Una mirada a Europa

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PRIMERA PARTE

IGLESIA Y MUNDO MODERNO. ELEMENTOS ESENCIALES Y PROBLEMAS DE FONDO

1.

DERRIBAR Y EDIFICAR. LA RESPUESTA DE LA FE A LA CRISIS DE LOS VALORES

EN LA LITERATURA CONTEMPORÁNEA, en las artes figurativas, en películas y representaciones teatrales, prevalece una imagen sombría del hombre. Todo cuanto sea grande y noble despierta a priori sospechas. Debe ser bajado de su pedestal y revalorizado. La moral se juzga hipocresía; la felicidad, autoengaño. Quien se confía con sencillez a la belleza y a la bondad peca de ingenuidad o persigue fines ocultos. La sospecha es la actitud moral legítima; el enmascaramiento es su principal resultado. La crítica de la sociedad es un deber; los peligros que nos amenazan nunca serán descritos de modo suficientemente crudo y espantoso. Sin embargo, la complacencia en lo negativo tiene sus límites.

Al mismo tiempo se difunde un «optimismo obligatorio», del cual no se puede prescindir impunemente. Quien, por ejemplo, se atreve a decir que en el desarrollo de la cultura moderna no todo ha seguido el camino correcto y que en algunos ámbitos esenciales sería necesario reflexionar de nuevo sobre la sabiduría común a las grandes civilizaciones del pasado, yerra en su crítica. Tropezaría de inmediato con una defensa a ultranza de las alternativas fundamentales de la modernidad. La insistencia en lo negativo no hace lícito someter a una discusión seria la convicción de que la directriz esencial del desarrollo histórico es el progreso y que, por tanto, el bien se encuentra solo en el futuro.

La sorprendente ambigüedad de la crítica actual a la sociedad se hace evidente cuando se consideran con atención las actitudes diametralmente opuestas con las que la opinión pública dominante ha reaccionado ante dos sucesos, señalados como los más graves desafíos morales de los últimos años.

El primero ha sido el accidente nuclear de Chernobyl. Quien deseara pasar por persona «ducha» en la materia no ha tenido más remedio que describir con colores sombríos la peligrosidad de lo ocurrido. Era inevitable verlo como una inmensa amenaza para todo ser viviente: la renuncia total a la energía atómica parecía ser la única respuesta adecuada.

El otro acontecimiento está representado por la rápida difusión de la enfermedad viral denominada SIDA. No cabe la menor duda de que como consecuencia de ella han enfermado o muerto más personas que cuantas continúan en peligro por el accidente de Chernobyl, y que la amenaza de este nuevo flagelo de la humanidad hostiga la existencia de todo individuo más de cerca que las centrales atómicas. Pero quien se atreve a decir que la humanidad debería evitar el libertinaje sexual que confiere al SIDA toda su fuerza de propagación y destrucción es considerado por la opinión pública como un oscurantista redomado. Semejante idea solo puede ser tomada con conmiseración y quedar silenciada por los ilustrados de nuestros días. A la luz de este ejemplo distinguimos dos formas de crítica de la sociedad; una permitida, la otra no. Aun la autorizada, solo puede llegar al umbral de ciertas «opciones fundamentales», que no es lícito cuestionar.

LOS PROBLEMAS MORALES DE NUESTRA ÉPOCA: UN DIAGNÓSTICO

El tema que se me ha confiado requiere ciertamente una reflexión que no debe dejarse intimidar por semejantes prohibiciones. Pero creo que sería igualmente erróneo juzgar negativamente todo lo que se refiere a nuestra sociedad y a su situación moral. Es cierto que no es lícito dejarse impresionar por el optimismo superficial de la práctica de ciertas corrientes, pero por otra parte tampoco es permisible ceder a la tentación de ignorar los elementos positivos de nuestro tiempo. Por supuesto, no es posible ofrecer aquí una descripción exhaustiva de la fisonomía moral de nuestra época. Nuestra reflexión tiende más bien a resaltar aquello que es válido y duradero, es decir, aquellas orientaciones básicas mediante las cuales se puede atravesar con éxito el presente y abrir el camino hacia el futuro. Indagaremos aquí sobre los elementos característicos de nuestro tiempo, para delimitar qué bloquea el acceso al sendero justo y qué lo favorece.

En esta primera parte de nuestro análisis no trataremos, por consiguiente, de los vicios y virtudes —que siempre han existido y siempre existirán—, sino de los rasgos más representativos de nuestra época histórica. En la valoración de los aspectos negativos sobresalen dos elementos que no se localizan en períodos de la historia: el terrorismo y la droga. En el lado positivo, se va afirmando una fuerte conciencia moral que se concentra esencialmente en valores propios del ámbito social: libertad para los oprimidos, solidaridad con los pobres y los marginados, paz y reconciliación.

El problema de la droga

Procuremos examinar un poco más de cerca este fenómeno. Recuerdo una discusión con algunos amigos en casa de Ernst Bloch. La conversación había derivado por casualidad hacia el problema de la droga, que entonces —al final de los años sesenta— comenzaba a plantearse netamente. Se discutía acerca de la rápida difusión que esta tenía en el presente, que hubiera sido imposible, por ejemplo, en la Edad Media. Nos parecía insuficiente responder que en aquel tiempo los países productores estaban demasiado lejos. Fenómenos como la difusión de la droga no pueden explicarse mediante condiciones extrínsecas de tal género: se derivan de necesidades o carencias más profundas, de las que depende también el modo en que afrontamos el problema concreto del control de los estupefacientes. Por ello planteé la tesis de que, evidentemente, en el medievo no existía el vacío espiritual que hoy intenta llenarse con la droga. Aún recuerdo la indignación con la que reaccionó la señora Bloch. Bajo el prisma histórico del materialismo dialéctico, para ella era inaceptable la idea de que épocas pasadas pudieran haber sido superiores a la nuestra en aspectos esenciales. Era imposible que en el medievo —época de opresión y de prejuicios religiosos— las masas hubieran podido vivir más felices y con mayor equilibrio interior que en nuestra época, mucho más avanzada en el camino de la liberación. ¡Equivaldría a ver derrumbada toda lógica de la «lucha por la liberación»! Pero, por otra parte, ¿cómo puede explicarse entonces semejante fenómeno? Aquella noche, el problema quedó sin respuesta.

Como no comparto la concepción materialista del mundo, considero aún válida mi tesis de entonces. Pero, por supuesto, esta debe concretarse. Para ello, el propio pensamiento de Ernst Bloch puede ofrecer una premisa interesante.

Bloch sostiene que el mundo de los datos de hecho —la pura y simple facticidad— es un mundo enteramente marcado por el mal. El «principio de esperanza» significa que el hombre se rebela con energía contra la realidad de hecho: se sabe moralmente obligado a superar el corrompido mundo de la facticidad, para edificar otro mejor. Siguiendo tal lógica, habría que decir: la droga es una forma de protesta contra la situación de hecho. Aquel que la consume se niega a resignarse a la pura y simple realidad de hecho, busca un mundo mejor.

El fenómeno de la droga proviene de la desesperación que causa un mundo que es como la «prisión de los acontecimientos», en la cual el hombre, a la larga, no puede resistir. Naturalmente concurren también muchos otros factores: la sed de aventura, el conformismo que induce a hacer aquello que los otros hacen, la habilidad con que se desenvuelven los traficantes y los intermediarios. Pero el núcleo es siempre la protesta contra una realidad sentida como cárcel. El «gran viaje» que los hombres buscan en la droga es también una forma aberrante de mística, la perversión de la aspiración humana al infinito, el rechazo a la insuperabilidad de la inmanencia y el intento de traspasar las barreras de la propia existencia en dirección al infinito. La humilde y paciente aventura de la ascesis, que se aproxima paso a paso hasta el Dios que se inclina hacia nosotros, se sustituye por el poder mágico, por la magia reveladora de la droga; el itinerario moral y religioso, por la aplicación técnica. La droga es la pseudomística de un mundo que no cree, pero que de ningún modo puede prescindir de la ansiedad del alma por el Paraíso.

La droga es, por consiguiente, una señal indicadora de algo más profundo. No solo descubre en nuestra sociedad un vacío, que esta no es capaz de llenar con sus propios medios, sino que atrae también la atención hacia una íntima exigencia del ser humano que, si no encuentra la respuesta acertada, se manifiesta de forma pervertida.

El terrorismo como problema moral

El punto de partida del terrorismo resulta extremadamente afín al de la droga, en su origen se halla también la protesta contra el mundo tal como es, y el deseo de un mundo mejor. En su raíz, el terrorismo representa una forma de exasperación de las inquietudes morales, en cierta medida una suerte de moralismo, sin duda mal orientado, que deviene en una trágica parodia de los auténticos fines y medios de la conducta moral.

No es casual que el terrorismo haya tenido sus inicios en la universidad, precisamente, en el radio de influencia de la teología moderna, entre jóvenes de fuerte formación religiosa. El terrorismo de primera hora fue un apasionado impulso religioso dirigido hacia la dimensión humana, una expectativa mesiánica transformada en fanatismo político. Aunque la fe en la eternidad se perdió o se hizo irrelevante, la unidad de medida de la esperanza ultraterrena no se abandonó, sino que se puso en relación con el mundo presente. Dios dejó de ser un sujeto realmente operante; sin embargo, se buscó aún con mayor fuerza el cumplimiento de sus promesas. «Dios no tiene más brazos que los nuestros»: esto significaba que el cumplimiento de tales promesas podía y debía depender exclusivamente de nosotros.

 

La náusea por el vacío espiritual y moral de nuestra sociedad, la aspiración a lo Totalmente-Otro, la exigencia de una salvación incondicionada sin barreras y sin confines es, por así decirlo, la componente religiosa del fenómeno del terrorismo. Esta le ha conferido el impulso de una apasionada tensión hacia la totalidad, la voluntad de apartarse de cualquier compromiso, la perentoriedad característica de las instancias ideales.

Todo esto se vuelve más peligroso a causa de la resuelta opción inmanentista, que pretende trasladar a la dimensión intramundana la esperanza mesiánica: a cuanto es condicionado se le pide que sea incondicionado; a lo finito, que sea infinito. Esta íntima contradicción ilumina la peculiar tragicidad del fenómeno, en el cual la alta vocación del hombre queda reducida a instrumento de una gran mentira. La inautenticidad de las promesas del terrorismo permanece aún velada a los ojos del terrorista común a causa del íntimo nexo entre esperanza religiosa e intelectualidad moderna.

La intelectualidad moderna sostiene, en primer lugar, que todos los criterios morales tradicionales son «desmitificados» y «desenmascarados» por infundados al ser llevados ante el tribunal de la razón positivista. El lugar de la moral no está en el ser, sino en el futuro. El hombre debe proyectarlo por sí mismo. El único valor moral que efectivamente se acepta está constituido por la sociedad futura, en la cual será plenamente realizado podo aquello que en la actualidad (todavía) no existe. Por eso la moral del momento presente consiste estrictamente en trabajar por esa sociedad del futuro.

Por consiguiente, el nuevo criterio moral sería: moral es aquello que sirve para el advenimiento de la nueva sociedad. Aquello que resulta útil, por otra parte, puede ser determinado con la metodología científica de las estrategias políticas, mediante la psicología y la sociología. La moral se hace «científica», ya no tiene como fin un «fantasma» —el Paraíso—, sino una entidad creada por la iniciativa humana —la nueva era—. De este modo, moral y religión se han convertido en algo «positivo» y «científico». ¿Qué más puede desearse? ¿Es posible maravillarse de que precisamente los jóvenes idealistas se sintiesen inflamados por tales promesas?

Solo a través de un concienzudo análisis se descubre en todo esto la huella del diablo y se oye el eco de su siniestro susurro: «Es moral aquello que crea el futuro»: sobre la base de este criterio hasta el homicidio puede ser «moral»; en el camino que conduce a la plena humanidad, hasta lo más inhumano puede tornarse útil.

En el fondo, esta lógica no es diferente de aquella que dice que para alcanzar «resultados científicos relevantes» es lícito sacrificar embriones. Encierra también un concepto de libertad semejante a aquel que enseña que debe dejarse a la decisión de la mujer el derecho a abortar, si piensa que se constituye un obstáculo para su autorrealización. De este modo, el terrorismo prosigue su curso irrefrenable hacia un campo de batalla un poco más refinado, con la bendición de la ciencia y del espíritu ilustrado.

Ciertamente, el terrorismo brutal de los primeros revolucionarios ha sido marginado en la sociedad occidental. Su amenaza contra los hábitos de vida de estas sociedades era demasiado alta, la inmoralidad de su norma se manifestaba de una forma demasiado abierta. Pero todavía no se han rechazado sus presupuestos fundamentales. Esto es evidente en el hecho de que se recomienda en los países del Tercer Mundo, suficientemente lejanos de nosotros. Hoy como en otro tiempo, quien no defienda su pervivencia en el Tercer Mundo —cosa impensable en el propio ambiente— será juzgado como un ser inmoral. Sostener ideologías militares liberadoras en otros países parece una suerte de compensación moral frente a la búsqueda incansable del bienestar en Occidente, rechazando al tiempo cualquier intento revolucionario que pretendiera cambiarla. Gracias a Dios, la práctica del terrorismo en Europa ha sido frenada de nuevo, pero sus presupuestos espirituales no han sido aún derrotados. Hasta que esto no suceda, esta llama puede encenderse de nuevo en cualquier momento.

La nueva «apertura» a la religión y a la moral

De este modo se nos plantea ahora con fuerza el interrogante sobre cuál es propiamente el error en estos presupuestos espirituales que he caracterizado brevemente. ¿En qué consiste exactamente dicho error?

Antes de analizar las raíces del problema, debemos completar nuestra caracterización de la sociedad contemporánea. Habíamos destacado, entre los fenómenos negativos emergentes, la difusión de la droga y la amenaza del terrorismo; y entre los positivos, una fuerte y nueva exigencia de grandes valores morales, como la libertad, la paz y la justicia. ¿Puede acaso venir de aquí la respuesta a los peligros de nuestro tiempo?

En primer lugar debemos resaltar que los valores considerados especialmente dignos de alabanza son, en gran medida, idénticos a aquellos que fueron y son aún proclamados valores supremos para los representantes de los movimientos violentos.

El abuso empero no desacredita los valores como tales. Es más, la novedad que se abre paso en la nueva generación reside en el hecho de que estos fines son proyectados ahora sobre la actuación política y social, y quedan así privados de su carácter irracional y violento. Se dejan a un lado los cristales de la ideología, y, de este modo, la contemplación del bien puede volver a ser límpida y sensible.

En efecto, se puede saludar este fenómeno como un motivo de esperanza: la voz de Dios en el corazón del hombre puede ser velada o distorsionada, pero nunca cesa de resonar y sabe hallar el camino para dejarse sentir. A este mismo cuadro general y positivo pertenece también la nueva exigencia de recogimiento, de contemplación, de auténtica sacralidad, en definitiva, de contacto con Dios, cuyas señales se hacen perceptibles por doquier.

En este sentido, emergen actitudes y energías que nos dan esperanza. Pero al igual que una fuente debe ser regulada para que no se seque, también estos impulsos tienen necesidad de purificación y de orden para poder ser verdaderamente eficaces.

La nueva demanda religiosa puede dirigirse muy fácilmente hacia el esoterismo; puede evaporarse en el puro romanticismo. Debe enfrentarse a dos barreras muy difíciles de superar. En primer lugar, parece difícil de aceptar la indispensable continuidad de una disciplina estable, la fidelidad a un itinerario lineal, que no se deje engañar abandonando el orden de la voluntad y de la razón por las fáciles compensaciones que puede ofrecer una «técnica de los sentimientos». Más difícil aún parece ser la conjugación de tales demandas en el contexto comunitario de la vida de una «institución» religiosa, en la cual la «religión de sentimientos» se configure en el sentido propio como «fe» y se convierta así en forma y camino comunitarios.

Donde esta doble barrera no es superada, la religión degenera en bien de consumo y no desarrolla ninguna fuerza que vincule la comunidad a los individuos. La razón y la voluntad vienen a menos. Queda el puro sentimiento, y esto es... demasiado poco.

Semejante amenaza concierne a las nuevas demandas morales. Su lado débil es la difundida falta de valores éticos adecuados a la esfera del comportamiento individual. La atención se dirige hacia el plano general, hacia las grandes coordenadas, hacia la dimensión colectiva. Es cierto que la atención a los grupos marginales se manifiesta con frecuencia en la disponibilidad personal para ayudar, que la motivación del servicio y de la asistencia hace surgir iniciativas admirables. Pero en un análisis global se hace notar todavía una carencia de motivaciones personales. Es más fácil defender los derechos y la libertad del propio grupo que practicar en la vida cotidiana la disciplina de la libertad y la caridad paciente con los que sufren, y más difícil aún estar dispuesto a renunciar a los beneficios de la propia libertad individual para dedicarse a este servicio toda la vida.

Es sorprendente cómo, incluso en la Iglesia, se aprecia un debilitamiento en la iniciativa para las diversas formas de servicio. Las órdenes consagradas al cuidado de los enfermos o de los ancianos apenas tienen nuevas vocaciones. Se prefiere actuar de forma más pretenciosa desde el punto de vista «pastoral». Pero ¿hay algo más propiamente «pastoral» que una existencia dedicada gratuitamente al servicio de los que sufren? Por muy importante que sea para tal servicio la cualificación profesional, sin una profunda motivación moral y religiosa este se vuelve árido, se convierte en una simple prestación técnica y deja inacabado el objetivo más importante desde el punto de vista humano.

El lado débil de la disponibilidad moral contemporánea reside sobre todo en la falta de motivaciones personales. Tras ella se esconde, sin embargo, algo mucho más profundo.

En la sociedad que recibe de la técnica su sello de calidad, los valores morales han perdido su evidencia y también su fuerza vinculante. Son, eso sí, objetivos comunes por los cuales todos se entusiasman y enfervorizan; el hecho, empero, de que me obliguen también a mí aun cuando para mí sean desventajosos, cuando ponen en peligro mi propia libertad y mi tranquilidad personal, no parece razonable. De este modo, su finalidad termina por ser totalmente ineficaz, y el impulso retórico con el cual son públicamente exhibidos y propugnados en los discursos es sin duda una forma de compensar su falta de eficacia concreta.

De este modo nos aproximamos de nuevo al interrogante planteado al principio: ¿de dónde parte exactamente el error intrínseco de esa forma de moralidad que desemboca en el terrorismo? Esta insuficiencia es, de hecho, la verdadera raíz de casi todos los problemas de nuestra época, y sus efectos se extienden mucho más allá del ámbito del terrorismo.

ELEMENTOS PARA UNA RESPUESTA

La esencia del fenómeno moral

Intentemos acercarnos gradualmente a la verdadera esencia del problema. Decía antes que el fenómeno moral ha perdido su evidencia propia. En la sociedad moderna, solo una parte muy pequeña de los hombres cree aún en la existencia de los mandamientos divinos, y son muchos menos los individuos convencidos de que estos mandamientos, en caso de que existan, se transmiten infaliblemente a través de la Iglesia, de la comunidad religiosa. La idea de que la voluntad de otro, la voluntad del Creador, nos exija una respuesta, y que en el acuerdo de nuestra voluntad con la Suya resulte justificada nuestra naturaleza, se ha hecho extraña para la mayoría de los hombres. A Dios no le queda otra función que, si acaso, haber dado inicio al cosmos con el Big Bang. Hacer de Dios un ser que actúa entre nosotros y del que el hombre dependa parece una concepción ingenuamente antropomórfica en la que el hombre se sobrevalora a sí mismo.

Ahora bien, la idea de una relación personal entre Dios Creador y cada hombre en particular no está del todo ausente en la historia religiosa y moral de los hombres, aunque en su forma más pura se circunscribe al ámbito de la religión bíblica. Lo que fue patrimonio común de casi toda la humanidad antes de la Época Moderna se dispone objetivamente sobre una única dirección, representada en primer lugar por la convicción de que en el ser del hombre está inscrito un deber-ser, y en segundo lugar, porque de acuerdo con ella el hombre no concibe la moral sobre la base de cálculos utilitaristas, sino que la encuentra prefigurada en la esencia de las cosas.

El escritor y filósofo inglés C. S. Lewis, mucho antes de la aparición del terrorismo y de la explosión del fenómeno de la droga, había atraído la atención sobre el peligro mortal de «la abolición del hombre» representado por el derrumbamiento de los fundamentos de la moral. Con este propósito, Lewis ha subrayado la evidencia, común a toda la humanidad, sobre la cual se funda la dignidad del hombre en cuanto hombre, y nos ha demostrado su permanencia mediante una visión de todas las civilizaciones importantes.

Lewis no se ha referido solo a la herencia moral de los griegos, en la forma expresada en particular por Platón, Aristóteles y la escuela estoica, los cuales intentaban conducir al hombre a percibir la verdad del ser, postulaban la exigencia de una educación en estrecha «afinidad con la razón». Esto recuerda también la noción de Ría del Hinduismo antiguo, que indica la concordancia armónica entre el orden cósmico, las virtudes morales y el ceremonial litúrgico. Nuestro autor subraya de manera particular la doctrina china del Tao: «Este es la naturaleza, el camino, la senda. Es el modo en que todo se mueve... Y también el camino mediante el cual el hombre debería avanzar en la imitación del movimiento cósmico y metacósmico, disponiendo todos sus actos en el horizonte de este gran proyecto»[1]. Por último, el gran novelista llama la atención hacia la ley de Israel, que vincula cosmos e historia y pretende ser la expresión de la verdad del hombre y de las cosas.

 

En el interior de esta sabiduría fundamental que atraviesa las principales civilizaciones, existen diferencias en los aspectos particulares, pero mucho más fuertes que estas diferencias son los aspectos comunes, que se manifiestan como evidencias originarias del vivir humano: la doctrina de los valores objetivos que se expresan en la estructura ontológica del mundo; la creencia en que existen actitudes verdaderas y por tanto buenas, en cuanto se corresponden con el mensaje proveniente del universo; y que del mismo modo existen comportamientos siempre falsos, porque contradicen el ser.

Multitud de personas en la Época Moderna se han dejado convencer por la idea de que las diversas morales del género humano, como también las religiones, se contradicen radicalmente. En ambos casos se ha llegado a la fácil conclusión de que todo esto no es sino invención humana, cuya irracionalidad «finalmente» podrá ser sustituida por conocimientos realmente racionales.

Este diagnóstico resulta empero superficial en extremo. Se apoya en una serie de hechos particulares, vinculados entre sí desordenadamente, y concluye con una banal presuntuosidad. La realidad es, por el contrario, que la intuición fundamental respecto a la densidad moral del ser y a la necesaria armonía de la esencia humana con el mensaje de la naturaleza, es común a todas las grandes civilizaciones, y que por tanto los grandes imperativos morales son también universales. Lewis lo ha expresado con gran vigor: «Aquello que por motivos prácticos he llamado el Tao y que otros podrían llamar ley natural o la moral tradicional o primer principio de la razón práctica o verdades fundamentales, todo eso no es un sistema de valores entre muchos posibles. Es, por el contrario, la fuente única de los juicios de valor. Si no se acepta, queda anulada la posibilidad de cualquier valor. Cualquier valor que sea conservado, exige que esta sea también conservada. El intento de subestimarla y de sustituirla con novedades resulta una contradicción en esencia...»[2].

La abolición del hombre, una falsificación del cientificismo

El problema de la modernidad, o sea, el problema moral de nuestra época, reside en el hecho de haber cortado los nexos con la mencionada evidencia originaria. Para comprender efectivamente cuanto ha sucedido, debemos describirlo de manera un poco más precisa.

Es característico del pensamiento elaborado sobre el modelo de las ciencias naturales sostener que entre el mundo de los sentimientos y el mundo de los hechos se interpone un abismo. Los primeros pertenecen a lo subjetivo; los segundos, a lo objetivo. Ahora bien, los «hechos», o sea, cuanto hay de comprobable más allá de nosotros mismos, no son otra cosa que «datos de hecho», pura facticidad. Atribuir al átomo, además de sus características matemáticas, cualquier tipo de cualidad ulterior, por ejemplo, de naturaleza moral o estética, es solo una fabulación para este tipo de lógica.

Esta reducción de la naturaleza a datos de hecho exhaustivamente penetrables y por ello también manipulables, tiene como consecuencia sin embargo, que ningún mensaje moral proveniente de fuera del dominio de nuestro yo pueda alcanzarnos. El fenómeno moral, como el religioso, se considera perteneciente a la esfera de la subjetividad; no tienen carta de ciudadanía alguna en las dimensiones de la objetividad. Si son subjetivos, son fruto de una opción humana. No nos preceden, somos nosotros quienes los producimos.

Este dinamismo de «objetivación», que hace las cosas perfectamente «cognoscibles» y disponibles a nuestro dominio, no conoce en su esencia límite alguno. Ya Augusto Comte había defendido una «física del hombre». Poco a poco, hasta el objeto más inaccesible de la naturaleza —el hombre—, debía hacerse científicamente comprensible, o sea, ser sometido al modelo cognoscitivo propio de las ciencias naturales. Esto debía realizarse con la misma precisión con la que se analiza la materia[3]. Psicoanálisis y sociología son las modalidades fundamentales para cumplir este postulado. Ahora es posible esclarecer el mecanismo por el cual el hombre ha llegado a la convicción de que la naturaleza expresa una ley moral.

A decir verdad, el hombre sometido a semejantes procedimientos cognoscitivos ya no es un hombre. Tampoco él —de acuerdo con la naturaleza de tal género de conocimiento— puede ser considerado otra cosa que pura facticidad: «Quien lo quiere someter todo a un análisis minucioso, no ve nada más», dice también Lewis[4].

Las teorías de la evolución, desarrolladas hasta convertirse en visiones universales del mundo, confirman este punto de vista e intentan a la vez compensarlo[5]. En este, todo parece carecer de lógica, o más exactamente, parece obedecer a una pura lógica factual. Pero el transcurso mecánico del devenir cósmico puede reconstruirse con la teoría de la casualidad y la necesidad en una cabal teoría de la evolución.

La consecuencia última derivada de la «evolución», la imitación de sus resultados, conduciría a la nueva moral. Los fines de la evolución son la supervivencia y el mejoramiento de las especies. La óptima supervivencia de la especie «hombre» representaría ahora el valor moral fundamental; las reglas para alcanzar tal objetivo, serán los únicos mandatos morales.

Solo en apariencia se vuelven a escuchar las indicaciones morales de la naturaleza. En realidad domina ahora el sin-sentido, puesto que la evolución en sí misma no tiene sentido alguno. Dominan el cálculo y el poder. La moral se desvanece: el hombre como hombre desaparece de la escena. No es posible comprender cómo alguien puede aferrarse a una supervivencia de tal género.

Retornemos a Lewis, que describió este proceso en 1943 con gran penetración. Con estas palabras recuerda el antiguo pacto con la oculta potencia diabólica: «Dame tu alma y tendrás a cambio el poder. Pero una vez entregada nuestra alma, o sea, nosotros mismos, el poder así obtenido ya no nos pertenecerá... Entre las posibilidades del hombre está la de comprenderse como puro “objeto natural”... La verdadera objeción a esto estriba en el hecho de que el hombre que deseara comprenderse a sí mismo como materia bruta quedaría convertido él mismo en materia bruta...»[6]. Lewis formuló esta preocupante advertencia durante la Segunda Guerra Mundial, porque con la destrucción de la moral, también veía amenazada la capacidad de defender la patria del asalto de la barbarie. Sin embargo, fue lo suficientemente objetivo como para añadir: «No pienso aquí exclusivamente, ni siquiera fundamentalmente, en aquellos que en este momento son nuestros adversarios políticos. El proceso que decretará —en caso de que no se frene a tiempo— la abolición del hombre se realiza en los regímenes comunistas y democráticos con la misma evidencia que entre los fascistas...»[7].

Esta advertencia me parece muy importante: las visiones modernas del mundo más contrapuestas tienen un punto de partida común en la negación de la moral natural y en la reducción de la realidad a «puros» datos de hecho. Cuanto conservan, de manera incoherente, de los antiguos valores varía de un caso a otro, pero en el núcleo se hallan bajo la amenaza del mismo peligro.

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