy —respondió la niña que estaba de rodillas frente a su cama tomando una difícil decisión. Era la primera vez que iba a estar tanto tiempo fuera de casa, sin ver a sus padres, y había alguien a quien no sabía si llevar consigo durante ese tiempo para que la acompañase; su osita de peluche.

—Venga, seguro que te diviertes mucho y estarás en casa otra vez en menos que se dice pío...

Era difícil saber si decía eso para convencer a su peluche o a sí misma. Se mordió el labio inferior y tras unos instantes tomo una decisión.

—Por fin, estaba a punto de subir a buscarte —dijo su madre cuando la vio bajar las escaleras. Entonces se fijó en la figura de felpa que llevaba abrazada al pecho—. ¿Te llevas a Franky?

Ronie asintió.

—Nos divertiremos mucho...

Yohana conocía tanto a Ronie que no necesitaba que le dijese nada para saber que le pasaba algo. En este caso, entre lo que había tardado en prepararse y lo poco habladora que estaba sabía que se debía a los nervios.

—Escucha, sé que parece mucho tiempo, pero te lo pasarás en grande. Vas a estar con tus compañeros, con tus amigos, con Jimmy. —Su madre sonrió con entusiasmo para animarla y le sacó una pequeña sonrisa a Ronie—. Aprenderás un montón de cosas interesantes y en el futuro cuando te acuerdes de estos días lo recordarás con cariño. Te lo prometo. —Acto seguido le dio un beso en la frente.

Subieron al coche y enseguida llegaron al colegio. A la entrada esperaba un enorme autobús repleto de niños que miraban por la ventana a sus padres y agitaban los brazos dramáticamente para despedirse de ellos. Yohana cogió de la mano a Ronie y se acercó a Max, el profesor de educación física, que era quien iba a acompañarles hasta su destino.

—Ronie, al fin. Empezaba a pensar que no venías.

—Lo siento, no encontraba las llaves del coche —se disculpó Yohana guiñándole un ojo a su hija, que sonrió divertida.

—Como dijo alguien una vez, «los últimos serán los primeros»; tendrás que ponerte delante —dijo Max.

—No hay problema. Te quiero mucho, cielo —dijo Yohana abrazando a su hija—. Pasadlo bien, ¿vale?

Ronie sonrió y se dirigió a la puerta del autobús. A medida que subía los peldaños el zumbido que se oía en el exterior se fue convirtiendo en decenas de voces que rebotaban en las paredes del vehículo. Ronie echó un vistazo en busca de Jimmy, pero no hubo suerte. Se sentó junto a la ventana y miró a su madre desde allí, que aún le dedicaba su mejor sonrisa. Ronie miró a su alrededor estirando el cuello todo lo que pudo en un segundo intento por encontrar a su Romeo y al final optó por ponerse de rodillas en el asiento. Desde allí podía ver a todo el mundo. Las primeras caras amigas que localizó fueron Ralph y Oscar, que se sentaban detrás de ella. Un par de filas más atrás Hannah y Zoey, Cecily y Tamara detrás de ellas y al final de la fila Rachel y Robin. Al otro lado Álex y Christopher (los mellizos), James y Martín y detrás de ellos ahí estaban, Jimmy y Albert. Ronie sonrió. Debían de ser los únicos en todo el autobús que estaban en silencio. Estaba a punto de saludarles cuando su compañero de viaje apareció.

—Robert, ponte aquí con Ronie. Ronie, siéntate bien —la regañó Max mientras empezaba a contar a los alumnos—. Ya estamos todos, podemos irnos.

—¡BIEEEEEEEEEEEEEN!

El chillido de todas las voces al unísono estuvo a punto de dejar a Max sordo.

—Todos los años lo mismo, maldita sea... ¿por qué no aprenderé a decirlo en voz baja? —refunfuñó mientras se rascaba la oreja. Se giró y miró al chico que estaba a su lado, tieso como un palo con las manos clavadas al asiento—. Robert, el cinturón de seguridad es obligatorio, póntelo.

Robert obedeció y al «clic» de su cinturón le siguió el eco del de sus compañeros por todo el autobús.

—Nunca falla —dijo Max mientras se sentaba en la primera fila junto al conductor.

El autobús arrancó y todos los niños comenzaron a despedirse de sus padres como si de un pelotón que va a la guerra se tratase. A medida que se alejaban de sus progenitores el bullicio fue convirtiéndose en un murmullo que terminó en un sepulcral silencio cuando les perdieron de vista.

La primera media hora de viaje la pasaron todos callados, el único sonido que bailaba en el interior del autobús eran las canciones de la radio. Max intentaba sacar temas de conversación para charlar con el conductor, pero al cabo de un rato se quedaban otra vez silencio. Unos kilómetros más tarde una pareja de asientos empezó a jugar a veo veo, al principio casi susurrando pero poco a poco se iban emocionando tanto que acabaron dando voces. Max se levantaba de vez en cuando de su asiento para recordarles que bajasen el volumen. Aunque dadas las circunstancias lo prefería a seguir más tiempo en silencio. Ronie observaba el paisaje por la ventana. Cómo los árboles, la carretera y las señales de tráfico se difuminaban al pasar a su lado. Se imaginó que el autobús estaba moviéndose en el sitio y que era el resto del mundo el que avanzaba, como cuando se montaba en un tiovivo. Aunque pensándolo bien cuando se bajaba del tiovivo estaba en el mismo sitio que cuando se subía, así que no podía ser. Pensó que ojalá cuando llegase a su destino su madre y su padre estuvieran allí esperándola, eso le gustaría. Un suspiro (el quinto que escuchaba en lo que iba de viaje) la sacó de sus pensamientos. Ronie miró a su compañero de viaje que estaba de brazos cruzados hundido en el asiento con la mirada fija en el suelo. Escuchó las voces de sus compañeros, los que seguían jugando a veo veo y los que gracias a la iniciativa de estos se habían animado a empezar a charlar. Normalmente Robert se encontraría en ese grupo, es más, habría sido él quien propusiese jugar a algo, pero en vez de eso se había pasado todo el viaje en silencio y de morros.

 

—¿Te mareas? —aventuró a preguntar Ronie.

—¿Qué?

—¿No quieres mirar por la ventanilla por si te mareas? A mí también me pasa a veces, por eso mi mamá me puso una moneda en el ombligo —dijo enseñándole la moneda que llevaba cubierta con un esparadrapo tapándole el ombligo—. Dice que si no me la quito en todo el camino no me marearé. A lo mejor podemos encontrar otra moneda para que te la pongas tú también...

—No, no es eso, es que... este campamento es un rollo.

—Mi mamá dice que cuando me acuerde de estos días me pondré muy contenta. La verdad es que yo tampoco quería venir porque nunca he estado tanto tiempo lejos de mis padres y les echo mucho de menos... por eso me he traído a Franky.

Robert miró el peluche que iba sentado al lado de Ronie.

—¡Ja! Yo no tengo peluches desde que tenía cinco años —dijo Robert intentando presumir de lo mayor que le hacía ese hecho, pero vio que a su amiga no le impresionaba esa actitud—. Yo... también echo de menos a mis padres... —confesó en un hilo de voz—. Esta semana íbamos a estar los tres juntos por mi cumpleaños. Están divorciados, ¿sabes? Nunca hemos pasado el cumpleaños los tres juntos, bueno, al menos yo no lo recuerdo, y esta vez iba a ser diferente... pero justo esta semana tenía que ser el estúpido campamento —dijo poniéndose otra vez de morros.

—¿Cuándo es tu cumpleaños?

—El sábado.

—Entonces aún estás a tiempo de pasarlo con ellos. ¡Puede que vengan a verte para celebrarlo!

—No, no lo creo. Mis padres solo vendrían si hiciese algo muy gordo... ¡eso es!

Una bombilla pareció encenderse sobre la cabeza de Robert. Una enorme y habitual sonrisa traviesa volvió a decorar su rostro.

—Tengo que pensar. Gracias, Ronie.

La niña sonrió contenta de haber ayudado a su amigo. El viaje transcurrió con normalidad, ya nadie jugaba a veo veo y pocos quedaban charlando entre ellos. Ralph preguntaba de vez en cuando si faltaba mucho, a lo que Max respondía siempre diciendo que no.

—¡Mirad, el lago! —anunció Robin pegando la cara a la ventanilla.

Todos sus compañeros quisieron hacer lo mismo y como podían se incorporaban del asiento sin llegar a quitarse el cinturón para verlo.

—Chicos, chicos, menos alboroto. ¿Ves cómo falta poco, Ralph?

La emoción se palpaba en el aire. Robert seguía tramando su misterioso plan mientras Ronie miraba por la ventana admirando el paisaje. El lago estaba rodeado por un bosque a un lado y las montañas por el otro. Nunca había visto un sitio igual. Rachel, al fondo del autobús, tampoco perdía detalle de nada y se pasó un cuarto de hora asegurándose de que ninguno de sus compañeros lo hiciera, en especial su amiga Hannah.

—Mira, Hannah, ¡cabras! Y allí hay una casa. Hannah, mira, eso es un roble. Y un águila, una granja...

—Rachel, me siento delante. Todo lo que veas tú yo ya lo he visto —respondió Hannah por fin para el alivio de sus compañeros, que empezaron a reír divertidos.

Cuando llegaron a su destino Max les recordó que para que la experiencia fuese agradable para todos debían llevarse bien unos con otros, respetar el medio ambiente dejando plásticos y demás residuos en un cubo de basura y sobre todo, y lo más importante, respetando y obedeciendo a los monitores del mismo.

—Dicho esto, vamos a bajar ordenadamente para que conozcáis a Félix y... —Antes de que pudiese acabar la frase todos los niños se desabrocharon el cinturón y corrieron por el pasillo del autobús como locos en dirección a las salidas—. Empezamos bien... —suspiró Max.

Abajo, enfrente del autobús, les esperaba una preciosa chica de ojos castaños y una enorme melena rubia junto a un chico rubio con el pelo alborotado y ojos azules. Llevaban puesto un uniforme del campamento y les miraban sonrientes.

—¡Hola a todos! Me llamo Félix y esta es Marcia, mi novia. Nosotros seremos vuestros monitores durante el campamento.

—Esperamos que hayáis tenido un buen viaje y que vengáis dispuestos a portaros muy bien y a divertiros —añadió la chica de melena rubia.

—Parece Rapunzel —soltó espontáneamente Ronie. Sus compañeros se rieron.

—A diferencia de la historia, si aquí estáis en apuros será ella quien os rescate. Bueno, o yo... pero esperemos no tener que llegar a eso. Bien, ¿quién quiere instalarse en las cabañas? —preguntó Félix con dramático entusiasmo consiguiendo el efecto deseado, ya que todos los niños empezaron a dar saltos y a gritar «¡yo!».

—Coged vuestras mochilas y seguidnos. Los chicos id con Félix, las chicas conmigo. ¡Vamos!

Ronie obedeció y al recoger su mochila (que era casi tan grande como ella) se quedó mirando cómo Jimmy se alejaba con Albert y Robert. No había tenido ocasión de hablar con él pero esperaba poder hacerlo a lo largo del día.

Avanzaron por un camino de tierra que serpenteaba desde la zona donde les había dejado el autobús hasta llegar a una valla de madera que encerraba en su interior una gran llanura de hierba con una hoguera en el centro, y al fondo a los lados un grupo de cabañas. Los chicos estaban distribuidos en las de la parte derecha, mientras que en la izquierda estaban las chicas. Marcia les indicó que fuesen entrando en grupos de seis y que se repartiesen las literas.

—Dentro tenéis una sorpresa.

Efectivamente, encima de cada litera tenían un precioso disfraz de india. Las chicas empezaron a repartirse dónde dormirían y cuando quiso darse cuenta Ronie se había quedado sin sitio. Ronie se quedó de pie mirando a sus compañeras que se estaban poniendo el vestido sin saber qué hacer. En cuanto Marcia se percató se acercó hacia ella.

—Vaya, veo que somos una más... ¿Cómo te llamas, cielo?

—Ronie.

—Bien, Ronie, ven conmigo. Estarás en la cabaña de al lado, ¡con una cama para ti sola! —dijo como si fuera algo especial y eso le pareció a Ronie—. Además tendrás ocasión de hacer nuevos amigos ya que estarás con chicas de otro colegio, verás qué bien. —Ronie acompañó a Marcia hasta la cabaña de al lado—. Niñas, os presento a Ronie. Es del colegio Montreal, pero no había literas para todas. Se quedará con vosotras en esta habitación, ¿vale? Tu cama es esa de allí —dijo indicándole con el dedo la cama que se encontraba al lado de la ventana, que era la más grande.

—Jo, ahí quería ponerme yo... —dijo una de las chicas, tenía el pelo negro y ojos claros.

—Mirta, sin rechistar... os veré dentro de un rato para las actividades, podéis ir colocando vuestras cosas.

Las cuatro chicas que se encontraban en la habitación empezaron a cuchichear entre ellas mientras Ronie dejaba sus cosas. Cogió el vestido de india para ponérselo pero entonces recordó que no se había quitado la moneda. Levantó la camisa de color rosa que llevaba y con cuidado empezó a despegar el esparadrapo, algo que no pasó inadvertido para una de sus compañeras de habitación, que rápidamente se lo comunicó a las demás. Todas empezaron a reírse.

—¿Se puede saber qué es eso? —preguntó la más delgada de todas. Ronie no se percató de que la pregunta iba dirigida a ella—. Hablo contigo —insistió la rubia.

—Oh, ¿esto? Es una moneda para el mareo. Me la puso mi mamá, dice que si no me la quito...

De pronto las cuatro chicas estallaron en carcajadas.

—¡Qué tontería! —dijo la pelirroja.

—No me lo puedo creer —continuó la morena.

Ronie se quedó desconcertada. No sabía por qué se reían, o si había dicho algo que fuese gracioso.