Estética del ensayo

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Z serii: Prismas #11
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El propio Adorno se enfrentaría, años más tarde, a este hombre de hechos cuyo perfil delimitaba al escribir sobre el ensayo. Su traslado a Estados Unidos, en un tiempo trágico, le llevaría a encontrarse con Paul Lazarsfeld, director de la Office of Radio Research a la que debía incorporarse Adorno como investigador. Podemos considerar que, a grandes rasgos, el enfrentamiento entre Adorno y Lazarsfeld significaba la puesta al día de una confrontación poco menos que ancestral entre formas de entender el mundo y la ciencia, y en este sentido deberíamos considerar que su enfrentamiento se debía a un problema de comunicación, como lo es también el hecho de que nuestro sistema académico actual descanse sobre un doble e ignorado basamento compuesto por la oposición entre supuestas verdades y la condición histórica de estas.

Por lo que se refiere a ese problema de comunicación entre dos personas, que en el caso de Adorno y Lazarsfeld (los dos provenientes de una misma cultura alemana, pero con planteamientos profundamente antagónicos: uno con posibilidades de amoldarse al estilo práctico del pensamiento norteamericano, el otro condenado a no ser comprendido por esa mentalidad) era también la alegoría de una confrontación más profunda entre dos métodos, dos estilos, dos culturas y dos mentalidades, de la que se puede rastrear su origen en la historia del pensamiento, Heinrich Heine ya se refería al origen de estos arquetipos y los adjudicaba a dos grandes nombres de la filosofía: «¡Platón y Aristóteles! He aquí no solo dos sistemas, sino dos naturalezas humanas distintas, que desde tiempos indeciblemente lejanos y bajo todos los hábitos imaginables se enfrentan más o menos hostilmente».67 Jung, por su parte, en su estudio sobre los tipos psicológicos donde dividía estos en dos grandes ejes dominados por la tendencia a la introversión y la extroversión, se mostró de acuerdo con la afirmación del poeta alemán, añadiendo que «vuelve a tratarse aquí del contraste típico entre el punto de vista abstracto, en el que el valor decisivo se sitúa en el proceso mismo del pensar, y el punto de vista en el que el pensar y sentir se orientan, consciente o inconscientemente, en el sentido del objeto sensible».68 Podríamos incluso encontrar en el estudio sobre la psicología de las concepciones del mundo de Karl Jaspers algún rescoldo de esta atávica dicotomía. Estaría en la división que el filósofo establece entre las actitudes activa y las contemplativa,69 pero solo si consiguiéramos desligar estos conceptos de los planteamientos apriorísticos que nos llevan, sobre todo en la actualidad, a considerar más favorablemente la actitud activa que la contemplativa, cuando en realidad lo único que se distingue con el dualismo, si es llevado al extremo, es la diferencia entre una postura volcada sin reflexión al mundo, y otra decantada a la reflexión sin tener en cuenta ese mundo. Más recientemente también Stanley Fish, en uno de sus estudios sobre la retórica, hacía la distinción entre homo rhetoricus (hombre retórico) y homo seriosus (hombre serio).70 Frente al hombre serio, «que posee un yo central, una identidad irreductible (…) en una sociedad real que constituye una realidad referente para los hombres que viven en ella (la cual) está a su vez contenida en una naturaleza física, ella misma referencial, que está “ahí fuera”, independiente del hombre»,71 se constituye el hombre retórico, el cual «así como manipula la realidad y establece con sus palabras los imperativos y exigencias a los cuales deben responder él y sus semejantes, de la misma forma se manipula o fabrica a sí mismo, y concibe y representa al mismo tiempo los papeles que son primero posibles y luego se hacen obligatorios dada la estructura social a la que su retórica ha dado lugar».72 Fish se plantea cuál de estas dos visiones antagónicas, que coinciden claramente con los que podríamos denominar hombre moderno y hombre postmoderno, corresponde a la naturaleza humana correcta. Su respuesta es claramente retórica, ya que afirma que a la pregunta solo puede responderse desde dentro de una u otra concepción, por lo que «la evidencia de una parte será considerada por la otra como ilusoria o bien como llevar agua al propio molino».73 La naturaleza humana no existe y, como decía Brecht, cada persona es un experimento.

Afirmar, por tanto, que este enfrentamiento denota un problema de comunicación profundo significa reconocer que no se puede resolver mediante apelaciones a un principio de autoridad que determine que una de ellas es correcta mientras que la otra está en el error. La diferencia estriba en la adecuación de una de estas posiciones al pensamiento dominante en una época determinada, lo cual no indica que aquella que mejor se ajuste sea precisamente la más verdadera: lo será para quienes compartan ese dominio, mientras que quienes lo resistan deberán apelar a la otra forma, que para ellos será indudablemente la mejor. Hay que regresar a Heine, a sus palabras sobre la historia de la Iglesia Cristiana (pero que pueden extrapolarse fácilmente a otras épocas) para que esto quede claro, sobre todo en el mapa intelectual contemporáneo, dominado por el pragmatismo economicista de la tecnociencia: «Naturalezas febriles, místicas, platónicas, desentrañan, con reveladora virtud, las ideas cristianas, y los símbolos inherentes a ellas, de los abismos de su espíritu. Naturalezas prácticas, ordenadoras, aristotélicas, construyen con estas ideas y estos símbolos un sistema firme, una dogmática y un culto».74 La apelación a la autoridad de un método científico que ha surgido de impulsos platónicos para acabar desembocando en un aristotelismo de corto alcance no puede resolver en todos su aspectos, ni mucho menos, este problema de comunicación, como tampoco puede resolver los problemas históricos que se le presentan y que tienen que ver tanto con la epistemología como con la política. Pero es necesario saber además que nosotros, en la actualidad, hemos trascendido la dicotomía entre estos dos caracteres, aunque sus tensiones sigan manifestándose en el fondo de una fenomenología contemporánea mucho más compleja. Nuestra cultura hace tiempo que ha dejado atrás la frontera de aquel territorio en cuyo interior se enfrentaban esas dos personalidades arquetípicas. Me temo que, en el nuevo paisaje en el que nos encontramos, Platón y Aristóteles no son necesariamente antagónicos; incluso podríamos decir que ahora ni siquiera lo son ya Adorno y Lazarsfeld, tanto nos hemos alejado de ese paradigma en el que podían plantearse lo que, en este momento, en el páramo intelectual que habitamos, parecerán increíbles sutilezas. Ahora todo funciona como una máquina de crear bienestar en el mejor de los mundos posibles y la única actitud posible parece ser la del salvaje de la obra de Aldous Huxley, enfrentado por su propia heterodoxia al prototípico mundo feliz que no hace más que ocultar una intrínseca falta de significado. Seguimos hablando de personas, Adorno y Lazarsfeld por ejemplo, porque son estas las que encarnan las abstracciones, las que finalmente dibujan, a través del mundo institucional, las líneas de la realidad. Pero ahora el conocimiento no lo gobiernan ni Platón ni Aristóteles (que están siendo ambos expulsados de una academia interesada solo por problemas gerenciales), sino que hace tiempo que de este se han apoderado otras mentalidades ajenas a las específicas necesidades del saber. Es a estas mentalidades cada vez más hegemónicas, y a sus consecuencias anquilosantes para el pensamiento, a las que se enfrenta ahora el modo ensayístico con su pensamiento salvaje. A ellas y no necesariamente al método científico, o al espíritu científico como tal.

La derivación de este planteamiento podría ser la idea de que hombres y cosas se hacen de sí mismos, puesto que no están ligados a ninguna implicación externa. Solo quedaría entonces la tarea de buscar la intención del autor o la psicología personal que sirve de índice del fenómeno correspondiente. Pero el ensayo se opone a este reduccionismo desde su posición sustancialmente contraria a un pensamiento coaccionado que se basa, como hemos visto, en una forma de estar en el mundo. Esta función de desencantamiento del ensayo es decisiva, ya que lleva el conocimiento más allá de la intención del fundamento psicológico de este, más allá del sujeto como límite. Por el contrario, la subjetividad en el ensayo propone una objetividad basada en el mostrarse a sí misma objetivamente: el ensayo es la base del pensamiento objetivo del otro, lector (o espectador) que contempla la forma del ensayo como un discurso materializado, objetivo. Esta objetivación le informa a su vez de la presencia de otra subjetividad, la del ensayista, en un movimiento que socava sus presunciones de objetividad en el mismo momento en que se le presentan como tales. No se trata de ir en busca de la intencionalidad ni de hurgar en el trasfondo de esta intencionalidad, sino de darle la vuelta al procedimiento de manera que este «identificar los movimientos psicológicos individuales que indican el fenómeno»75 se transmuta en una operación visual de identificación de la posible forma del «alma», expuesta mediante la forma del ensayo. Forma del alma del ensayista que desvela también, por resonancia, la forma del alma del lector, espectador. De manera que «los movimientos de los autores se borran en el contenido objetivo que aferran. Y además, para desvelarse, la densidad objetiva de significados que se encuentra en cada fenómeno espiritual reclama del receptor justamente aquella espontaneidad de la fantasía subjetiva que se rechaza en nombre de la disciplina objetiva».76 Cada fenómeno espiritual tiene «una condensación de significados», está formado por un abigarrado conjunto de significados que solo pueden desvelarse mediante el movimiento ensayístico. Pero no puede decirse, en el film-ensayo, que los movimientos del autor «se borren en el contenido objetivo que aferran». Ello quizá pueda darse en el texto, pero en el ámbito de la imagen el panorama es distinto, puesto que es el propio contenido objetivo el que se transforma mediante los movimientos del pensamiento del autor.

 

La estética del ensayo

Adorno afirma que, como sea que el ensayo se acerca a una cierta independencia estética, sería fácil reprochárselo aduciendo que se trataría de una mera usurpación del arte. Pero, añade, que el ensayo se distingue de la forma artística por su medio, por sus conceptos y por su aspiración a la verdad, despojada de apariencia estética. El problema, sin embargo, no se resuelve tan fácilmente en el ensayo fílmico, puesto que en este sí se da una concomitancia formal con el arte y no puede decirse, pues, que su aspiración a la verdad esté realmente despojada de una vertiente estética. Ya he indicado antes de qué manera se introduce la estética en ese tipo de ensayo. Pero, en realidad, no se trata de si el ensayo se parece o no al arte, sino de si el arte, actual, se parece o no al ensayo. Podemos estar de acuerdo con las diferencias que marca Adorno entre el arte y el ensayo, solo que cuando el ensayo es audiovisual, ya no podemos afirmar que se distinga del arte por su medio. Claro que la aspiración a «la verdad» del ensayo está despojada de apariencia estética, pero solo en el sentido de que no puede basar esa verdad en la estética. Ahora bien, ello no quiere decir que no haya una verdad estética plegada en la «condensación de significados» del fenómeno que pueda ser revelada. ¿Por qué despreciarla? Por otro lado, ¿qué verdad busca el ensayo? No la verdad científica, absoluta, inamovible en un momento dado de su transcurso siempre en el olvido, sino la verdad del caminante que apenas se detiene para contemplar el camino o la señal que le indica por dónde debe continuar: si no hay voluntad de detención, la estética no puede resultar determinante puesto que el momento estético se pospone indefinidamente. La verdad del montaje, por ejemplo, es necesariamente estética, no porque concluya en la estética, sino porque parte de ella, porque surge precisamente a través de un movimiento estético. La estética en el ensayo ya no es trascendental, sino que se convierte en una plataforma que sustenta el proceso de reflexión. No puede eludirse, a menos que se quiera caer en el vacío, pero tampoco puede dejarse que su presencia se interponga en el proceso ensayístico, so pena de que este se convierta solamente en un asunto artístico.

Según Adorno, Lukács no tendría en cuenta esta problemática cuando alegaba, en El alma y sus formas, que el ensayo era una forma de arte. Pero añade Adorno que no es superior a esta afirmación «la máxima positivista según la cual el que escribe sobre arte no tiene que aspirar de ninguna manera a efectuar una exposición de carácter artístico, es decir, no tiene que aspirar a una autonomía formal».77 Adorno ve los peligros de proponer una estetización del conocimiento, pero a la vez desconfía de la prohibición positivista sobre cualquier tipo de formalización del discurso que lo aleje de su condición cristalina, diáfana. Para el positivismo, el contenido debería ser independiente de su exposición, que no podría ser otra cosa que convencional, ya que «¿cómo sería posible hablar estéticamente de lo estético, sin la menor similitud con la cosa, sin caer en la banalidad y alejarse a priori de la cosa misma?».78

La pregunta retórica de Adorno resulta de todas formas crucial en el campo del ensayo fílmico. ¿Es posible hablar estéticamente de lo estético o, para el caso, hablar estéticamente de cualquier cosa? En ambos casos, se produciría un alejamiento del objeto: al hablar estéticamente de lo estético, se dejaría de hablar; al hablar estéticamente de cualquier cosa, también, puesto que lo que se haría sería exponer el objeto estéticamente.79 Tal procedimiento no es posible, si entendemos lo estético como punto de llegada y no como punto de partida. La apertura estética puede considerarse como «la luz de la verdad previa» de Heidegger: para ver la verdad es necesario arrojar luz, ¿de qué es esta luz previa a la verdad, necesaria a la verdad? La respuesta está en el propio planteamiento heideggeriano, puesto que el filósofo habla de «ver la verdad»: si la verdad ha de hacerse visible, debe serlo a través de la estética. La luz que ha de arrojarse sobre la verdad es, pues, la luz de la estética, una luz que es parte de la verdad misma pero que esta no puede generar, si no es «desde fuera de la verdad», desde la estética de la verdad. La verdad se revela cuando sobre ella se proyecta su propia luz estética, generada a partir del movimiento ensayístico, único capaz de provocar esta iluminación, esta auto-iluminación: podríamos decir que la verdad no brilla, sino que es brillada. La epistemología positivista se basa en planteamientos totalmente opuestos a este proceso de auto-iluminación. El objeto positivista es irremediablemente opaco, no existe más que como entelequia y por consiguiente no vive y no puede ser iluminado por su propia luz que se gestiona a través del proceso de exposición del objeto: «El instinto del purismo científico considera cualquier movimiento expresivo de la exposición como una amenaza para una objetividad que se haría evidente tan pronto como se retirara el sujeto».80 El problema del papel del sujeto en las investigaciones resulta crucial, especialmente en el ensayo, que en esto se diferencia de forma esencial de la investigación científica. El sujeto está aquí expresamente expresado, no eludido como en la ciencia, donde también está pero no se sabe que está. Esta presencia consciente del sujeto, de lo subjetivo, en oposición a su ausencia inconsciente, establece definitivamente el tono del ensayo, puesto que extrae la objetividad de lo subjetivo, de su mostración consciente.

Adorno sospecha, sin embargo, de cualquier intento de reunir arte y ciencia. Considera que la separación es irreversible dada la cosificación del mundo que ha llevado a cabo su progresiva desmitologización. Ve un peligro en el hecho de buscar la efectividad de un lenguaje primigenio (está hablando del ensayo literario) que sea capaz de expresar la esencia de las cosas a través de una formalización radical de los contenidos: pretender que las cosas y su exposición constituyan una unidad. Buscar que intuición y concepto, imagen y signo fuera lo mismo llevaría al caos.81 No está del todo equivocado el filósofo al exponer estas prevenciones, ya que, en principio, una operación de este tipo supondría un asalto a la razón en toda regla, la anulación de esta frente a la pura sensación, lo cual no quedaría lejos de esa pretendida tecno-expresividad contemporánea que además se instala en la obsesión del presente y la ausencia de tiempo es también la ausencia de pensamiento. Pero, ¿la desmitologización de la que se habla es cierta o solo una operación de escamoteo? ¿Quién o qué se desmitologiza? ¿El científico, el lego (la mayoría) o la cosa? En realidad, nadie: cada elemento conserva su mitología particular. Cosificar el mundo significa trasladar al inconsciente-mundo parte de lo consciente. Lo consciente no es lo objetivo. El mito, por ejemplo, no por consciente, por presentarse abiertamente, puede considerarse objetivo en el sentido que desde hace un siglo entendemos este concepto. Pero lo inconsciente tampoco lo es. Es más lo inconsciente significa una subjetivación negativa y, por lo tanto, en principio inoperante. No sé si intuición y concepto pueden ser o no una misma cosa, pero el ensayo opera precisamente de esta manera, equiparándolos, puesto que muchos de sus hallazgos son fruto de la intuición y es el movimiento ensayístico lo que los convierte en conceptos, preparados para nuevas intuiciones. Digamos que no son la misma cosa pero forman parte de un mismo movimiento: son un pensamiento-tiempo que va de la intuición al concepto y de nuevo a la intuición. Creo que la semiótica ha mostrado que la imagen y el signo pueden, por su parte, ir unidos: es posible que el problema aparezca, para Adorno, en la reducción de la imagen a lo puramente estético, que no puede ser racional sin traicionarse. Así el signo se impondría a la imagen anulándola como elemento estético: no podríamos experimentar una sensación y a la vez pensarla. Me temo, sin embargo, que esto no es más que una superchería: «su elemento estético (el de la filosofía que cree que puede eliminar su elemento objetivador y ponerse en contacto con la cosa expresada directamente) no pasa de ser una desleída reminiscencia de Hölderlin, o del expresionismo, o a veces incluso del Jungendstil, porque ningún pensamiento puede confiarse tan ciega e ilimitadamente al lenguaje como puede hacerlo creer la idea del decir primigenio».82 Adorno se refiere aquí a Heidegger principalmente. No se puede, dice, recurrir a un lenguaje poético que emularía un habla primigenia capaz de «decir constante y primitivamente la verdad». Estos filósofos «harían arte», arte que a la vez pretendería sería ciencia, es decir, revelación de un conocimiento esencial. Este tipo de arte nada tiene que ver con el ensayo, que no busca lenguajes primigenios ni verdades expresadas más allá de la razón, sino todo lo contrario. Pero es interesante ver cómo aquí sí que se pretende aunar intuición y concepto, imagen y signo (en el sentido de que la imagen es la expresión «bruta» y el signo su significación extrema).

Pongamos por caso Godard y la mayoría de sus ensayos, efectuados en colaboración con Anne-Marie Miéville, cuyo estilo culmina en Histoire(s) du cinéma: Godard no pretende hacer poesía con sus imágenes, sino reflexionar con ellas a través de un movimiento de asociación, de rima. Avanza mediante imágenes que son a la vez signos y también materiales estéticos –surgen, algunas de estas imágenes, del propio cine, como ocurre paradigmáticamente en Histoire(s). Estos materiales estéticos son a la vez intuiciones –surgidas al abrigo del examen de muchos y muy diversos elementos– y también «verdades», puesto que pertenecen a la historia, es decir, han sido codificados por ella y esto es una forma de verdad. Pero Godard en el proceso no busca efectuar una exposición esencial de determinada verdad a través de un lenguaje puramente estético, no pretende como digo hacer poesía, sino proponer un determinado movimiento reflexivo sobre un objeto que, si bien al principio puede parecer evanescente, se va poco a poco concretando a través del propio movimiento de exposición. Aunque de la operación pueda desprenderse un determinado tono poético, este es algo añadido, un subproducto que acompaña al proceso de revelación intelectual: determinada intensidad que se añade al resto de la operación como una capa más de su avanzar. La poesía no es el origen del saber, sino su consecuencia. En todo caso, es el saber que es bello, no la belleza la que se constituye en saber o experiencia por sí misma, como ocurre en la obra de arte.

Hay una diferencia radical entre pretender confeccionar un lenguaje estético (a través de la escritura o del audiovisual) que equivalga al objeto, que sea la verdad del objeto, e iniciar un movimiento formal que vaya iluminando paulatinamente el objeto. En el campo del audiovisual, podemos decir que en este movimiento el objeto y la mirada que se cierne sobre él avanzan pegados uno a la otra y parece que acaben fundiéndose, pero nunca se confunden totalmente como sucedería en una propuesta puramente intuitiva. Es la mirada la que pone en movimiento al objeto, si bien este nunca se ve libre de ella y, por lo tanto, acaba configurándose como una realidad híbrida. Vale la pena considerar lo que dice Adorno al respecto de la búsqueda de determinada pureza, de una conexión intuitiva con el mundo: «Los ideales de pureza y limpieza, comunes a una filosofía de la verdad, orientada a valores eternos, a una ciencia internamente organizada sin rendijas, a prueba de golpes y empujones, y a un arte intuitivo desprovisto de conceptos son ideas que llevan visible la marca de un orden represivo».83

 

Existen unos límites precisos en el conocimiento científico que este propio conocimiento se niega a reconocer: «La obra de Marcel Proust, en la cual son tan escasos como en la de Bergson los elementos científico-positivistas, constituye de cabo a rabo un intento de expresar conocimientos necesarios y urgentes relativos a los hombres y los nexos sociales, unos conocimientos que no podrían ser recogidos sin más por la ciencia».84 Adorno señala aquí la paradoja que representa la ciencia al instaurar un método de adquisición segura del conocimiento que establece de antemano el tipo de conocimiento que puede adquirir. Resulta curioso que el positivismo quiera establecer, por un lado, una separación absoluta entre el conocimiento y el instrumento utilizado para adquirirlo, con el fin de dejar ese conocimiento incontaminado, mientras que, por el otro lado, propone para esta operación una serie de condiciones que, al filtrar los conocimientos posibles, hacen que el conocimiento que le llegue sea solo el acordado por el método. Como indica Adorno, «los descubrimientos que se escurren por entre las mallas de la ciencias se pierden, sin duda, también para la ciencia misma».85

Ensayo y filosofía

El ensayo, según Adorno, tiene un carácter fragmentario, ya que acentúa lo parcial frente a la totalidad. Pero creo que lo parcial en el ensayo nada tiene que ver con el reduccionismo científico y positivista de los datos y los hechos. No se trata de eliminar la globalidad (que no es necesariamente la totalidad: total es todo lo que puede ser; global es el carácter amplio de lo particular, las implicaciones de lo parcial que se construyen sin llegar a ser totales), sino de entender que lo parcial se produce en la navegación por lo global, una globalidad que solo es en la medida en que va ligada a una parcialidad en movimiento.

Según Adorno, el ensayo «no se ajusta a las reglas de juego de la ciencia y la teoría organizadas, según las cuales, como dice la frase de Spinoza, el orden de las cosas es el mismo que el de las ideas».86 El primer Wittgenstein pensaba algo parecido. Pero el concepto puede entenderse de otra forma: no como un reflejo ajustado absolutamente al objeto, sino como una resonancia de este. Las cosas adquieren el orden del discurso que las pone de manifiesto. Moderemos el aparente idealismo de esta afirmación: no se trata de producir el mundo con la mente, sino de iluminarlo con la mente. La reflexión pone de manifiesto un determinado orden de las cosas, uno de tantos órdenes posibles y, por tanto, durante la reflexión, «el orden de las cosas es el mismo que el de las ideas». Se trata de poner en orden las cosas a través de las ideas, no de empujar las cosas con las ideas ni de amoldar las ideas al orden de las cosas. Es cuestión de componer un orden mutuo que produzca conocimiento.

Decía antes que lo que se oponía a la fijación estética del ensayo era que en gran medida la estética está ligada a lo estático. Más de cien años de cine, de arte del movimiento, aún no nos ha conducido a una verdadera epistemología del movimiento (excepto quizá en las intensas reflexiones de Deleuze), sino que en gran medida tendemos a inmovilizar lo fluido para poder considerarlo, tanto estética como científicamente: «Se revela sobre todo (el ensayo) contra la doctrina, enraizada desde Platón, según la cual aquello que es cambiante, lo efímero, es indigno de la filosofía».87 El ensayo es precisamente cambio. Es un cambio materializado en la forma-ensayo y audiovisualizado en el film-ensayo. Podríamos parafrasear la frase de Godard que dice que «la verdad está en el montaje», afirmando que «la verdad está en el cambio, en el movimiento» (y por tanto en el montaje, una de las herramientas que gestiona la epistemología del movimiento). Lejos de considerar indigno lo efímero, consideramos ahora que la única posibilidad de conocer con un grado plausible de certeza es captar el movimiento siempre cambiante y fluido del objeto.

El film-ensayo, al basarse en las imágenes de cosas que aparecen a la visión antes de nada como concreciones contingentes, incluso cuando se supone que sirven de plataforma al símbolo, parece que puede mostrarse incómodo ante las abstracciones, algo que heredaría de la forma general del ensayo: «el ensayo retrocede asustado ante la violencia del dogma según el cual el resultado de la abstracción, el concepto intemporal e invariable, y no la individualidad que subyace en el mismo y al que él se aferra, merece la dignidad ontológica».88 El ensayo se ocuparía, pues, de lo particular (sería una forma pragmática), mientras que lo general quedaría para la filosofía (la metafísica). En el ensayo, incluso cuando se trata lo general, se considera como algo particular. Un ensayo sobre los gatos no es nunca de inmediato sobre la «gaticidad» (porque se situaría en el terreno de lo filosófico), sino sobre los gatos en particular, de la misma forma que es más fácil describir el gato que tengo delante que no un gato en abstracto: ahí está para demostrarlo esa visión de Chris Marker sobre los gatos pintados en las paredes de los edificios de París.89 De todas maneras, ello no quiere decir que el ensayo fílmico deba renunciar a lo abstracto, a lo general, ya que en él las formas retóricas son de suma importancia a la hora de organizar las imágenes, y es a través de estas arquitecturas retóricas como lo abstracto puede tomar cuerpo. Es cierto, como decía, que la primera impresión en el ensayo fílmico, incluso la materia prima de este, son las imágenes y estas se presentan forzosamente como elementos particulares, pero también es verdad que, en el momento en que esas imágenes penetran en determinada configuración, tienden a lo general. La separación que establece Adorno entre ensayo y filosofía (metafísica) es, sin embargo, adecuada, ya que se trata precisamente de una manera de distinguir dos modos que pueden ser confundidos cuando se analizan a la ligera, puesto que ambos se refiere a la reflexión, si bien uno pretende ocuparse de verdades universales y otro de situaciones particulares del conocimiento. La filosofía tradicional, excepto la hermenéutica, no es tanto un ejercicio de pensamiento como una utilización del pensamiento para alcanzar la comprensión del mundo, mientras que el ensayo persigue una estética del pensamiento, en el sentido de hacer del pensamiento una operación válida en sí misma (aparte de que pueda también llevar, como hace, a determinado conocimiento). En el film-ensayo esto es todavía más cierto porque su propia materialidad visual coloca en primer término este proceso de estetización del pensar. Pero no creamos que ello significa caer en un pensamiento que pretende basarse en la estética ni fundamentar en ella, entendida tradicionalmente, su epistemología. Ya hemos discutido antes este punto, que tantas prevenciones levanta en Adorno. El pensamiento estetizado significa un pensamiento llevado a lo visual (a lo audiovisual, si somos capaces de comprender el sonido y la voz como elementos «visuales») pero no para producir desde esa visualidad una condición estética trascendental que determine el vehículo sensible del conocimiento. Lo dice Adorno: «Igual que no se puede pensar algo meramente fáctico sin concepto, porque pensarlo significa siempre conceptuarlo, así tampoco es pensable el concepto más puro sin ninguna referencia a la facticidad».90 He aquí la médula del film-ensayo. Adorno habla del ensayo literario, en concreto de la reflexión filosófica: piensa que no es posible razonar sin apelar a imágenes mentales de los hechos que anclan o transportan los conceptos, que conducen ellos (como tampoco es posible pensar nada meramente físico sin el concepto). Pero el film-ensayo le da la vuelta a este planteamiento y razona directamente sobre las imágenes materializadas. No va del concepto a las imágenes (como le parece que hace al que reflexiona: piensa en abstracto mientras se desliza de puntillas sobre lo concreto), sino de las imágenes al concepto. Además abre lo meramente físico hacia la movilidad del concepto. Si la verdad es histórica y por lo tanto debe pensarse continuamente, el ensayo es la forma de este pensamiento constante: «Si la verdad tiene realmente un núcleo temporal, el contenido histórico pleno se convierte en su núcleo integral».91 Este núcleo temporal que reclama Adorno es doble: se trata de la temporalidad histórica que hace de la verdad un valor cambiante, a la vez que es también un elemento estructural de una verdad que se construye a través del tiempo, a través de su exposición móvil ejercida mediante determinada duración: no es una iluminación súbita, sino el trayecto controlado de un relámpago que se desplaza cruzando la noche indefinidamente.