Estética del ensayo

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Z serii: Prismas #11
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Hablaba antes de función simbólica desplazada pero en realidad quería referirme a una forma alegórica, a una de las posibles formas de la alegoría. La alegoría es la figura retórica que parece más ligada al pensamiento por el hecho de que establece una relación directa entre figura e ideas. Por ello, una composición alegórica, o incluso una figura alegórica compuesta por una serie de aditamentos, puede considerarse, en principio, una forma de pensamiento visual. No necesariamente un ensayo, puesto que la finalidad de las alegorías clásicas –y muchas de las modernas como las utilizadas por la publicidad– es muy concreta y en ellas se está muy lejos de proponer un libre transcurso de la reflexión más allá de los límites establecidos por sus intereses. Tampoco composiciones como, por ejemplo, el impresionante arco triunfal que Durero diseñó en 1515 para el emperador Maximiliano (figura 1) pueden considerarse ensayos visuales (si es que fuera posible que algo así existiera a principios del siglo XVI), a pesar de su peculiar estructuración visual y del hecho de que se destinase efectivamente a la exposición visual de un determinado conocimiento estructurado de una manera precisa. Una imagen de este tipo tiene la solemnidad de un tratado y acumula un tipo parecido de sabiduría, pero está organizada a través de imágenes que tienen una característica primordialmente indexática puesto que apuntan muy claramente a sus referentes históricos. Son imágenes pues palmariamente inmovilizadas por su significado, al que están conectadas de forma directa e inamovible. La composición carece así de libertad, al tiempo que está ligada a una forma arquitectónica que tiende a constreñirla aún más (aunque no tiene por qué ser siempre así: la cajas de Duchamp o las de Joseph Cornell, así como el marco de cualquier imagen, pueden crear perfectamente un espacio de libertad interior y la disposición arquitectónica del pensamiento en contraste con su linealidad es un factor de su posible disposición compleja). La imagen de Durero tiene un carácter escolástico, y aunque ello la convierte en un claro ejemplo de un modelo de pensamiento formalizado, no puede considerarse por el contrario un dispositivo visual promotor de reflexiones en el sentido que aquí les estamos dando a estas. Se trata, por el contrario, de la constatación visual de una serie de hechos, ideas, símbolos, acontecimientos, etc., cuyo poder informativo depende precisamente de su estabilidad conceptual (figura 2). La equivalencia más directa podría hacerse con un moderno mapa conceptual, solo que en la obra de Durero la potencia estética sería muy superior a la de los actuales dispositivos de este tipo.


Figura 1. Durero, «Arco triunfal».


Figura 2. Detalles del «Arco triunfal» de Durero.

Algo parecido, pero quizá más próximo al ensayismo visual, lo podríamos encontrar, por ejemplo, en los muralistas mexicanos. En los de Diego Rivera o de José Clemente Orozco, los elementos visuales, aunque conservan su relación con significados históricos concretos, presentan sin embargo una mayor libertad compositiva que en el caso de otras composiciones alegóricas como la de Durero, al tiempo que muestran una expresión personal del autor que trasciende ese anclaje inicial. Estos murales no son tanto informativos como sugestivos, y permiten, por consiguiente, una lectura asimismo bastante abierta. De la alegoría débil de Durero (débil porque no alcanza la potencia visual de las alegorías más clásicas y se mantiene parcialmente en un ámbito realista), saltamos, pues, a las post-alegorías de los muralistas mexicanos, para delimitar un territorio de imágenes-idea de carácter alegórico en el campo de la imagen fija. Durero estructura la información a través de una composición alegórica como el arco de triunfo que, en sí misma, es de carácter simbólico, mientras que los muralistas mexicanos insertan sus murales en edificios reales que tienen muchas veces también un carácter simbólico, el que les aporta la condición institucional de muchos de ellos. Este uso alegórico, a la vez que simbólico y aun metafórico, de la arquitectura nos debería llevar a los planteamientos actuales del documental expandido que se manifiestan especialmente en el ámbito de los museos y las salas de exhibición de arte, aunque también tienen una réplica en los espacios informáticos multimedia: los denominados documentales web. En los documentales web se desarrolla de forma más directa las posibilidades hermenéuticas del movimiento y, por lo tanto, estas nuevas formas del documental llevan el concepto de ensayo a otra dimensión en la que interviene el espectador mediante acciones que despliegan las propuestas visuales hacia un ámbito en el que la reflexión previa del autor y la del usuario espectador se combinan. Pero este es un campo que merece ser desarrollado en otro estudio dedicado completamente a estas nuevas formas del documental y del ensayo.

La imagen de Durero está compuesta de un conjunto de representaciones, símbolos, objetos e incluso adornos que se cobijan todos ellos bajo el manto de un mecanismo alegórico expresado a distintos niveles de intensidad, pero que en ningún caso permiten lo que hacía Vico en el prefacio a su Ciencia Nueva, donde se dedicaba a desarrollar una reflexión anclada en el paisaje alegórico que le servía de frontispicio. Las imágenes de Durero son en gran medida alegóricas en segundo grado: es decir, representan primero un elemento histórico y luego una idea vehiculada a través de este primer significado y su correspondiente visualidad. En cambio el tipo de alegoría a la que me estoy refiriendo al hablar de imágenes-ensayo, y por lo tanto también cuando especifico la manera en que las imágenes funcionan en el ensayo visual, es una función retórica que se produce por el hecho de utilizar libremente un elemento visual como sostén transitorio de una determinada idea, por eso esta clase de imágenes está de hecho relacionada con la post-alegoría que se podía detectar ya en los muralistas políticos mexicanos. La imagen aparece en ellas con su significado estricto, pero este queda en un segundo término y lo que realmente alimenta la reflexión es su carácter visual, su estética alegorizadora de una idea-emoción a la que se añade el significado preciso, arrastrado por el impulso inicial de carácter estético. En cualquier caso, el mecanismo de representación de estas post-alegorías se parece más al de las pre-alegorías de Durero que al de las alegorías propiamente dichas, o sea, las de Alciato o Ripa, aunque el parecido no las haga del todo coincidentes.

Algo similar sucede, por ejemplo, con los objetos utilizados por Joseph Cornell en sus composiciones. En ellas las imágenes (los objetos convertidos en imagen, estetizados por su desplazamiento desde el contexto tradicional a otro distinto) no acuden convocadas por su capacidad de significar de una manera estricta, sino que son ellas mismas las que con su presencia construyen, o ayudan a construir, el significado. Como indica Jodi Hauptman al estudiar la obra de Cornell, «los objetos y los elementos efímeros de estas colecciones forman una elaborada mitología inventada por el artista que está determinada en gran parte por sus respuestas a un particular sujeto, así como generada por sus oscuras preocupaciones».39 Cornell, a partir de una determinada intuición que puede ser de carácter autobiográfico o sentimental, se dedica a recoger una serie de objetos que acaban organizándose en una colección a través de una actividad que podríamos considerar parecida a la del flaneur. Pero en este caso no se trata de un simple deambular por la ciudad con ánimo contemplativo, aunque algo quede de ello en el proceder de Cornell, sino que la operación desemboca en una actividad concreta como es la de recoger aquello que le llama la atención (teniendo este acto preciso una potencia cognitivo-emocional que luego se traslada a la obra resultante), para transportarlo a otro ámbito donde el recorrido y la idea que lo genera quedan convenientemente alegorizados. De esta manera, los paseos del artista por la ciudad y su actividad mental se sincronizan de manera que los resultados pueden considerarse semejantes a un autorretrato. Pasearse por la ciudad en busca de imágenes significativas equivale al deambular mental del pensador ensayista que va de idea en idea sin un rumbo fijo, pero concretando a medida que avanza una forma que, como decía Montaigne, acaba por delatarle. Es este un rasgo característico del ensayo de cualquier tipo, pero cabe destacar el hecho de que bastantes documentalistas que se han decantado por la autobiografía y más concretamente por el autorretrato fílmico muestran este paralelismo entre el desplazamiento físico y el mental: así, por ejemplo, Andrés Di Tella en Fotografías (2007) viaja hasta la India en busca de sus raíces identitarias, después de una serie de recorridos por la propia Argentina originados por el encuentro de una colección de objetos, entre ellos fotografías, pertenecientes a su madre india. La película muestra estos itinerarios físicoconceptuales como una alegoría de la propia búsqueda mental del autor. Lo mismo sucede, en otro orden de cosas, en La espigadora y los espigadores, de Agnès Varda. En este caso, el viaje quizá no es tan estrictamente necesario como en el de Di Tella, pero por ello es aún más significativo, puesto que nos muestra que la necesidad de deambular del ensayista llega a hacerse tan fuerte que muchas veces se incrusta en lo real más allá de una posible funcionalidad primera: es la metáfora la que condiciona la estructura en lugar de ser esta la que se convierte en metáfora.

 

Más allá de la existencia de films ensayo propiamente dichos, podemos considerar que en algunos films que no son estrictamente ensayos puede haber partes que sean ensayísticas. En este sentido, es posible elaborar un equivalente visual de la forma ensayo descrita por Adorno para denominar aquellos pasajes que, en films tradicionales, se decantan por lo ensayístico, entendiendo, claro está, que los films ensayo propiamente dichos están totalmente compuestos por el desarrollo de esta forma. En el cine, dentro de esta forma ensayo general que propone Adorno, encontramos formas-ensayo, es decir aquellos conjuntos de imágenes en movimiento que se separan de alguna manera del transcurso narrativo del film para proponer un proceso reflexivo: por ejemplo, los «montajes» de Slavko Vorkapich o incluso, más en concreto, el segmento prácticamente autónomo que puede verse al inicio de una película como You and Me (1938), de Fritz Lang, y en el que se efectúa una irónica reflexión visual sobre la venta y el dinero con música de Kurt Weil, quien como se sabe fue un ilustre colaborador de Bertold Brecht. Junto a estas formas en movimiento, tenemos las imágenes-ensayo, entendidas como imágenes estáticas que constituyen una sola composición visual y no un engarce entre varias.

Esta perspectiva nos permite contemplar la posible vertiente ensayística o reflexiva de producciones como Las pasiones, de Bill Viola (The Passions, 2003), que no pueden considerarse estrictamente ensayísticos ni están ligados a una proceso reflexivo en un sentido estricto, pero que contempladas de forma restringida nos dejan entrever la fuerza de una idea, así como de su desarrollo. Es quizá el potencial alegórico de esas obras lo que las entronca con la formación y exploración de un concepto. Por ello mismo es obvio que las vanguardias artísticas del siglo XX elaboraron un auténtico catálogo de imágenes-ensayo y de formas-ensayo, sin llegar a confeccionar prácticamente nunca verdaderos films ensayo. Las propuestas de Maya Deren son en este sentido prototípicas: las obras de la cineasta se despliegan a través de un eje primordialmente narrativo sobre el que se dispone una actividad simbólica destinada a visualizar procesos radicalmente subjetivos. Sus films son excéntricos en el sentido de que desplazan el centro prototípico en el que se instalan tradicionalmente las narraciones clásicas y también la perspectiva desde la que se organizaban las propuestas vanguardistas anteriores: la cámara no capta un espectáculo de la mente actuado ante ella, sino que se convierte, quizá por primera vez, en un instrumento capaz de organizar la realidad a través de la visión subjetiva de esta, o este es al menos el propósito de la disposición dramatúrgica de Maya Deren que, en este sentido es claramente visionaria, pregonaba Adams Sitney. Es evidente que los films de Deren quieren hacernos pensar, pero no directamente a través de sus imágenes propiamente dichas, no mediante su articulación fuera de su funcionalidad denotativa en el seno de la narración. Son imágenes que, en primer lugar, pretenden hacernos sentir y luego, mediante esta emoción extraída de la peculiar dislocación narrativa que nos propone el segmento del film correspondiente, nos proponer quizá reflexionar. Pero esta urgencia no está incluida en la propuesta fílmica: esta no obliga a plantearse la reflexión como la forma primordial de asimilación de la misma. Ello no excluye que pueda haber ciertos segmentos del film, articulados a través de montajes muy llamativos (por ejemplo, en At Land (1944), donde la propia Maya Deren se desliza, a través del montaje, por espacios, en principio, inconexos), que puedan considerarse imágenes-ensayo porque, para interpretarlos, debemos recurrir a su escritura visual, debemos acercarnos intelectualmente a las imágenes y pensarlas. Nos causan impresión, pero observamos con claridad que no se agota en esta impresión la posible comprensión, sino que la misma se encuentra situada más bien en la articulación de esas imágenes que no es narrativa y ni puramente emotiva. Ambos factores pasan en estos casos a un segundo término, se convierten en elementos a considerar en el proceso hermenéutico que proponen los segmentos, como factores del proceso de reflexión que requieren las imágenes.

Tenemos, pues, diferentes posibilidades de encarar el fenó-meno ensayístico desde la perspectiva visual. En primer lugar, las imágenes-ensayo, es decir, imágenes, o encuadres, fijos o con evolución temporal interna. Luego, las formas-ensayo: un conjunto de imágenes que se convierten en procesos reflexivos por enlace (montaje) o por contigüidad (sin efecto de montaje). Y finalmente los films ensayo propiamente dichos, que utilizan imágenes-ensayo y formas-ensayo de manera asimismo ensayística.

También en otros ámbitos se han desarrollado conceptos que son paralelos a los que estamos tratando. Vale la pena mencionar las denominadas «imágenes teoréticas» que Mieke Bal relaciona con la posibilidad de comprender cómo piensa el arte:

… de acuerdo con la tradición de las disciplinas, las ideas pertenecen al dominio de la filosofía, pero la filosofía no está inclinada a considerar la pintura y la escultura, la fotografía y las instalaciones al mismo nivel que los textos de la gran tradición filosófica (…), por lo tanto, en lugar de comprometer determinadas ideas con el marco de la filosofía (…), me gustaría argumentar que muchas ideas largo tiempo olvidadas afloran, junto con formas y colores, motivos y matices, superficies y sustancias, en el «pensamiento» de obras de arte contemporáneas.40

También debemos referirnos al concepto de «Meta-imagen» (Metapicture) de Mitchell, que, a grandes rasgos, pueden definirse como imágenes autorreflexivas que muestran las condiciones de su propia creación. Las meta-imágenes pueden alcanzar también el nivel de hiper-iconos que encapsulan una episteme o una teoría del conocimiento: visualizan esa teoría.41

La idea de una imagen-ensayo nos lleva forzosamente a la arquitectura no ya porque determinados edificios puedan considerarse la materialización de un proceso de pensamiento, sino porque algunos desarrollos del llamado pensamiento visual pueden describirse metafóricamente como arquitectónicos. Los mapas conceptuales o los mapas mentales son estructuras que despliegan una constelación semántica o un proceso de reflexión de manera que las implicaciones complejas de estos se articulan de una forma que podemos considerar arquitectónica. Esta arquitectura conceptual juega obviamente con el movimiento latente que atesora el concepto o tema central antes de desplegarse y el hecho de que efectivamente el mapa ha efectuado este desplegamiento. De manera que los mapas conceptuales y los mapas mentales pueden estar considerados dentro de la fértil categoría de las imágenes móviles-fijas o fijas-móviles, entre las que se encuentran todas aquellas que, desde uno de estos vectores (el movimiento o la inmovilidad), se apoyan en las cualidades de su contrario: las fotos más el movimiento, como en «Contacts» de William Klein, donde este examina una serie de fotografías a través de la visión móvil de la cámara de cine; o «Unas fotos en la ciudad de Sylvia» de José Luis Guerín y sus correspondientes montajes fotosecuenciales «Las mujeres que no conocemos» y «Nosotros, los otros»; o los films que detienen sus imágenes para reflexionar sobre ellas, como en algunos ensayos de Godard.

Estas realizaciones nos permiten sugerir la idea de una retórica en movimiento, del símbolo extendido en el tiempo, es decir, nos lleva a pensar en la posibilidad de figuras retóricas temporalmente desarrolladas. Para comprender el fenómeno, debemos considerar que la figura retórica clásica carece de temporalidad, es un imagen fijada en el tiempo que, en el caso de su construcción lingüística, se desvanece una vez presentada. No hay articulación posible de esta que influya en sus características en cuanto a su condición retórica: una metáfora o una hipérbole son las mismas figuras tanto si se establecen en un solo planteamiento como si se reiteran sucesivamente. Podría haber excepciones, verdaderamente particulares: la célebre frase de Gertrude Stein, «Una rosa es una rosa es una rosa» (Rose is a rose is a rose is a rose), podría considerarse (contrariamente a la interpretación tradicional) como una intensifación metafórica a partir de un referente real, la rosa, que se desplaza paulatinamente a otras versiones de ese mismo referente, alejadas en dos o más grados de intensificación retórica: la segunda rosa es una metáfora de la primera y la tercera, una metáfora de la segunda, es decir, una metáfora de la metáfora. Tendríamos, así pues, una forma retórica extendida en el tiempo con todas las consecuencias que esto conlleva para su estructura. En Histoire(s) du cinéma (1988-1998), de Godard, las imágenes simbolizadas a la manera ensayística (es decir, desplazadas de su contexto para lanzarse a una simbolización activa –diversa de la simbolización estática tradicional: la activa es aquella que pone en marcha un proceso de reflexión–) provocan un símbolo en movimiento que se desarrolla, en el nivel simbólico, paralelamente al referente «real» (la idea de un período histórico, de una historia del film, de la memoria de los film, etc.). Pensemos asimismo que los muralistas mexicanos se deslizan ya hacia el movimiento en sus largas secuencias planteadas en los murales, ya sea porque estos ocupan las paredes de un edificio o porque dentro de un solo espacio componen distintos niveles históricos, simbólicos, formales, etc. Por último, volviendo a Viola encontraríamos el mismo mecanismo pero a la inversa, es decir, partiendo de un medio donde ya existe el movimiento y que, por lo tanto, está preparado para movilizar las formas retóricas, para conferirles un desarrollo temporal. Las imágenes de Viola, muchas veces aparentemente inmóviles, presentan sin embargo un leve movimiento que las modifica paulatinamente (estoy refiriendome a las que componen la serie Las pasiones y, en concreto, a composiciones como The quintet of the Atonished): la cámara lenta le da al movimiento pasional de los cuerpos una visibilidad que no tendría mostrados con el movimiento natural. Este movimiento ralentizado hace que esas expresiones se conviertan no solo en ideas, sino también en formas retóricas que exponen esas ideas. Estas formas retóricas tienen la particularidad de extenderse en el tiempo y por consiguiente de presentarnos una característica inédita de sí mismas: seguramente, esta característica consiste, entre otras cosas, en el hecho de que su fuerza retórica se desplaza desde la persuasión, su eje tradicional, hacia la reflexión, el nuevo eje que adquieren a través del movimiento.

En el ámbito de la imagen fija, encontramos determinadas composiciones que se inscriben directamente en la categoría de ensayos porque despliegan voluntariamente un proceso de reflexión que sobrepasa el nivel estético. Así sucede con la denominada «arquitectura diagramática», un concepto que fue utilizado por primera vez por el arquitecto coreano Toyo Ito al referirse a la obra de Kazuyo Sejima, una discípula suya. Según Toyo Ito, algunos arquitectos no comprenden este proceso por el que un programa se convierte en un edificio que, a modo de diagrama, describe la multiplicidad de condiciones de ese programa de forma visual e inmediata. Es decir que condensa su desarrollo temporal en un ámbito fijo, actuando de forma contraria al proceso de ampliar mediante el movimiento determinada retórica. El concepto es semejante al de las máquinas abstractas acuñado por Deleuze y Guettari:

Una máquina abstracta en sí misma no es física o corpórea, de la misma manera que tampoco es semiótica; es diagramática… Opera mediante asuntos, no por sustancias; mediante funciones, no por formas… La máquina diagramática o abstracta no funciona para representar, ni siquiera algo real, sino que más bien construye una realidad que aún no existe, un nuevo tipo de realidad.42

Pensemos en aquellas configuraciones visuales que, en lugar de utilizar los parámetros artísticos para reflexionar visualmente, pretenden viajar en dirección contraria, es decir, en la de visualizar los procesos de reflexión para conferirles una condición estética. Es el caso de las curiosas imágenes del artista norteamericano Paul Laffoley (figura 3), quien pretende adentrarse por un tipo de arte que denomina hiperespacial. Sus complejos diagramas no son tanto procesos de pensamiento a través de la imagen, como procesos de pensamiento convertidos en imágenes.

 

Figura 3.

5. El nacimiento del ensayo visual: Picasso y el espacio complejo43

Teshigahara, director de la conocida película Una mujer en las dunas (1964), es asimismo autor de, por lo menos, un film que podría considerarse un ensayo: Tokyo 1958. Se trata de una panorámica excéntrica sobre la ciudad japonesa que podría incluirse en la larga lista de documentales urbanos pero que se aparta de esta tradición por el hecho de que no sigue una línea específica ni identifica la ciudad con una faceta única, sino que la explora desde múltiples perspectivas, no todas ellas completamente lógicas ni necesarias. Se trata de darle forma a la ciudad, de convertir su tenso calidoscopio en una estructura que sea significante a través de la reunión expresa de algunos de los elementos que tienen relación con la ciudad.

En 1984, Hiroshi Teshigahara realizó un documental sobre Gaudí que supuso el inicio de la fascinación japonesa por el arquitecto catalán. Gaudí es algo más que un documental de arte, es un estudio sobre la significación de la forma. Sería lógico suponer que lo que atrajo al director japonés de la obra de Gaudí era el contraste que sus formas representan con respecto a la sobriedad de la arquitectura de Japón, así como con el temperamento general de su arte. Pero si nos atenemos a un documental que el propio Teshigahara realizó en 1956 sobre el ikebana, o arte del arreglo floral, observaremos el asunto desde una perspectiva distinta. En este film, el director japonés, después de examinar las bases de una tradición milenaria que ha creado centenares de estilos de arreglo floral, acaba desembocando en el mundo contemporáneo donde lo que en un principio era solo un gusto por la decoración mediante flores vivas se ha convertido en un proceso de abstracción de las formas que, desde las flores, se ha desplazado a otros materiales. Lo que despertaría, pues, el interés de Teshigahara por Gaudí no sería tanto el descubrimiento de un mundo de elaboraciones barrocas como la libertad formal del arquitecto, el carácter orgánico, natural, de sus estructuras, en una palabra: la exploración estética que el arquitecto catalán lleva a cabo con sus estructuras arquitectónicas, que coincidiría con el que alimenta la base de la filmografía del director, especialmente por lo que respecta al ensayo sobre Tokio y al documental sobre la tradición del ikebana, que además están relacionados con la propia tradición familiar de Teshigahara, ya que su padre y su abuelo fueron maestros de ese arte.

A partir de esta fascinación, Teshigahara emplea la cámara para descubrir los fundamentos de las formas arquitectónicas de Gaudí que, desde de la otredad máxima, se identifican con su propio espíritu. Es un film que nace, por tanto, del asombro del descubrimiento, y es el asombro lo que pretende transmitir. Ahora bien, no es tanto un asombro producido por lo absolutamente nuevo, sino por lo reconocible en el seno de la novedad. De ahí que el documental de Teshigahara se dedique a examinar las formaciones de Gaudí para desvelar en ellas lo que tienen en común con el espíritu del ikebana, su sentido de la armonía en lo inconexo, sus traspasos entre lo orgánico y lo inorgánico. En este punto, el film se transmuta en un ensayo visual que va más allá de la simple constatación documentalista.

Podemos decir del ikebana lo que he dicho antes de las composiciones de Paul Laffoley, que son procesos de pensamiento convertidos en imágenes. La armonía, o un determinado sentido de la armonía, está presente en ambos como un elemento sustentador y conductor de los procesos mentales contenidos en las imágenes y sus relaciones. En el caso de los diagramas de Laffoley antes citados, las imágenes están relacionadas con conceptos, mientras que en la técnica del Ikebana se relacionan con impresiones estéticas. Pero en ambos casos hay una tradición detrás de esos fundamentos, tradición que se introduce en el proceso y que es analizada por él. Esta vía de preservar el pasado, que consiste en incorporarlo estructuralmente y de manera sistemática en la elaboración del presente, y de la cual el ikebana funciona como la representación de un rasgo cultural japonés, nos lleva a pensar en la posible repetición occidental del fenómeno y su probable relación con los orígenes del ensayo audiovisual que se centraría en el ámbito de las vanguardias y concretamente en la figura de Picasso.

Hasta hace poco era indiscutible la necesidad que tenía cada generación de traducir, y por lo tanto de asimilar, de nuevo a los clásicos, lo que significaba que los clásicos lo eran precisamente porque ofrecían respuestas renovadas a los problemas de cada época, si bien para obtenerlas era necesario un ejercicio de traducción, de adaptación o de relectura: un ejercicio, en definitiva, de hermenéutica. Pero ello era antes de que se hubiera roto el vínculo con el denominado Canon a través del que se mantenía viva la tradición cultural de Occidente, una ruptura que, como advierten, cada cual a su manera, Harold Bloom y Sloterdijk, conlleva importantes consecuencias. No deja de ser curioso, sin embargo, que esta creencia se refiriera, cuando aún estaba en activo, solo a la literatura y poco o nada tuviera que ver con la pintura, especialmente cuando esta ha conformado una tradición no menos sólida que la literaria durante el mismo período. Quizá sea porque la ruptura vanguardista de principios del siglo XX en general, así como las proclamas de la versión norteamericana del arte abstracto en particular, provocaron una temprana ruptura con el canon visual que luego no ha sido ya discutida. Sin embargo no deja de ser altamente significativo que una discontinuidad con la tradición visual tan drástica como esta se haya asumido con relativa facilidad, cuando una operación similar producida en el terreno literario encuentra fuertes resistencias y provoca aún ahora extraordinarias polémicas. Es cierto que, en su momento, la ruptura vanguardista generó innumerables discusiones, pero de diferente calibre. Por ejemplo, Bloom, que ha asimilado sin problemas a Joyce o a Faulkner, no apunta en sus críticas hacia las fracturas formales de, pongamos por caso, los escritores surrealistas, sino que sus quejas se centran esencialmente en la brusca interrupción de un determinado rasgo espiritual largo tiempo aquilatado. Sin embargo, la quiebra de una tradición formal debería ser considerada igualmente inquietante para los que la juzgan así el cambio en el canon literario, y seguramente lo sería si no estuvieran limitados por las propias características de lo que pretenden preservar. La discontinuidad en la tradición visual se observa como un problema interno de la historia del arte, mientras que la correspondiente ruptura en la tradición literaria se contempla como una bancarrota espiritual.

En general, podemos decir que el canon que ahora se reivindica ha privilegiado en gran medida el texto y se ha olvidado completamente de la imagen. Como sea que se acostumbra a señalar a la creciente hegemonía de lo visual en nuestra cultura como la principal culpable de la bancarrota del pacto literario, se podría pensar que esta fisura no sería tan grande ni tan traumática si, por lo menos, conserváramos los vínculos con la tradición pictórica, es decir, si cada generación hubiera considerado y siguiera considerando necesario revisitar las obras máximas de la tradición visual para interpretarlas de nuevo de acuerdo con sus intereses. Si como indican los agoreros, estamos perdiendo la palabra, nos quedaría por lo menos la mirada. La obstinada tendencia vanguardista de la modernidad hizo que durante bastante tiempo esta recuperación fuera prácticamente imposible, al patrocinar la idea de que cada generación debía por el contrario inventarlo todo, que cada artista, si quería sobrevivir como tal, estaba obligado a levantar prácticamente de la nada su cosmos visual una y otra vez. Puede que tal pretensión fuese, luego, imposible de cumplir, pero la sola idea de su necesidad impedía cualquier vínculo potencial con la tradición iconográfica. Con los ojos fijos en el futuro, el vanguardista no atinaba a comprender la presión que el pasado ejercía sobre sus espaldas.