Estética del ensayo

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Z serii: Prismas #11
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Picasso, sin embargo, se adelanta a la distinción que hizo años más tarde el pensador francés e incluso la sobrepasa. En su obra, y concretamente en su obra inaugural de la nueva visión, Les demoiselles d’Avignon, distancia interior y exterior se conjuntan sin anularse. Picasso contempla a distancia pero esta es una distancia mental que ocupa el lugar de la distancia física. Solo de esta manera puede reflexionarse mediante la pintura. Cézanne consideraba que pintar era captar la realidad en el momento mismo en que esta acontece: introducía así el tiempo en la percepción pictórica y en su plasmación. Pero Picasso no espera a que lo real acontezca ante él, sino que va en su busca a través de otras imágenes, va en busca de lo real imaginado y lo recompone a través de gestos temporales, a través de su proceso de reflexión pictórica expresada en fuerzas espacio-temporales.

Enfrentarse al ingente estudio sobre Les demoiselles d’Avignon que editó la editorial Polígrafa en 1988, a partir del catálogo del Museo de Picasso de París, publicado el año anterior por Hélène Seckel, produce estupor. Tenemos tendencia a considerar que una pintura es solamente el cuadro que cuelga ante nuestros ojos en la sala de un museo, como si toda la energía del pintor se hubiera concentrado en el espacio de aquella tela de manera que su confección anulara todo cuando había a su alrededor. Pero basta ver la cantidad de imágenes preparatorias o concomitantes que rodean Les demoiselles, imágenes que forman una verdadera constelación visual, un sistema ecológico,54 para darse cuenta de que muchas pinturas, sobre todo las más importantes, son consecuencia de un proceso de maduración que deja rastros dentro y fuera de estas. Es obvio que Picasso no encontró la nueva visualidad, sino que la construyó con gran esfuerzo, como lo prueban los ensayos visuales que, entre finales de 1906 y la primavera de 1907, preparan la ruptura formal de Les demoiselles. Pero construir una visualidad no significa, como puede parecer y como nos hace pensar nuestra tradición romántica, inventarla. En Picasso se da una profunda tensión dialéctica entre búsqueda y encuentro, entre construcción e invención: el pintor, en su búsqueda por un territorio a la vez desconocido y familiar, revuelve de arriba abajo el universo formal y, de esta manera, produce la posibilidad de que «le venga al encuentro» la formación que andaba buscando. Le viene al encuentro porque, social, estética e ideológicamente, la nueva formación estaba preparada para emerger, solo necesitaba que alguien estuviera capacitado para captarla, para comprenderla y para darle la forma definitiva. En resumen, para hacer visible lo que estaba solo latente. El mismo Picasso lo expresa con claridad cuando intenta desmentir la influencia que el arte «primitivo» pudo tener en su pintura: «el descubrimiento de las estatuas coincidía, en la época, con lo que buscábamos».55

Se pueden contar hasta diez configuraciones visuales situadas en el origen de Les demoiselles d’Avignon y que han dejado su huella en la obra, diez ramas del árbol genealógico del que hablaba Palau i Fabre, pero en todo caso solo diez elementos de los muchos que integran la ecología en la que se inserta visiblemente la obra: la Visión de San Juan del Greco (1608-14); El baño turco de Ingres (1862); Les grands baigneuses de Cézanne (diversas versiones entre 1900 y 1906); Les baigneuses de Derain (1907); Nue bleu de Matisse (1907); una cerámica de Gauguin titulada Oviri (1895), expuesta en el Salón de otoño de 1906; cabezas esculpidas ibéricas, robadas del Louvre por Géry Pieret y enviadas a Picasso; diversas piezas de arte africano expuesto en París por primera vez en la época; muestras de arte precolombino expuesto en Barcelona años antes, y finalmente las fotografías sobre «Mujeres africanas» de Edmond Fortier (1906) de las que el pintor tenía conocimiento. Ante esta abundancia de motivos, algunos críticos se ven obligados a escoger, sin contar con que, en el caso del pintor malagueño, no se trata tanto de buscar alternativas, como de comprender que fusionaba distintas formaciones en sus obras. Todas las reseñadas, y algunas más, están presentes en Les demoiselles de una forma u otra, en lo que constituye un verdadero montaje espacio-temporal. Es decir una estructura que está compuesta por capas de espacio cuya articulación expresa temporalidades. Estas fusiones no se realizan solo en la disposición estructural de la obra, como en un collage, sino que se introducen incluso en la propia genética de las figuras, los objetos y el espacio general, los cuales de esta manera expresan en sí mismos una determinada duración, aparte de la que ya conlleva el encadenado de esbozos que los ha precedido. Son así verdaderos objetos espacio-temporales que se insertan en un territorio que es asimismo el resultado de una interacción entre fuerzas espaciales y temporales. En estas vinculaciones del espacio y el tiempo es necesario considerar inscrita la propia memoria del pintor que, en el cuadro de Les demoiselles, recordaba algún episodio de juventud en un burdel de la calle Avinyó de Barcelona. La memoria es el verdadero artefacto espacio-temporal, el lugar donde los tiempos y las imágenes toman la forma de las emociones. Es de esta manera como podemos afirmar que el espacio que Picasso acababa de descubrir con Les demoiselles d’Avignon no era otro que el espacio interior, solo que él lo descubría fuera, en el mundo, y lo hacía a través de la memoria pictórica en la que, como un niño ante el espejo, se veía reflejado. Este universo barroco, de estética psicologizada y espejos enfrentados, no podía exteriorizarse más que a través de una radical complejidad, una complejidad que coincidía con la propia complejidad que el mundo, traspasado el umbral del nuevo siglo, iba adquiriendo y de la que apenas si se iba tomando conciencia. En última instancia, todo gran arte es realista, lo cual, lejos de dar la razón al sentido común, lo obliga a repensar los parámetros en los que se asienta.

Miller, en estudio citado sobre las relaciones conceptuales de Einstein y Picasso, nos recuerda que a este la gustaba el cine y que disfrutaba especialmente con las películas de Méliès. De Méliès se acostumbra a olvidar su complejidad, ya que o bien ha sido comúnmente menospreciado por los partidarios del realismo fílmico o bien ensalzado festivamente por los amantes de los espectáculos de bulevar. Su conexión con Picasso lo puede colocar en el sitio que le corresponde como iniciador de una vía compleja del cine que solo culmina en nuestros días con las imágenes digitales, a la vez que nos ilustra sobre otra de las posibles influencias que presenta la ruptura visual de Picasso.

El establecimiento de una constelación visual en torno a una obra como Les demoiselles d’Avigon nos obliga a considerar la existencia de un cierto movimiento en su concepción, el que le otorga la circulación de la mente del autor por esos diferentes lugares. Puede que sea esto lo que promueve, en primer lugar, la ruptura espacial generada por la citada pintura más que las especulaciones sobre la cuarta dimensión de las que habla Miller y que habrían interesado a Picasso a través de la obra de Poincaré. Refiriéndose al viajero en el tiempo de Welles, que permanece inmóvil sentado en su máquina, mientras el tiempo transcurre rápidamente a su alrededor, indica Miller que «la situación sería bastante similar a la de un observador de uno de los cuadros de Picasso que estuviera de pie en un lugar, mirando a la vez cómo se despliegan en el tiempo muchas representaciones diferentes de un mismo objeto».56 Esto es realmente lo que propone un cuadro como Les demoiselles un despliegue temporal, no solo de diversas representaciones de un mismo objeto, sino también de diferentes concepciones y muestras visuales relacionadas analógica o metafóricamente. El cuadro, a la vez que representa el funcionamiento de la mente de Picasso, pone en funcionamiento la mente del espectador. Picasso había superado la concepción de Poincaré sobre la cuarta dimensión que llevaba a este a promover una serie de diferentes perspectivas sobre un lienzo (si fueran temporalmente sucesivas y excluyentes, podría estarse hablando del cine). Por el contrario, el pintor planteaba una simultaneidad espacial de mayor radicalidad que suponía «la representación simultánea de puntos de vista completamente diferentes, cuya suma total constituye el objeto».57 Con ello superaba también las concepciones bergsonianas, plasmadas por Cézanne mediante una colocación sobre el lienzo, de forma simultánea, «de todas las perspectivas de una escena que se han ido almacenando en su subconsciente durante un largo período».58 Pero la noción de almacenamiento subconsciente no hay que descartarla tan pronto, porque está presente en la forma de trabajar de Picasso, solo que él coloca ese almacenamiento, las propias tensiones de este, sobre el propio cuadro para conferir la forma al objeto, o la imagen que configura. La diferencia entre las propuestas fotográficas de Muybridge, que descompone el movimiento mediante fotografías sucesivas que coloca una al lado de la otra, y las de Marey, que la superpone fluidamente, son un buen ejemplo de estas contraposiciones, a la vez que nos indican el potencial de la propuesta de Picasso. El cine parece encontrarse entre Muybridge (la cámara que descompone la realidad en diversos fotogramas) y Marey (el proyector que los combina para producir un flujo naturalizado). Picasso trascendería el cine (la tendencia clásica de este, que se estaba formando) en el sentido de que convertiría el prototípico movimiento de sus imágenes (que difuminaría a la vez las propuestas de contrarias de Muybridge y Marey) en índices temporales representativos del movimiento mental del pintor y, posteriormente, del espectador del cuadro. Así, una pintura como Las demoiselles tendería a romper el marco en el que está incluida, a través de esa temporalidad y ese movimiento mental que configuran sus componentes visuales. El marco no sería más que una convención, un centro transitorio, a cuyo alrededor se compondría una constelación visual que mantendría la propuesta pictórica en una continua circulación de formas y conceptos. Es lo que más tarde haría el film-ensayo, materializando a través del movimiento la anterior circulación mental. El movimiento que el cine había utilizado para diluir las contradicciones y naturalizar una imagen que se decantaba en otro dirección, como lo prueba Picasso, se utiliza ahora, con el film-ensayo, para recomponer la propuesta del pintor en un ámbito mucho más apropiado para conseguir sus propósitos.

 

6. Foto-ensayos

El concepto de foto-ensayo ha vuelto a resurgir los últimos años en los periódicos al abrigo de sus ediciones digitales como una alternativa a la típica foto ilustrativa de los artículos, en lo que supone una recuperación del antiguo proceder de las revistas clásicas como Life o Paris Match. En muchos de estos casos, el concepto de ensayo está empleado de forma poco estricta y se refiere simplemente a una colección de fotografías sobre un mismo tema. De todas formas, el hecho de romper la tendencia a resumir en una sola fotografía sucesos o situaciones complejas, como venía siendo habitual en la prensa siguiendo una antigua tendencia de la pintura a resumir en una sola imagen los acontecimientos históricos, no deja de ser una manera de incidir en la complejidad de los acontecimientos y de iniciar, consecuentemente, un proceso de pensamiento sobre ellos, aunque a veces esta reflexiones se queden en simple constatación de hechos visuales como sucede en el que se considera el foto-ensayo clásico por excelencia, estimado también un clásico de la fotografía documental, Let Us Now Praise Famous Men, que en 1936 efectuó Walker Evans y que apareció junto con un texto de James Agee. Si bien Evans deseaba que sus fotografías fueran evidentes por sí mismas, la verdad es que el «ensayo» no fue concebido sin el concurso de un texto y habría que considerar si no fue precisamente este acompañamiento textual el que hizo que el trabajo de Evans pasase a ser considerado un ensayo en lugar de un reportaje fotográfico. Por otro lado, las fronteras no están nada claras en este terreno y, muchas veces, los conceptos de reportaje fotográfico, reportaje documental o fotoperiodístico se confunden con el más concluyente de foto-ensayo. Así John Mraz, en su estudio sobre el fotógrafo mexicano Nacho López, define el foto-reportaje como «algo que presenta una ocurrencia que es ostensiblemente “noticiosa”», aunque también ha caracterizado de foto-reportajes «aquellos “acontecimientos” que son presentados como si tuvieran la misma importancia que las grandes noticias». El autor se mueve, por lo tanto, en un territorio que por su estructura podría ser considerado ensayístico, del mismo modo que denominamos ensayo a la obra citada Walker Evans, pero que sin embargo debe distinguirse del foto-ensayo estricto:

… lo que yo describo como foto-ensayos, el periodismo norteamericano lo denomina artículos (features): tienen poco que ver con las «noticias». Su significación no está relacionada con un acontecimiento histórico: no se trata de algo que haya sucedido, sino más bien de una situación que ya existe. Tienen su origen en la idea que alguien tiene –un editor, un fotógrafo, un reportero– de contar una historia con «interés humano» que con frecuencia está relacionada con la cultura.59

¿Qué hay de específico en un foto-ensayo que no pueda encontrarse en una imagen ensayo o en un film-ensayo? La descripción anterior de la actividad fotográfica de Picasso nos puede poner sobre la pista de estas diferencias. Pero quizá sean los planteamientos de Mitchell sobre el tema la mejor plataforma para iniciar esta discusión. Mitchell empieza por considerar que hay mejores motivos para darle carta de naturaleza al ensayo fotográfico que referirse a la dominancia del género ensayístico en los textos que acompañan a las colecciones de fotografías en las revistas o los periódicos:

Hay razones más fundamentales para explicar los protocolos que parecen relacionar la fotografía con el ensayo de la misma manera que la pintura histórica estaba relacionada con la épica o la pintura de paisajes con el poema lírico. La primera es la presunción de una realidad referencial común: no «realismo», sino realidad, es decir que no ficcionalidad, incluso cientificidad son las connotaciones genéricas que relacionan el ensayo con la fotografía. La segunda es la íntima complicidad que se establece entre el ensayo informal o personal, con su énfasis en el «punto de vista» privado, la memoria y la autobiografía, y el estatus mítico de la fotografía como materialización del trazo de la memoria inmerso en el contexto de las asociaciones personales y las «perspectivas» privadas. En tercer lugar, se encuentra la concepción radical del ensayo como «intento» parcial, incompleto, un esfuerzo encaminado a conseguir lo más posible de la verdad sobre algo en su breve aparición como los límites del espacio y el ingenio del escritor lo permitan. La fotografía, de forma parecida, parece necesariamente incompleta al imponer un encuadre que nunca podrá incluir todo lo que hay ahí, dispuesto a ser, como se dice, «captado».60

El planteamiento de Mitchell es instructivo pero tiene el defecto de partir de la base de que la única forma por la que la fotografía puede equiparse al ensayo es a través de las concomitancias estructurales que se puedan establecer entre ambos, teniendo al ensayo como marco de referencia. No deja de ser esta una operación reduccionista, aparte del hecho de que se basa en la desigual comparación entre un medio, la fotografía, y un género relativo a otro medio, la escritura. La fotografía en general se equipara a un tipo de escritura en particular, lo cual deja bastante claro lo que es un ensayo literario, pero no nos ilustra demasiado sobre lo que puede ser un ensayo fotográfico.

El carácter de ensayo no puede adjudicarse a la fotografía por el simple hecho de que se esté tratando con un conjunto de imágenes, porque ya hemos visto que una sola imagen, fotográfica o no, también puede ser ensayística. De todas maneras, el hecho de que un acontecimiento o un objeto se desglosen temporalmente puede ser un factor ensayístico, pero no el único ni el más sustancial. Es necesario que ese desglose implique una operación reflexiva que reúna conceptualmente lo que se ha separado técnicamente: es decir, que la serie de fotos no estén unidas solo por la voluntad de conseguir una mayor visibilidad del objeto, sino que la temporalidad que se desprende de la operación sea la plataforma que alimente la visión de cada una de las fotografías, así como de todo el conjunto. Hay que decir que esto no se acostumbra a dar en la mayoría de los denominados ensayos fotográficos, que, como he dicho, son simples colecciones de fotos sin mayor intención.

En cualquier caso, un conjunto de fotografías sería ensayístico si cada una de ellas tuviera una intención reflexiva, si fuera una imagen-ensayo, como las fotografías que acostumbraba a tomar Picasso y que vistas con detenimiento nos revelan cualidades sorprendentes. Reunidas, este tipo de fotografías, constituirían forzosamente algo más que una colección de imágenes porque la pretensión de cada una de ellas se añadiría a la de las demás, algo que no sucede cuando la fotografía corresponde al estilo del fotorreportaje, a menos que, como digo, el fotógrafo haya querido darle una intención a la secuencia que induzca a pensar sobre lo que muestra.

La condición ensayística en cualquiera de sus manifestaciones no tiene que ver, sin embargo, con las intenciones, sino que se desprende fundamentalmente de una determinada estructura expositiva, de una forma.

7. La forma ensayo según Adorno

Jacobo Muñoz, en el prólogo al escrito que Theodor Adorno dedicó a la forma ensayo, establece los límites del territorio con el que nos encontramos al penetrar en este ámbito. Su formulación en forma de pregunta es parecida al problema que hemos intentado resolver en el apartado anterior y que vale la pena reconsiderar en la esfera concreta del ensayo literario, que es lo que preocupa a Adorno: «¿Tiene el ensayo una “forma propia”? Si la forma no es clara, ¿de qué lado podría decantarse el ensayo? ¿Del de la ciencia o del más dúctil e indisciplinando del arte?».61 Si el ensayo no fuera un modo específico, que lo es, debería decantarse, según Muñoz, hacia uno de los dos grandes paradigmas del conocimiento: hacia la ciencia y su búsqueda de rigor, o bien hacia la ambigüedad creativa del arte. Pero lo cierto es que la forma ensayo se encuentra situada más allá de la clásica disyuntiva entre arte y ciencia, precisamente porque constituye la solución, o una de las soluciones, a esta. Es a la vez arte, afectado por el espíritu de la precisión científica, y ciencia, influida por la intuición artística. Pero al configurar esta hibridación de los polos clásicos, los supera para situarse en un nuevo territorio que ni siquiera es la síntesis de los otros dos, sino su superación. Se trata, en su modalidad audiovisual, de una forma nueva que reúne en sí misma las estribaciones de los otros dos paradigmas, extralimitados por el impulso de su propio desarrollo. Tengamos en cuenta, aunque puede parecer un tópico, que la física post-relativista (la teoría cuántica, la de las supercuerdas, etc.) se plantea problemas epistemológicos cercanos a los de las post-vanguardias artísticas, interesadas en la estética del conocimiento. Lo que quiero decir es que las formas de conocimiento actuales desembocan, por sí mismas, en un ámbito en el que el modo ensayístico se revela como primordial desde la perspectiva hermenéutica, de la misma manera que los avances tecnológicos de los dispositivos de representación conducen de forma natural a las playas de la dramaturgia brechtiana. Ya no es posible contemplar la realidad con los ojos de la tradición y, por consiguiente, tampoco es posible representarla tradicionalmente. Pero para comprenderlo hace falta una nueva forma de pensar, una nueva sensibilidad. Es necesario un cambio de mentalidad, por ello es tan significativo que el ensayo se haya convertido en el modo fundamental del giro subjetivo que está tomando el conocimiento actual, giro a través del que la información se convierte en saber, es decir, regresa al seno de lo personal, de lo íntimo, del que se había separado quizá desde que, según argumentaba Platón, la escritura aisló por primer vez a la persona de su acerbo memorístico. Adorno no necesita remontarse tan lejos, sin embargo: le basta con dirigirse a Descartes y su método para encontrar los fundamentos de la separación entre un saber objetivo y otro subjetivo. Descartes es uno de los ejes de la mentalidad que está periclitando y, por lo tanto, se hace necesario no tanto criticarla, como revelar los dispositivos que contiene y de los que estamos prisioneros porque configuran los perfiles de la mentalidad que hemos adoptado como si fuera una segunda piel. El concepto de objetividad es una construcción decimonónica, como se sabe, pero las raíces de esa concepción se encuentran en Descartes: su exacerbación en el siglo XIX no hace más que prolongar determinada concepción de lo real y preparar el último escenario de esta en el que nosotros estamos aún ahora actuando.

Señala Adorno que para Lukács, con quien polemizó abiertamente en muchos otros temas, la forma ensayo se centra en una «especulación sobre objetos específicos, ya culturalmente preformados (…) el ensayo habla siempre de una cosa preformada o en el mejor de los casos de una cosa pre-existente».62 Se trata, por tanto, de una meta-actividad. «Ensayar» no es tanto crear de nuevo como especular a partir de lo existente: transformar lo existente, reflexionar sobre y a partir de algo ya conformado de antemano. De ello se puede deducir lo que expondré con mayor amplitud en un capítulo posterior dedicado a Pasolini con relación a que el film-ensayo trabaja siempre con imágenes de archivo, puesto que todo cuanto contempla de lo real lo hace no directamente, sino a través de su conversión en imagen. Más adelante también hablaré de la figura de la écfrasis, a través de la que podría entenderse el ensayo cinematográfico como una manera de reproducir las formas de lo existente en otro medio o de modo distinto al original: una suerte de traducción de la forma. Encontraríamos en ello esa prolongación o superación del modo descriptivo de la que hablaba más arriba. Se trataría de una reconfiguración significativa de la forma, puesto que el ensayo no consistiría tanto en describir las cosas como en extraer de ellas, de su configuración formal, su propio significado, un significado a través del que mostrarlas de un modo distinto a como se perciben habitualmente, un modo que incluyera en la superficie de estas, en su visibilidad, ese significado antes paradigmáticamente oculto. Dice concretamente Lukács que

 

… la crítica, el ensayo, habla la mayoría de las veces de imágenes, de libros y de ideas. ¿Cuál es su relación con lo representado? Se repite siempre que el crítico ha de decir la verdad sobre las cosas, mientras que el poeta no está vinculado frente a su materia a ninguna verdad (…) El ensayo habla siempre de algo que ya tiene forma, o a lo sumo de algo ya sido; le es, pues, esencial el no sacar cosas nuevas de una nada vacía, sino solo ordenar de nuevo cosas que ya en algún momento han sido vivas. Y como solo las ordena de nuevo, como no forma nada nuevo con lo informe, está vinculado a esas cosas, ha de enunciar siempre la «verdad» sobre ellas, hallar expresión para su esencia.63

Vale la pena subrayar este valor de «verdad» sustancial del ensayo, aunque solo lo posea por contraposición a la libertad poética, ya que muchas veces se considera al modo ensayístico contrario precisamente a una verdad fundamental que correspondería gestionar solamente al método científico. El ensayo no busca, sin embargo, la Verdad, con mayúsculas, puesto que por su propia esencia se ha convertido en el instrumento perfecto para desentrañar aquel fenómeno por el cual, según Vattimo, «en el pensamiento de los siglos XIX y XIX, los primeros principios aparecen como segundos, condicionados ya por alguna otra cosa (los mecanismos ideológicos de la falsa conciencia, la voluntad de dominación, los juegos de represión en el inconsciente) y también cae en descrédito la pretensión de universalidad».64 Solo la religión y el método científico persiguen, actualmente, esa pretensión de universalidad y ambos, de alguna manera, dependen de Descartes. El ensayo fílmico es consciente además de que los segundos principios que desenmascaró la modernidad se han convertido ya en terceros principios, puesto que están mediatizados por los poderosos instrumentos de representación audiovisual.

Quizá no sea necesario tomar al pie de la letra las palabras de Lukács cuando se refiere a que el ensayo se limita a reordenar lo existente, sin añadirle nada nuevo. Es verdad que su impulso se dirige a esta reordenación, pero no es menos cierto que muchas veces se trata de una reordenación de la memoria (y en el film-ensayo, una reordenación del archivo) a través de cosas concretas entre las que establece nuevas relaciones que dan paso a nuevos conceptos. Es así que el film-ensayo piensa, mientras que quizá no está tan claro en el caso del ensayo literario que se produzca un proceso de reflexión a través de los propios objetos que se articulan lingüísticamente. En su caso, se tiende por el contrario a dar más importancia a la propia articulación de la lengua que a la de los objetos denotados por ella, a menos que se consideren los procedimientos de la écfrasis, de la que, como digo, hablaré más adelante.

Modos de ver el mundo

Regresando a los planteamientos de Adorno, encontramos en su escrito la localización temprana de esa desconfianza que el ensayo suscita aún hoy en día, especialmente en el ámbito académico, donde se depositan siempre los hábitos más tradicionales y donde la búsqueda de conocimiento tiende a burocratizarse. Allí se gesta generalmente el pensamiento administrativo del que el ensayo quiere convertirse en antídoto. Al mencionar estas suspicacias, el filósofo pone de manifiesto una cualidad consustancial al ensayo, la libertad de espíritu, es decir, la posibilidad de enfrentarse abiertamente, sin restricciones, al propio caudal del mundo que también se ofrece a nosotros sin ningún tipo de restricción, más allá de la que nosotros le pongamos. En el caso del ensayo fílmico, se trata de trasladar a la imagen esta libertad y con ello poner al cineasta en la misma situación performativa que atesora el escritor o el pintor, proverbialmente alejados, en su condición óptima, de las coerciones típicas del funcionalismo industrial. No se trata de consolidar en el ensayo una posición alejada de las características industriales de la modernidad para mantener la condición de unos medios, como la pintura y la escritura, que serían intrínsecamente ajenos a esta. Todo lo contrario: a través del ensayo fílmico, esos medios ancestrales adquirirían carta de naturaleza no ya moderna, sino posmoderna, es decir, superadora de las constricciones industriales sin abandonar fundamentalmente la esfera industrial, expresada mediante una tecnología que, desde esta perspectiva, sería finalmente liberadora. Las tecnologías del ordenador, como ocurre en general con las nuevas formaciones tecnológicas, asumen en su configuración las formas de trabajo antaño dispersas por una revolución industrial basada en la prototípica división del trabajo. Este repliegue de la arquitectura de funcionamiento industrial y tecnológico, que tiene sus inconvenientes en el automatismo de las funciones tendentes a hacer superflua la figura del operador de los instrumentos, adquiere sin embargo una inesperada relevancia en el hecho de que ese operador puede reconvertirse en autor capaz de asumir las distintas tareas en otro tiempo necesariamente repartidas entre múltiples especialistas.

La libertad de espíritu se confronta, en Adorno, con la metodología y la férrea comunión entre la investigación y lo investigado que esta propone. Hay en el filósofo una crítica soterrada a ese conocimiento ligado a una productividad inmediata que pronto se configura como forma intrínseca de lo real:

El esfuerzo del sujeto por penetrar aquello que se esconde como una objetividad detrás de la fachada se estigmatiza como una cosa ociosa: esto ocurre simplemente por temor a la negatividad. Se dice que sería más sencillo. Se le atribuye la ciega mancha amarilla a quien, en lugar de aceptar y organizar, y basta, se interesa por interpretar; la ciega mancha amarilla de quien, impotente, con inteligencia extraviada, especula y busca razones y sentido allí donde no hay nada que interpretar.65

El ensayo se presenta como una forma rebelde a la regulación del pensamiento, llegando incluso hasta allí donde, según lo regulado, no hay nada que interpretar. Supera, por tanto, el miedo a la negatividad y encuentra en ella la contrapartida a lo positivo, a la estructura firme y sólida de lo esperado. La forma ensayo deviene así pues una cuestión moral, pero a la vez se convierte también en una cuestión psicológica, puesto que contrapone la libertad personal al ordenamiento metodológico que equipara todo tipo de pensamiento a un pensamiento regulado y útil, y lo hace a través de oponer dos tipos psicosociales: «La alternativa sería: hombre de hechos u hombre de aire. Pero una vez se ha cedido al terror de esta prohibición de pensar más allá de aquello que ya ha sido pensado en el objeto como tal, se acepta también la falsa intención de que hombres y cosas se hacen de sí mismos».66 Los dos tipos «psicológicos» aparecen como tipos sociales puesto que cada uno de ellos implica una manera distinta de asumir el pensamiento y las regulaciones sociales. Opera cada uno en un lado distinto del principio de realidad y, puesto que este principio está construido socialmente, la adscripción a uno u otro lado del principio constituye una determinada postura que es a la vez psicológica y social. No hay que ver en ello determinismo alguno, ya que la posibilidad de cambiar de polo existe, aunque sea necesario un proceso de concienciación y un determinado esfuerzo de voluntad que no siempre es fácil, pero precisamente por ello la cuestión epistemológica es también una cuestión moral. Y de esta postura moral se desprenden consecuencias sociales cuando coincide o se enfrenta con posiciones hegemónicas.