Si tiene que ser...

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Jimmy les miraba y se preguntaba si era así como se portaban los novios. De pronto una suave vocecilla que le llamaba le sacó de sus pensamientos. Miró a su alrededor, pero no vio a nadie.

—¡Jimmy! —insistió la voz y le dio un tirón del pantalón. Jimmy bajó la vista y se encontró con una cara ya conocida.

—Ronie, ¿qué estás haciendo? —preguntó agachándose para hablar mejor con ella.

—Me aburro, aquí no se puede jugar, ni hablar... vamos fuera.

A Jimmy se le heló la sangre. Miró a Cency la cual solo tenía ojos para su crucigrama, aunque le daba la sensación de que se estaba quedando dormida y de nuevo a Ronie, que le miraba expectante.

—¿Qui-quieres que nos vayamos?

Ronie asintió.

—¡Pero es una locura! —dijo poniéndose nervioso.

—Que va, solo tenemos que gatear hasta la puerta. ¡Es muy fácil! Sígueme —dijo Ronie reptando por debajo de su mesa. Jimmy ya no tenía tiempo para dudar. Se escurrió debajo de la mesa todo lo rápido que pudo y siguió a Ronie hacia la puerta. La única que pareció percatarse del inicio de su aventura fue Hannah, que les observó en silencio desde su asiento. Cuando llegaron a la puerta Ronie se levantó y poniéndose de puntillas bajó la manilla, se colaron por un pequeño hueco y cerró la puerta de nuevo sin hacer ruido.

—¡Lo conseguimos! —celebró alzando los brazos.

Jimmy sentía como si se hubiese fugado de prisión, el corazón le iba a mil por hora.

—Bueno, ¿y ahora qué hacemos? —preguntó la niña.

—Pero si has sido tú la que quería salir.

—Ah, es verdad... —Ronie se quedó pensando unos minutos mientras Jimmy la miraba atónito. Se había convertido en un fugitivo pero estando con ella resultaba divertido y emocionante. Pensó entonces que tal vez ellos podrían ser novios. «Pero tienes que pedírselo». Las palabras de Robert resonaron en su cabeza de forma inconsciente dejándole petrificado. Es verdad, si quería ser su novio tendría que pedírselo, pero Jimmy no sentía que pudiese hacerlo. ¡Necesitaría un millón de años para hacerse con el valor suficiente!

—Ya sé —anunció Ronie—. Vamos a disfrazarnos. Me ayudarás a encontrar un disfraz de princesa. Tú puedes ser caballero si quieres. O princesa, no me importa. Lo primero que necesita una princesa es una varita, así que... ¡vamos a buscarla! —dijo emprendiendo la marcha hacia el aula de música.

Jimmy la siguió y pensó que sin duda él sería su escudero.

Era la primera vez que entraban ellos dos solos en el aula y sin la presencia de sus compañeros de clase correteando por la habitación parecía enorme. Estaba decorada con dibujos de instrumentos, cuadros con portadas de discos y compositores de música clásica.

—Yo miraré por aquí, tú busca en la otra habitación.

Jimmy no sabía qué estaba buscando exactamente pero aun así obedeció y se dirigió a la puerta que había a su izquierda, donde su padre guardaba algunos instrumentos, la radio, discos... Su padre era el profesor de música del colegio pero nunca antes había entrado en el aula a solas con él, solo cuando daban clase. Hurgó entre los cajones del armario que había al fondo buscando algo que se pareciese a una varita pero no hubo suerte. Aunque en el último cajón encontró algo que le dio una idea.

—Yo soy el león, soy el más fiero y el más cazador. Todos tienen miedo y en la selva, solo, solo mando, solo, solo mando, solo, solo mando yo.

Ronie se giró hacia la voz y se encontró con Jimmy, que llevaba una peluca de león en la cabeza. Estaba imitando uno de los números más famosos de su padre. Ronie se echó a reír.

—¡Qué bien te sale!

Jimmy sonrió de satisfacción orgulloso de haberla impresionado.

—He encontrado la varita —dijo mostrándole una flauta—. Lo siguiente que necesita una princesa es una capa. Todos los superhéroes tienen una, ¿sabes?

Jimmy no entendía qué relación tenía una cosa con la otra pero estaba dispuesto a ayudar a Ronie en todo lo que necesitase.

—Eh, tú puedes ser un león, ¡como el de la película! —exclamó la niña.

Jimmy se quedó pensativo. Tenía razón, en la película que puso Cency aparecía una chica pelirroja junto a un hombre de hojalata, un espantapájaros y sin duda el personaje más chulo de todos era el león, aunque pensándolo bien era un cobarde... De pronto Jimmy tuvo una idea. Al igual que el león, que acompañaba a Dorothy porque quería ser valiente, él podía acompañar a Ronie y encontrar valor, así podría pedirle ser su novio.

—Está bien —dijo ajustándose la peluca y deseando volverse valiente como el león en su viaje.

Salieron del aula de música no sin antes echar un vistazo al pasillo por si había alguien. Subieron las escaleras al piso de arriba no porque Ronie supiese adónde se dirigía, sino porque sentía curiosidad por ver cómo era la clase de los mayores. Le sorprendió descubrir que no se diferenciaba tanto de la suya, salvo que los dibujos en las paredes estaban mejor hechos que los suyos. Cuando Martin fuese al piso de arriba ya no tendría que explicar que su dibujo no era un extraterrestre sino un plato de brócoli porque dibujaría tan bien que todo el mundo lo sabría. Ronie recorrió toda la habitación fascinada. Se paró a mirar por una de las ventanas, aunque tuvo que subirse a una silla. Jimmy arrastró otra junto a ella y observó las vistas desde allí. Se veía el pabellón, el patio y la entrada al colegio, todo cubierto de blanco por la nieve.

—Qué bonito —suspiró Ronie—. Tengo una idea —dijo bajándose de la silla y arrastrándola delante de la pizarra, amontonó las tizas en el centro y se puso a dibujar. Jimmy se quedó mirándola intentando averiguar qué estaba dibujando. (Por la melena parecía un león).

—¿Qué haces? —preguntó por fin Jimmy.

—Te estoy dibujando.

Jimmy abrió los ojos como platos y se convirtió en el primer león colorado de la historia. Miró el dibujo de nuevo y, efectivamente, era él, con su peluca de león. Rápidamente arrastró la silla que había dejado junto a la ventana delante de la pizarra y con toda la vergüenza del mundo se dispuso a dibujar a Ronie. Se quedó bloqueado un momento con la tiza apoyada en el encerado incapaz de hacer un movimiento. Ronie dibuja muy bien, muchísimo mejor que él y ella era muy guapa, lo que aumentaba la dificultad... ¿Y si no le salía bien? Volvió a mirar a su amiga disimuladamente la cual estaba añadiendo los últimos detalles a su dibujo. Le estaba pintando como un león, y si quería ser más valiente tenía que arriesgarse. Jimmy respiró hondo y empezó a mover la tiza. Al principio su dibujo era abstracto, pero poco a poco fue rellenando los huecos con colores y finalmente ahí estaba: una princesa. Cuando hubo terminado se bajó de la silla para admirar su obra junto a Ronie. Las proporciones no estaba muy bien hechas, pero ni Jimmy ni Ronie sabían lo que significaba la palabra «proporciones», ellos solo veían un león valiente y una princesa. Ronie sonrió de oreja a oreja.

—¡Ha quedado genial! Estamos muy guapos, aunque... —Ronie miró a Jimmy, a la pizarra y de nuevo a Jimmy, que empezaba a ponerse nervioso—. Te falta algo...

Jimmy se quedó de piedra. ¿Le faltaba algo? No se referiría al valor, ¿verdad? Ronie había dibujado un león valiente y al mirarle se había dado cuenta de que él no lo era. Entonces la niña aterrizó delante de él de un salto con un rotulador permanente en la mano.

—Bigotes.

Jimmy miró el dibujo y se fijó en que, efectivamente, el león de la pizarra tenía bigotes en sus mejillas. Se quitó un peso tan grande de los hombros que sintió que iba a salir volando.

—No te muevas... —dijo Ronie guiñando un ojo y mordiéndose la lengua, como si de un cirujano a punto de hacer una incisión se tratase—. ¡Ya está! Ahora eres un león de verdad.

Jimmy intentó reprimir el rubor en sus mejillas, aunque no estaba seguro de cómo se hacía eso. Le alegraba parecer un león, aunque por dentro no se sentía del todo como tal, pero estaba dispuesto a lo que fuera para cambiar eso.

—Eh, fíjate —dijo Ronie corriendo hasta el fondo del aula, donde de un armario entreabierto asomaba una tela roja. Ronie se la ató alrededor del cuello y volvió corriendo junto a Jimmy—. ¡La capa! Ahora solo nos falta la corona.

Bajaron las escaleras, nuevamente Ronie comprobó que no hubiese moros en la costa, y a toda prisa salieron al patio. La nieve les cubría las botas casi por completo. Se dieron de la mano y corrieron rumbo al edificio que se encontraba en la parte de atrás y que era mucho más grande que el suyo. Allí se encontraban el despacho del director, el aula de ciencias, el comedor y los cursos de tercero a sexto. Aunque a Ronie y a Jimmy aún les quedaban tres años antes de estudiar allí oficialmente, estaban a punto de conocer cómo era por dentro. Cuando llegaron a la puerta pegaron la cara al cristal para echar un vistazo. Quedaron boquiabiertos al ver el belén tan grande que había justo enfrente. En su clase solo tenían un pesebre. Sin hacer ruido, abrieron la puerta y se colaron en el interior.

—La corona tiene que estar por aquí —aseguró Ronie—, echemos un vistazo.

Jimmy no sabía muy bien por dónde empezar. Miró a su alrededor, el enorme pasillo y las escaleras que subían a cada lado hasta el piso de arriba y se sintió muy pequeño. Se preguntó si sus padres se habrían sentido así también alguna vez, o ese actor de la tele que tanto le gustaba. Puede que hacerse mayor significase no sentirte pequeño por muy grande que fuese el lugar donde te encontraras. De pronto reparó en una puerta que estaba entreabierta al lado de las escaleras. Estaba muy oscuro pero aun así pudo ver una caja muy grande en la que ponía «OBJETOS PERDIDOS». Jimmy no sabía leer, pero esa caja era la única que tenía algo escrito en ella y eso para él fue señal suficiente de que era lo que estaba buscando. Se puso de puntillas e intentó cogerla, pero estaba en una estantería demasiado alta. Salió al pasillo y llamó a Ronie en voz baja, que se encontraba hurgando en el armario que había junto al belén. Cuando Ronie vio la caja sonrió fascinaba.

 

—¡ERUEKA! ¡La has encontrado! —exclamó loca de contenta—. ¿Cómo la cogemos? —preguntó al darse cuenta de que estaba lejos de su alcance.

—Te ayudaré a subir —dijo Jimmy entrelazando las manos a modo de peldaño. Ronie se agarró al hombro de Jimmy, apoyó un pie en sus manos y trepó hasta la caja. Había objetos de lo más variopintos y entre todos ellos un saquito de terciopelo con un brillante collar plateado dentro. Ronie estaba a punto de cantar victoria cuando unos pasos que se acercaban hasta ellos les sorprendieron.

—¡Baja! —le apresuró Jimmy.

Ronie bajó lo más rápido que pudo pero al hacerlo el collar se le resbaló. Los pasos sonaban cada vez más cerca, así que corrieron a guardarse en una esquina detrás de unas sillas.

El autor de los pasos entró en la sala, que se iluminó al pulsar un interruptor. Se trataba del director del colegio, un hombre de piel oscura y pelo rizado. Llevaba consigo una bufanda y una serie de coches de juguete que depositó en la caja de objetos perdidos que Ronie había examinado hacía escasos minutos. Se disponía a marcharse cuando un destello en el suelo captó su atención. Ante sus pies se encontró con un collar de plata elegantemente decorado. El director se agachó a recogerlo y lo miró detenidamente, después a la caja de objetos perdidos y de nuevo miró el collar que sostenía en su mano.

—A mi hermana le encantará —sentenció dando media vuelta y dejando la habitación a oscuras tras de sí. Sabía que cuando algo iba a parar a la caja de objetos perdidos rara vez volvían a reclamarlo. En sus tres años dirigiendo el centro solo había visto un caso en el que uno de esos objetos se hubiese reencontrado con su dueño.

Cuando se hubo alejado Jimmy y Ronie salieron de su escondite y se asomaron al pasillo.

—Noooo... ¿qué hacemos? Se la ha llevado —se lamentó Ronie retransmitiendo lo que acababa de pasar.

Jimmy observó al hombre meterse en su despacho. No quería que Ronie estuviese triste y no estaba dispuesto a permitir que la aventura fracasase. Su destino dependía de ello.

—Vamos a recuperarla —dijo con una seguridad que no había aflorado hasta ahora.

Avanzaron sigilosamente por el pasillo hasta llegar a la esquina que daba al despacho del director. La puerta estaba abierta y desde allí Jimmy pudo ver el collar, estaba encima del escritorio.

—No podemos acercarnos, nos verá...

Parecían haberse invertido los papeles porque al oírle decir eso Jimmy no dudó en ponerse a cuatro patas y colarse en la habitación. Al llegar a la mesa, que estaba en el centro de la sala, Jimmy fue consciente de lo que acababa de hacer. Estaba acorralado, si el director, que estaba metiendo y sacando papeles de un archivador, se acercaba a la puerta, le pillaría inevitablemente. Jimmy alzó la vista y miró al pasillo, la cabeza de Ronie asomaba a lo lejos detrás de la pared mirándole expectante. Entonces Jimmy supo exactamente lo que debía hacer. Sigiloso como un gato (con peluca de león) se incorporó poco a poco y asomó la cabeza por encima de la mesa para ver dónde se encontraba el director. Seguía revisando papeles en la esquina derecha de la habitación, y justo encima de la mesa tras él se encontraba el collar. Jimmy se dispuso a llevar a cabo su plan. Se deslizó por el lateral de la mesa hasta llegar al teléfono, se puso de puntillas, lo descolgó y empezó a pulsar números. Cuando el teléfono dio tono se agachó y volvió a su posición inicial. Unos segundos después alguien contestó.

—¿Diga?... ¿Hola? ¿Hola? —insistía la voz.

El murmullo del teléfono captó la atención del director que extrañado se acercó a responder.

—Colegio Montreal, ¿en qué puedo ayudarle? ¿Disculpe? No, yo no le he llamado. Le digo que no le he llamado, ¿qué es lo que quiere? ¡Eso quiero saber yo...!

Mientras el director se entretenía con el teléfono Jimmy aprovechó para ir al otro extremo de la mesa, extendió la mano y fue palpando la superficie hasta dar con el collar. «Erueka» dijo para sí mismo.

—Buenos días. ¡He dicho buenos días! —dijo sulfurado el director antes de colgar el teléfono y volver a organizar las carpetas del archivador.

Jimmy guardó el collar en el bolsillo, respiró hondo y salió gateando tan despacio como había entrado. Ronie ya estaba dando saltos de alegría.

—Espera un momento... —dijo el director. Jimmy no se paró a ver si iba dirigido a él o no, se levantó, agarró a Ronie de la mano y empezó a correr como alma que lleva el diablo. Salieron al patio y corrieron por el césped enterrado bajo la nieve hasta llegar a la parte de atrás del pabellón, zona a la que los alumnos habían bautizado como «el patio de las mariquitas» debido a la cantidad de mariquitas que había a partir de primavera.

Jimmy se paró a recuperar el aliento. Le ardía la garganta y el corazón seguía corriendo en su pecho, pero se sentía mejor que nunca. De pronto se dio cuenta de que seguía agarrando a Ronie de la mano, quien, pese a estar exhausta, no podía contener su emoción.

—¡No me lo creo! Lo has conseguido... ¡Eres muy valiente!

Al oírle decir eso, Jimmy se quedó de piedra por un segundo. Tenía razón, no sabía cómo pero de alguna manera había plantado cara a su inseguridad y había conseguido recuperar la corona. Soltó a Ronie, metió la mano en el bolsillo, sacó el collar y lo puso sobre la cabeza de su amiga como si de una tiara se tratase. Habían llegado al final de la aventura, ella era una verdadera princesa y él un león valiente.

—¿Qué tal me queda? —preguntó Ronie.

—Muy bien —respondió Jimmy embelesado.

Ronie sonrió y Jimmy sonrió también.

—Oye, Ronie... —Jimmy respiró hondo y la cogió de las manos—. ¿Quieres ser mi novia?

UN PRESENTE PARA EL FUTURO

Febrero de 1999

Jimmy se había pasado todo el camino en silencio desde que su madre había ido a recogerle hasta llegar a casa. Elizabeth estaba acostumbrada, prácticamente desde que había empezado el curso cada vez que Jimmy se subía al coche era como si se fuese a su propio mundo.

Llegaron a casa, Jimmy dejó las cosas en su habitación y se puso a jugar con sus juguetes mientras Elizabeth y James preparaban la cena. Cuando todos se reunieron para comer Jimmy interrumpió la conversación de sus padres, a la que no estaba prestando atención, con una noticia bomba que soltó como si tal cosa.

—Tengo novia.

Sus padres enmudecieron y le miraron atónitos.

—Vaya, ¿y de quién se trata? —preguntó su madre que aún no se creía lo que acababa de oír. Ignoraban por completo que su pequeño Jamie estuviese interesado en tener novia.

—Ronie —respondió sin más.

Elizabeth recordó la primera vez que la vio en el mercadillo de la plaza. Era la misma niña que acompañaba a Jimmy todos los días a la salida cuando iba a recogerle. Recordó lo contento que estaba él siempre que salía y lo callado que se quedaba durante un rato después de despedirse. Sonrió para sí. «Será cosa de niños» pensó.

—¿Ronie? ¿Verónica Honely? Tendré que ponerle las pilas en música, siempre hace playback con la flauta.

—¡James! —le reprendió divertida su mujer.

A partir de ese día Jimmy y Ronie no solo se veían en clase como hasta entonces, también por las tardes cuando iban a casa del otro a hacer los deberes (aunque a Ronie a veces le costaba concentrarse) y los fines de semana. Los padres de ambos se pusieron de acuerdo para turnarse a la salida e ir a buscarlos después de cenar. Cuando le tocó a Elizabeth recogerles descubrió que Jimmy ya no estaba en silencio cuando se subía al coche porque ya no tenía que despedirse. Las voces y las risas de los niños hablando entre ellos o contándole qué habían hecho en clase le acompañaban durante todo el camino y en casa hasta después de cenar, cuando los padres de Ronie iban a buscarla.

Pasaron las semanas y los meses. Las estaciones cambiaban mientras Jimmy y Ronie seguían igual, jugando y riendo. Daba igual lo que estuviesen haciendo, donde estuviese uno se encontraba el otro. Como Peter Pan y su sombra. Cuando llegaron las vacaciones de verano Ronie se puso loca de contenta. No solo porque eso quería decir que faltaba poco tiempo para su cumpleaños (al cual había invitado a todos sus compañeros el último día de clase) sino porque era su estación favorita del año y, aunque en clase podía ver y estar con Jimmy, no siempre podían hablar todo lo que a ella le gustaría ni jugar cuando les apetecía. Jimmy también estaba entusiasmado aunque tuviese otra forma de demostrarlo. Las palabras seguían sin ser lo suyo cuando se trataba de Ronie o expresar cómo se sentía con ella, todo lo que sabía es que era bueno y que no quería que se acabase nunca.

Cuando llegó el cumpleaños de Ronie ninguno de sus compañeros se presentó. Nadie salvo Jimmy, por supuesto. Entre las vacaciones y que había pasado casi un mes algunos no pudieron o no se acordaron de ir. Pero a Ronie no le importó, porque se comieron la tarta entre ella, sus abuelos, sus padres y Jimmy. Fueron a bañarse a la piscina y después al camping. Y así pasaban los días, con carreras y risas interminables hasta que el sol se iba a dormir, momento en el cual volvían a casa con sus padres.

Al llegar a casa con una sonrisa todavía en su cara Jimmy se tumbó en la cama de su habitación a oscuras y se puso a mirar las pegatinas fluorescentes que tenía en el techo imitando a las estrellas. Respiró hondo y se sintió plenamente en paz. Estaba a punto de dormirse cuando de pronto recordó algo que le hizo levantarse de golpe y correr hacia la pared de su cuarto donde tenía un calendario colgado que su madre se había encargado de colocar en la nueva página.

SEPTIEMBRE

Jimmy abrió los ojos como platos. Esa fecha se acercaba. No su cumpleaños, después del año pasado guardaba un buen recuerdo de aquel día y asumiría como un adulto que pasaría a tener seis años, tal y como le enseñó Ronie. Y esa era precisamente la cuestión. Se dirigió a su escritorio, abrió el cajón y del fondo sacó una pequeña caja que contenía una mariquita de cerámica pintada de negro y rojo, pero sin ningún lunar en su cuerpo. Aún.

Aquel día, en su último cumpleaños, Jimmy tuvo una idea, un deseo más bien, y le había dicho a su madre que quería una mariquita de cerámica totalmente blanca. Cuando llegaron a casa Jimmy se sentó un momento en la cama de su habitación mirando la figura. Al cabo de un rato fue hasta el comedor donde su madre se encontraba leyendo un libro de su autor favorito.

—¿Me ayudas a pintarla? —preguntó en voz baja.

—Claro —sonrió su madre.

Dejó el libro a un lado y mientras Jimmy iba a la cocina, ella se dirigió al garaje a por pinceles y unos botes de pintura de color negro y rojo.

Se sentaron a la mesa, Elizabeth untó el pincel en la pintura roja y con cuidado se lo extendió a Jimmy, que tras dudar unos segundos lo cogió y cuando parecía que se disponía a pintar la mariquita se quedó quieto. Su madre miró con dulzura cómo fruncía los labios. Sabía que estaba nervioso.

—Píntalo —dijo suavemente. Jimmy la miró—. Da una pincelada, luego otra y luego otra.

—Es que... No quiero estropearlo... —admitió Jimmy.

—No pasa nada, si te sales te ayudaré a arreglarlo.

Jimmy miró la seguridad que su madre transmitía con su mirada. Sus palabras le ayudaron a intentarlo, si algo iba mal ella le ayudaría a solucionarlo. Inspiró hondo y apoyó el pincel en la superficie blanca, arrastró con cuidado hacia abajo dejando una línea roja en el medio de esta. Volvió a apoyar de nuevo el pincel junto a la línea roja y volvió a arrastrar hacia abajo.

—Eso es, siempre en la misma dirección —indicó su madre.

Jimmy sonrió, se sentía cada vez más confiado. Continuó con las líneas rojas, su madre hundía el pincel en pintura cada vez que este lo necesitaba y observaba a Jimmy totalmente concentrado en pintar a la perfección esa figura. Desconocía para qué la quería pero era la primera vez que su hijo tenía una iniciativa como esa y la pasión que le ponía le resultaba fascinante. Cuando terminaron con el caparazón Elizabeth cogió un nuevo pincel, untó la punta de negro y Jimmy prosiguió con la cabeza y las patitas. Ahora que la pintura roja se había secado solo faltaba dibujar una línea negra que la dividiese en dos, representando las alas. Jimmy extendió el pincel a su madre.

 

—¿Puedes hacerla tú?

—Por supuesto, cielo.

Elizabeth hundió el pincel en la pintura negra y con un firme movimiento dibujó una línea recta perfecta. Jimmy sonrió al ver lo bien que había quedado.

—Bueno, ahora faltan los lunares. ¿Quieres hacerlos tú? —dijo su madre ofreciéndole de nuevo el pincel, pero Jimmy lo rechazó.

—No.

—Está bien, ¿quieres que los haga yo...?

—No —la interrumpió Jimmy—. No tiene lunares.

Casi un año después ahí se encontraba otra vez, mirando la mariquita de cerámica sin lunares. Pero un aniversario aún más importante se acercaba; el primer día de clase. El día que conoció a Ronie. Razón por la cuál era el momento de dibujar un lunar a la mariquita. El primero de muchos, o eso esperaba Jimmy.

Cuando Jimmy conoció a Ronie su vida cambió por completo. Era la primera vez que conocía a alguien tan divertido y abierto con quien se lo pasaba tan bien. Se sentía feliz todos los días cuando sabía que iba a verla. Gracias a ella era más valiente y había hecho locuras como fugarse de clase. El día de su cumpleaños, cuando Ronie apoyó su mano en la suya, pasó de tener cuatro a cinco años y ese fue el mejor año de su vida. Aquello le hizo desear que fuese así siempre, seguir sumando años con ella, que cada vez que extendiese un dedo ella estuviese ahí. O en este caso, la forma de rememorarlo era con cada lunar de esa mariquita. Puntos negros sobre fondo rojo, igual que el inconfundible lazo que siempre llevaba Ronie en el pelo.

Fue al garaje, se subió en una banqueta y rebuscó entre la estantería hasta encontrar un bote de pintura negro y un pincel pequeño. Volvió a su cuarto, encendió el flexo del escritorio, destapó el bote de pintura y bañó en ella la punta del pincel. Esta vez su madre no estaba con él, no podría ayudarle si algo iba mal, si se salía o lo estropeaba. Pero era algo que tenía que hacer por sí mismo. Visualizó la imagen en su mente antes de empezar y entonces apoyó el pincel en el centro de la mariquita, justo en la línea que su madre había dibujado el año pasado. No dudó ni un segundo, de una sola pasada el lunar estaba hecho. Aunque tenía una forma peculiar, había dibujado medio corazón. Dejó que se secase, metió la mariquita de nuevo en la caja y la guardó en el cajón. Recogió las cosas y se echó otra vez en la cama.

Le costó dormir pensando en cuando se la diese a Ronie, en qué cara pondría, si le gustaría... Una sensación que antaño le resultaba muy familiar le recorría el estómago. «Si solo de pensarlo me pongo nervioso a saber qué será de mí cuando se la dé...». Aún faltaban unos días hasta que empezase el cole, esperaba poder hacerse a la idea hasta entonces. A Jimmy le gustaba ser valiente, a esas alturas no podía desandar lo andado.

Pasaron los días, Jimmy cada vez un poquito más nervioso y repitiéndose que estaba listo, aunque no parecía poder convencerse fácilmente. Hasta que por fin llegó el primer día del curso. Su madre achacó su estrés a que ese año empezaba el colegio de verdad. Iba a ir a primero, donde tendría exámenes y todo. A partir de aquí su carrera estudiantil empezaba, pero Jimmy no podía estar menos preocupado por eso. Preparó la mochila, guardó el almuerzo que le había dejado su madre y volvió a la habitación para coger la caja del escritorio que contenía la razón de su ansiedad. Su padre le estaba esperando fuera junto al coche. Se subieron y pasaron todo el camino en silencio escuchando música clásica en la radio. James echaba un vistazo de vez en cuando al retrovisor para ver a su hijo, que no dejaba de entrelazar los dedos de las manos y morderse el labio. Cuando llegaron a la entrada Jimmy se dispuso a bajar del coche.

—Eh —dijo su padre—. Si te esfuerzas mucho verás cómo todo sale bien.

James obviamente se refería a los estudios, pero Jimmy seguía sin pensar en eso. En ese momento lo único que tenía en mente era la mariquita y cómo dársela a Ronie, así que interpretó el mensaje de ánimo de su padre como un estímulo de valor para llevar a cabo su propósito.

Jimmy subió la rampa hasta la entrada, donde todos los niños se amontonaban esperando a que abriesen las puertas. Miró a su alrededor en busca de Ronie aunque una parte de él temía encontrarla porque, ¿qué haría entonces? De pronto escuchó una voz a su espalda y una cara familiar aterrizó delante de él de un salto.

—¡Qué pasa, Jimmy! ¿Me has echado de menos? —preguntó Robert, uno de sus mejores amigos de toda la vida a quien no había visto durante el último mes de verano. Sus padres estaban separados así que cada dos fines de semana y durante vacaciones se turnaba para ir a verles.

Jimmy se sintió aliviado pensando que aún podía posponer un poco más su encuentro con Ronie.

—Sí, ¿qué tal con tu padre?

—¡Genial! Me ha enseñado a pescar y a hacer nudos. ¿Te lo demuestro con los cordones de tus zapatillas? —dijo dispuesto a enredarlos entre sí.

—Mejor luego —dijo Jimmy cortando sus alas.

—Nadie quiere que se lo enseñe... — protestó Rob.

—Hola, chicos... —saludó la voz más aguda del mundo, casi inaudible. Se trataba de Albert, el otro mejor amigo de Jimmy y Robert. Tenía el pelo rubio cortado en forma de tazón. Albert era el cómplice de Robert a la hora de hacer trastadas, por lo que se pasaba la mayor parte del día con él. Aunque para ser sinceros, era Robert quien organizaba las bromas, Albert solo le acompañaba.

—¡Albert! Se me ha ocurrido la forma perfecta de inaugurar la planta de arriba como los nuevos estudiantes...

—¡Hola a todos! —le interrumpió una alegre y enérgica voz que hizo que a Jimmy le diese un vuelco el corazón.

—Hola, Ronie...

—Hola, Roniiiie —respondió Albert en un susurro y Robert con tono empalagoso para burlarse de Jimmy que había enmudecido. Ronie se rio.

—Oye, Jimmy, ¿estás bien?

—S-sí... estoy bien... ¿por qué lo preguntas? —dijo sin dejar de morderse el labio.

—Estás haciendo cosas raras con la cara.

Pese a que ese día hacía bastante frío Jimmy empezó a sentir cómo su temperatura corporal se elevaba y empezaba a sudar. En ese momento sonó la alarma del patio que indicaba que las clases estaban a punto de comenzar.

—E-estoy bien —zanjó metiéndose para dentro a toda prisa.

Ronie le siguió desconcertada junto a los dos niños. Robert iba explicando su ocurrente plan mientras subían las escaleras. Entraron todos en el aula de primero y se encontraron con una mujer de pelo negro corto que llevaba una bata blanca con su nombre bordado a la altura del bolsillo.

—Buenos días, chicos y chicas. Soy Lola, profesora de idiomas y vuestra tutora durante este curso. Por favor, id sentándoos a medida que paso lista.

Los niños obedecieron, se habían tomado muy en serio lo de cambiar de planta y todos se sentían más mayores y responsables. Bueno, la mayoría. Los primeros en faltar en la lista fueron Robert y Albert. Lola les saltó y continuó dejando sus asientos libres para cuando apareciesen. Jimmy se sentaba en la primera fila, miró hacia atrás y vio a Ronie, que se sentaba en la segunda fila, observando a su alrededor. Como si un sexto sentido la avisase, cuando Jimmy se la quedó mirando la niña le devolvió la mirada junto con una enorme sonrisa saludándole con la mano. Jimmy se giró rápidamente.

—Aunque os conozcáis entre vosotros yo aún estoy empezando, así que haremos lo siguiente: en el orden que estáis sentados os iréis levantando, diciendo vuestros nombres y algo que os guste. Puede ser cualquier cosa. Empezamos.

En ese momento la puerta se abrió y entraron Albert y Robert, el primero con cara de consecuencias y el segundo con una radiante sonrisa que decía «travesura realizada».