Estética del ensayo

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Z serii: Prismas #11
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Dice Hanna Arendt en La vida del espíritu que «desde el momento en que vivimos en un mundo que aparece, ¿no resulta más acertado que lo relevante y significativo se sitúe precisamente en la superficie?».23 Ello nos conduce a una situación distinta de la dicotomía tradicional, puesto que si lo relevante está en la superficie, ya no podemos establecer una distinción valorativa entre lo sentido y lo pensado, de manera que la razón se ocupe de lo que está «debajo» de la superficie y la estética, siempre intuitiva, de lo que queda en la superficie. Ahora se deberá aplicar la razón a la superficie.

Jean-Louis Déotte en L’époque des appareils indica que será necesario efectuar «una lectura que desconstruirá la oposición metafísica de la sensibilidad y de la inteligibilidad para conseguir lo que hay en medio de las dos, su elemento común: el juego».24 En este sentido, el juego sería la «forma ensayo» del ensayo. En cualquier caso, es decir, tanto en el reino de la sensibilidad –el arte– como en el de la inteligibilidad –el pensamiento, la razón– existe un «juego», un movimiento libre para alcanzar un fin, aunque este no se alcance nunca, como en el ensayo. Puede que la ciencia niegue este movimiento libre, con lo cual no sería sensible ni inteligible: es decir, no se propondría alcanzar el conocimiento a través de los sentidos ni a través de la razón. Constataría la presencia a través de métodos autónomos, «objetivos», métodos sin sujeto.

Debemos descontar, en consecuencia, la posibilidad de un movimiento puramente estético en el film-ensayo, un juego de formas sensibles que actuarían desde su pura superficie para provocar estados de ánimo que, en última instancia, podrían equiparse a estados mentales susceptibles de producir ideas. La cuestión es otra, algo más compleja. Se trata de superar la dicotomía entre lo sensible y lo racional, a través de una síntesis que contenga los dos movimientos en lo visible, o en lo que Deleuze denomina lo figural.

Pero Deleuze tiene en mente algo distinto: «se le puede hacer el mismo reproche, dice, a la pintura figurativa y a la abstracta: pasan por el cerebro, no actúan directamente sobre el sistema nervioso, no acceden a la sensación, no despejan la Figura, y eso es porque ambas permanecen en un único y el mismo nivel. Pueden operar transformaciones en la forma, no atañen a deformaciones del cuerpo».25 Se trata de un fenómeno equivalente al que generan esas action pack movies que, según decía Kubrick, afectan directamente al sistema nervioso central y configuran mucha de la oferta del actual cine de Hollywood (El ultimátum de Bourne, de Paul Greengrass [2007], es un ejemplo prototípico de este tipo de cine visceral). La figura debe ser comprendida; lo figural debe, por el contrario, ser sentido, experimentado directamente por el cuerpo como si formara un todo orgánico con él. Deleuze habla de una pintura que expresa fuerzas, tensiones que son inherentes al propio cuerpo, que no vienen del exterior sino que son generadas por un cuerpo que se retuerce a través esta auto-expresión. Se trata de una tarea de la pintura que consiste en hacer visibles fuerzas que no lo son, del mismo modo que la música está dedicada a hacer sonoras fuerzas que no tienen sonido.26 Pero se insiste en que esta visualización de fuerzas en principio invisibles cortocircuita el nexo entre la vista y el intelecto y afecta somáticamente al observador, antes de que este sea capaz de formarse una idea que establezca el marco de una reacción racional.

Según este planteamiento, la visión establecería usualmente una distancia con el objeto, puesto que en principio auspiciaría su comprensión: el ojo estaría pegado a la razón, seguramente por un proceso de reconversión cultural que lo alejaría de los automatismos. Por el contrario, las sensaciones provocan una absorción inmediata del objeto a través de determinadas cualidades cinéticas de este, porque es el cuerpo en general el que lo experimenta antes de que intervenga la visión intelectualizada. Hay una larga tradición filosófica que tiende a privilegiar las relaciones con el mundo que sean espontáneas, viscerales, vividas, como reacción a una pérdida de espontaneidad social y culturalmente construida que se considera perversa. Bacon, según Deleuze, se apuntaría a esta tradición proponiendo una pintura capaz de producir sensaciones inmediatas, no intelectuales:

… le correspondería entonces al pintor hacer que se vea una especie de unidad original de los sentidos, y hacer que aparezca visualmente una Figura multisensible. Pero esta operación solo es posible si la sensación de tal o cual dominio (aquí la sensación visual) está directamente en contacto con una potencia vital que desborda todos los dominios y los atraviesa. Esta potencia es el Ritmo, más profundo que la visión, la audición, etc. Y el ritmo aparece como música cuando inviste el nivel auditivo, como pintura cuando inviste el nivel visual. Una «lógica de los sentidos» decía Cézanne, no racional, no cerebral. Lo último es por tanto la relación del ritmo con la sensación, que pone en cada sensación los niveles o los dominios por los que pasa. Y este ritmo recorre un cuadro como recorre una música.27

La música es pues el punto de convergencia, puesto que ella parece ser el ejemplo más preciso de una acción invisible capaz de producir sensaciones antes que ideas.

Si regresamos a la dicotomía anterior entre narración y descripción, vemos aparecer en el ensayo fílmico una nueva forma posible de comunicación que supera dialécticamente a las otras dos. La narración, en el campo de la imagen y por tanto del filmensayo, queda necesariamente sobrepasada por lo figural aunque aquella esté presente como elemento organizador de las figuras, ya que la potencia expresiva de estas, si de un genuino ensayo cinematográfico estamos hablando, debe ser superior. Por otro lado es en este ámbito de la figura entendida como germen del significado donde se instala el movimiento razonante que, en sí mismo, constituye una alternativa de las descripciones, puesto que profundiza aquello que de simplemente constatativo de la superficie tiene la forma descriptiva tradicional, y avanza hacia una descripción fenomenológica de mayor intensidad. Narración y descripción como formas ajenas a la figura e impuestas sobre ella para utilizarla como vehículo de un significado externo dejan de ser centrales y se pasa a una potenciación expresiva de lo puramente visible a través de un movimiento interno e inherente a esa figuración. Nos encontramos en el paradigma de la pintura de Bacon, según lo expresa Deleuze, pero para trascenderlo hacia una recuperación de lo intelectual en el seno de lo estético. Lo importante no sería, en el caso del film-ensayo, la experiencia emocional como finalidad de lo expresivo, sino que esta se prolongaría para servir de vehículo a la experiencia intelectual, al proceso reflexivo. En todo caso, el film-ensayo significaría un acercamiento del proceso intelectual a la vivencia propia, corroborando, contrariamente a lo propuesto en el método científico, que experimentamos el mundo a través de nuestras emociones.

Podemos encontrar momentos similares en la historia de la cultura que llevaron a interpretaciones erróneas de los postulados en litigio, por falta de una perspectiva que ahora parece estar mejor asentada. El antipictorialismo romántico cuya existencia subraya Mitchell sería uno de esos momentos. Se trataría de un episodio más de la eterna dialéctica entre narrar y describir que, a su vez, puede interpretarse como una versión atenuada del enfrentamiento no menos constante entre la razón y el sentimiento o entre el ver y el experimentar: «La “imaginación”, para los románticos, se acostumbra a oponer más que a equiparar con las imágenes mentales: la primera lección que damos a los estudiantes del romanticismo es que, para Wordsworth, Coleridge, Shelley y Keats, la “imaginación” es un poder de la conciencia que transciende la mera visualización».28 Lo que parece realmente problemático para los románticos no es tanto la visualización como la pretensión de claridad con que el neoclasicismo resolvía los problemas de la representación. Se produce en el Romanticismo una reacción a la forma neoclásica que, partiendo de la pintura, acaba estableciéndose en la propia mente para negar, como hacia Edmund Burke, «que la poesía pudiera o debiera producir imágenes claras y distintas en la mente del lector».29 Por ello, a principios del siglo XIX ocurre un cambio que hace que «la poesía abandone sus alianzas con la pintura y establezca nuevas analogías con la música».30 Es natural que ello ocurra, puesto que una nueva complejidad espiritual y material da a entender que el camino que lleva del neoclasicismo al positivismo, es decir, de la imagen neoclásica a la imagen objetiva, es una vía de simplificación que debe ser de alguna manera contrarrestada. Si la pintura se queda en la mera superficie sin densidad, en la propuesta de una visualidad completa sin resquicios y, por lo tanto, sin posibilidad de modulación, entonces mejor decantarse hacia las posibilidades emocionales de la música, mucho más sutiles. En este sentido, el Romanticismo no sería tan iconoclasta como parece, puesto que no renunciaría tanto a la imagen per se como a un determinado tipo de imagen. Perseguiría una imagen musical, de una visibilidad ciertamente ambigua pero que permitiría apostar por un tipo de representación visual de mayor sutileza. Digamos, parafraseando a Auberbach, que el Romanticismo se decantaría por el claroscuro típico de los textos bíblicos en lugar de tender hacia la luminosa y perfilada descripción de los de Homero. O, según los parámetros de Lukács, preferiría a Tolstoi en lugar de Zola. Optaría por Dostoievski en lugar de por Tolstoi, si aplicamos la visión de Steiner. El film-ensayo podría ser considerado, según esto, como «romántico», si bien este pseudo-romanticismo habría superado completamente las prevenciones de los románticos por la imagen, habiendo encontrado la fórmula para ir más allá de las imágenes objetivas de claridad cegadora, a las que habría dejado atrás con el documental clásico. Porque una cosa son las descripciones claras, perfectas, totales y estables que propone el documental, y otra, las impresiones incompletas, fluctuantes, ambiguas que nos transmite la figuralidad del film-ensayo. ¿Debe negarse la visualidad específica de estas últimas? ¿Qué tipo de imágenes son estas imágenes comparadas con las otras? Las respuestas básicas a estas preguntas las hemos encontrado en las propuestas de Bacon interpretadas por Deleuze. A partir del campo que estos postulados establecen, podemos encontrar la fórmula para la existencia de un dispositivo estético-reflexivo que tiene en el ensayo fílmico su forma más genuina.

 

4. La imagen-ensayo

En otros escritos ya he planteado con bastante insistencia la importancia que tiene el movimiento en los procesos reflexivos del film-ensayo y he establecido también la posibilidad de una categoría retórica, la del pensamiento-movimiento, que creo que es esencial para comprender la complejidad del audiovisual contemporáneo. Pero, dicho esto, es necesario señalar que existe una tendencia a relacionar reflexión y movimiento que, en lugar de ser esclarecedora, lo que hace es oscurecer determinados fenómenos relacionados con la imagen. Ambos planteamientos, que parecen contradictorios, pueden subsistir sin embargo en un mismo ámbito cultural: una cultura puede al mismo tiempo ignorar la relevancia del movimiento en los procesos reflexivos del ensayo visual y establecer una relación excesiva entre movimiento y proceso ensayístico, todo depende de si se está haciendo hincapié en lo visual o en lo lingüístico: esta dicotomía refuerza aún más la característica paradigmática de cada uno de los ámbitos que obliga a repensarlo todo, dependiendo de dónde se sitúe el pensador.

Relacionamos el proceso ensayístico en general con la prolongación de una idea en el tiempo o con el engarce de varias ideas a través también de una sucesión temporal. Ello se debe a que no concebimos otro tipo de reflexión que la ligada al lenguaje y a su disposición discursiva. No es que sea una idea equivocada ni mucho menos, pero se trata de una idea que conlleva una cierta actitud reduccionista que a la larga, si no se matiza, conduce al error. No cabe duda de que lo que llamamos pensamiento, y que es una parte integrante de la estructura de nuestra identidad –es, en última instancia, el fundamento de nuestra conciencia–, está ligado al lenguaje: sin lenguaje no hay pensamiento en el sentido estricto. Por ello, la imagen sería considerada ajena a los procesos reflexivos: pertenecería al terreno de la estética, que está relacionada con una experiencia distinta, con una región diversa de nuestros procesos cognitivos. Esta región, perteneciente a las emociones, se desplegaría de forma diferente a la que corresponde a la razón: en un caso, se establecerían relaciones inmediatas con el objeto, en el otro estas relaciones estarían, por el contrario, mediatizadas. Es una antigua historia, cuyos parámetros fueron expuestos de manera ejemplar por Kant y discutidos, de manera no menos paradigmática, por Nietzsche cuando este se remontaba a Sócrates para acusarle, precisamente, de haber desviado el conocimiento del recto camino de la intuición para llevarlo al de la reflexión, es decir, le acusaba, ni más ni menos, de haber puesto las bases del pensamiento. Pero para Kant no habría tanta distancia entre una y otra actividad, por lo menos así parece expresarlo cuando se refiere a la separación entre el mitos y el logos e indica que la intuición mítica es ciega sin el elemento formador del logos, mientras que la conceptuación lógica resulta vacía sin la fuerza de la intuición mítica,31 lo cual resulta válido para la imagen, si consideramos que existe la posibilidad de un pensamiento mítico equiparable a un pensamiento de carácter visual.

Es cierto que sin duración no es posible articular los conceptos, pero también es verdad que de una impresión estética o de una emoción se pueden desprender ideas que deben considerarse incluidas, aunque sea de manera latente, en la estructura visual que se encuentra en el origen de esas impresiones o esas emociones. Es decir, que de la misma manera que consideramos que las emociones o impresiones estéticas pertenecen o son parte de la forma que las produce, también debemos suponer que las ideas que puedan desprenderse de tales estados emocionales pertenecen de alguna manera al acerbo de esa forma. Digamos que, en tales casos, la forma estática, sin duración, se muestra capaz de proyectar hacia el futuro la duración que sustenta aquellas ideas destiladas por las emociones. El tiempo que está contenido en la forma es entonces un tiempo futuro –una duración potencial–. A veces este tiempo futuro está directamente ligado a un tiempo pasado que corresponde al proceso de reflexión necesario para crear la forma en concreto. No siempre tiene por qué ser así, es decir, no siempre la duración temporal que se produce a partir de una experiencia estética, al desarrollar las ideas contenidas en ella, tiene que provenir del acopio de una duración temporal durante la fase de formación, pero así es en la mayoría de los casos, sobre todo cuando esta tarea inicial, formativa, implica claramente el despliegue de un proceso de reflexión. Manlio Brusatin lo expresa claramente con relación al dibujo o a la línea que lo sostiene: «la vida es una línea, el pensamiento es una línea, la acción es una línea. Todo es línea. La línea relaciona dos puntos. El punto es un instante, y son dos instantes los que definen la línea en su principio y en su final».32 De esta forma, penetra el tiempo en la imagen estática y de esta manera se despliega emocionalmente en el futuro al contemplar la imagen y reflexionar sobre esta.

Esto debe hacernos pensar en la posibilidad de un proceso ensayístico concentrado en una sola imagen, un proceso que estaría desarrollado a través de la articulación de los elementos que componen esa imagen o en el desarrollo de las líneas y volúmenes que la forman, siempre que estos no estuvieran confabulados para componer una figura que los absorbiera en su realismo. Estaríamos hablando de una imagen-pensamiento que, según los casos, podrían convertirse en una verdadera imagen-ensayo.

En el concepto de «tipificación» de Eisenstein podemos encontrar un ejemplo de este tipo de procedimiento ensayístico concentrado en la elaboración de una imagen concreta. Cuando Sánchez-Biosca describe esta idea aplicada a un bosquejo del director soviético para la fase preparatoria de Alexander Nevski, se ve impelido a revelar un procedimiento de confección de la imagen que tiene una clara estructura ensayística. El propio Eisenstein la habría desplegando en el momento de confeccionar esa imagen, constituida en el eje de una red semántica:

… (en este caso la) «tipificación» consiste en el dibujo del cuerpo de un hombre, en realidad un héroe. Este cuerpo aparece simétrico o, mejor dicho, se halla concebido según una simetría invertida: la longitud de sus cuatro extremidades es idéntica, sin que sea posible distinguir entre brazos y piernas. Tal reversibilidad queda acentuada por la duplicación de la cabeza, que aparece también en posición invertida en la parte inferior del diseño. En cuanto al tronco, este queda sacrificado de manera grotesca siguiendo las líneas de fuerza de una cruz interior al mismo. Es difícil sustraerse a la idea de que las extremidades estiran el tronco hasta el punto de hacerlo desaparecer. Y si la palabra sacrificio viene a los labios no es por azar, pues esta idea está explícitamente designada por la cruz; una cruz que desgarra el cuerpo y que reproduce en abîme el aspa formada por las extremidades. Doble violencia, pues, ejercida sobre el cuerpo que recuerda los temibles suplicios medievales en que los brazos y piernas eran arrancados por cuatro caballos que tiraban simultáneamente en dirección a los cuatro puntos cardinales. Además, ¿cómo ignorar las huellas de clavos que exhiben las manos y los pies de la figura, asociándola a la crucifixión de Cristo?33

La imagen contiene todo esto y, por lo tanto, piensa en todo esto.

Se trata, por consiguiente, de una imagen que aglutina en sí misma, en sus características formales, una serie de conceptos: es una catalizadora de esos conceptos cuya confluencia determina las condiciones visuales de la figura, la cual se convierte, a su vez, en un dispositivo capaz de reproducir, si es convenientemente interrogado, el discurso inscrito en su composición formal. La descripción de Sánchez-Biosca nos revelan que estas imágenes de Eisenstein son la expresión perfecta de esa dialéctica entre experiencia estética y el pensamiento de la que estábamos hablando:

… la constelación de ideas de sacrificio, éxtasis y patetismo nos remonta por una doble vía a la emoción: vía aristotélica, por una parte, pues fue el Estagirita quien postuló en su Poética el patetismo como esencia de la tragedia conducente a provocar esa enigmática purificación de la pasiones que él denominó catarsis; vía religiosa, por otra, en cuanto el éxtasis entrañaría un desvarío de la conciencia que los místicos denominaron vía unitiva con la divinidad y que pone a prueba los límites del lenguaje y de la expresión al apuntar a la inefabilidad.34

La obra del director soviético sería en este sentido prototípica, como digo, de esta relación entre lo emocional y lo conceptual, por el hecho de que el propio director estaría inscrito en una situación psicosocial apropiada para detectar tal tipo de situaciones:

El itinerario de Eisenstein ilustra cuanto decimos, no tanto por evolución cuanto por simultaneidad y conflicto. Resulta fascinante que esa desgarrada expresión de lo heroico expuesta en clave religiosa conviva con una búsqueda obsesiva del concepto a través de la imagen, como si los conflictos entre la razón y la pasión se expresaran a cielo abierto en sus obras, aspirando el autor a sistematizar a cada instante un programa que inmediatamente se desmorona por el efecto de una fuerza incontrolable, más intensa todavía que la del programa teórico.35

Las imágenes ensayo surgirían del magma propiciado por determinada personalidad capaz de desarrollarse en territorios ambiguos y, por lo tanto, complejos. Montaigne habría sido una de estas personalidades en el siglo XVI, Eisenstein, otra, en la primera mitad del XX, y Godard, otra más, a finales de ese siglo, por citar solo las más prototípicas de estas identidades psicosociales. Picasso también podría entrar en esta nómina, como veremos luego.

Pero no todas las imágenes tendrían la misma capacidad de ser ensayos visuales, a pesar de que todas ellas son el resultado de una composición más o menos compleja y todas ellas pretenden expresar alguna idea. Porque la cuestión no se centra, como se habrá adivinado, en el ámbito de la significación de las imágenes, sino en el pensamiento que puede vehicularse a través de ellas, que es algo muy distinto. Todas las imágenes tienen, en cuanto a signos, un significado u otro y los humanos pensamos engarzando precisamente un significado, un concepto, con otro. En este sentido, podría parecer que sería posible establecer un proceso de pensamiento solo con colocar una imagen al lado de otra. Pero se trata de ver si podemos pensar no a través de la cadena de significados, sino mediante una cadena de significantes extraídos, aunque sea provisionalmente, del marco en el que los mantiene el significado, y ello sin pretensiones de imitar, de forma por otro lado imposible, la prototípica articulación lingüística.

 

Examinemos una imagen, estudiada también por Sánchez-Biosca, que podría parecer una imagen ensayo pero que no lo es, y veamos por qué no lo es. Se trata del primer plano del puño levantado de uno de los personajes de la película de Pudovkin La madre (1926), que aparece en un contexto espacial de gran realismo al que no puede pertenecer más que a través de un engarce simbólico. El puño, como dice, Sánchez-Biosca, «enfatiza la resistencia del personaje a responder (a un interrogatorio policial)».36 Pero creo que el crítico se equivoca cuando a continuación añade que se trata de un «signo extracinematográfico». Se manifiesta en este aserto una antigua prevención hacia el uso de ciertas figuras retóricas en las películas que ha llevado a incontables teóricos a una posición cada vez más indefendible. Eisenstein ha sido uno de los directores más perjudicados por esta incomprensión y sus metáforas visuales siempre han sido especialmente criticadas por su imposible ubicación en el espacio realista de la diegesis, como si la visualidad de la narración fílmica estuviera compelida por quien sabe qué ley no escrita a mantenerse en el terreno de lo empírico, renunciando así a la posibilidad de expresar ideas o conducir pensamientos a través de su aspecto visual, a menos que este se convierta en simple vehículo, transparente, de esos significados. La tan vilipendiada intromisión de un espacio metafórico en el seno del espacio realista del film que se produce en algunas de las películas de Eisenstein supone, sin embargo, la súbita apertura de un ámbito de reflexión en los mismos, la aparición de un pliegue en la capa empírica de la película que conecta directamente con el flujo de las ideas que lo acompañaba de manera invisible. En momentos como estos, lo invisible se hace visible y viceversa, de manera que la experiencia fílmica adquiere la condición de una epifanía que traslada al espectador al verdadero nivel en el que Eisenstein lo quería situar desde el principio, el nivel ideológico. Las ideas se hacen directamente visibles e inauguran de esta manera una forma de reflexión, inédita hasta entonces por su condición primordialmente visual. Ahora bien, a pesar de la riqueza estructural que poseen algunos movimientos retóricos como estos, la simple aparición de una imagen metafórica extradiegética en una película, como sucede en La madre, de Pudovkin, no puede considerarse que abra el camino hacia el ensayo propiamente dicho, por lo que ese tipo de imágenes no son imagines-ensayo, aunque puedan considerarse índices de pensamiento, flashes de la racionalidad del film. Las metáforas extradiegéticas aisladas no solo no son imágenes-ensayo, sino que constituyen precisamente la antítesis de la imagen-ensayo. Dice Sánchez-Biosca, pensando en la ubicación y las características del mencionado plano, que «se advierte así una dialéctica entre lo narrativo (continuidad, localización del puño en relación con el personaje), lo dramático (intensidad y expresión de la resistencia a plegarse a la autoridad) y lo simbólico (el puño como expresión abstracta de la opción comunista de Pavel)».37 Esta imagen del puño, si bien atesora la densidad que le otorga la articulación de los tres niveles descritos, no es una imagen-ensayo porque esos tres niveles se vehiculan en torno al eje del intrínseco realismo de la escena: es a partir de lo narrativo como se despliega lo dramático y lo simbólico. En ningún caso, lo dramático y lo simbólico son realmente visibles, sino que se «esconden» detrás de lo realista. Esta es la única crítica que se le podría hacer a las metáforas fílmicas utilizadas por Eisenstein, el que sean demasiado timoratas, excepto en aquellos casos en que, como en Octubre, su proliferación configura una secuencia instalada por completo en lo metafórico, algo que sucede, por ejemplo, en el segmento de esta película donde se expone la ambición de Kerenski y la trama política que la acoge (aunque en realidad toda la película es un juego de metáforas). Una imagen-ensayo debería empezar por ser simbólica, visiblemente simbólica (o metafórica), luego dramática, a través de su simbolismo y, finalmente, con todo este bagaje integrarse en lo narrativo para desbaratar su consistencia empírica a favor de una ideologización de sus componentes. Este simbolismo primero de la imagen se produciría a través de su separación del contexto específico de esta, por su aislamiento del significado concreto, y a su consiguiente desplazamiento hacia otro ámbito semántico. El plano del puño levantado de Pudovkin actúa precisamente en sentido contrario: aparece como un símbolo cerrado y desde esta posición simbólica va a incidir en lo real, donde sigue conservando su significado simbólico en un ámbito que tampoco pierde su condición realista por esa intromisión aunque se vea afectado en su comprensión. En el caso de un verdadero movimiento reflexivo, la imagen se hace simbólica, plenamente simbólica, en el momento en que entra en contacto con otro entorno y lo transforma. En este sentido, las imágenes utilizadas por Godard en Histoire(s) du cinéma podrían considerarse esencialmente simbólicas precisamente porque su simbolismo no actuaría de la manera tradicional, sino en el sentido que estoy expresando, es decir, como vehículo para poner en marcha una reflexión que se desarrollaría en un nivel simbólico paralelo al referente real, cuya visualidad representativa estaría continuamente modificando. Sería, por tanto, este desplazamiento de lo simbólico en tales imágenes lo que permitiría su función reflexiva.

Se trata de un mecanismo parecido al que utilizaba Duchamp para confeccionar sus ready-mades: sacar el objeto de su contexto y hacerlo trabajar en favor de una idea en otro contexto que así también se ponía a disposición del proceso reflexivo. Duchamp fue un gran creador de imágenes-ensayo del tipo que estoy tratando de describir, la más importante de ellas, Le grand verre o La mariée mise à nu par ses célibataires, même, elaborado entre 1912 y 1923. A partir de los materiales utilizados para concebir esta obra, Duchamp confeccionó también La boîte verde, que venía a ser como un ensayo del ensayo anterior en otro medio. Deslizaba el razonamiento desde el espacio bidimensional, constituido en plataforma de una representación tridimensional, al espacio propiamente tridimensional, arquitectónico, de la caja. Juan Antonio Ramírez, en su excelente libro sobre Duchamp,38 desarrolla un ensayo textual sobre la propuesta visual del artista francés, demostrando la complejidad, y en consecuencia el potencial reflexivo, de la imagen-ensayo de Duchamp. Observamos aquí algo muy típico de las imágenes-ensayo: el hecho de que son catalizadoras del pensamiento racional-lingüístico, lo cual nos conduce a la constatación de algo no menos fundamental, es decir, que el razonamiento-visual debe ser conducido a través del lenguaje. Pero esto no indica ninguna subordinación, sino todo lo contrario. El movimiento del razonar está condicionado a la propuestas visuales e impulsado por ellas, pero se resuelve forzosamente en el complemento textual, es en este ámbito donde se absorben y despliegan las imágenes. Barthes hablaba de un proceso de anclaje, como si sin el texto las imágenes vagaran por un mar de ambigüedades imposibles de controlar. Podemos decir ahora que lo que sucede es que las imágenes des-anclan el texto y lo llevan hacia el desplazamiento ensayístico, lo enriquecen con su ambigüedad y lo potencian con su capacidad de movimientos extra-lineales. Las imágenes ya no ilustran el razonar lingüístico, sino que es este el que ilustra a las imágenes, el que las parafrasea. Se trata de un proceso de traducción en el que el original permanece no solo latente, sino patente, junto a la traducción: estéticamente, sensiblemente, la fuerza del original sigue latiendo y empujando el significado, sigue valiendo incluso cuando la lengua no está presente para canalizar esas fuerzas semántico-emocionales que surgen de la propuesta visual. El despliegue lingüístico subsiguiente no hace más que organizar esos conceptos y esos enlaces significativos de la visualidad: tranquiliza nuestro espíritu porque nos da la sensación de que podemos controlar el desbordamiento torrencial de la imagen y, obviamente, nos permite reciclar esa potencia y conducirla hacia otros ámbitos. Pero lo primordial, el universo razonante primigenio, se encuentra en las propuestas formales.