Estética del ensayo

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Z serii: Prismas #11
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El deslizamiento temporal de la verdad o, mejor dicho, del conocimiento, su necesaria residencia en las formas cambiantes, construye también el puente imprescindible entre lo individual y general, entre la subjetividad y la historia: «La experiencia puramente individual, con la que comienza la consciencia porque es aquello que tiene más cercano, está mediada ella misma por la más amplia humanidad histórica».92 La intuición individual propone, pues, a la humanidad histórica los datos de su consciencia, que se convierten así en datos objetivos de trabajo que vuelven luego a la conciencia individual. Es en el transcurrir por este circuito donde se establece el alcance del conocimiento, ya que «el pensamiento tiene profundidad según la profundidad con que penetra la cosa, no según la profundidad con que la reduce a otra cosa».93

Adorno detecta en el ensayo literario algo que luego será consustancial al ensayo fílmico, el hecho de que este se apoya en imágenes contingentes que se convierten en conceptos a través de su puesta en relación de unos con otros, es decir, a través del montaje: «el ensayo asume el impulso antisistemático en su proceder mismo e introduce conceptos sin muchos miramientos, “inmediatamente”, tal como los recibe. Solo son precisados, estos conceptos, a partir de sus relaciones recíprocas».94 El ensayo se fundamenta, pues, en la relación, sobreponiéndose a la tendencia hegemónica hacia el aislamiento que caracterizaba la producción de conocimientos desde Descartes. Y la relación es, en el ensayo fílmico, de carácter dinámico, de manera que se destaca aún más su relevancia, ya que todo queda fijado en los procesos, en los intersticios, que es donde los objetos manifiestan la plenitud de sus condiciones, aquellas que aisladamente permanecían ocultas. El dinamismo relacional del ensayo fílmico obliga a los objetos a desplegarse y mostrar sus múltiples facetas, a través de las que transcurre el proceso reflexivo que el medio instaura, y ello lo hace de forma más eminente que el ensayo literario, donde el movimiento en sí no está formalizado si no es de manera velada en la estructura sintagmática de su desarrollo. Este tipo de movimiento es tan consustancial a la escritura que parece carecer de significado (en poesía, Mallarme tuvo que apelar a la superficie de la página para materializarlo), mientras que en el ámbito de lo fílmico aparece en primer término cuando se apartan, como hace el ensayo, las veladuras del llamado lenguaje clásico, es decir, del proto-lenguaje instalado sobre la potencia de las imágenes para domeñarlas. Aparece entonces en primer término la potencia del collage y del fotomontaje, solo que aumentada por el movimiento que revela aquello que en esos medios parecía menguado, es decir, la operación reflexiva que suponen y a la vez proponen la conjunción de objetos diversos en espacios creados por esa misma conjunción.

Si el modo ensayo se alimenta de conceptos pre-establecidos, el ensayo fílmico lo hace de imágenes ya concebidas de alguna forma u otra. Decía Stanley Kubrick que el cine no fotografía la realidad, sino que fotografía la fotografía de la realidad. Esta fotografía en segunda instancia es la imagen pre-concebida por una mentalidad «fotográfica» que recurre a materiales de alguna manera socialmente imaginados:

… en realidad todos los conceptos se encuentran ya previamente concretados por el lenguaje en el cual se hallan. El ensayo parte de estas significaciones y las desarrolla, en tanto que son esencialmente lenguaje; querría ayudarlo en su relación con los conceptos, y tomar estos de forma inconsciente en el lenguaje.95

Podríamos pensar, en consecuencia, que también los conceptos se encuentran ya previamente concretados por la visualidad que los acoge. Es decir, de la misma manera que, según Lacan, «nacemos en el lenguaje», puesto que el lenguaje nos antecede y así antecede a cualquier conceptualización, también hay una visualidad social y culturalmente estructurada en la que se organizan los conceptos. Así como el ensayo (literario) desconstruye el lenguaje, puesto que lo «ayuda en su relación con los conceptos» (y esta ayuda solo puede venir de volver a darle la vuelta a esta relación: poner la estructura de la relación encima en lugar de dejarla debajo), también el ensayo fílmico desconstruye la relación de los conceptos con la visualidad al visualizar sus propias raíces.

El ensayo rehúye las definiciones estrictas, la fijación de los significados, no solo porque se basa precisamente en lo contrario, en el movimiento, sino también, según Adorno, «porque se da cuenta de que la exigencia de definiciones estrictas sirve, ya hace tiempo, para bandear, mediante manipulaciones que fijan el significado de los conceptos, el elemento perturbador y peligroso de las cosas que habitan en los conceptos».96 Esto pone de relieve el carácter epistemológico del ensayo, su planteamiento alternativo a una forma de pensamiento que se basa en la fijación, en el fetichismo, y que prefiere la seguridad que otorga la actitud reduccionista a la complejidad que supone la aceptación de las muy diversas implicaciones que habitan en los conceptos. Por eso el ensayo, continúa diciendo Adorno,

… otorga más relevancia a la exposición, en comparación con los procedimientos que distinguen el método de la cosa, indiferentes respecto a la presentación de su contenido objetivado. El «cómo» de la expresión ha de salvar de manera precisa aquello que sacrifica la renuncia a la delimitación estricta, sin entregar por ello aquello que se quiere tratar a la arbitrariedad de las significaciones conceptuales decretadas de una vez por todas.97

La clave reside en el «cómo» de la exposición, en el modo de exposición. Es ahí donde el ensayo soluciona el problema que supone alejarse de la seguridad que otorgan las definiciones estrictas, sin tener que ceder a la tendencia a las significaciones cerradas. Por ello, otorgar relevancia al modo de exposición es crucial. Como fundamental es también no distinguir el método de la cosa, para permitir hablar a la cosa. Hay que entender que el método produce la cosa, o una de las muchas variaciones posibles de la cosa. O quizá debamos ser más radicales y plantearnos que hay una cosa para cada método, que el método, en realidad, es un constructor de mundos, a partir de un magma primigenio. Sustituir la delimitación estricta por el «cómo» (la forma) significa tratar de establecer una precisión extendida en el tiempo, durativa, en contra de una precisión intemporal, aislada, contenida en sí misma. El modo de exposición conduce a la cosa y a su discurso de una determinada manera que no es metodológica en el sentido estricto, sino estilística, entendiendo el estilo como la configuración del sujeto que a través del método conversa con la cosa.

Esta temporalidad del saber, este desplegamiento, en contra del tradicional replegamiento que suponen las formas de reflexión hegemónicas, implica, además de la exhaustiva interacción de los conceptos en el proceso de la experiencia intelectual,98 que «el pensamiento no avanza en él de manera unidireccional, sino que los diversos momentos se tejen entrelazados como en un tapiz. De la densidad de estos entrelazamientos depende la fecundidad del pensamiento».99 Recordemos, a este respecto, el estudio de Deleuze sobre el pliegue barroco, así como el concepto de pensamiento rizomático también de Deleuze, esta vez en colaboración con Guattari. ¿De qué manera el audiovisual contribuye a este tipo de operatividad del pensamiento? En el momento en que los encadenamientos de imágenes pierden la consistencia que les otorga los procedimientos metonímicos del montaje clásico, las relaciones entre ellas se establecen mediante cruzamientos y constelaciones: aparecen nuevos niveles espaciales que se superponen unos a otros: la linealidad proverbial de la metonimia, anclada en la contigüidad, da paso a la multidimensionalidad de la analogía, de los procedimientos proto-metafóricos. Por otro lado, las relaciones que se establecen entre la imagen y el sonido cuando este no está anclado en la propia imagen como una dimensión necesaria de esta establecen también una serie de plegamientos, de persecuciones que se deslizan de un espacio, el del sonido, a otro, el de la imagen, y viceversa. «En realidad el pensador no piensa, según Adorno, sino que se convierte en el escenario de la experiencia intelectual sin ahogarla».100 Esta escenificación de la experiencia intelectual de la que habla Adorno se produce de forma más efectiva en el ámbito del ensayo audiovisual, en el que son las conformaciones de esa experiencia las que se ofrecen en primer término al espectador como plataforma del pensar que se desliza en su interior. Lo que en el ensayo literario se insinúa, es decir, la materialización de un proceso que se coloca por encima de lo procesado como si se le diera la vuelta a un calcetín, es el acto constitutivo del ensayo fílmico, donde el sujeto vuelca hacia el exterior el escenario desconstruido de aquella intimidad en la que el literato todavía trabajaba: «el ensayo escoge la experiencia intelectual como modelo, aunque sin imitarla simplemente como forma reflejada; la somete a mediación a través de su propia organización conceptual; su procedimiento, si quiere, es metódicamente ametódico».101 Por esta afinidad con la experiencia intelectual entendida en su sentido básico, fundamentador, el ensayo debe pagar el precio de la inseguridad que el pensamiento establecido tanto teme. Pero la contrapartida a esta inseguridad, es decir, la contrapartida a la certeza que se pierde, la encuentra el ensayo en la posibilidad de hacerse a sí mismo e ir más allá de sus propios límites sin tener que caer en la búsqueda obsesiva de fundamentos.102 Obviamente el método contrae los conceptos, mientras que el ensayo los expande, de manera que se hace necesario contemplarlos de manera estructurada, para que se apoyen mutuamente y se articulen en relación unos con otros: «en el ensayo se juntan en un todo legible elementos discretos, diferenciados y contrapuestos, aunque el ensayo no sea, sin embargo, ni andamio ni construcción, ya que los elementos cristalizan en su configuración por su movimiento».103 El método diluye la importancia de los elementos diferenciados o contrapuestos, ya sea porque los resume en la línea hegemónica de su discurso o porque simplemente los expulsa de él. El ensayo, por el contrario, los asimila, aunque no para establecer una arquitectura estable, una construcción total sostenida por esas piezas dispares, sino que en realidad los elementos extemporáneos cobran vida y significado en el mismo proceso de establecer contacto con los demás, en una operación que destruye a la vez que crea los entramados conceptuales. Es así como el ensayo supone «un campo de fuerzas, de la misma manera que, bajo la mirada del ensayo, todo producto del espíritu debe transformarse en un campo de fuerzas».104

 

El sueño de Descartes

Llegamos así al punto crucial de la exposición de Adorno: su planteamiento de la forma ensayo como una alternativa a las reglas que Descartes establece en el Discurso del Método y que se hallan en los orígenes de la ciencia occidental y su teoría. La segunda de estas reglas ha sido básica para la construcción de un determinado tipo de pensamiento, se trata de la recomendación de dividir cualquier dificultad en tantas partes como sea necesario para mejor resolverlas. Es de esta manera, afirma Adorno, como se «esboza aquel análisis elemental bajo cuyo signo la teoría tradicional pone en consonancia los esquemas del orden conceptual con las estructuras del ser».105 Hay que subrayar cuánto ha influido en el pensamiento occidental, y no solo en la filosofía, este «atomismo lógico», que no solamente apunta a lo simple, sino también a la inmovilidad de lo simple. El pensamiento cartesiano, por su mecanicismo, impide desarrollar conexiones fluidas o conceptos puente, impide metodológicamente la promoción de un pensamiento arquitectónico basado en configuraciones en constante variación. Es decir, impide el avance del pensamiento hacia formas distintas de las que el propio método constituye como ejercicio trascendental. Promueve, por el contrario, las conclusiones estáticas, ya sean de carácter particular o general. El recurso a la globalidad para exorcizar la atracción de lo particular no es una forma de solucionar el problema, ya que, como indica Adorno, «no es necesario hipostatizar la totalidad como entidad primera ni tampoco el reducto del análisis, los elementos (…) ni los elementos pueden ser desarrollados puramente a partir del todo ni, a la inversa, el todo a partir de los elementos».106 Resta, por tanto, la movilidad entre uno y otro aspecto, una movilidad que se distribuye por la arquitectura levantada a través de su propio movimiento: es el pensamiento en constante movimiento el que impide cualquier tentación hipostatizadora, a la vez que permite, a través de la visión de este movimiento convertido en arquitectura, la captación de conceptos.

La tercera regla cartesiana –conducir por orden los pensamientos, empezando por los objetos más simples y más fáciles de conocer para ir ascendiendo poco a poco, gradualmente, hasta el conocimiento de los más complejos– no solo contradice, como afirma Adorno, la forma ensayo, que parte de lo más complejo y no de lo más simple o conocido, sino que además implica un proceso de pensamiento peculiar que supone que el mundo es fundamentalmente estático y, por lo tanto, no importa la manera en que se aborda, ya que el resultado será siempre el mismo. Un método es la derivación de un pensamiento que renuncia a su propia esencia a favor de un procedimiento estable que perpetúe las características de la reflexión inicial. Parece como si el momento de reflexionar se fuera posponiendo indefinidamente a través de una serie de etapas que habrían de alcanzar lo complejo mediante un proceder escalonado, pero «esta manera de posponer el pensamiento no hace más que impedirlo. Ante la convención de la comprensibilidad, de la idea de verdad como conjunto de efectos, el ensayo obliga a pensar desde un principio la cosa en toda su complejidad».107

La ciencia, según Adorno, se enfrenta a la realidad como a un antagonista al que hay que vencer y, por ello, no entiende la necesidad de un compromiso que, sin embargo, el arte, el impulso estético, establece como su base de actuación. La ciencia pretende que el mundo está hecho a imagen y semejanza de sus propuestas básicas y es así como lo simplifica y fragmenta, falseándolo. El ensayo, por el contrario, buscaría en el ingenio que la ciencia rechaza la herramienta que permite a la cosa manifestarse en su plenitud.

La cuarta regla cartesiana se refiere a la exhaustividad de un pensamiento sistemático considerado necesario para asegurarse de que no se omite nada: Hacer en todo momento enumeraciones completas y revisiones generales. A ella opone Adorno el hecho de que los infinitos aspectos del objeto intelectual solo pueden seleccionarse a partir de la intención de quien procede a conocerlos.108 Indica el filósofo que el ensayo piensa a través de fragmentos porque la realidad está hecha también de fragmentos, pero así como la ciencia trata de disimular las rupturas, es a través de ellas como el ensayo alcanza la unidad.109 No hay que confundir, pues, esta fragmentación del ensayo con la que establece la reducción analítica, ya que lo que en Descartes era consciencia intelectual que pretendía velar por el carácter necesario del conocimiento se transforma en la arbitrariedad de unos principios que es necesario preservar para «satisfacer la exigencia metódica y para dar plausibilidad a todo, sin que sea posible probar su validez o la propia evidencia».110 El ensayo procede a través de fragmentos que provienen de la ruinas de lo real, de la historia convertida en imagen, es decir, del resultado, según Benjamin, de la descomposición de la historia, que no se descompone nunca en historia sino en imágenes.111 El ensayo no es, por consiguiente, un dispositivo analítico, sino sintético.

Mediante el reduccionismo analítico, hay que ir en busca de lo simple, descartando lo complejo. El fragmento por el contrario conlleva las características de lo complejo de lo que es resto. El fragmento es ruina de la complejidad que está patente en ese remanente, mientras que el dato reduccionista no es más que la construcción de lo simple, borrando todo lo complejo.

Adorno, citando a Max Bense, indica que «escribir ensayísticamente quiere decir proceder de manera experimental, es decir, retornar sobre el objeto una y otra vez, interrogarlo, tantearlo, examinarlo, pensarlo de cabo a rabo, atacarlo desde diferentes lados, captar aquello que uno ve en él con los ojos del intelecto y trasladar a palabras aquello que el objeto permite ver en las condiciones creadas por la escritura».112 El film-ensayo, por su parte, interroga al objeto visualmente: proyecta sobre él lo que ven los ojos del intelecto. Se trata de una visión sobre otra visión: lo que se ve con los ojos del intelecto se traslada a la imagen, es decir, se traslada a imágenes aquello que «el objeto permite ver en las condiciones creadas…», en este caso, por lo visual.

Adorno no hace referencia a la primera regla del método cartesiano: No admitir jamás como verdadero cosa alguna sin conocer con evidencia que lo era, es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención. Pero el método ensayístico tiene también algo que decir al respecto no porque se apoye en la precipitación, sino porque parte de la base de que, como dice el mismo Adorno, aquello que trata de dilucidar es en realidad insoluble y, sin embargo, sigue empeñado en solucionarlo.113 El ensayo no se dirige a lo verdadero como algo estático cuya consistencia hay que comprobar, sino que se mueve con verdades provisionales que cambian constantemente. No rehúye el prejuicio, pero no porque no lo menosprecie, sino porque prefiere trabajar con él, puesto que se trata de reseguir y elaborar los materiales de los que está hecha la realidad, es decir, de prejuicios inscritos en los textos y las imágenes: prejuicios representados que actúan a veces como si fueran verdades y que se resisten a revelar su inconsistencia a menos que se establezca una aproximación capaz de extraer de ellos la porción de verdad que siempre contienen.

El ensayo fílmico sube un peldaño con respecto al ensayo literario, puesto que parte de imágenes, de fragmentos visuales, que son la plasmación de aquello que la escritura, o el proceso de reflexión basado en ella, ha permitido ver del objeto.

II.

FENOMENOLOGÍA DEL FILM-ENSAYO

Atrapados entre dos eternidades –el desvanecido pasado y el desconocido futuro– nunca dejamos de preguntarnos dónde nos encontramos y a dónde nos dirigimos.

DANIEL J. BOORSTIN

1. La insoportable ingravidez del film-ensayo

No deja de ser una contradicción pretender establecer la historia, es decir, la génesis y la genealogía, de algo que no existe como objeto, sino que es solo una forma que transita esporádicamente por otros cines, otros géneros, otros medios. El denominado film-ensayo, o cine ensayo, surge efectivamente en el marco del cine documental, pero solo aparece cuando este abandona sus límites clásicos y se abre a las hibridaciones típicas del poscine. Por otro lado, hay que tener en cuenta que la mayoría de films ensayo contemporáneos no se realizan con el formato fílmico de base fotográfica, sino que apelan al medio digital, y que existe también una gran cantidad de obras de este tipo que han sido efectuadas en vídeo, con lo que ni siquiera la denominación general de film-ensayo parece ser la más adecuada. Quizá lo más efectivo sería hablar de ensayo en imágenes o de ensayos audiovisuales, con ello se resolverían, como veremos, muchos de los problemas que encierran los intentos de definición de esta modalidad.

Dicho esto, podemos afirmar sin embargo que este tipo de ensayo audiovisual es una forma culturalmente genuina e incluso necesaria en el actual panorama de la cultura visual, por lo que, a posteriori, sobran las razones para tenerlo en cuenta, aunque solo sea, si no queremos considerarlo una forma claramente delimitada, como un campo de actuación tan sólido como el del propio ensayo literario del que proceden sus configuraciones generales.

Durante los últimos años, el fenómeno cinematográfico se ha descompuesto en una multitud tal de variedades y ha producido una cantidad tan ingente de hibridaciones con otros medios que resulta difícil moverse por la selva de productos que constantemente se generan en su ámbito. Esta dificultad se acrecienta especialmente si la aventura pretende emprenderla alguien pertrechado con herramientas conceptuales que pertenecen a campos teóricos de dudosa vigencia. Puede que el espectador cinematográfico normal y corriente no tenga la impresión de que los cambios han sido tan drásticos, puesto que estos no se han producido en las salas cinematográficas, excepto el esporádico estreno en ellas de algunos documentales de desigual factura. El cambio se está forjando en otros espacios, como el museo o la sala de exposiciones, sin olvidar el papel que en el fenómeno juega la televisión, especialmente los canales temáticos que en su ámbito han proliferado,1 ni la incidencia del circuito de visionado que crean los festivales de cine cuyo número y variedad se incrementan por doquier. Tampoco hay que dejar de lado la función de caja de resonancia desempeñada por el ámbito académico, ni las relaciones de este con el campo heterogéneo de la experimentación estética en general. Podrá argüirse que siempre ha existido una ebullición semejante en la geografía del vanguardismo y que sus consecuencias siempre se han dejado sentir principalmente en circuitos paralelos de exhibición y a través de aproximaciones teóricas más o menos radicales, todo ello al margen del fenómeno cinematográfico por excelencia, es decir, el cine de ficción de carácter comercial. Según esta perspectiva, no estaríamos ante ninguna novedad esencial. Sin ánimo de discutir esta razón histórica, básicamente cierta, es necesario resaltar sin embargo el hecho de que lo que ahora ha saltado por los aires son, precisamente, las fronteras que delimitaban con claridad los terrenos de lo comercial y lo vanguardístico. Por un lado, los formatos digitales de la actualidad permiten una circulación de los nuevos productos audiovisuales que es infinitamente más intensa que la que podía generar el cine de vanguardia o al cine underground en su momento. Hoy en día, cualquiera tiene un ordenador o un reproductor de DVD, y en internet diversas plataformas ponen a disposición del interesado piezas que antes eran imposibles de ver si el espectador no estaba cerca del ámbito de producción de estas, ya fuera este Nueva York, Londres, París o Tokio. Ello hace que el público potencial de las nuevas formas cinematográficas sea numéricamente importante y que a nivel global pueda tener un peso parecido al de algunas películas que circulan por los circuitos comerciales. Por otro lado, la revolución digital está poniendo al alcance del gran público toda una serie de herramientas de creación cuyo nivel medio antes solo estaba al alcance de los profesionales, por lo que también está cambiando el tipo de aproximación a la producción fílmica o audiovisual. Ahora no solo es mucho más barato hacer una película, si uno renuncia a los costosos efectos especiales, sino que también es más fácil e incluso resulta menos complicado hacerla llegar a un número importante de espectadores. Esta democratización de las herramientas, que no supone como en otras ocasiones –el 8mm y el Super8– un detrimento sustancial de la calidad de los productos, implica por el contrario una drástica variación de la tendencia hegemónica del cine y los medios afines, comprometidos con el espectáculo industrial. Los modos poscinematográficas son, por el contrario, una nueva forma de escritura, ya que poseen, como esta, la posibilidad de un contacto íntimo entre el autor y su medio. En este sentido, el regreso de la figura del autor que el propio cine parecía haberse encargado de desterrar del panorama cultural no supone un intento de reinstaurar lo que se considera un fantasma romántico, como podría parecer, sino la equiparación del poscine a otros ámbitos expresivos, como la literatura o todas las formas de arte, desde la pintura al net-art, cuya deshumanización no parece tan drástica como la operada por las formas industriales del cine. En este sentido, el poscine apunta hacia un nuevo humanismo, no reñido con la tecnología pero tampoco superado por ella.

 

Si el cine se acerca finalmente a la escritura, haciendo buena la predicción que efectuó, quizá demasiado precipitadamente, Alexander Astruc en los años cincuenta, a la luz de la relativa revolución tecnológica que supusieron en ese momento las cámaras de 16 mm y los grabadores Nagra, es de esperar que ese mismo cine, o más concretamente los medios audiovisuales en cuya heterogeneidad convergen sus actuales transformaciones, produzca formas semejantes a las que se dan en el terreno literario. Puede que esas formas no sean necesariamente puras, ya que no se trata de promover simplemente la actualización de un medio, sino de comprender la creación de otro. Es en este panorama donde la aparición del film-ensayo se hace inevitable, concretando la posibilidad de efectuar con imágenes y sonidos un tipo de reflexión cuya estructura sea semejante a la de la forma ensayo que se ha venido desarrollando en el ámbito de la escritura por lo menos desde Montaigne.

Lo primero que cabe dilucidar no es, por consiguiente, si existe una forma de ensayo audiovisual en la historia del cine, pasada y presente, sino si esa forma es realmente posible, para lo cual habrá de examinarse el contexto en el que tal forma no solo es posible, sino también necesaria.

2. La visualización del autor

¿Dónde se instala el autor cuando desaparece tras la técnica objetivista? La respuesta es obvia: en el estilo. Si leemos a Balzac o a Zola desde la perspectiva de Fielding o de Tennyson, encontraremos a faltar la voz del autor, pero solo porque en el primer caso la confundíamos con la del narrador. En la novela realista, el autor se transforma en una máquina de narrar capaz de transpirar diversos estilos, a través de los cuales podemos vislumbrar, como en una radiografía, la faz del autor. En el cine clásico ocurre lo mismo pero de forma más exagerada, puesto que las técnicas de mostración simulan la miraba objetiva con mayor eficacia que las narrativas. Pero con la aparición del film-ensayo se produce una transformación radical que ya anunciaban las vanguardias cinematográficas y que coloca de nuevo al autor en un primer término. En los primeros movimientos vanguardistas se detecta ya este fenómeno como reacción al objetivismo del arte realista. Aparece especialmente en la novela, donde el proceso de objetivación es muy problemático por la ineludible presencia de la voz del narrador: en la pintura realista, por ejemplo, es más difícil detectar la presencia autorial que una narración, si nos atenemos a la construcción de una mirada enunciativa y dejamos de lado las cuestiones técnico-estilistas.

En las rupturas vanguardistas hay una voluntad, a veces subterránea, de subjetivar de nuevo el arte, de vincularlo a un gesto creador. Digo que esta voluntad es subterránea porque, en ocasiones, como sucede por ejemplo con la abstracción, el propósito parece ser el contrario. Pero no hay que asombrarse de la presencia de impulsos contradictorios en el desarrollo de las expresiones humanas, sobre todo cuando estas entran en fases de transformación, como sucedía con la aparición de las vanguardias artísticas, las cuales, a pesar de todo, se movían aún dentro del paradigma de la objetividad científica cuya metafísica se expandía por doquier. Las dominaba por un lado la necesidad de hacerse presentes, de eliminar la transparencia, y, por el otro, la voluntad de suprimir la mirada como fundamento de la obra, por considerar que esa mirada pertenecía a un sujeto, aunque no lo pareciera precisamente por su transparencia. Eran dos impulsos contradictorios, puesto que cuanto más presentes se hacían a través de las formas, más aparecía la sombra del autor en ellas y regresaba, si no la mirada visual, sí una mirada mental.

En cualquier caso, es obvio que nadie podía confundir Les demoiselles d’Avigon con una fotografía ni el Ulises de Joyce con una crónica de sucesos, sin que ello quiera decir que la fotografía y la crónica de sucesos fueran tan objetivas y estuvieran tan carentes de autor como pretendían dar a entender sus respectivas técnicas. El proceso es bastante claro: en un caso, el de la fotografía, se desarrolla una técnica que oculta la presencia del autor, mientras que en el otro, el de la pintura vanguardista, se propone otra técnica que lo delata. En ambos casos, el autor ha sido sustituido, en un primer movimiento, por la técnica, al tiempo que, en un segundo movimiento, vuelve a aparecer, con diferentes grados de intensidad, en el producto de ella.

En el campo literario, la forma del autor es, como digo, más problemática, puesto que no llega a desvanecerse completamente ni en el realismo extremo, como por el contrario sucede en la pintura y demás artes visuales. Cuando hablamos de autor en un sentido fuerte, nos referimos a la persona responsable de la obra. En el caso de la literatura, es necesario distinguir además entre esta persona y las distintas figuras que ella puede crear para representarse en la narración. Es posible que Fielding, Stern o, para referirnos a alguien más cercano, Svebo no se correspondan como personas reales a los narradores que comandan sus obras, pero, en todo caso, es cierto que su técnica narrativa abre una vía de comunicación más directa entre las dos instancias que las que proponen Balzac, Henry James o Ishiguro, incluso cuando este último utiliza la primera persona. Como afirma Wayne C. Booth, «el autor no puede evitar la utilización de la retórica, solo puede escoger el tipo de retórica que empleará»,2 pero también es cierto que hay retóricas que delatan más que otras la presencia del autor real, precisamente porque algunas están especialmente preparadas para borrar los trazos de este. En la obra visual de carácter realista difícilmente se da esta dicotomía. Ahora bien, en el campo del ensayo fílmico la perspectiva cambia drásticamente.