Estética del ensayo

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Z serii: Prismas #11
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La obra de Picasso se considera el ejemplo prototípico de esta ruptura con la tradición visual de Occidente, una ruptura que, a su vez, podría considerarse como el detonante de la quiebra de la otra tradición, la literaria: no sería cuestión de pensar por lo tanto que una hubiera expulsado a la otra, como ahora se dice, sino que ambas habrían experimentado, prácticamente al unísono, una similar interrupción, lo cual no es de extrañar si tenemos en cuenta que, como nos recuerda Mario Praz en su Mnemosyne,44 la literatura y las artes visuales han ido subrepticiamente de la mano durante varios siglos. El cuadro de Picasso Les demoiselles d’Avignon, de 1907, sería entonces no solo la obra que inauguraría una nueva forma de ver, como tantas veces se ha dicho, sino también la que pondría en marcha de manera más fidedigna la idea de la revolución continua y la necesidad de dar perennemente la espalda al pasado, tan típica de la modernidad. Pero Picasso no es un pintor fácil que se deje encerrar en los límites de un solo significado. Lo cierto es que Les demoiselles d’Avignon también puede considerarse la obra fundadora de una visualidad compleja cuyo alcance solo años más tarde sería del todo asimilado y que implica lo contrario de cerrar los ojos a las diversas corrientes que confluyen en ella. Aparece aquí una primera paradoja de las tantas que recorren la obra de Picasso y que son precisamente el resultado de su intrínseca complejidad. ¿Qué significa, para nosotros, la complejidad visual sino una constante revisión de las raíces, un replanteamiento continuado del propio proceso de formación: es decir, no un gesto excluyente, sino una firme apertura a la posibilidad de asimilación? Nos encontramos, pues, con que la primera obra visual verdaderamente compleja de la modernidad, es decir, una obra fuertemente vinculada a una reconsideración profunda del pasado, también inaugura, de forma como digo paradójica, un período que parecía claramente destinado a glorificar la simplicidad y superficialidad del presente. Es así como de un gesto, el gesto vanguardista empecinado en dar la espalda a lo anterior, se desprenden los primeros brotes de una profunda actitud autorreflexiva y metarreflexiva que no puede dejar de incluir ese pasado en sus operaciones. Solo una personalidad genial, trabajando en el momento adecuado, podía ser capaz de aunar de manera auténticamente fructífera ambos impulsos. Eso no impide que, hasta ahora, a Picasso solo se le haya reconocido su capacidad para trabajar con uno de estos dos impulsos, el generado por el imaginario de la vanguardia. Para comprender el otro, deberíamos contar con la propia complicación que experimenta la idea de tiempo en la misma época en que Picasso empezaba su revolución visual, complicación que implica una consciencia de su complejidad, atestiguada tanto en la ciencia, con Einstein, como en el arte, con las ideas de Aby Warburg sobre los anacronismos y las supervivencias en la historia de las imágenes. La obra de Picasso sería desde su recuperación del tiempo pasado para reconstruir el presente un ejemplo de esta nueva complejidad temporal que más tarde Benjamin expondría en sus famosas tesis sobre la historia.

Pero, antes de continuar, conviene que recordemos el papel jugado por Duchamp en el período vanguardista, ya que el espacio conceptual que inauguró Picasso en 1907 es el que luego recoge el artista francés para elaborar sus propuestas. Duchamp plantea a través de sus obras la problemática del arte en su momento de transición entre un paradigma que podríamos denominar plenamente estético y otro industrial y mercantil. El mercado del arte está naciendo en esa época y ello, en lugar de suponer el fin del arte, como se acostumbra a creer, implica tan solo su transformación, equiparable, por otro lado, a la que pudo experimentar cuando dejó de ser, por ejemplo, patrimonio esencial de la iglesia. Duchamp es consciente de estas transformaciones y realiza propuestas a la manera de experimentos que ponen de manifiesto el alcance de los cambios que están ocurriendo: su célebre urinario implica, como se sabe, la revisión del concepto de autor, así como la reconsideración de los espacios donde se exhiben las obras: una obra de arte lo será de ahí en adelante no por su calidad estética esencial, sino porque lo decide su autor y, especialmente, porque se introduce en un ámbito, como la galería o el museo, que le confieren ese estatus. Ese gesto abre la vía para el posterior arte conceptual, en el que será más importante la situación, física o mental, en la que se coloca el objeto que el objeto mismo como obra. Por otro lado, los Ready-made de Duchamp también ponen de manifiesto el proceso de transfiguración que experimentan al unísono los objetos industriales y las obras de arte, los cuales se encuentran a medio a camino en ese proceso mutuo de transformación que está estrechamente relacionado con la fenomenología del fetichismo de las mercancías del que hablaba Marx. Pero donde Duchamp se acerca más a Picasso es en el uso de la tradición visual como elemento de reflexión artística: Le grand verre (1915-1923) o las boites que lo acompañan, como La boîte verte, son una buena muestra de ello. Lo más interesante, desde la perspectiva de su relación con Picasso, es el hecho de que estos trabajos suponen la incorporación de una gran cantidad de material visual, a modo de citas o elaboraciones más o menos patentes del mismo. Pero lo que Picasso planteaba como un reciclaje de materiales pertenecientes, en su mayoría, a la tradición pictórica clásico-vanguardista, Duchamp lo amplía a materiales pertenecientes a la cultura popular e industrial, exponiendo así la tendencia del campo artístico en general.

Sobre Picasso se ha dicho prácticamente todo, en especial si tenemos en cuenta que la urgencia vanguardista del siglo XX no abonaba precisamente el terreno para las relecturas y por consiguiente era de suponer que todo cuanto hubiera que decir de sustancial sobre un artista se habría dicho ya en su momento: que esto no fuera cierto y las obras vanguardistas siguieran generando teorías, y emociones estéticas, a lo largo de los años no dejaba de ser una prueba de lo insustancial de sus pretensiones negadoras del valor de la tradición. Pero la idea era que a los artistas visuales solo se les podía comprender históricamente, y ya sabemos que la interpretación histórica, o historicista, ha ofrecido siempre poco margen para las innovaciones conceptuales. Habría, por tanto, que aplicarle a Picasso su propio método complejo y acabar así con la idea, o el tópico, de que en la cultura visual el vínculo con el pasado es de carácter positivista, que la evolución de la imagen no es más que un movimiento histórico conectado, en última instancia, a un hecho estético de carácter también históricamente limitado: es decir, abonado tan solo para el recuerdo o para el placer visual inmediato, pero agotado para el conocimiento una vez superada la época a la que cada obra pertenece cronológicamente. Es necesario revisitar Picasso quizá para reinventarlo, es decir, para someter su complejidad a una lectura idóneamente compleja que entienda la historia de una forma no historicista y que, por consiguiente, se preocupe más de las temporalidades que de la historia propiamente dicha: que considere que las capas temporales que, junto a las espaciales, configuran las imágenes continúan activas más allá de la adscripción de estas a una época determinada. Desaparecido el contexto social donde generaban respuestas, las imágenes siguen planteando preguntas. En realidad, una operación como esta convertiría algunas obras de Picasso en imágenes-ensayo que contendrían el germen del imaginario que a la larga da cabida al film-ensayo.

Algunas imágenes de Picasso son reflexiones visuales en el sentido de que parten de un proceso de pensamiento efectuado a través de las formas pero también porque, en algunos casos, este proceso implica una envergadura y una complejidad que las convierten en prototípicos ensayos visuales. Esto sucede, por lo menos, en una de ellas, Las demoiselles d’Avignon, un cuadro que va más allá de la simple ruptura formal para convertirse en el resultado de un experimento casi de laboratorio, como lo prueban los múltiples trazos que han quedado de los procedimientos conducentes a la confección de la imagen.

En el museo Ingres de la ciudad francesa de Montauban se celebró en 2004 una exposición en la que comparaban las obras de Picasso y las de Ingres. Como se sabe, el pintor francés nació en esa ciudad y de Picasso se conoce la admiración que la obra de este le producía. En esa exhibición era posible detectar la capacidad reflexiva del pintor malagueño al poder comparar algunas de sus obras con las fuentes de las que partía. Es cierto que ambos pintores parecen, a primera vista, difíciles de conciliar, pero los nexos existen precisamente porque Picasso elaboró alguna de sus propuestas pictóricas no tanto como copias de su antecesor, sino como traducciones de estas.

En una de las salas del museo se habían colocado, uno al lado del otro, sendos retratos confeccionados por Ingres y por Picasso. Concretamente, el que el pintor francés hizo de Madame Moitessier en 1856 y el de Dora Maar por Picasso, que data de 1937. Viendo juntos estos dos cuadros, era evidente que, además de los años que los separaban, también había entre ellos un tremendo abismo visual. Las similitudes entre las dos pinturas, teóricamente impredecibles, existían, ciertamente, pero su existencia, lejos de acercar ambos mundos, hacía que la separación entre ellos fuera aún más evidente. En todo caso, colocar al lado un Picasso y un Ingres era plantear una reflexión, abrir un proceso de pensamiento que debía efectuarse principalmente a través de la mirada. Algo similar se nos propone en las películas de cineastas como Peter Delpeut (Nitrato lírico, 1991) y Matthias Müller (Home Movies, 1991), donde las imágenes del pasado, provenientes del archivo, cobran vida de nuevo para establecer relaciones entre ellas que nos hacen reflexionar sobre su propia morfología y el ramillete de significados que esta comporta.

 

El planteamiento museístico de Montauban recuerda una anécdota que se cuenta acerca de las relaciones entre Gombrich y Panofsky, anécdota que permite comprender la diferente sensibilidad con que ambos se enfrentaban al fenómeno artístico, a la par que nos muestra también dos formas prototípicas de entenderlo. Se dice que Gombrich asistía a una de las conferencias de Panofsky en la que este, como era su costumbre, proyectaba diapositivas para ilustrarla. En uno de los momentos de la charla, y después de mostrar primero la imagen de una iglesia renacentista y, luego, la de una iglesia gótica, Panofsky exclamó: «¡Aquí ocurrió algo!». El comentario de su amigo, expresado en voz baja a la persona que tenía al lado, no se hizo esperar: «Claro que ocurrió algo –dijo Gombrich–, ocurrió que se introdujo un nuevo estilo arquitectónico, pero esto no es necesariamente el síntoma de algo más».45

Esta apelación al sentido común de Ernst Gombrich, muy en la línea de lo que Steiner denomina «la endémica liturgia anglosajona del sentido común, de la duda pragmática, que contempla este tipo de proposiciones como simple verborrea»,46 no sirve para nada ante el emparejamiento de un Ingres y un Picasso, tan diversos pero a la vez tan similares, como los que se enfrentaban en el museo de Montauban. Si ese cambio tan drástico de visualidad no fuera, como quería Gombrich, síntoma de algo más, de un mecanismo cultural y estético más profundo, significaría que la introducción de estilos nuevos en el arte sería simplemente fruto de la voluntad personal del artista o, como máximo, de la imposición insustancial de una moda estilística. No creo que el ilustre director del Instituto Warburg, un crítico en otras ocasiones tan perspicaz, estuviera dispuesto a creer, pongamos por caso, que el tránsito, en la historia de la ciencia, del paradigma newtoniano al paradigma einsteiniano (que de hecho coincidió con la elaboración de Les demoiselles por parte de Picasso) obedeciera simplemente a un capricho de Einstein, quien habría conseguido imponer, con la fuerza de su imaginación, una nueva moda entre los científicos. ¿Qué hace que lo que no consideramos adecuado para la ciencia lo tengamos por habitual en el arte, si no es un rutinario desprecio por el funcionamiento de este frente a la proverbial circunspección del método científico? La noción de que una cosa es la invención artística y la otra el descubrimiento científico no tiene en cuenta las veces en que la ciencia ha sido invención y el arte descubrimiento.

Si el paso de la visión del mundo de Newton a la visión del mundo de Einstein estaba enraizada en corrientes culturales profundas, de las que el cambio entre ambos paradigmas era un síntoma, no cabe duda de que tales corrientes no solo alcanzaban a la ciencia de la época, sino a todo cuanto en este período tenía significación social y que, por lo tanto, se hallaba, a través de la estructura de esa sociedad, interrelacionado. Si un cambio científico tiene significaciones profundas, lo mismo debe ocurrir con un cambio artístico. Las imágenes de Ingres, de un realismo armónico y transparente, pertenecen sin duda alguna al mismo paradigma que permitió a Newton concebir su equilibrado universo. Y parece obvio que si hubiera que buscar una concepción visual que correspondiera al vuelco que las ideas de Einstein ocasionaron en esa concepción de la realidad, las pinturas de Picasso serían firmes candidatas a ello, como así lo testimonia el excelente estudio de Arthur I. Miller.47

Walter Benjamin creó el concepto de imagen dialéctica para denominar aquellas configuraciones visuales en las que cristaliza el proceso histórico y las tensiones sociales, es decir, imágenes que son síntoma de algo que está pasando más allá de lo obvio. Adorno no estaba demasiado satisfecho con esta idea, pero no adoptó la misma actitud despectiva de Gombrich ante la propuesta de un mecanismo psicosocial complejo como el que promulgaba Panofsky, sino que pensó, por el contrario, que había que ampliar las dimensiones de lo concebido por Benjamin para evitar análisis excesivamente mecanicistas. Decía que «las imágenes dialécticas son modelos no de los productos sociales, sino más bien constelaciones objetivas en las que se representa la condición social».48 Es decir, que esas imágenes no son el reflejo mecánico de la realidad social, sino un escenario donde esta puede representarse con diferentes disfraces. Habría que preguntarse por qué Benjamin, en lugar de buscar directamente en el arte los ejemplos de estas imágenes dialécticas, las rastreó en ámbitos menos sobresalientes, como las configuraciones urbanas o los anuncios publicitarios. Puede que la respuesta sea que para él el proceso creativo del arte era demasiado consciente, mientras que lo que perseguía era el estudio de formaciones sociales caracterizadas por una cierta espontaneidad. En cualquier caso, la expansión que Adorno hizo de esta idea, su concepto de constelación que se constituye en modelo dentro del que se producen las imágenes dialécticas, puede ser muy productiva a la hora de estudiar la obra artística, especialmente una obra que, como la de Picasso, se sitúa en el crisol de una serie de cambios sustanciales. Si la imagen dialéctica es la destilación espontánea de una serie de tensiones psicosociales que aparecen visualizadas en los diseños artesanales, arquitectónicos, urbanos, etc., la obra de arte podría ser considerada como la representación del marco donde estas otras imágenes se hacen posibles, es decir, la representación de la constelación adorniana que hasta ahora no habría encontrado una ubicación visual clara que fuera capaz de trascender el ámbito de las imágenes dialécticas definidas por Benjamin. Además, de esta manera se solventaría otro problema que denunciaba Adorno y que ha sido consustancial a la tendencia protocientífica de cierta epistemología del pasado siglo: la ausencia del individuo, del sujeto en la producción de conocimiento: «la permanente importancia del individuo, indicaba Adorno, es así un instrumento dialéctico de transición que no debiera desestimarse como un mito, sino que puede ser solo suspendido».49 Se trata solo de suspender la idea de individuo, de autor, pero no de ignorarla como ha hecho toda la epistemología modernista y no Benjamin precisamente. La visualización de una determinada constelación social y la presencia del individuo como catalizador de las tensiones estéticas, sociales y psicológicas del momento es lo que se encuentra precisamente en un cuadro como Les demoiselles d’Avignon, que expone así el verdadero alcance de su complejidad y sirve como instrumento ejemplar a través del que vislumbrar soluciones a tantas inquietudes de la epistemología contemporánea que, situada en el territorio ambiguo de la post-ciencia, solo puede encontrar una salida válida en la estética. O, mejor dicho, la salida válida solo puede encontrarla en el dominio de la post-estética que se forma cuando, convencidos del agotamiento de lo estético, abogamos por una prolongación que, sin abandonar este ámbito, lo transforme. Esta transformación nos induce a contemplar las obras de arte, presentes, pasadas y futuras, como formas de conocimiento que se forman y transmiten estéticamente.

Algo había ocurrido, pues, entre 1856 y 1937 para que fuera posible representar el mundo de forma tan distinta o, en otras palabras, para que pudiera ser visto de manera tan diferente como la de Ingres y la de Picasso. Por de pronto, en ese año de 1937, Picasso había pintado también el Guernica y hacía ya treinta años que, con Les demoiselles d’Avignon, había revolucionado la visión occidental. Centrémonos en esta última obra, pues: una obra fronteriza que, como una figura de Jano, mira a la vez hacia el pasado y hacia el futuro. Jano es la divinidad de las puertas, de los umbrales; la de los inicios y las postrimerías, y en consecuencia es perfectamente equiparable con esta particular pintura del pintor malagueño, él mismo una figura compleja que engloba varias culturas, multitud de estilos y diversas personalidades. Tratemos de ver esa pintura como si nunca antes la hubiéramos visto o, mejor aún, como si nunca antes nadie hubiera dicho nada sobre ella. Se trata, pues, de un objeto visual datado a principios del siglo XX, en 1907, que aparece ahora ante nuestros ojos como surgido de la nada: ¿qué dispositivos visuales, conceptuales, emocionales, epistemológicos la conforman y la convierten en una propuesta compleja? Decía Georges Poulet que nuestro pensamiento ha de ejercerse ineluctablemente sobre algo, es decir, sobre un objeto, pero que, sin embargo, este pensamiento se produce en un campo determinado, en su interior, y que ello nos permite establecer una distancia con el pensar, distancia que Poulet denomina certeramente distancia interior.50 Ahora bien, si existe esta distancia interior que no solo forma parte de nuestros procesos mentales, sino que determina su fenomenología más íntima, hemos de considerar también la posibilidad de una distancia exterior que articule la plasmación técnica de nuestros pensamientos. Simmel expresaba algo parecido a los postulados de Poulet. Hablando de la filosofía del dinero, el cual plasmaría externamente procesos internos, psicosociales, indicaba que «nuestro pensamiento posee la maravillosa facultad de pensar en contenidos independientes del hecho de ser pensados… el contenido de una representación no coincide con la representación del contenido».51 Esta separación entre el acto y la conciencia del acto permite la formalización de esta conciencia, así como del acto correspondiente y, por lo tanto, abre la puerta para la plasmación exterior, técnica, de esa formalización. Permite en una palabra el acto estético, generador del acto artístico (y de muchos actos más, como por ejemplo el acto propiamente tecnológico, es decir, la confección de instrumentos). El proceso de estetización del pensamiento se produce de manera eminente en la obra artística, la cual se convierte así en el resultado de establecer la operatividad de una distancia exterior, simétrica de la distancia interior correspondiente. En pocas palabras, una obra de arte es, entre otras muchas cosas, un acto de pensamiento visualizado. Y esa obra plasma antes de nada la constelación social que, según Adorno, se constituye en modelo dentro del que, dialécticamente, se producen imágenes que son precisamente eso, dialécticas, es decir, ingredientes de una composición que son, a la vez, fruto y matriz de esta.

Si dirigimos ahora la mirada a Les demoiselles d’Avignon, seguramente veremos la obra con otro ojos, incluso con ojos distintos a los del propio Picasso, ya que las consecuencias de su ruptura visual nos han alcanzado a nosotros y han afinado nuestra mirada de una forma que en el momento de la confección del cuadro era imprevisible. Lo primero que debemos hacer es no quedarnos fuera de la obra, con esa actitud reverencial del espectador, sobre todo del espectador de pinturas que, como la de Picasso, parecen contravenir todas las leyes del realismo, leyes que constituyen las únicas coordenadas que la persona normal y corriente posee para navegar por el arte y que le acostumbran a dejar literalmente fuera de sus frutos más recientes (aunque este improductivo distanciamiento empezó ya con Picasso: fue precisamente él quien se convirtió en el prototipo del desprecio que la persona poseedora de sentido común siente por el «arte moderno»). Una vez efectuada la operación de adentrarse en la obra, antes que una imagen, veremos la forma de esta imagen y, por consiguiente, la propuesta distante, unitaria y absorbida únicamente por la vista, se convertirá en un conglomerado de visualidades y temporalidades organizadas por un marco, por una constelación no solo estética, sino también socialmente preñada. Es el pensamiento de Picasso el que se nos muestra en el cuadro, pero, y ahí reside el carácter genial y al mismo tiempo el germen de la complejidad de la propuesta, es también la sociedad la que piensa a través de Picasso.

 

Picasso fue, en gran medida, un pintor de pintores, un metapintor, podríamos decir apurando el idioma. Cabe pensar, aunque siempre se encontrarán excepciones, que fue el primero que, en lugar de pintar la realidad directamente, se dedicó a pintar la realidad pintada por otros pintores, es decir, que se enfrentó pictóricamente a otros mundos pictóricos. No estoy hablando de influencias o copias, ni de la moda manierista del cuadro dentro del cuadro, sino de tomar como modelo la reconfiguración de lo real que otros han efectuado antes. Pero no una reconfiguración externa, distante, espectatorial, de esas plasmaciones, sino una mirada profunda de su trabajo interior. Habría que matizar convenientemente esta propuesta porque la realidad inmediata y sin estructuraciones previas la han tomado como modelo pocos pintores antes de los impresionistas, que salieron a la calle con sus caballetes para captar las impresiones directas de lo real. Gombrich en su Arte e Ilusión revela que los pintores orientales no saben pintar del natural, si no es a través de un modelo que les explique cómo interpretar las formas que tienen ante los ojos. Pero la verdad es que la tradición occidental no está tan lejos de este procedimiento porque, como digo, pocos pintores han buscado en la realidad su inspiración inmediata, sin pasar por las constricciones del estilo, de la tradición o de los símbolos, cuando no de una voluntaria reconfiguración de visualidades clásicas. Ahora bien, con Picasso ocurre algo distinto que nos permite hablar de un cambio sustancial en la forma de entender la pintura. No se trata solo de que se inspire en las obras de otros autores, en su caso no muy lejanos, ni de que busque repetir en sus cuadros propuestas más o menos recientes, lo cual ya implicaría una cierta novedad porque lo que antes se pretendía recuperar eran tradiciones más antiguas a menos que se incurriera directamente en el plagio. Lo que Picasso hace no es utilizar otros materiales para componer sus imágenes, sino convertir otras pinturas en modelos, hacer de ellas material de reflexión pictórica. No solo redistribuye la realidad a través de una mirada distinta, sino que, de hecho, le da la espalda a lo real y lo busca a través del reflejo que de él hay en otros cuadros.

No olvidemos que Brunelleschi, en otro momento también fronterizo de la cultura occidental, efectúo algo parecido. En la fundación de la técnica perspectivista que abría una nueva visualidad en Occidente, visualidad que habría de durar justo hasta Picasso, el arquitecto y escultor florentino también le dio literalmente la espalda a la realidad y pintó el baptisterio que está frente a la iglesia de Santa Maria de Fiore, el diseño de cuya cúpula le había de hacer famoso, a través de su imagen reflejada en un espejo. El acto inaugural del realismo del occidente se efectúa, pues, buscando lo real en un reflejo. Podríamos aventurar que el pintor, con este subterfugio, establece una distancia con la realidad que le permite conceptualizarla: es la exteriorización de la necesaria distancia interior que funda todo pensamiento. Sin ella, pensar no sería posible, como tampoco la pintura perspectivista sería posible sin la equivalente distancia exterior. Recordemos que el mito de Narciso sitúa el nacimiento de la imagen en otro reflejo que, a la postre, conduce a la tragedia del pobre Narciso ahogado al intentar abrazar en las aguas del lago su propia imagen reflejada. Pero a esta muestra ancestral de desconfianza ante la imagen le podemos oponer la fase del espejo que, según Lacan, supone la entrada del niño en el mundo simbólico. Ahora bien, no olvidemos que esta entrada se efectúa, según el psicoanalista francés, a través de lo imaginario, a través de una identidad ilusoria que todos construimos para poder existir en la cultura. En el fondo, pues, Lacan no está tan lejos de Narciso, si bien lo que en este desemboca en una anulación, en aquel conduce a un renacimiento en el ámbito de lo real imaginario.

Picasso pinta un mundo más cercano al de Lacan que al de Brunelleschi, el cual a su vez está conectado más directamente con el de Narciso. Quinientos años después del artista florentino, añade otro pliegue a su dispositivo especular y, superando con ello el período de la pintura en perspectiva, busca el reflejo de lo real no en un espejo, sino en el pensamiento visual de otros artistas o, para decirlo de otra manera, en la realidad visualmente pensada ya por ellos. Lo busca, pues, en una realidad reflejada, pero reflejada en un espejo interior. Las metáforas inaugurales del realismo mimético occidental, según Alberti, eran la ventana y el espejo. Picasso prescinde de ellas y entiende la pintura como visualización del pensamiento, como plasmación de la realidad subjetivada. Es en el espejo mágico de Lacan, que convierte la realidad en ilusión y la ilusión en realidad, donde fija Picasso sus ojos: un espejo, por cierto, que no sería teorizado hasta mucho después por el psicoanalista francés, pero cuyas consecuencias estéticas el pintor español deja ya plasmadas en sus Demoiselles d’Avigon, donde memoria individual y memoria estética no solo se confunden sino que se retroalimentan.

Cierto que a partir del impresionismo, con los fauves, prácticamente contemporáneos de las Demoiselles y, sobre todo, con Cézanne, la pintura había roto ya con el fetichismo de lo real, pero estos pintores seguían pretendiendo dirigir su mirada directamente hacia el objeto externo colocado ante ellos. El acto fundacional de Brunelleschi había sido internalizado hacía tiempo y, por consiguiente, yacía olvidado en los entresijos de la propia técnica pictórica que, de antiguo, creaba de esta manera espejos en los que se reproducían realidades reflejadas, es decir, reflexionadas. La unidireccionalidad de la mirada no fue subvertida, por consiguiente, hasta Les demoiselles d’Avigon de Picasso. Solo entonces, alguien se decidió a pensar pictóricamente sobre el pensamiento pictórico y, con ello, ayudó a traspasar al exterior, a la imagen, lo que antes había sido puramente interior, la geografía de la psique.

Picasso tenía una enorme facilidad por el dibujo. Basta verle componer sus figuras en el documental de Clouzot (Le mystère Picasso, 1956) para darse cuenta de ello, para apercibirse de que, en cierta manera, para él, dibujar era equivalente a hablar, puesto que la línea surgía del impulso de su mano tan espontáneamente como el habla podía hacerlo de su boca. Mario Brusatin en su Histoire de la ligne hace mención del carácter fundamental de la línea: «la vida es un línea, el pensamiento es una línea. Todo es una línea. La línea relaciona dos puntos. El punto es un instante, y son dos instantes los que definen una línea, la línea en su principio y en su final».52 Contemplando trabajar a Picasso se hace patente esta hibridación del tiempo y el espacio en sus gestos plasmados sobre la tela: «la líneas son ideas que tan pronto siguen un curso tranquilo y se ordenan en ritmos armoniosos como ondas, tan pronto se cruzan en el aire y se enfrentan como flechas».53 Si la línea que traza la forma, que la compone, es una línea temporal, su transcurso es como un razonamiento visible que produce ideas, invirtiendo así el procedimiento del texto, que es también un movimiento visual, aunque aquí el movimiento es el resultado de una idea y no tanto su génesis. Contemplar la obra terminada oculta su genealogía temporal y, sin embargo, las formas que la modelan son formas de tiempo acumuladas en el espacio, y esa acumulación implica una condensación correspondiente de intuiciones estéticas que hablan del mundo, de la representación, de la pintura y del mismo autor.

Merleau-Ponty distinguía entre la pintura y la ciencia a través del hecho de que esta contempla a distancia, por encima, las cosas, mientras que la pintura se sumerge en ellas. Pero cuando el pensador francés hacía esta reflexión estaba pensando ya en Cézanne, en una pintura que exploraba la realidad como fenómeno y que por lo tanto estaba dejando atrás su fase primitiva del espejo mimético: el pintor que Merleau-Ponty tenía en mente ya era capaz de empezar a comprender el lugar que su identidad, su subjetividad, ocupa en la gestación del cuadro, superando así la fase del reflejo, realista, para entrar en la del espejo, imaginaria. No pensaba Merleau-Ponty en una pintura como la perspectivista que, equiparándose a la imaginación científica, contempla el mundo desde fuera, a partir de una distancia exterior que considera equivalente de forma mecánica a la distancia interior.